36

El médico encontró a su paciente roncando a la sombra en el patio, todavía incorporado en la cama y con la boca abierta, sin el apósito de gasa sobre los ojos y con la cabeza inclinada hacia un lado. Su amigo el del río estaba haciendo la siesta en el suelo, muy cerca de él. El médico echó un vistazo a la bolsa del gota a gota e interrumpió el goteo. Tocó la frente de Nate y comprobó que no tenía fiebre.

Senhor O’Riley —dijo, levantando la voz mientras daba unas palmadas al hombro del paciente.

Jevy se levantó de un salto. El médico no hablaba inglés. Quería que Nate regresara a la habitación, pero cuando Jevy lo tradujo Nate no lo aceptó de buen grado y le suplicó a Jevy que no lo llevaran dentro, deseo que éste transmitió de inmediato al médico. El joven había visto a los demás pacientes, las llagas, los ataques y a los moribundos que había en el pasillo, por lo que le prometió al médico que se quedaría allí, en el patio, con el norteamericano, hasta que oscureciera. El médico cedió porque, en realidad, le daba igual. Al otro lado del patio había una pequeña sala con unos gruesos barrotes negros que se hundían en el cemento. De vez en cuando, los pacientes se acercaban a los barrotes para contemplar el patio. No podían escapar de allí. A última hora de la mañana uno de ellos se puso a gritar, protestando por la presencia de Nate y Jevy en el patio. Su piel morena estaba cubierta de manchas, tenía el cabello rojo y ralo y aparentaba estar tan loco como efectivamente lo estaba. Se agarró a los barrotes, introdujo el rostro entre ellos y se puso a gritar. Su estridente voz resonó por el patio y los pasillos.

—¿Qué dice? —preguntó Nate.

El comportamiento de aquel chalado lo había sobresaltado y había contribuido a despejarle la mente.

—No entiendo ni una palabra —respondió Jevy—. Está loco.

—¿Y me tienen en el mismo hospital que a los locos?

—Sí. Lo lamento. Es una ciudad pequeña.

Los gritos se intensificaron. Apareció una enfermera en el patio y le ordenó al hombre que se callara. Él contestó empleando un lenguaje que indujo a la mujer a huir despavorida. Después, el loco volvió a centrar su atención en Nate y en Jevy. Se agarró con tal fuerza a los barrotes que los nudillos se le quedaron blancos, y empezó a brincar sin dejar de dar voces.

—Pobre hombre —dijo Nate.

Los aullidos se transformaron en lamentos y, tras varios minutos de incesante alboroto, un enfermero se acercó al loco por la espalda y trató de apartarlo de allí. El hombre no quería irse y empezó a forcejear. En presencia de testigos, el enfermero se mostraba firme, pero prudente. Sin embargo, no había manera de que el loco soltase los barrotes. Los lamentos se transformaron en chillidos mientras el enfermero tiraba de él por detrás.

Al final, el enfermero se dio por vencido y se marchó. El loco se bajó los pantalones y empezó a orinar entre los barrotes, soltando sonoras carcajadas mientras apuntaba más o menos hacia Nate y Jevy; por suerte, éstos estaban fuera de su alcance. Aprovechando que el hombre había apartado momentáneamente las manos de los barrotes, el enfermero lo atacó por detrás con una llave y consiguió apartarlo. En cuanto el hombre desapareció de la vista de los testigos, sus gritos cesaron como por arte de ensalmo.

Cuando terminó aquel drama volvió nuevamente la calma, Nate dijo:

—Jevy, sácame de aquí.

—¿Qué es lo que pretende?

—Que me saques de aquí. Me encuentro bien. La fiebre ha desaparecido y estoy recuperando las fuerzas. Vámonos.

—No podemos irnos hasta que el médico le dé el alta. Y, además, lleva eso puesto. Jevy señaló el gota a gota.

—Eso no es nada —repuso Nate, sacándose rápidamente la aguja del brazo—. Búscame ropa, Jevy. Me voy.

—Usted no sabe lo que es el dengue. Mi padre lo tuvo.

—Ya estoy curado. Lo noto.

—No, no lo está. La fiebre volverá y será peor. Mucho peor.

