Se trataba de una chalana, una especie de caja de zapatos flotante de nueve metros de eslora, dos metros y medio de manga y fondo plano, utilizada como medio de transporte en el Pantanal. Jevy había capitaneado varias docenas de ellas. Vio la luz doblar una curva y, al oír el golpeteo del motor diésel, comprendió exactamente la clase de embarcación que era.
Además, conocía al capitán, que en el instante en que el marinero detuvo la chalana dormía en su litera. Eran casi las tres de la madrugada. Jevy amarró la batea a la proa y saltó a bordo. Le dieron dos bananas mientras él les ofrecía un rápido resumen de lo que estaba haciendo. El marinero le sirvió café azucarado. Se dirigían al norte, a la base militar de Porto Indio para comerciar con los soldados. Les sobraban unos cuantos litros de combustible. Jevy prometió pagarles en Corumbá. Tranquilo. En el río todo el mundo echa una mano.
Más café y unos barquillos azucarados. Después Jevy preguntó por Welly y el Santa Loura.
—Está en la desembocadura del Cabixa —dijo—, amarrado en el lugar donde antes había un embarcadero.
Sacudieron la cabeza.
—Pues allí no lo hemos visto —repuso el capitán.
El marinero lo confirmó. Conocían el Santa Loura y hubiera sido imposible que les pasase inadvertido.
—Tiene que estar allí —insistió Jevy.
—No. Ayer al mediodía pasamos por el Cabixa. No había ni rastro del Santa Loura.
Quizá Welly se hubiera adentrado un poco en el Cabixa para ir en su busca. Debía de estar muy preocupado. Jevy lo perdonaría por haber movido el Santa Loura de sitio, pero no sin antes pegarle una bronca.
El barco estaría allí, no le cabía la menor duda. Tomó un poco más de café y les contó lo de Nate y la malaria. En Corumbá corrían rumores acerca de que la enfermedad estaba asolando el Pantanal. Para Jevy aquello no era nada nuevo.
Llenaron un bidón de combustible de uno de los barriles de la chalana. Por regla general, el tráfico fluvial en la estación de las lluvias era tres veces más rápido corriente abajo que en sentido contrario. Una batea con un buen motor podía llegar al Cabixa en cuatro horas, al puesto de venta de la orilla del río en diez y a Corumbá en dieciocho. El Santa Loura, en caso de que lo encontraran, tardaría un poco más, pero al menos allí tendrían hamacas y comida.
El plan de Jevy era detenerse y descansar brevemente en el Santa Loura. Quería acostar a Nate en una cama y utilizaría el teléfono satélite para llamar a Corumbá y ponerse en contacto con Valdir. A su vez, éste buscaría a un buen médico que sabría qué hacer cuando llegaran a la ciudad.
El capitán le dio otra caja de barquillos y un vaso de papel lleno de café. Jevy prometió reunirse con ellos en Corumbá a la semana siguiente. Les dio las gracias y soltó las amarras. Nate estaba vivo, pero inmóvil. La fiebre seguía sin remitir.
Levy, a quien el café había ayudado a mantenerse despierto, se puso a ajustar el estrangulador, abriéndolo hasta que el motor empezaba a renquear y cerrándolo antes de que se parara. Cuando se desvaneció la oscuridad, una espesa bruma se extendió sobre el río.
Llegó a la desembocadura del Cabixa una hora después del amanecer. El Santa Loura no estaba allí. Jevy amarró la batea en el viejo embarcadero y se dirigió hacia la única casa que había cerca de la orilla para hablar con el propietario. Lo encontró en el establo, ordeñando una vaca. El hombre recordaba a Jevy y le contó la historia de la tormenta que se había llevado el barco. Jamás se había visto nada peor por allí. Ocurrió en mitad de la noche y nadie vio nada. El viento soplaba con tal fuerza que él, su mujer y su hijo se habían escondido debajo de la cama.
