Aunque no poseía activos a su nombre y se había pasado buena parte de su vida adulta metido en apuros económicos, Rex Phelan tenía talento para los números. Se trataba de una de las pocas cosas que había heredado de su padre. Era el único heredero Phelan dotado de la capacidad y la resistencia suficientes para leer las seis peticiones de impugnación del testamento de Troy. Al terminar, se dio cuenta de que seis bufetes estaban repitiendo, en esencia, los mismos argumentos. Más aún, parte de la jerga legal parecía copiada directamente de la anterior o de la siguiente.
Seis bufetes estaban librando la misma batalla y cada uno de ellos exigía una parte exorbitante del pastel. Ya era hora de llegar a un pequeño acuerdo familiar. Decidió empezar con su hermano TJ, que era el blanco más fácil, pues sus abogados seguían aferrados a cuestiones éticas.
Ambos hermanos acordaron reunirse en secreto; sus esposas se odiaban mutuamente, por lo que bastaría con que no se enteraran para evitar las discordias. Rex le dijo a Troy junior por teléfono que ya era hora de que enterraran el hacha de guerra. Los intereses económicos así lo exigían.
Se encontraron para desayunar en una crepería de una zona residencial y, tras pasarse unos minutos tomando crepes y hablando de fútbol, la irritación que reinaba entre ambos se esfumó. Rex fue directamente al grano contando la historia de Snead.
—Es algo tremendo —dijo rebosante de entusiasmo—. Puede hacernos ganar o perder el juicio. —Reforzó su argumento, abordando poco a poco el pagaré que todos los abogados, menos los de Troy junior, querían firmar—. Tus abogados están poniendo muchos peros —añadió con expresión sombría, mirando rápidamente a su alrededor como si hubiera espías sentados a la barra.
—¿El hijo de puta pide cinco millones? —preguntó Troy junior, todavía sin poder creerse lo de Snead.
—Es una ganga. Mira, está dispuesto a decir que fue la única persona que estaba con papá cuando redactó el testamento. Hará lo que sea necesario para cargárselo. Ahora sólo exige medio millón. Más adelante podemos birlarle el resto.
A Troy junior le pareció bien. Cambiar de bufete jurídico no constituía ninguna novedad para él. Si hubiese sido sincero, habría reconocido que la firma a la que pertenecían Hemba y Hamilton era un poco intimidatoria. Cuatrocientos abogados. Vestíbulos de mármol. Cuadros de firma en las paredes. Alguien estaba pagando tanto refinamiento.
Rex cambió de tema.
—¿Has leído las seis peticiones? —preguntó.
Troy junior se zampó una fresa y negó con la cabeza. Ni siquiera había leído la que se había presentado en su nombre. Hemba y Hamilton habían discutido los detalles con él y él había firmado, pero era un documento muy largo y Biff estaba esperándolo en el automóvil.
—Pues yo las he leído todas muy despacio y con mucho cuidado, y las seis son iguales. Tenemos seis bufetes haciendo el mismo trabajo e impugnando el mismo testamento. Es absurdo.
—Yo también le he estado dando vueltas al asunto —dijo Troy junior en tono esperanzado.
—Y los seis esperan hacerse ricos cuando se llegue a un arreglo. ¿Cuánto van a cobrar los tuyos?
—¿Cuánto cobrará Hark Gettys? —El veinticinco por ciento.
—Los míos quieren el treinta. Hemos acordado dejarlo en el veinte —dijo Troy junior, y se sintió momentáneamente orgulloso por el hecho de haber conseguido superar a Rex en la negociación.
—Vamos a hacer unos cálculos —continuó Rex—. Supongamos que contratamos a Snead, que éste dice lo que tiene que decir, que intervienen nuestros psiquiatras, que se arma un follón y que la otra parte accede a llegar a un acto de conciliación. Supongamos que cada heredero recibe… qué sé yo, unos veinte millones. Eso sumarían cuarenta en esta mesa. Cinco son para Hark. Cuatro para tus chicos. Ya son nueve, y nosotros nos quedamos con treinta y uno.
—Yo acepto.
—Y yo también, pero si eliminamos a tus chicos y sumamos nuestras fuerzas, Hark reducirá su porcentaje. No necesitamos tantos abogados, TJ. Están cabalgando los unos sobre los hombros de los otros a la espera de echarse encima de nuestro dinero.
—No soporto a Hark Gettys.
—Muy bien. Deja que yo trate con él. No te pido que seáis amigos.
—¿Y por qué no despedimos a Hark y nos quedamos con mis chicos?
—Porque el que ha dado con Snead es Hark. Porque Hark ha encontrado el banco que nos prestará el dinero para comprar a Snead. Porque Hark está dispuesto a firmar los papeles y tus chicos respetan demasiado la ética. Es un asunto desagradable, TJ. Hark lo comprende.
—Pues a mí me parece un estafador hijo de puta.
