Sin levantarse de la cama, el médico indicó el tratamiento. Debían llenar la bolsa del gota a gota con muchos medicamentos, insertar la aguja en el brazo del paciente y procurar encontrar una habitación mejor. Como todas las habitaciones estaban llenas, se limitaron a dejarlo en el pasillo de la sala de los hombres, cerca de un desordenado escritorio que hacía las veces de despacho de las enfermeras. Allí por lo menos no se olvidarían de él. Jevy fue invitado a marcharse. Todo cuanto podía hacer era esperar.
En determinado momento de la mañana, durante una pausa en sus actividades, apareció un enfermero con unas tijeras. Cortó los pantalones cortos y la camiseta roja del paciente y los sustituyó por otra bata amarilla de hospital. En el transcurso de dicha operación, Nate se pasó cinco minutos desnudo en la cama a la vista de todas las personas que pasaban. Nadie le prestó atención y a Nate le dio enteramente igual. Le cambiaron las sábanas empapadas de sudor. Los restos de los pantalones y la camiseta fueron arrojados al cubo de la basura y Nate O’Riley se quedó una vez más sin ropa que ponerse.
Cuando se estremecía o gemía demasiado, el médico o la enfermera más próximo abría ligeramente la válvula del gota a gota, y cuando roncaba demasiado, la cerraba un poco.
Una defunción por cáncer dejó un espacio vacante, y condujeron a Nate a la habitación más cercana, donde lo dejaron instalado entre un obrero que acababa de sufrir la amputación de un pie y un hombre que se estaba muriendo por fallo renal. El médico lo visitó un par de veces a lo largo del día. La fiebre osciló entre los cuarenta y un grado y los cuarenta y dos. Valdir pasó por allí a última hora de la tarde para charlar un rato, pero Nate no estaba despierto. A continuación informó acerca de los acontecimientos del día al señor Stafford, que no se mostró muy contento.
—El médico dice que es normal —le explicó Valdir, que hablaba desde el pasillo del hospital a través de su teléfono móvil—. El señor O’Riley se repondrá.
—No deje que se muera, Valdir —suplicó Josh con voz ronca a causa de la emoción.
Iban a enviar dinero. El consulado en São Paulo estaba resolviendo la cuestión del pasaporte.
La bolsa del gota a gota se vació una vez más y nadie se apercibió de ello. Transcurrieron varias horas mientras el efecto de los medicamentos desaparecía gradualmente. En mitad de la noche, cuando la oscuridad era total y no había el menor movimiento en ninguna de las tres camas restantes, Nate se sacudió finalmente las telarañas del coma y empezó a dar señales de vida. Apenas podía ver a sus compañeros de habitación. La puerta estaba abierta y se distinguía un poco de luz procedente del fondo del pasillo. Ni voces ni pisadas.
Se tocó la bata, empapada de sudor, y advirtió que debajo de ésta volvía a estar desnudo. Se frotó los ojos hinchados y trató de estirar las anquilosadas piernas. Le ardía la frente. Estaba sediento y no lograba recordar cuándo había comido por última vez. Procuró no moverse para no despertar a las personas que lo rodeaban. Tenía la certeza de que no tardaría en pasar alguna enfermera.
Las sábanas estaban mojadas, por lo que, cuando volvieron los escalofríos, no hubo manera de entrar nuevamente en calor. Se estremeció y se frotó los brazos y las piernas mientras le castañeteaban los dientes. Cuando cesaron los temblores, trató de dormir y consiguió dar algunas cabezadas a lo largo de la noche, pero, en medio de la más profunda negrura, volvió a subirle la fiebre. Las sienes le palpitaban con tal fuerza que rompió a llorar. Se envolvió la cabeza con la almohada y apretó con las pocas fuerzas que le quedaban.
En la oscuridad de la habitación, entró una silueta que se fue desplazando de cama en cama hasta llegar a la de Nate. Lo vio estremecerse y luchar bajo las sábanas, oyó sus gemidos amortiguados por la almohada. Le tocó suavemente el brazo y susurró:
—Nate.
En circunstancias normales, Nate habría experimentado un sobresalto, pero las alucinaciones se habían convertido en un síntoma habitual. Se cubrió el pecho con la almohada y trató de enfocarla figura.
—Soy Rachel —murmuró ésta.
—¿Rachel? —dijo él. Trató de incorporarse y de abrirse los párpados con los dedos—. ¿Rachel?
—Estoy aquí, Nate. Dios me envía para protegerlo.
Él tendió la mano para tocarle el rostro, y ella la tomó en la suya y le besó la palma.
—No va a morir, Nate —le aseguró—. Dios tiene muchos planes para usted.