—No lo creo. Llévame a un hotel, Jevy, por favor. Allí estaré bien. Te pagaré para que te quedes conmigo. Si me vuelve la fiebre, podrás darme las pastillas. Por favor.

Jevy se encontraba a los pies de la cama. Miró alrededor, temiendo que alguien comprendiese el inglés.

—No lo sé —dijo, titubeando. No era mala idea.

—Te pagaré doscientos dólares para que me compres ropa y me lleves a un hotel, y otros cincuenta dólares al día para que me cuides hasta que me recupere.

—No es por el dinero, Nate. Soy su amigo.

—Yo también soy tu amigo, Jevy, y los amigos se ayudan mutuamente. No puedo regresar a aquella habitación. Ya has visto a esos pobres enfermos. Se están pudriendo, muriendo y meándose encima. Huele a excrementos humanos. A las enfermeras les importa un rábano, y los médicos no te examinan. El manicomio está justo al lado. Por favor, Jevy, sácame de aquí. Te pagaré una buena cantidad de dinero.

—Su dinero se hundió con el Santa Loura.

Nate se quedó de piedra al oír aquellas palabras. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en el Santa Loura y en sus efectos personales: su ropa, el dinero, el pasaporte y la cartera con todos los artilugios y documentos que Josh había metido en ella. Desde que se separara de Rachel, Nate había tenido algunos momentos de lucidez, sólo unos pequeños intervalos de claridad, en cuyo transcurso había pensado en la vida y la muerte, pero jamás en cosas tangibles o propiedades.

—Puedo conseguir todo el dinero que haga falta, Jevy. Lo pediré por telegrama a Estados Unidos. Ayúdame, por favor.

Jevy sabía que el dengue raras veces era mortal. El acceso que Nate había sufrido daba la impresión de estar bajo control, aunque la fiebre volvería a subirle con toda seguridad. Nadie podía reprocharle que quisiera huir del hospital.

—De acuerdo —dijo, mirando nuevamente alrededor. No había nadie en las inmediaciones—. Vuelvo en unos minutos.

Nate cerró los ojos y recordó que no tenía pasaporte, ni dinero en efectivo. Ni ropa, ni cepillo de dientes. Ni teléfono, tanto satélite como móvil, ni tarjetas telefónicas. Y en su hogar la situación no era mucho mejor. De las ruinas de su bancarrota personal, podía abrigar la esperanza de conservar el automóvil de alquiler, su ropa, su modesto mobiliario y el dinero de su plan de pensiones. Nada más. El contrato de alquiler de su pequeña vivienda de Georgetown había terminado durante su estancia en el centro de desintoxicación. No tenía ningún sitio a donde ir cuando regresara. Ni familia propiamente dicha. Sus dos hijos mayores se habían distanciado de él y no sentían el menor interés por verlo, y a los dos pequeños de su segundo matrimonio se los había llevado la madre. Hacía seis meses que no los veía y apenas había pensado en ellos en Navidad.

Al cumplir cuarenta años había ganado un pleito contra un médico, a quien se le pedía una indemnización de diez millones de dólares por no haber diagnosticado un cáncer. Fue el veredicto más importante de su carrera. Cuando al cabo de dos años terminaron las apelaciones, su bufete percibió unos honorarios superiores a los cuatro millones de dólares. Su bonificación de aquel año ascendió a un millón y medio de dólares. Fue rico durante unos meses, hasta que se compró la nueva casa. Hubo pieles y brillantes, automóviles y viajes y algunas inversiones dudosas. Después empezó a salir con una universitaria adicta a la cocaína y el muro se resquebrajó. La caída fue muy dura, y se pasó dos meses encerrado. Su segunda mujer se marchó con el dinero, y, aunque posteriormente regresó y se reconcilió brevemente con él, del dinero nunca más se supo.

Había sido millonario y ahora ya se imaginaba la pinta que debía de tener en aquel patio: enfermo, solo, arruinado, condenado por fraude fiscal, temiendo regresar a casa y aterrorizado ante la idea de enfrentarse con las múltiples tentaciones que lo esperaban en su país.

La búsqueda de Rachel había sido emocionante y le había hecho olvidar sus inquietudes. Ahora que todo había terminado y él se encontraba de nuevo tendido boca arriba, pensó en Sergio, en la desintoxicación, en las adicciones y en los problemas que lo aguardaban.

