33

Nate despertó una vez, pero no consiguió ver nada. Volvió a despertar y todo estaba oscuro. Trató de decirle algo a Jevy acerca del agua, que le diera un sorbito y quizás un poco de pan, pero no consiguió articular palabra. Hablar exigía esfuerzo y movimiento, sobre todo cuando uno trataba de gritar por encima del rugido del motor. Las articulaciones estaban totalmente anquilosadas y él se sentía soldado al casco de aluminio de la embarcación.

Rachel estaba tendida a su lado bajo la maloliente tienda, rozándole las rodillas con las suyas como cuando ambos estaban sentados juntos en el suelo delante de su choza y más tarde en el escalón de piedra de la orilla del río, bajo el árbol. Era el cauto y breve contacto de una mujer ansiosa de percibir la inocente sensación de la carne. Llevaba once años viviendo entre los ipicas, cuya desnudez creaba una distancia entre ellos y cualquier persona civilizada. El hecho de dar un simple abrazo constituía una tarea complicada. ¿Por dónde agarrar? ¿Dónde dar una palmada? ¿Cuánto rato apretar? Seguro que jamás había tocado a ninguno de los varones.

Nate hubiera querido besarla aunque sólo fuese en la mejilla, pues estaba claro que llevaba años sin recibir semejante muestra de afecto. «¿Cuándo fue la última vez que te besaron, Rachel? —había deseado preguntarle—. Tú has estado enamorada; ¿hasta qué extremo llegaste en lo físico?»

Sin embargo, se guardó las preguntas y, en su lugar, ambos hablaron sobre unas personas a las que no conocían. Ella tenía un profesor de piano cuyo aliento olía tan mal que hasta las teclas de marfil se habían vuelto amarillas. Él tenía un entrenador de lacrosse que estaba paralizado de cintura para abajo porque se había roto la columna vertebral durante un partido. Una chica que asistía a la misma iglesia que Rachel se quedó embarazada y su padre la condenó desde el púlpito. Una semana después la chica se suicidó. A él se le había muerto un hermano de leucemia. Nate le acarició las rodillas y al parecer a ella le gustó, pero no fue más allá. No hubiera estado bien propasarse con una misionera.

Ella se encontraba allí para evitar que él muriera. Había enfermado dos veces de malaria. La fiebre sube y baja, los escalofríos golpean el vientre como si fueran puños de hielo, pero luego desaparecen. Las náuseas se experimentan en oleadas. Después pasan varias horas sin que ocurra nada. Rachel le dio unas palmadas en el brazo y le prometió que viviría. «Eso se lo dice a todos», pensó Nate, dispuesto a aceptar la muerte.

Cesaron las palmadas. Nate abrió los ojos y buscó con la mano a Rachel, pero ya no estaba.

Jevy lo oyó delirar en un par de ocasiones. Cada vez detuvo la embarcación, le dio a beber a Nate un poco de agua y le mojó con cuidado el sudoroso cabello.

—Ya estamos llegando —le repetía, para tranquilizarlo—. Ya estamos llegando.

Las primeras luces de Corumbá hicieron que a Jevy se le llenaran los ojos de lágrimas. Las había observado infinidad de veces cuando regresaba de sus viajes a la parte norte del Pantanal, pero nunca se había sentido tan feliz de hacerlo. Las luces parpadeaban a lo lejos, en lo alto de la colina. Las contó hasta que se confundieron en una sola imagen borrosa.

Eran casi las once de la noche cuando Jevy saltó a las aguas someras y tiró de la batea hasta alcanzar el agrietado suelo de hormigón. El muelle estaba desierto. Subió corriendo por la ladera de la colina hasta un teléfono público.

Valdir estaba viendo la televisión y fumando su último cigarrillo de la noche sin prestar atención a las protestas de su regañona mujer cuando sonó el teléfono.

Descolgó el auricular sin levantarse, pero enseguida se puso en pie de un salto.

—¿Quién es? —preguntó la mujer mientras él corría al dormitorio.

—Jevy ha regresado —contestó él, volviendo la cabeza.

—¿Quién es Jevy?