Nate no pudo articular palabra. Poco a poco sus ojos se adaptaron a la semipenumbra y consiguió verla.
—Es usted —dijo.
¿O acaso era otro sueño?
Volvió a reclinar la cabeza en la almohada y se tranquilizó mientras sentía que se le relajaban los músculos y las articulaciones recuperaban la flexibilidad. Cerró los ojos sin soltarle la mano. De pronto, desapareció el martilleo en sus ojos. El ardor abandonó su frente y su rostro. La fiebre lo había dejado sin fuerzas, por lo que volvió a sumirse en un sueño profundo, que esta vez no estaba inducido por las sustancias químicas sino por el puro agotamiento.
Soñó con los ángeles, unas jóvenes doncellas vestidas de blanco que flotaban sobre las nubes por encima de su cabeza como si lo protegieran, entonando unos himnos que él jamás había oído, pero que en cierto modo le sonaban conocidos.
Acompañado por Jevy y Valdir, abandonó el hospital al mediodía del día siguiente, pertrechado con las instrucciones del médico. No tenía ni rastro de fiebre, la erupción cutánea había desaparecido y sólo le dolían un poco los músculos y las articulaciones. Había insistido en irse y el médico había dado gustosamente su aprobación, pues estaba deseando librarse de él. La primera parada fue un restaurante, donde dio cuenta de un gran cuenco de arroz y un plato de patatas hervidas, evitando los bistecs y las chuletas. Jevy, en cambio, se lo comió todo. Ambos todavía estaban hambrientos después de su aventura. Valdir los observó comer, mientras tomaba café y fumaba.
Nadie había visto entrar y salir a Rachel del hospital. Nate le había hablado a Jevy en secreto de la visita que ella le había hecho la noche anterior, y éste había hecho averiguaciones entre las enfermeras y las mujeres de la limpieza. Después del almuerzo, Jevy los dejó y se fue a dar una vuelta a pie por el centro de la ciudad, en un intento de localizarla. Se dirigió hacia el río y habló con los marineros del último barco de transporte de ganado que había llegado. Rachel no había viajado con ellos. Los pescadores tampoco la habían visto. Nadie parecía saber nada acerca de una mujer blanca procedente del Pantanal.
Una vez solo en el despacho de Valdir, Nate telefoneó al bufete Stafford, aunque le costó recordar el número.
—¿Cómo estás, Nate? —preguntó Josh, que había tenido que ausentarse de una reunión—. ¿Cómo estás?
—Ya no tengo fiebre —respondió Nate, balanceándose en el sillón de Valdir—. Estoy bien. Un poco dolorido y cansado, pero bien.
—Por tu manera de hablar, parece que estás estupendamente. Quiero que vuelvas a casa.
—Dame un par de días.
—Te envío un jet, Nate. Saldrá esta noche.
—No, Josh, no lo hagas. No es una buena idea. Iré cuando yo quiera.
—De acuerdo. Háblame de la mujer, Nate.
—La hemos encontrado. Es la hija ilegítima de Troy Phelan y el dinero no le interesa.
—Entonces, ¿cómo la convenciste de que lo aceptara?
Josh, a esta mujer no se la puede convencer. Lo intenté, no conseguí nada y me di por vencido.
—Vamos, Nate; nadie rechaza semejante suma de dinero. Estoy seguro de que la habrás hecho recapacitar.
—Ni soñarlo, Josh. Es la persona más feliz que jamás he conocido y está absolutamente empeñada en pasar el resto de su vida trabajando entre su gente. Es el lugar donde Dios quiere que esté.
—Pero ¿ha firmado los papeles?
—No. Se produjo una larguísima pausa mientras Josh asimilaba la respuesta.
—Debes de estar bromeando dijo al fin en voz muy baja.
—No. Lo siento, jefe. Hice todo lo que pude para convencerla de que, por lo menos, firmara los papeles, pero no hubo manera. Jamás los firmará.
—¿Leyó el testamento?
—Sí.
—¿Y le dijiste que eran once mil millones de dólares?
—Sí. Vive sola en una choza, sin agua corriente ni electricidad, viste y come de forma sencilla, no dispone de teléfonos ni de fax y no le interesa aquello que no tiene. Vive en la Edad de Piedra, Josh, justo donde ella quiere estar, y eso no hay dinero que lo cambie.
—Es incomprensible.
—Yo también lo pensé y eso que vi cómo vivía.
—¿Es inteligente?
—Es médico, Josh, tiene un doctorado, y habla cinco idiomas.
—¿Es médico?
—Sí, pero no hablamos de pleitos sobre negligencias médicas.
—Dijiste que era encantadora.
—¿Eso dije?
—Sí, hace dos días, por teléfono. Creo que entonces estabas un poco atontado.