—¡Por supuesto que sí! Es nuestro estafador y, si unimos nuestras fuerzas, su porcentaje bajará de veinticinco a veinte. Y, si podemos atraer a Mary Ross, lo reducirá a diecisiete coma cinco. Si convencemos a Libbigail, el porcentaje se reducirá a quince.
Jamás conseguiremos convencer a Libbigail.
—Siempre cabe la posibilidad. Si tres de nosotros nos juntamos, quizá nos haga caso.
—¿Y qué me dices del matón de su esposo?
Troy junior formuló la pregunta con absoluta sinceridad. Estaba hablando con un hermano, casado con una bailarina de striptease.
—Iremos incorporándolos uno a uno. Cerremos el trato y vayamos a ver a Mary Ross. No me parece que su abogado, ese tal Grit, sea demasiado listo.
—Es absurdo que nos peleemos —dijo tristemente Troy junior.
—Y nos costará una fortuna. Ya es hora de que hagamos una tregua.
—Mamá se sentirá orgullosa.
Los indios llevaban muchas décadas utilizando la elevación de terreno que había cerca del Xeco. Servía de campamento para los pescadores, que a veces se quedaban a pasar la noche allí, y de parada para los barcos que navegaban por el río. Rachel, Lako y otro indio llamado Ten estaban acurrucados bajo un cobertizo a la espera de que cesara la tormenta. La techumbre, de paja, tenía goteras, y el viento les arrojaba la lluvia a la cara. Tras pararse una hora luchando contra la tormenta para sacar del Xaco la canoa, ésta se encontraba ahora a sus pies. Rachel tenía la ropa empapada, pero, por suerte, el agua que caía del cielo estaba caliente. Los indios sólo llevaban una cuerda alrededor de la cintura y un taparrabo de cuero.
En otro tiempo ella había dispuesto de un bote de madera provisto de un viejo motor. Había pertenecido a sus predecesores, los Cooper, y cuando conseguía combustible la utilizaba para navegar por los ríos que unían los cuatro poblados ípicas, y viajar a Corumbá, lo que suponía dos largos días a la ida, y cuatro a la vuelta.
El motor finalmente se averió y no hubo dinero para comprar otro. Cada año, cuando presentaba su modesto presupuesto a Tribus del Mundo, Rachel pedía una lancha motora nueva o, por lo menos, una de segunda mano que estuviera en buen estado. Había encontrado una en Corumbá por trescientos dólares, pero los presupuestos de la organización era muy ajustados y sus asignaciones se gastaban en suministros médicos y literatura bíblica. «Sigue rezando —le decían—. Puede que el año que viene…»
Rachel lo aceptaba sin protestar. Si el Señor quería que ella tuviera una nueva fuera de borda, la tendría. El cómo y el cuándo lo dejaba en Sus manos. Ella no tenía que preocuparse por semejantes cuestiones.
Puesto que no disponía de embarcación, se desplazaba a pie entre los distintos poblados, casi siempre en compañía del lisiado Lako. Cada mes de agosto convencía al jefe de que le prestara una canoa y a un guía para desplazarse al Paraguay. Allí esperaba el paso de una embarcación de transporte de ganado o de una chalana que se dirigiera hacia el sur. Dos años atrás había tenido que esperar tres días, en los que durmió en el establo de una pequeña fazenda a la orilla del río. En tres días pasó a convertirse de extraña en amiga y de amiga en misionera, pues el granjero y su esposa acabaron abrazando el cristianismo gracias a sus enseñanzas y sus oraciones.
Al día siguiente se quedaría con ellos hasta que pasara algún barco con destino a Corumbá.
El viento aullaba a través del cobertizo. Rachel tomó la mano de Lako y ambos se pusieron a rezar, no por su seguridad, sino por la salud de su amigo Nate.
Al señor Stafford le sirvieron el desayuno, a base de cereales y fruta, en su escritorio. No quería abandonar su despacho y, tras haber anunciado que pensaba quedarse encerrado todo el día en sus oficinas, las secretarias tuvieron que correr a reorganizar nada menos que seis citas. A las diez, pidió que le trajeran un bollo. Llamó a Valdir y le dijeron que había salido de su despacho para acudir a una cita en la otra punta de la ciudad. Valdir tenía un teléfono móvil. ¿Por qué no había llamado?
Un asociado le entregó un informe de dos páginas sobre el dengue, obtenido a través de Internet. El asociado le dijo que debía ir a los juzgados y preguntó si el señor Stafford necesitaba encargarle algún otro trabajo de carácter médico. El señor Stafford no captó la ironía.