Pasando por su lado, Valdir le dijo:

—Me voy al río.

A la mujer le importó un bledo.

Mientras cruzaba la ciudad en su automóvil, Valdir llamó a un médico amigo suyo que acababa de acostarse y lo convenció de que se reuniera con él en el hospital.

Jevy estaba paseando arriba y abajo por el muelle. El norteamericano permanecía sentado en una roca, con la cabeza apoyada sobre las rodillas. Sin una palabra, lo acomodaron cuidadosamente en el asiento de atrás y salieron disparados mientras la grava volaba a su espalda.

Valdir tenía tantas preguntas que no sabía ni por dónde empezar. La reprimenda vendría más tarde.

—¿Cuándo se puso enfermo? —preguntó en portugués.

Sentado a su lado, Jevy se restregaba los ojos, tratando de permanecer despierto. Llevaba sin dormir desde que habían abandonado el poblado de los indios.

—No lo sé —contestó—. Los días se confunden. Es la fiebre del dengue. El sarpullido aparece al cuarto o quinto día, y creo que ya lleva dos días así. No lo sé.

Estaban cruzando el centro a toda prisa, sin respetar los semáforos ni las señales. Los cafés de las aceras ya estaban cerrando y apenas había tráfico.

—¿Encontrasteis a la mujer?

—Sí.

—¿Dónde?

—Muy cerca de las montañas. Creo que está en Bolivia. A un día de viaje al sur de Porto Indio.

—¿El lugar figura en el mapa?

—No.

—Entonces, ¿cómo disteis con ella?

Ningún brasileño reconocía jamás haberse extraviado, mucho menos si se trataba de un guía experimentado como Jevy, pues ello habría afectado a su pundonor y quizás a su bolsillo.

—Estábamos en una zona inundada, donde los mapas no significan nada. Encontré a un pescador que nos ayudó. ¿Cómo está Welly?

—Welly está bien. El barco se ha perdido.

A Valdir le preocupaba más el barco que su marinero.

—Jamás había visto tormentas más tremendas. Hemos tropezado con tres.

—¿Qué dijo la mujer?

—No lo sé. Casi no hablé con ella.

—¿No se sorprendió de veros?

—No me lo pareció. De hecho, se mostró que le gustó nuestro amigo de aquí atrás.

—¿Cómo fue su encuentro?

—Pregúnteselo a él.

Nate estaba acurrucado en el asiento trasero, prácticamente inconsciente, y se suponía que Jevy no sabía nada, por lo que Valdir no insistió. Los abogados podrían hablar más tarde, cuando Nate estuviera en condiciones de hacerlo.

Una silla de ruedas esperaba junto al bordillo cuando llegaron al hospital. Acomodaron a Nate y siguieron al enfermero por la acera. El aire era cálido y pegajoso, todavía sofocante. En los peldaños de la entrada, una docena de mujeres de la limpieza y auxiliares en bata blanca charlaban en voz baja mientras fumaban. El hospital no disponía de aire acondicionado. El médico amigo era muy desabrido y fue directamente al grano. El papeleo se haría por la mañana. Empujaron la silla de ruedas en que iba Nate a través del desierto vestíbulo y de toda una serie de pasillos hasta llegar a una pequeña sala de reconocimiento donde una adormilada enfermera se hizo cargo de él. Jevy y Valdir contemplaron desde un rincón cómo el médico y la enfermera desnudaban al paciente. La enfermera lo lavó con alcohol y unos paños blancos. El médico estudió el sarpullido, que empezaba en la barbilla y terminaba en la cintura. Nate estaba cubierto por completo de picaduras de mosquito, algunas de las cuales se habían convertido en pequeñas llagas rojas de tanto que se había rascado. Le tomaron la temperatura, la presión arterial y las pulsaciones cardíacas.

—Parece dengue —diagnosticó el médico diez minutos después.

A continuación le dio una rápida lista de instrucciones a la enfermera. Ésta apenas lo escuchó, pues ya se las sabía de memoria, y empezó a lavar el cabello del paciente.