—Puede que lo estuviese, pero ella es encantadora.
—O sea, que te gustó.
—Nos hicimos amigos.
De nada serviría decirle a Josh que Rachel se hallaba en Corumbá. Nate abrigaba la esperanza de dar rápidamente con ella y, aprovechando que estaban en la civilización, intentar hablarle de la herencia de Troy.
—Fue toda una aventura —añadió Nate—. El resto, imagínatelo.
—No he podido dormir pensando en ti.
—Tranquilízate. Estoy entero.
—He enviado cinco mil dólares. Los tiene Valdir.
—Gracias, jefe.
—Llámame mañana.
Valdir lo invitó a cenar, pero él declinó la invitación. Recogió el dinero y se fue a pie, libre una vez más, por las calles de Corumbá. Lo primero que hizo fue entrar en una tienda, comprar ropa interior, pantalones cortos color caqui, unas sencillas camisetas blancas y unas botas de excursionista. Cuando llegó al hotel Palace, cuatro manzanas más abajo, estaba muerto de cansancio. Se pasó dos horas durmiendo.
Jevy no encontró ni rastro de Rachel. La buscó entre la muchedumbre que abarrotaba las calles. Habló con la gente del río, a la que tan bien conocía, pero nadie había oído hablar de su llegada. Entró en los vestíbulos de los hoteles del centro de la ciudad y cortejó a las recepcionistas. Nadie había visto a una norteamericana de cuarenta y dos años que viajaba sola.
Conforme pasaba la tarde, Jevy empezó a tener sus dudas acerca del relato de su amigo. El dengue hacía ver cosas y oír voces, incluso creer en fantasmas, sobre todo de noche, pero aun así siguió buscando.
Después de la siesta y de otra comida, Nate también salió a dar un paseo. Caminaba despacio, a ser posible por la sombra, y siempre con una botella de agua en la mano. Descansó en el peñasco que se levantaba por encima del río y contempló la majestuosidad del Pantanal, que se extendía ante sus ojos a lo largo de cientos de kilómetros.
El agotamiento lo venció y lo obligó a regresar renqueando al hotel para descansar. Se quedó dormido y, cuando despertó, Jevy estaba aporreando la puerta. Habían acordado reunirse para cenar a las siete. Eran las ocho. Al entrar en la habitación, Jevy miró inmediatamente alrededor en busca de botellas vacías. No había ninguna.
Comieron pollo asado en la terraza de un café. La noche estaba llena de música y viandantes. Los matrimonios con hijos pequeños compraban helados y regresaban lentamente a casa. Los adolescentes paseaban en grupos sin destino aparente. Los clientes de los bares abarrotados ocupaban las aceras. Los chicos y las chicas iban de bar en bar. Las calles eran cálidas y seguras; nadie parecía temer que le pegaran un tiro o lo atracaran.
En una cercana mesa un hombre bebía una cerveza Brahma fría directamente de la botella. Nate observó con atención cada uno de sus movimientos.
Después del postre, ambos se despidieron y prometieron reunirse a primera hora del día siguiente para reanudar la búsqueda. Jevy tomó una dirección y Nate, que se sentía descansado y estaba harto de la cama, otra.
A dos manzanas de distancia del río, las calles estaban más tranquilas. Las tiendas habían cerrado, las casas tenían las luces apagadas y el tráfico era más fluido. Más adelante, Nate vio las luces de una capillita. «Seguro que está allí», se dijo.
La puerta principal estaba abierta de par en par y Nate vio desde la acera las filas de bancos de madera, el púlpito vacío, el mural de Jesucristo en la cruz y las espaldas de un puñado de fieles inclinados en actitud de plegaria y meditación. La suave música del órgano lo indujo a entrar. Se detuvo junto a la puerta y contó cinco personas repartidas entre los bancos; ninguna de ellas estaba sentada al lado de otra ni guardaba el menor parecido con Rachel. Bajo el mural, el banco del órgano estaba vacío. La música procedía de un altavoz.
Podía esperar. Tenía tiempo; quizás ella apareciese. Se sentó en el último banco, apartado de todos. Estudió la figura del Cristo crucificado, los clavos de las manos, la herida del costado, la expresión de sufrimiento. ¿De veras lo habían matado de una manera tan atroz? Por el camino, en un determinado momento de su desventurada vida de seglar, Nate había leído o le habían contado los hechos esenciales de la vida de Jesucristo: el nacimiento virginal del que procedía la fiesta de Navidad, el episodio en que Jesús caminaba sobre las aguas; quizás uno o dos milagros más; ¿era a él o a otro a quien se había tragado la ballena? Y después, lo de la traición de judas; el juicio ante Poncio Pilato; la crucifixión y la resurrección de la que procedía la fiesta de la Pascua, y, finalmente, la ascensión a los cielos.