No podía pasarse el resto de su vida subiendo y bajando en chalana por el Paraguay con Jevy y Welly, lejos de la bebida, las drogas y las mujeres y sin preocuparse por sus problemas legales. Tenía que regresar. Tenía que enfrentarse una vez más con las consecuencias de sus actos.

Un penetrante alarido lo sacó bruscamente de sus ensoñaciones. El chalado pelirrojo había vuelto.

Jevy empujó la cama de ruedas por una galería y después por un pasillo para dirigirse a la parte delantera del hospital. Se detuvo junto a un cuarto de los porteros y ayudó a su amigo a levantarse. Nate temblaba y estaba muy débil, pero aun así tenía el firme propósito de escapar. En el interior del cuarto, se quitó la camisa de hospital y se puso unos holgados pantalones de jugador de fútbol, una camiseta roja, las consabidas sandalias de goma, una gorra de tela vaquera y unas gafas ahumadas de plástico. Tenía toda la pinta, pero no se sentía brasileño en absoluto. Jevy había gastado muy poco dinero en la ropa. Cuando se estaba encasquetando la gorra, se desmayó.

Jevy oyó el golpe contra la puerta. La abrió de inmediato y lo encontró tumbado en el suelo entre unos cubos y unas fregonas. Lo sujetó por debajo de las axilas y lo arrastró de nuevo hasta la cama, consiguió colocarlo en ella y lo cubrió con la sábana.

Nate abrió los ojos y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Se ha desmayado —contestó Jevy.

La cama se estaba moviendo y Jevy se encontraba a su espalda. Se cruzaron con dos enfermeras que no parecieron reparar en ellos.

—No es una buena idea —opinó Jevy.

—Tú sigue adelante.

Se detuvieron muy cerca del vestíbulo. Nate se levantó muy despacio, volvió a sentirse débil y dio unos pasos. Jevy le rodeó los hombros con su fuerte brazo y evitó que perdiera el equilibrio, agarrándolo por el bíceps.

—Tómeselo con calma —repetía—. Despacito.

Ni los empleados administrativos que había por allí, ni los enfermos que intentaban ser admitidos, ni los camilleros y enfermeras que fumaban en los escalones de la entrada, les dirigieron una sola mirada de extrañeza. El sol azotó con fuerza el rostro de Nate, que se apoyó en Jevy. Cruzaron la calle hasta el lugar donde éste había dejado aparcada su mastodóntica camioneta Ford.

Al llegar al primer cruce evitaron la muerte por un pelo.

—¿Quieres conducir más despacio si no te importa? —dijo Nate en tono áspero.

Estaba sudando y le gruñía el estómago.

—Perdón —se disculpó Jevy, aminorando considerablemente la marcha.

Echando mano de todo su encanto personal y de la promesa de una futura recompensa, Jevy consiguió que la recepcionista del hotel Palace les alquilara una habitación doble.

—Mi amigo está enfermo —le explicó en voz baja, señalando con la cabeza a Nate, cuyo aspecto era ciertamente el de una persona enferma.

Jevy no llevaba equipaje, y no quería que la mujer pensara mal.

Una vez en la habitación, Jevy se dejó caer en la cama. La fuga lo había dejado agotado. Jevy encontró en la televisión la repetición de un partido de fútbol, pero a los cinco minutos se cansó y se fue para reanudar su galanteo con la chica de abajo.

Nate intentó un par de veces ponerse en contacto con una telefonista internacional. Recordaba vagamente haber oído la voz de Josh por teléfono y sospechaba que tenía que volver a llamarlo. Al segundo intento, le soltaron una parrafada en portugués. Cuando la telefonista intentó hablar en inglés, a Nate le pareció oír las palabras «tarjeta telefónica». Colgó y se fue a dormir.

El médico llamó a Valdir. Valdir encontró la camioneta de Jevy aparcada en la calle delante del hotel Palace y al muchacho tomando una cerveza en la piscina. Se agachó junto al borde de ésta y, sin poder ocultar su irritación, preguntó:

—¿Dónde está el señor O’Riley?

—Arriba, en su habitación —contestó Jevy tras beber otro sorbo de cerveza.