Nate musitó algo que no estaba dirigido a ninguno de los presentes. Aún tenía los ojos cerrados a causa de la hinchazón de los párpados, llevaba una semana sin afeitarse y se hubiera encontrado a gusto tirado en una cuneta, delante de un bar.

—La fiebre es muy alta —dijo el médico—. Está delirando. Empezaremos por suministrarle antibióticos y analgésicos por vía intravenosa, mucha agua y, más tarde, quizás un poco de comida.

La enfermera aplicó un grueso apósito de gasa sobre los ojos de Nate y lo aseguró con un trozo de esparadrapo.

Localizó la vena y empezó a administrarle el gota a gota. Sacó una bata amarilla de un cajón y se la puso.

El médico volvió a tomarle la temperatura.

—Debería empezar a bajarle muy pronto —le dijo a la enfermera—. En caso contrario, llámeme a mi casa.

Consultó su reloj.

—Gracias —musitó Valdir.

—Lo veré mañana a primera hora —dijo el médico, y se marchó. Jevy vivía en las afueras de la ciudad, en una zona donde las casas eran muy pequeñas y las calles no estaban asfaltadas. Se quedó dos veces dormido mientras Valdir lo llevaba hasta allí en su coche.

La señora Stafford estaba comprando antigüedades en Londres. El teléfono sonó doce veces antes de que Josh respondiera. El reloj digital marcaba las 2.20 de la madrugada.

—Aquí Valdir —anunció la voz.

—Ah, sí, Valdir. —Josh se rascó la cabeza rogando en que sean buenas noticias.

—Su chico ha vuelto.

—Gracias a Dios.

—Pero no se encuentra bien.

—¡Cómo! ¿Qué le ha ocurrido?

—Tiene la fiebre del dengue, una enfermedad muy parecida a la malaria. La transmiten los mosquitos. Aquí es bastante frecuente.

—Yo creía que tenía medicinas para todo. Josh se había levantado, estaba inclinado y se tiraba del cabello con aire distraído.

—No hay ninguna medicina para el dengue.

—No se va a morir, ¿verdad?

—Qué va. Está en el hospital. Lo atiende un médico amigo mío. Asegura que el chico se repondrá.

—¿Cuándo podré hablar con él?

—Quizá mañana. Tiene mucha fiebre y está inconsciente.

—¿Encontró a la mujer?

—Sí.

«Así me gusta», pensó Josh. Dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó en la cama. De modo que era verdad que ella estaba allí.

—Deme el número de su habitación.

—No hay teléfono en las habitaciones.

—Pero es una habitación privada, ¿no? Vamos, Valdir, aquí el dinero no es problema. Dígame que está bien atendido.

—Está en muy buenas manos, pero el hospital es un poco distinto de los que tienen ustedes.

—¿Le parece que me desplace hasta allí?

—Si usted quiere…, pero no es necesario. No podrá cambiar el hospital. El médico es muy bueno.

—¿Cuánto deberá permanecer ingresado?

—Unos cuantos días. Mañana por la mañana lo sabremos con mayor exactitud.

—Llámeme temprano, Valdir. Lo digo en serio. He de hablar con él cuanto antes.

—Sí, lo llamaré temprano.

Josh se dirigió a la cocina para tomarse un vaso de agua fría. Después empezó a caminar arriba y abajo en su estudio. A las tres de la madrugada, se dio por vencido, se preparó un café muy cargado y bajó a su despacho del sótano.

Como era un americano muy rico, no repararon en gastos. A Nate le inyectaron en las venas los mejores medicamentos que había en la farmacia. La fiebre remitió, y dejó de sudar. El dolor desapareció por efecto de las mejores sustancias químicas fabricadas en Estados Unidos. Roncaba sumido en un profundo sueño cuando, dos horas después de su llegada, la enfermera y un camillero lo trasladaron a su habitación, que esa noche compartiría con otros cinco pacientes. Afortunadamente para él, tenía los ojos vendados y se encontraba en estado comatoso. No pudo ver las llagas abiertas, los temblores incontrolados del viejo que tenía al lado, la exangüe y encogida criatura que había al otro lado de la estancia. No pudo aspirar el hedor de las excreciones corporales.