Sí, conocía los hechos esenciales. Tal vez su madre se los hubiera contado. Ninguna de sus dos esposas era practicante, aunque la segunda era católica y en alguna ocasión habían ido a la misa de medianoche por Nochebuena.
Entraron tres personas más. Un joven con una guitarra salió de una puerta lateral y se dirigió al púlpito. Eran exactamente las nueve y media. El joven se puso a entonar una canción mientras su rostro se iluminaba con palabras de fe y alabanza. Un banco más allá, una mujer menuda empezó a batir palmas y a cantar.
Quizá la música atrajera a Rachel. Seguramente echaba de menos la auténtica adoración en una iglesia con suelo de madera, vidrieras de colores y gente totalmente vestida, leyendo la Biblia en un idioma moderno. Seguro que acudía a los templos cuando visitaba Corumbá.
Cuando terminó la canción, el joven leyó algo y empezó a hablar. Su portugués era el más lento que Nate hubiera escuchado hasta entonces a lo largo de su pequeña aventura. Los suaves y prolongados sonidos y la pausada cadencia lo hipnotizaban. A pesar de que no comprendía ni una sola palabra, trató de repetir las frases. Después, sus pensamientos se perdieron.
Su cuerpo había eliminado las fiebres y las sustancias químicas. Estaba bien alimentado, despierto y descansado. Volvía a ser el mismo de siempre y, al comprenderlo así, se sintió profundamente deprimido. El presente había regresado de la mano del futuro.
Las pesadas cargas que había dejado con Rachel habían vuelto a localizarlo en aquella capilla. Necesitaba que ella se sentara a su lado, tomara su mano y lo ayudara a rezar.
Nate aborrecía sus debilidades. Las nombró una a una y la extensión de la lista lo entristeció. Los demonios lo esperaban en casa; los buenos amigos y los malos amigos, sus locales preferidos y las malas costumbres, las presiones que ya no tenía modo de resistir. La vida no se podía vivir con gente como Sergio a mil dólares al día, y tampoco gratis, en las calles.
El joven rezaba con los ojos cerrados y los brazos ligeramente levantados. Nate también cerró los ojos e invocó el nombre de Dios. El señor estaba esperándolo.
Asió fuertemente con las dos manos el respaldo del banco que tenía delante. Repitió la lista, enumerando en voz baja todas las debilidades, los defectos, los errores y los males que lo atormentaban. Los confesó todos. En un prolongado y espléndido reconocimiento de sus faltas, se desnudó ante Dios sin ocultar nada. La carga de la que se liberó habría bastado para aplastar con su peso a tres hombres y, cuando el momento pasó, los ojos de Nate estaban llenos de lágrimas.
—Perdóname —le suplicó a Dios—. Ayúdame, te lo ruego.
Con la misma rapidez con que la fiebre había abandonado su cuerpo, sintió que el peso abandonaba su alma. Con el suave movimiento de una mano, la pizarra en que estaban inscritos sus pecados quedó limpia. Dejó escapar un profundo suspiro de alivio, pero el pulso se le había desbocado.
Oyó de nuevo la guitarra. Abrió los ojos y se enjugó las lágrimas. En lugar de ver al joven del púlpito, vio el rostro de Cristo, muriendo en la cruz tras una dolorosa agonía. Muriendo por él.
Una voz lo llamó. Era una voz interior que lo empujaba por el pasillo, pero la invitación resultaba desconcertante. Nate experimentaba muchas emociones contradictorias. De repente, las lágrimas dejaron de correr por sus mejillas.
«¿Por qué estoy llorando en una pequeña y sofocante capilla —pensó—, escuchando una música que no comprendo en una ciudad que jamás volveré a ver?» Las preguntas se agolpaban en su mente, pero las respuestas se le escapaban.
Una cosa era que Dios le perdonara su sorprendente serie de iniquidades, y estaba claro que ahora su carga era mucho más ligera; pero otra muy distinta, y mucho más difícil, que él esperara convertirse en un discípulo.
De pronto, mientras escuchaba la música, se sintió desconcertado. No era posible que Dios estuviese llamándolo. Él era Nate O’Riley, un borracho, drogadicto, mujeriego, mal padre, peor marido, abogado codicioso, defraudador de impuestos… La lista era interminable.
Estaba mareado. Cesó la música y el joven se dispuso a entonar otra canción. Nate abandonó precipitadamente la capilla. Al doblar una esquina, volvió la cabeza no sólo con la esperanza de ver a Rachel, sino también para cerciorarse de que Dios no había enviado a nadie tras él.
Necesitaba a alguien con quien hablar. Sabía que ella estaba en Corumbá y juró encontrarla.