—¿Y por qué está aquí?

—Porque quería irse del hospital. ¿Se lo reprocha?

La única intervención quirúrgica que Valdir había sufrido en su vida se la habían practicado cuatro años atrás en Campo Grande. Ninguna persona que tuviera dinero hubiese querido permanecer voluntariamente en el hospital de Corumbá.

—¿Cómo está?

—Yo creo que bien.

—Quédate con él.

—Ya no trabajo para usted, señor Valdin

—Lo sé, pero no olvides lo del barco.

—No puedo sacarlo a flote. No fui yo quien lo hundió, sino una tormenta. ¿Qué quiere que haga?

—Quiero que atiendas al señor O’Riley.

—Necesita dinero. ¿Podría pedírselo usted por telegrama?

—Supongo que sí.

—Y también necesita un pasaporte. Lo ha perdido todo.

—Tú cuida de él. Yo me encargaré de lo demás.

La fiebre volvió a subir durante la noche, calentándole el rostro mientras dormía al tiempo que se consolidaba el impulso que no tardaría en provocar un estrago. Su tarjeta de visita fue una hilera de minúsculas gotitas de sudor perfectamente alineadas por encima de las cejas y, a continuación, la creciente humedad del cabello en contacto con la almohada. Hirvió a fuego lento mientras él dormía, preparándose para estallar. Los temblores y las pequeñas oleadas de escalofríos recorrían todo su cuerpo, pero él estaba tan cansado y su cuerpo conservaba todavía tantos restos de sustancias químicas que siguió durmiendo sin darse cuenta. No obstante, la presión que estaba acumulándose por detrás de sus ojos era tan fuerte que, cuando los abriera, no tendría más remedio que gritar. La fiebre le secó la boca por completo.

Al final, Nate soltó un gruñido. Sintió el terrible martilleo de una taladradora entre las sienes. Cuando abrió los ojos, la muerte lo esperaba. Estaba sumergido en un charco de sudor, le ardía el rostro y tenía las rodillas y los codos doblados a causa del dolor. Jevy —musitó en un susurro—. ¡Jevy!

Jevy encendió la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche que los separaba y Nate soltó un gruñido todavía más fuerte.

—¡Apaga eso! —exclamó.

Jevy corrió al cuarto de baño para tener una fuente de luz menos directa. A fin de superar la prueba, había comprado agua embotellada, hielo, aspirinas, medicamentos de venta sin receta y un termómetro. Creía estar preparado.

Transcurrió una hora que a Jevy se le hizo eterna. La fiebre subió a cuarenta y las oleadas de escalofríos eran tan violentas que la pequeña cama vibraba y hacía estremecer el suelo. Cuando Nate no temblaba, Jevy le introducía pastillas en la boca, lo obligaba a beber agua para que se las tragase y le humedecía el rostro con toallas mojadas. Nate lo soportaba todo en silencio y se limitaba a apretar los dientes valerosamente para no gritar. Estaba decidido a resistir las fiebres en medio del relativo lujo de aquella pequeña habitación de hotel. Cada vez que sentía el impulso de gritar, recordaba las grietas del techo y los malos olores del anticuado hospital.

A las cuatro de la madrugada la fiebre subió a cuarenta y uno y Nate empezó a perder el conocimiento. Se sujetaba fuertemente las pantorrillas con los brazos, hecho un ovillo. De pronto, experimentaba un escalofrío que lo obligaba a estirarse mientras unos fuertes temblores le sacudían el cuerpo.

Cuando la temperatura alcanzó los cuarenta y un grados y medio, Jevy comprendió que, en determinado momento, su amigo entraría en estado de shock. Al final, tuvo miedo, no por la fiebre, sino al observar el sudor que goteaba desde las sábanas al suelo. Su amigo ya había sufrido suficiente. En el hospital tenían medicamentos más eficaces. Encontró a un portero dormido en el tercer piso y juntos arrastraron a Nate hacia el ascensor, cruzaron el desierto vestíbulo y lo llevaron hasta la camioneta. A las seis de la mañana Jevy llamó a Valdir y lo despertó.

En cuanto terminó de soltarle maldiciones, Valdir accedió a llamar al médico.