—¿Dónde se hundió? —preguntó Jevy.
—No lo sé.
—¿Y el chico?
—¿Welly? Ni idea.
—¿Nadie ha visto al chico? ¿Has preguntado por ahí?
No había hablado con nadie del río desde que Welly desapareciera en la tormenta. Estaba muy triste por lo ocurrido y, para redondear la cosa, señaló que, en su opinión, lo más probable era que Welly hubiese muerto.
Nate no había muerto. La fiebre bajó considerablemente y, cuando despertó, tenía frío y estaba sediento. Se abrió los párpados con ayuda de los dedos y en torno a él sólo vio agua, la maleza de la orilla y la granja.
—Jevy —musitó.
Se notaba la garganta irritada y hablaba con un hilo de voz. Se incorporó y se pasó un rato frotándose los ojos. No podía enfocar nada. Jevy no contestaba. Le dolía todo el cuerpo: los músculos, las articulaciones, hasta la sangre que circulaba por su cerebro. Tenía un fuerte sarpullido en el pecho y el cuello y se rascó tanto que se hizo daño. El olor que despedía su cuerpo lo mareaba.
El granjero y su mujer acompañaron a Jevy a la embarcación. No tenían ni una gota de combustible, lo que contrarió a su visitante.
—¿Cómo se encuentra, Nate? —preguntó Jevy, saltando al interior de la embarcación.
—Me estoy muriendo —contestó Nate en un débil susurro. Jevy le tocó la frente y le acarició suavemente el sarpullido.
—Le ha bajado la fiebre.
—¿Dónde estamos?
—En el Cabixa. Ni rastro de Welly. El barco se hundió en una tormenta.
—Vaya suerte la nuestra —dijo Nate, haciendo una mueca al sentir una punzada de dolor en la cabeza—. ¿Dónde está Welly?
—No lo sé. ¿Podrá aguantar hasta Corumbá?
—Preferiría morirme de una maldita vez.
—Acuéstese, Nate.
Se apartaron de la orilla sin prestar atención al granjero y a su mujer, que los saludaban con la mano, hundidos en el barro hasta los tobillos.
Nate permaneció un rato incorporado. La caricia del viento en el rostro le resultaba agradable. Sin embargo, no tardó en volver a sentir frío. Un estremecimiento le atravesó el pecho y lo obligó a acostarse. Bajo la tienda, Nate trató de rezar por Welly, pero sólo pudo concentrarse en ello durante unos segundos. Se resistía a creer que hubiera contraído la malaria.
Hark preparó el almuerzo con todo detalle. Éste se iba a celebrar en el comedor privado del hotel Hay-Adams. Habría ostras y canapés, caviar y salmón, champán francés y ensaladas variadas. A las once ya estaban todos allí, vestidos con prendas informales y metiendo mano a los canapés.
Les había asegurado que la reunión era de la máxima importancia, y su carácter estrictamente reservado. Había localizado al único testigo que podía permitirles ganar el pleito. Sólo habían sido invitados los abogados de los hermanos Phelan. Las ex esposas aún no habían impugnado el testamento y no tenían demasiado interés en participar. Su posición legal era muy débil. El juez Wycliff le había dado a entender confidencialmente a uno de sus abogados que no vería con buenos ojos las frívolas demandas de aquellas.
Tanto si su comportamiento era frívolo como si no, los seis hermanos se habían apresurado a impugnar el testamento. Todos habían entrado en la refriega, alegando esencialmente lo mismo: que Troy Phelan no estaba en pleno uso de sus facultades mentales en el momento de firmar su último testamento.
Un máximo de dos abogados por heredero, y a ser posible sólo uno, había sido autorizado a participar en la reunión. Hark estaba presente en representación de Rex. Wally Bright lo estaba en representación de Libbigail. Yancy era el único abogado de Ramble. Grit estaba allí en representación de Mary Ross. Y la señora Langhorne, la antigua profesora de Derecho, era la representante de Geena y Cody. Troy junior había contratado y despedido a tres bufetes desde la muerte de su padre.
