Snead acudió a la cita con su propio contrato, que había escrito él mismo sin la ayuda de ningún abogado. Hark lo leyó y no tuvo más remedio que reconocer que no estaba mal redactado. Llevaba por título «Contrato por servicios de testigo experto». Los expertos daban opiniones. Snead se centraría sobre todo en los hechos, pero a Hark no le importaba lo que dijera el contrato. Lo firmó y entregó un cheque conformado por valor de medio millón de dólares. Snead lo tomó con mucho cuidado, examinó cada una de las palabras, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó con una amplia sonrisa en los labios.
Había muchas cosas que discutir. Los demás abogados de los Phelan querían estar presentes. Hark sólo tuvo tiempo para formular una primera pregunta.
—En términos generales, ¿en qué estado mental se encontraba el viejo la mañana en que murió?
Snead se agitó, se revolvió en su asiento y frunció el ceño como si estuviera reflexionando. Quería decir lo más apropiado. Tenía la sensación de que ahora los cuatro millones y medio de dólares dependían de las palabras que pronunciase.
—No estaba en su sano juicio —contestó.
La frase quedó en suspenso mientras él esperaba una señal de aprobación.
Hark asintió con la cabeza. De momento, todo bien.
—Y esta situación, ¿tenía algo de insólito?
—No, en sus últimos días no le funcionaba bien la cabeza.
—¿Cuánto tiempo pasaba usted con él?
—Prácticamente las veinticuatro horas del día.
—¿Dónde dormía?
—En mi habitación, al final del pasillo, pero él tenía un timbre para llamarme. Yo estaba de guardia las veinticuatro horas del día. A veces se levantaba en mitad de la noche y quería un zumo de fruta o una pastilla. Pulsaba el botón, sonaba el timbre y yo iba a buscar lo que él pedía.
—¿Quién más vivía con él?
—Nadie más.
—¿Con qué otra persona se relacionaba?
—Quizá con Nicolette, la joven secretaria. La chica le gustaba.
—¿Mantenía relaciones sexuales con ella?
—¿Serviría eso para favorecer nuestra causa?
—Sí.
—Pues entonces le diré que follaban como conejos.
Hark no pudo por menos que sonreír. La afirmación según la cual Troy se acostaba con su última secretaria no sorprendería a nadie.
Ambos no habían tardado demasiado en encontrar la misma longitud de onda.
—Mire, señor Snead, eso es lo que nosotros queremos. Necesitamos todas las rarezas, las excentricidades, los lapsus evidentes, las cosas extrañas que hacía y decía y que, tomadas en su conjunto, sirvan para convencer a cualquier persona de que el señor Phelan no estaba en su sano juicio. Dispone de todo el tiempo que haga falta. Siéntese y empiece a escribir. Reúna todas las piezas. Hable con Nicolette, cerciórese de que se acostaba con el viejo y preste atención a lo que ella le diga.
—Dirá cualquier cosa que nosotros queramos.
—Muy bien. Ensáyelo bien y procure que no haya ningún resquicio que otros abogados puedan descubrir. Todo lo que usted cuente ha de sostenerse por sí solo.
—No hay nadie que pueda rebatir mis afirmaciones.
—¿Está seguro? ¿Ningún chófer de limusina, ninguna criada o ex amante, o quizás otra secretaria?
—Tuvo a su servicio a todas esas personas, es verdad, pero nadie vivía en el piso decimocuarto con el señor Phelan y conmigo. Era un hombre muy solitario. Y estaba completamente chalado.
—Entonces, ¿cómo es posible que actuara tan bien en presencia de los tres psiquiatras?
Snead reflexionó por unos instantes. Estaba fallándole la capacidad de mentir.
—¿A usted qué le parece? —preguntó.
—Pues a mí me parece que el señor Phelan sabía que el examen iba a ser difícil porque era consciente de su pérdida de facultades, y precisamente por esta razón le había pedido a usted que le preparara una lista con las preguntas que le formularían. También me parece que usted y el señor Phelan se habían pasado aquella mañana repasando cosas tan sencillas como la fecha del día, que él no conseguía recordar, los nombres de los hijos, que prácticamente había olvidado, las universidades donde éstos habían estudiado, con quién se habían casado, etcétera, y que después ensayaron varias preguntas relacionadas con su salud. Me parece asimismo que, tras haberle ayudado a aprenderse de memoria estos datos básicos, se pasó usted por lo menos dos horas haciéndole preguntas sobre sus propiedades, la estructura del Grupo Phelan, las empresas que poseía, las adquisiciones que había hecho, los precios de cierre de determinadas acciones… Él le demostraba cada vez más confianza en cuestiones económicas, por cuyo motivo usted no tuvo ninguna dificultad a la hora de prepararlo para el examen. Para el viejo fue muy aburrido, pero usted estaba firmemente decidido a que conservara toda su agudeza mental justo antes de que se sometiese al examen. ¿Le suena?
