31

Al jefe no se le daban bien las predicciones meteorológicas. No hubo ninguna tormenta. Llovió un par de veces a lo largo del día mientras Nate y Jevy combatían el aburrimiento durmiendo la siesta en sus hamacas prestadas. Los aguaceros duraron muy poco, y después de cada uno de ellos el sol regresó para calentar la húmeda tierra y hacer que aumentase la humedad. Incluso estando a la sombra y moviéndose sólo si era estrictamente necesario, ambos hombres se achicharraban de calor.

Contemplaron a los indios dondequiera que hubiese actividad, pero el trabajo y los juegos se ajustaban al flujo y el reflujo del bochorno. Cuando el sol salía con toda su fuerza, los ípicas se refugiaban en sus chozas o a la sombra de los árboles que se alzaban detrás de ellas. En el transcurso de los chaparrones los niños jugaban bajo la lluvia. Cuando las nubes cubrían el sol, las mujeres salían para dedicarse a sus quehaceres e ir al río.

Tras una semana en el Pantanal, Nate estaba como atontado por el ritmo de vida apático que allí se seguía. Cada día era una copia exacta del anterior. Nada había cambiado allí desde hacía siglos.

Rachel regresó a media tarde. Ella y Lako fueron directos al jefe para informarle sobre los acontecimientos del otro poblado. Después, Rachel se acercó a Nate y a Jevy. Estaba cansada y quería dar una cabezada antes de hablar de negocios.

Mientras ella se alejaba, Nate se preguntó si tendría que esperar otra hora.

Rachel era esbelta y resistente, y seguramente hubiera podido correr maratones.

—¿Qué está mirando? —le preguntó Jevy con una sonrisa.

—Nada.

—¿Cuántos años tiene Rachel?

—Cuarenta y dos.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Cuarenta y ocho.

—¿Ha estado casada?

—No.

—¿Cree que ha estado alguna vez con un hombre?

—¿Por qué no se lo preguntas?

—¿Y por qué no se lo pregunta usted?

—La verdad es que no me importa.

Volvieron a quedarse dormidos, ya que no tenían otra cosa mejor que hacer. En un par de horas empezarían los combates de lucha, a continuación vendría la cena y, finalmente, la oscuridad. Nate soñaba con el Santa Loura, un barco de lo más sencillo, pero que a cada hora que pasaba le parecía mejor. En sus sueños el barco se estaba convirtiendo rápidamente en un espléndido y elegante yate.

Cuando los hombres empezaron a arreglarse el cabello y a prepararse para sus juegos, Nate y Jevy se retiraron. Uno de los ipicas más corpulentos los llamó y, con una radiante sonrisa en los labios, pareció invitarlos a luchar. Nate apuró el paso. De repente, se imaginó arrastrado por todo el poblado por un rechoncho y pequeño guerrero al que le zangoloteaban los genitales. Jevy tampoco quería participar. Rachel acudió en su ayuda. Ella y Nate se dirigieron hacia el río, a su lugar acostumbrado en el estrecho banco de roca bajo los árboles. Allí volvieron a sentarse muy juntos, rodilla contra rodilla.

—Hizo usted bien en no ir dijo Rachel. Parecía fatigada. La siesta no la había repuesto.

—¿Por qué?

—Todos los poblados tienen un médico. Lo llaman shalyun y es el que cuece las hierbas y raíces con que prepara sus medicinas. También conjura espíritus para resolver toda suerte de problemas.

—Ah, se refiere a un curandero.

—Más bien es un hechicero. En la cultura indígena abundan los espíritus, y el shalyun es algo así como el encargado de dirigir el tráfico. Sea como fuere, los shalyun son mis enemigos naturales. Yo constituyo una amenaza para su religión. Siempre están planeando el modo de perjudicarme. Persiguen a los creyentes cristianos. Oprimen a los nuevos conversos. Quieren que me vaya y no paran de ejercer presión sobre los jefes para que me echen. Es una lucha diaria. En el último poblado río abajo, yo tenía una pequeña escuela donde enseñaba a leer y escribir. Era para los creyentes, pero estaba a disposición de todos. Hace un año tuvimos un brote de malaria y murieron tres personas. El shalyun local convenció al jefe de que la enfermedad era un castigo que había caído sobre el poblado por culpa de mi escuela. Ahora la escuela está cerrada.

Nate se limitaba a escuchar: La valentía de Rachel, ya admirable de por sí, estaba alcanzando nuevas cotas. El calor y el lánguido ritmo de la vida de aquel lugar lo habían inducido a creer que entre los ipicas todo era paz. Ningún visitante hubiese sospechado que en aquellos parajes se estuviera librando una guerra por las almas.