Mientras se comía el bollo, Josh leyó el informe. Estaba escrito en letras mayúsculas a doble espacio con márgenes de dos centímetros y medio y tenía aproximadamente una página y media de extensión. Un típico memorándum Stafford. La fiebre del dengue era una infección viral común en todas las regiones tropicales del mundo. Lo transmitía un mosquito del género Aedes, que prefería picar de día. El primer síntoma era una sensación de profundo cansancio seguida de fuertes cefaleas y una fiebre ligera que subía rápidamente y estaba acompañada de sudor, náuseas y vómitos. A medida que aumentaba la fiebre, aparecían dolores difusos en los músculos de las pantorrillas y de la espalda. La enfermedad se conocía también con el nombre de «fiebre rompehuesos» debido a los terribles dolores musculares y articulares que provocaba. Cuando todos los demás síntomas ya estaban presentes, aparecía una erupción. La fiebre podía remitir por uno o dos días, pero por regla general regresaba con mayor intensidad. Al cabo de aproximadamente una semana, la infección disminuía y el peligro desaparecía. No existía tratamiento ni vacuna. Para recuperarse por completo se necesita un mes de descanso y mucho líquido.
Esta descripción correspondía a los casos leves. El dengue podía dar paso a una fiebre hemorrágica cuya evolución a menudo era fatal, sobre todo en los niños.
Josh estaba dispuesto a enviar el jet del señor Phelan a Corumbá para recoger a Nate. A bordo irían un médico, una enfermera y cuanto fuese necesario.
—Es el señor Valdir —anunció una secretaria a través del interfono.
No debía atenderse ninguna otra llamada.
La bolsa del suero intravenoso se vació hacia el mediodía, pero nadie se molestó en echarle un vistazo. Varias horas después, Nate despertó. Sentía la mente despejada y no tenía fiebre. Estaba entumecido, pero no sudaba. Se tocó la gruesa gasa que le cubría los ojos y el esparadrapo que la sujetaba y, tras pensarlo un poco, decidió investigar. En el brazo izquierdo tenía clavada la aguja intravenosa, por lo que empezó a tirar del esparadrapo con los dedos de la mano derecha. Oyó pisadas y unas voces procedentes de otra habitación. Había gente ocupada en algo en el pasillo. Más cerca, alguien no paraba de gemir con voz lastimera.
Poco a poco consiguió arrancar el esparadrapo, que se había adherido con fuerza a la piel y el cabello, y maldijo a la persona que se lo había colocado. Hizo a un lado el vendaje, que quedó colgando por encima de la oreja izquierda. La primera imagen fue la de una desconchada pared pintada de amarillo pálido, justo por encima de él. La pintura del techo también estaba cuarteada y mostraba unas grandes grietas negras cubiertas de polvo y telarañas. Del centro colgaba un ventilador que se bamboleaba al girar.
De pronto le llamaron la atención dos viejos pies cubiertos de cicatrices, heridas y callos desde los dedos hasta las plantas, proyectándose hacia arriba. Levantó ligeramente la cabeza y comprobó que pertenecían a un arrugado hombrecillo cuya cama casi rozaba la suya. Al parecer estaba muerto.
Los gemidos procedían de la pared que había junto a la ventana, y los emitía un pobre hombre tan menudo y arrugado como el otro. Estaba sentado en el centro de la cama con las piernas y los brazos doblados, padeciendo en estado hipnótico.
El hedor a orina rancia, excrementos humanos y poderosos antisépticos se combinaba, formando un único y penetrante olor. Se oían las risas de las enfermeras en el pasillo. La pintura de todas las paredes se estaba descascarillando. Había cinco camas aparte de la suya, todas con ruedas y colocadas sin orden ni concierto.
Su tercer compañero de habitación se encontraba junto a la puerta. Iba desnudo a excepción de unos mojados pañales y tenía el cuerpo cubierto de rojas llagas abiertas. También daba la impresión de estar muerto, y Nate confiaba en que, por su propio bien, lo estuviese.
No había timbre que pulsar ni interfono por el que llamar, ninguna manera de pedir ayuda como no fuera gritando, lo cual tal vez despertase a los muertos. Si aquellas criaturas se levantaban era probable que quisieran charlar con él.
Por un instante Nate deseó echar a correr, sacar los pies de la cama, apoyarlos en el suelo, arrancarse la intravenosa del brazo y huir hacia la libertad. Se arriesgaría a salir a la calle. Estaba seguro de que allí fuera no habría tantas enfermedades. Cualquier lugar sería mejor que aquella sala de leprosos.
Sin embargo, sus pies parecían ladrillos. Trató de levantarlos, primero uno y después el otro, pero apenas consiguió moverlos. Hundió la cabeza en la almohada, cerró los ojos y sintió deseos de llorar. «Estoy en un hospital de un país del Tercer Mundo —repetía una y otra vez—. Dejé Walnut Hill, mil dólares diarios, timbres para todo, alfombras, duchas, terapeutas a mi entera disposición…»
El hombre de las llagas soltó un gruñido y Nate se hundió todavía más. Después tomó cuidadosamente la gasa, se la colocó de nuevo sobre los ojos y la aseguró con el esparadrapo tal como estaba antes, sólo que más fuerte.