Sus más recientes abogados pertenecían a una firma con cuatrocientos letrados en plantilla. Se llamaban Hemba y Hamilton y se presentaron a la recién creada confederación.
Hark cerró la puerta y dirigió la palabra al grupo. Les ofreció una breve biografía de Malcolm Snead, un hombre con quien había venido reuniéndose casi a diario.
—Estuvo al servicio del señor Phelan durante treinta años —explicó con expresión muy seria—. Es probable que lo ayudara a redactar su último testamento, y también lo es que esté dispuesto a declarar que el viejo había perdido la chaveta en aquel momento.
Los abogados se quedaron de una pieza. Hark contempló sus risueños rostros por un instante antes de añadir:
—O es posible que su intención sea declarar que no sabía nada del testamento manuscrito y que el señor Phelan estaba perfectamente cuerdo y lúcido el día en que murió.
—¿Cuánto pide? —preguntó Wally Bright, yendo directamente al grano.
—Cinco millones de dólares. El diez por ciento ahora y el resto cuando se llegue a un acuerdo.
Las exigencias de Snead no asustaron a los abogados. Considerando lo mucho que estaba en juego, en realidad su codicia era más bien moderada.
—Como es natural, nuestros clientes no disponen de esta suma —prosiguió Hark—. Por consiguiente, si queremos comprar su testimonio, de nosotros depende. A unos ochenta y cinco mil dólares por heredero, podemos firmar un contrato con el señor Snead. Estoy convencido de que su declaración nos permitirá ganar el pleito o bien forzará un acto de conciliación.
El nivel de riqueza de los presentes en la estancia era muy desigual. La cuenta del bufete de Bright era deficitaria. Éste debía impuestos atrasados. En el otro extremo del espectro, algunos de los socios de la firma en que trabajaban Hemba y Hamilton ganaban más de un millón de dólares al año.
—¿Está usted insinuando que paguemos de nuestro bolsillo a un testigo mentiroso? —inquirió Hamilton.
—Nosotros ignoramos que miente —contestó Hark. Ya tenía previstas todas las preguntas—. Nadie lo sabe. Estaba solo con el señor Phelan. No hay testigos. La verdad será la que el señor Snead quiera que sea.
—Me suena un poco deshonroso —intervino Hemba.
—¿Se le ocurre alguna idea mejor? —rezongó Grit, que ya andaba por el cuarto canapé.
Hemba y Hamilton pertenecían a una prestigiosa firma jurídica y no estaban acostumbrados a la suciedad y la mugre de las calles, lo cual no significaba que ellos o los de su clase fuesen menos corruptos, pero sus clientes eran grandes empresas que utilizaban a los cabilderos para sobornar legalmente a los políticos con el fin de conseguir importantes contratas gubernamentales y que ocultaban el dinero en cuentas secretas en Suiza, todo ello con la ayuda de sus fieles abogados. El hecho de pertenecer a un importante bufete los inducía a fruncir el entrecejo ante el comportamiento poco ético sugerido por Hark y aprobado por Grit, Bright y los demás.
—No estoy muy seguro de que nuestro cliente lo apruebe —señaló Hamilton.
—Su cliente dará saltos de alegría —repuso Hark. Cubrir con el manto de la ética a TJ Phelan casi parecía un chiste—. Le aseguro que le conocemos mejor que ustedes. Se trata de establecer si ustedes están dispuestos a participar o no.
—¿Está usted insinuando que nosotros, los abogados, adelantemos los primeros quinientos mil? —preguntó Hemba en tono despectivo.
—Exactamente —contestó Hark.
—En tal caso, nuestra firma jamás participaría en este plan.