Snead se mostró encantado. Y se quedó de una pieza ante la capacidad del abogado de inventarse mentiras en el acto.
—¡Sí, sí, eso es! Así fue como el señor Phelan consiguió engañar a los psiquiatras.
—Pues siga trabajando en ello, señor Snead. Cuanto más elabore su declaración, mejor testigo será. Los abogados de la otra parte lo acosarán. Atacarán su declaración y lo llamarán embustero; por consiguiente, debe estar preparado. Anótelo todo para tener siempre constancia escrita de sus relatos.
—Me gusta la idea.
—Fechas, momentos, lugares, incidentes, cosas raras… Todo, señor Snead. Y lo mismo tiene que hacer Nicolette. Haga que lo consigne por escrito.
—No se le da bien escribir.
—Pues ayúdela. De usted depende, todo, el dinero, tendrá que ganárselo.
—¿De cuánto tiempo dispongo?
—Nosotros, los demás abogados y yo, quisiéramos verlo en video dentro de unos días. Oiremos su relato, lo acribillaremos a preguntas y después contemplaremos su actuación. Estoy seguro de que querremos cambiar algunas cosas. Lo adiestraremos y es posible que grabemos más videos. Cuando ya no haya resquicios, estará usted preparado para la declaración.
Snead se retiró a toda prisa. Quería depositar el dinero en el banco y comprarse un automóvil nuevo. Nicolette también necesitaba uno.
Un enfermero del turno de noche que estaba haciendo la ronda observó la bolsa vacía. Las instrucciones escritas a mano en la parte posterior decían que el gota a gota no debía interrumpirse. La llevó a la farmacia del hospital, donde una estudiante de enfermería que trabajaba a tiempo parcial volvió a mezclar las sustancias químicas y le devolvió la bolsa al enfermero. Por el hospital circulaban rumores acerca del rico paciente norteamericano.
En su sueño, Nate se fortaleció con medicamentos que no necesitaba. Cuando Jevy acudió a verlo antes del desayuno, lo encontró medio despierto y con los ojos aún cubiertos con la gasa, pues prefería la oscuridad.
—Está aquí Welly —le dijo Jevy en un susurro.
La enfermera que estaba de guardia ayudó a Jevy a sacar la cama de la habitación y a empujarla por el pasillo hasta un pequeño y soleado patio. Luego hizo girar una manivela y la mitad de la cama se inclinó. Después retiró la gasa y el esparadrapo sin que el paciente pegara un respingo. Nate abrió lentamente los ojos y trató de enfocar los objetos. A pocos centímetros de su rostro, Jevy señaló:
—Le ha bajado la hinchazón.
—Hola, Nate —dijo Welly, inclinado sobre él al otro lado de la cama.
La enfermera se retiró.
—Hola, Welly —repuso Nate con voz profunda, lenta y pastosa. Estaba aturdido, pero se sentía feliz.
Jevy le dio unas palmaditas en la frente y le anunció:
—La fiebre también ha desaparecido.
Los brasileños se miraron el uno al otro con una sonrisa y soltaron un suspiro de alivio por el hecho de no haber matado al norteamericano durante su excursión por el Pantanal.
—¿Qué te ocurrió? —le preguntó Nate a Welly, procurando hablar con frases cortas por temor a sonar como un borracho.
Jevy tradujo la pregunta al portugués. Welly se animó de inmediato y empezó a contar con lujo de detalles la historia de la tormenta y el hundimiento del Santa Loura.
Jevy lo obligaba a detenerse cada treinta segundos para traducir. Nate escuchó procurando mantener los ojos abiertos, pero todavía le costaba fijar la atención en algo.
Valdir los encontró en el patio. Saludó cordialmente a Nate y se alegró de ver a su huésped incorporado en la cama y con mejor aspecto. Sacó un teléfono móvil y, mientras marcaba los números, le dijo:
—Tienes que hablar con el señor Stafford. Está muy preocupado por ti.
—No sé si…
Las palabras de Nate se perdieron mientras éste se dejaba vencer por el sueño.
—Toma, incorpórate un poco más, es el señor Stafford —anunció Valdir, pasándole el teléfono y ahuecando su almohada.
—Hola —dijo Nate.
—¡Nate! —contestó una voz—. ¡Eres tú!
—Josh.