—Pues, en tal caso, su firma está a punto de ser despedida —terció Grit—. No olvide que son ustedes el cuarto bufete en un mes. De hecho, Troy Phelan ya había amenazado con prescindir de sus servicios. Ambos se callaron y escucharon. Hark se dispuso a proseguir.
—Para evitar la embarazosa situación de tener que pedir a cada uno de nosotros que suelte la pasta, he encontrado un banco dispuesto a prestarnos quinientos mil dólares a un plazo de un año. Lo único que necesitamos son seis firmas en el documento del préstamo. Yo ya he firmado.
—Yo lo firmaré —anunció Bright en un alarde de jactancia. Era intrépido porque no tenía nada que perder.
—A ver si lo entiendo —dijo Yancy—. Nosotros le pagamos primero el dinero a Snead y éste habla. ¿Es así?
—Sí.
—¿No convendría que primero oyéramos su versión?
—Su versión aún debe ser elaborada en parte. Esto es lo bueno del trato. En cuanto le paguemos, será nuestro. Podremos configurar su declaración y estructurarla a nuestra conveniencia. Tenga en cuenta que no hay otros testigos, exceptuando tal vez su secretaria.
—¿Cuánto vale la secretaria? —preguntó Grit.
—Es gratis. Va incluida en el paquete de Snead.
¿Cuántas veces en el ejercicio de la profesión se presenta la oportunidad de embolsarse un porcentaje de la décima fortuna más grande del país?
Los abogados hicieron sus cálculos. Un pequeño riesgo ahora y una mina de oro después.
La señora Langhorne los sorprendió a todos diciendo:
—Aconsejaré a mi firma que aceptemos el trato; pero esto ha de ser un secreto hasta la tumba.
—La tumba —repitió Yancy—. Podrían quitarnos la licencia e incluso procesarnos. Sobornar a alguien para que cometa perjurio es un delito.
—Usted no lo comprende —le dijo Grit—. No puede haber perjurio. La verdad la define Snead y sólo Snead. Si él afirma que ayudó al difunto a redactar el testamento y que en ese momento el viejo estala chiflado, ¿quién puede rebatirlo? Es un trato sensacional. Yo firmaré.
—Ya somos cuatro —dijo Hark.
—Yo firmaré —aseguró Yancy. Hemba y Hamilton vacilaron.
—Tendremos que consultarlo con nuestra firma —señaló Hamilton muy serio
—¿Es necesario que les recuerde que todo esto es confidencial? —intervino Bright.
Tenía gracia. El combatiente callejero y ex alumno de clases nocturnas estaba reprendiendo a los guardianes de la ley por una cuestión de ética.
—No —contestó Hemba—. No hace falta que nos lo recuerde.
Hark llamaría a Rex, le comentaría lo del trato y Rex llamaría a su hermano TJ y le comunicaría que sus abogados estaban torpedeándolo Hemba y Hamilton pasarían a la historia en cuestión de cuarenta y ocho horas.
—Hay que actuar con rapidez —les advirtió Hark a sus colegas—. El señor Snead alega apuros económicos y está absolutamente dispuesto a llegar a un acuerdo con la otra parte.
—Por cierto —dijo Langhorne—, ¿sabemos algo más acerca de la otra parte? Todos estamos impugnando el testamento. Alguien tiene que defenderlo. ¿Dónde está Rachel Lane?
—Evidentemente, se esconde —respondió Hark—. Josh me ha asegurado que saben dónde se encuentra, que permanecen en contacto con ella y que ella contratará a unos abogados para que protejan sus intereses.
—Por once mil millones de dólares, me lo imagino —soltó Grit. Los abogados reflexionaron por un instante acerca de los once mil millones, cada uno de ellos dividiéndolos por distintas magnitudes del número seis y aplicando después sus porcentajes personales. Cinco millones para Snead parecía una suma razonable.