—Nate, prométeme que no te vas a morir. Prométemelo, por el teléfono por favor.
—No estoy muy seguro.
Valdir acercó cuidadosamente el teléfono y le ayudó a sujetarlo. Jevy y Welly se apartaron.
—Nate, ¿encontraste a Rachel Lane? —preguntó Josh a gritos.
Nate se reanimó un instante y frunció el entrecejo, tratando de concentrarse.
—No —respondió.
—¡Cómo!
—No se llama Rachel Lane.
—Pero ¿qué demonios estás diciendo?
Nate trató de pensar durante un segundo, pero el cansancio se apoderó de él. Se hundió un poco en la almohada mientras seguía intentando recordar el nombre. Quizás ella no le hubiera dicho su apellido.
—No lo sé —musitó sin apenas mover los labios. Valdir le acercó un poco más el teléfono.
—¡Nate, háblame! ¿Encontraste a la mujer que buscamos?
—Ah…, sí. Aquí abajo todo bien, Josh. Tranquilízate.
—¿Qué hay de la mujer?
—Es encantadora.
Josh vaciló por un instante, pero no podía perder el tiempo.
—Me parece muy bien, Nate. ¿Firmó los papeles?
—No recuerdo su nombre.
—¿Firmó los papeles?
Se produjo una larga pausa, en cuyo transcurso Nate inclinó la barbilla sobre el pecho como si estuviera durmiendo. Valdir le sacudió el brazo y trató de moverle la cabeza con el teléfono.
—La verdad es que me gustó —dijo repentinamente Nate—. Muchísimo.
—Estás medio atontado, analgésicos, ¿no es cierto?
—Sí.
—Mira, Nate, llámame cuando tengas la mente más despejada, ¿de acuerdo?
—Yo no tengo teléfono.
—Pues utiliza el de Valdir. Por favor, llámame, Nate.
Nate asintió con la cabeza y cerró los ojos.
—Le pedí que se casara conmigo —le dijo al teléfono antes de inclinar la barbilla sobre el pecho por última vez.
Valdir tomó el teléfono y se retiró a un rincón, donde trató de describirle a Josh el estado de Nate.
—¿Hace falta mi presencia allí? —gritó Josh Stafford por tercera o cuarta vez.
—No es necesario. Tenga paciencia, por favor.
—Estoy harto de que me diga que tenga paciencia.
—Lo comprendo.
—Haga que se reponga, Valdir.
—Está bien.
—No lo está. Llámeme más tarde.
Tip Durban encontró a Josh de pie junto a la ventana de su despacho, contemplando el grupo de edificios que estaban enfrente de él. Cerró la puerta, se sentó y preguntó;
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que la ha encontrado, que es encantadora y que le ha pedido que se case con él —contestó Josh sin apartar los ojos de la ventana. En su voz no se advertía el menor atisbo de humor.
A Tip, sin embargo, le hizo gracia. En cuestión de mujeres, Nate no era muy selectivo, sobre todo entre divorcio y divorcio.
—¿Cómo está?
—No le duele nada, lo atiborran de analgésicos y está semi-inconsciente. Valdir dice que le ha bajado la fiebre y que su aspecto ha mejorado mucho.
—O sea, que no va a morir.
—Parece ser que no.
Durban se echó a reír.
—Hay que ver cómo es que no le gustaran.
Josh volvió la cabeza.
—Es genial —dijo con expresión risueña—. Nate está arruinado. Ella sólo tiene cuarenta y dos años y debe de llevar siglos sin ver a un blanco.
—A Nate no le importaría que fuera la mujer más fea del mundo, siendo, como es, la más rica.
—Ahora que lo pienso, no me sorprende. Creí que le hacía un favor enviándolo a una aventura. Jamás se me ocurrió pensar en la posibilidad de que intentara seducir a una misionera.
—¿Crees que lo consiguió?
—Quién sabe lo que hicieron en la selva.
—Yo lo dudo mucho —añadió Tip, pensándolo mejor—. Conocemos a Nate, pero no a ella. Para eso hacen falta dos.
Josh se sentó en el borde de su escritorio, mirando al suelo, todavía con una risueña sonrisa en los labios.
—Tienes razón. No estoy seguro de que a ella le gustara Nate. Hay muchos desaprensivos por ahí.
—¿Firmó ella los papeles?
—No hemos entrado en tantos detalles, pero estoy seguro de que sí, pues de otro modo él no la habría dejado.
—¿Cuándo vuelve a casa?
—En cuanto pueda viajar.
—No estés tan seguro. Por once mil millones de dólares, hasta yo me quedaría algún tiempo por allí.
Nate. Jamás ha encontrado unas faldas.