Jevy y Nate llegaron renqueando al puesto de venta a primera hora de la tarde. El motor de la batea estaba fallando cada vez más y les quedaba muy poco combustible. Fernando, el propietario de la tienda, se hallaba tendido en una hamaca del porche, al abrigo de los abrasadores rayos del sol. Era un viejo y curtido veterano del río que había conocido al padre de Jevy.
Ambos hombres ayudaron a Nate a desembarcar. La fiebre había vuelto a subirle y tenía las piernas débiles y entumecidas, por lo que los tres avanzaron muy despacio por el estrecho embarcadero y subieron con cuidado por los peldaños del porche. Tras haberlo tendido en la hamaca, Jevy hizo un rápido recuento de los acontecimientos de la pasada semana. A Fernando no se le escapaba nada de lo que ocurría en el río.
—El Santa Loura se hundió —dijo—. Hubo una gran tormenta.
—¿Has visto a Welly? —le preguntó Jevy.
—Sí. Una embarcación de transporte de ganado lo sacó del río. Se detuvieron aquí. Él mismo me contó la historia. Estoy seguro de que se encuentra en Corumbá.
Jevy soltó un suspiro de alivio al enterarse de que Welly aún vivía. Sin embargo, la pérdida del barco era una trágica noticia. El Santa Loura era uno de los mejores barcos del Pantanal, y se había hundido estando bajo su cuidado.
Mientras ambos hablaban, Fernando estudió a Nate. Éste apenas podía oír sus palabras, y mucho menos comprenderlas, pero tampoco le importaba.
—Eso no es malaria —declaró Fernando, rozando con el dedo el sarpullido del cuello de Nate.
Jevy se acercó a la hamaca y observó a su amigo. Tenía el cabello enmarañado y mojado y los ojos todavía cerrados a causa de la hinchazón de los párpados.
—¿Qué es? —preguntó.
—La malaria no provoca un sarpullido como éste. El dengue sí.
—¿La fiebre del dengue?
—Sí. Se parece a la malaria. Produce fiebre, escalofríos y dolores en los músculos y las articulaciones, y también lo transmiten los mosquitos; pero el sarpullido indica que es el dengue.
—Mi padre lo tuvo una vez y se puso muy enfermo.
—Tienes que llevarlo a Corumbá cuanto antes.
—¿Puedes prestarme tu motor?
La embarcación de Fernando estaba amarrada bajo el destartalado edificio. Su motor no estaba tan oxidado como el de Jevy y tenía cinco caballos más de potencia. Ambos pusieron manos a la obra de inmediato, cambiando los motores y llenando los depósitos, tras lo cual, después de pasarse una hora tendido en la hamaca en estado comatoso, el pobre Nate fue conducido de nuevo al embarcadero y colocado en la embarcación bajo la tienda. Estaba demasiado enfermo para darse cuenta de lo que ocurría.
Ya eran casi las dos y media. Corumbá se encontraba a diez horas de viaje. Jevy le dejó el número de teléfono de Valdir a Fernando. No era corriente que los barcos que navegaban por el Paraguay contasen con radio, pero en caso de que Fernando viera casualmente alguno que la tuviese, Jevy quería que se pusiera en contacto con Valdir y le comunicara la noticia.
Jevy navegó a toda velocidad, orgulloso una vez más de tener una embarcación capaz de surcar el agua con tal rapidez. La estela hervía a su espalda.
La fiebre del dengue podía ser mortal. Su padre había estado gravemente enfermo durante una semana, con intensos dolores de cabeza y fiebre muy alta. Le dolían tanto los ojos que su madre lo tuvo varios días en una habitación a oscuras. Era un rudo hombre del río, acostumbrado a las heridas y el dolor, por lo que, cuando Jevy lo oyó gemir como un niño, pensó que su padre se estaba muriendo. El médico lo visitaba a días alternos hasta que, al final, la fiebre remitió.
Podía ver los pies de Nate asomar por debajo de la tienda, eso era todo.