—Los padres de Ayesh, la niña que murió, son cristianos, y su fe es muy profunda. El shalyun hizo correr la voz de que él hubiera podido salvar a la pequeña, pero que ellos no lo llamaron. Como es natural, querían que yo atendiera a Ayesh. En esta región abundan las serpientes bima y los shalyun preparan remedios caseros contra su veneno. Jamás he visto que ninguno de ellos resultara eficaz. Ayer, una vez que me marché después de que la niña hubiera muerto, el shalyun invocó a los espíritus y celebró una ceremonia en el centro del poblado. Me culpó a mí de la muerte. Y le echó la culpa a Dios. —Sus palabras brotaban con más rapidez que de costumbre, como si quisiera darse prisa en emplear el inglés una vez más—. Hoy durante el entierro, el shalyun y otros alborotadores se han puesto a bailar y a cantar muy cerca de nosotros. Los pobres padres se han sentido muy abrumados por el dolor y la humillación. Yo no he podido terminar el acto religioso. —Se le quebró ligeramente la voz y se mordió el labio inferior.

Nate le dio una palmada en el brazo.

—No se preocupe. Todo ha terminado.

Ella no podía llorar en presencia de los indios. Tenía que mostrarse fuerte y estoica, llena de fe y valor en todas las circunstancias, pero en presencia de Nate sí podía llorar, pues él lo comprendería; de hecho, esperaba que lo hiciese.

Se enjugó las lágrimas y, poco a poco, se sobrepuso.

—Lo siento —dijo.

—No se preocupe —repitió Nate, tratando de ayudarla.

Las lágrimas de una mujer fundían la fachada de frialdad tanto ante la barra de un bar como a la orilla de un río.

Se oyeron unos gritos procedentes del poblado. Los combates de lucha ya habían empezado. Nate pensó fugazmente en Jevy. Confiaba en que no hubiera sucumbido a la tentación de jugar con los muchachos.

—Ahora creo que tiene que irse —dijo Rachel, rompiendo súbitamente el silencio. Había conseguido dominar sus emociones y el tono de su voz volvía ser el normal.

—¿Cómo?

—Sí, ahora. Cuanto antes.

—Estoy deseando irme, pero dentro de tres horas oscurecerá.

—Hay motivos para preocuparse.

—La escucho.

—Me parece haber detectado un caso de malaria en el otro poblado. La transmiten los mosquitos y se extiende con mucha rapidez.

Nate empezó a rascarse y ya estaba deseando estar en la embarcación cuando recordó las píldoras.

—Estoy protegido. Tomo clorono sé qué.

—¿Cloroquina?

—Exacto.

—¿Cuándo empezó a tomarla?

—Dos días antes de partir de Estados Unidos.

—¿Y dónde están ahora las pastillas?

—Me las dejé en el barco grande.

Rachel sacudió la cabeza en gesto de reproche.

—Deben tomarse antes, durante y después del viaje —dijo en tono autoritario, como si la muerte fuese un hecho inminente—. ¿Y Jevy? —preguntó—. ¿También toma las pastillas?

—Ha estado en el ejército. Estoy seguro de que se encuentra bien.

—No pienso discutir, Nate. Ya he hablado con el jefe. Esta mañana, antes del amanecer, envió a dos pescadores. Las aguas desbordadas son peligrosas durante las primeras dos horas; después la navegación es más fácil. Les proporcionará tres guías en dos canoas y yo enviaré a Lako para que actúe de intérprete. Cuando lleguen al río Xeco, siguen todo recto hasta el Paraguay.

—¿Eso está muy lejos?

—El Xeco se encuentra a unas cuatro horas de aquí. El Paraguay, a seis. Y ustedes navegarán empujados por la corriente.

—Muy bien. Veo que lo tiene usted todo planeado.

—Confíe en mí, Nate. He enfermado por dos veces de malaria y es algo que no le recomiendo. La segunda vez estuve a punto de morir.

¿A qué vienen tantas prisas? A Nate no se le había ocurrido la posibilidad de que Rachel muriese. El hecho de que ella se ocultara en la selva y rechazara el papeleo sería suficiente para complicar el caso de la herencia Phelan. Si moría, el caso tardaría años en resolverse.

Nate la admiraba enormemente. Era todo lo que él no era: fuerte y valiente, sólidamente anclada en la fe, feliz en su sencillez, segura del lugar que ocupaba en el mundo y en el más allá.

—No se muera, Rachel —le dijo.

—La muerte no me da miedo. Para un cristiano, es una recompensa. Pero rece por mí, Nate.

—Lo haré, se lo prometo.

—Es usted un hombre bueno. Tiene buen corazón y buenos pensamientos. Sólo le falta un poco de ayuda.

—Lo sé. No soy muy fuerte. —Nate guardaba los papeles en un sobre doblado en su bolsillo. Los sacó—. ¿Podríamos, por lo menos, hablar de esto un momento?

—Sí, pero sólo como un favor a usted. Creo que, después de todo lo que se ha esforzado para llegar a un lugar tan apartado, lo menos que puedo hacer es mantener esta pequeña charla jurídica.

—Gracias. —Nate le entregó la primera hoja, una copia del testamento de Troy.

Ella lo leyó muy despacio, tratando de desentrañar los párrafos del texto manuscrito. Al terminar, preguntó:

—¿Es un documento legalmente válido?

—Hasta ahora, sí.

—Lo veo muy rudimentario.

—Los testamentos escritos a mano son legalmente válidos, lo siento, pero así es la ley.

Ella volvió a leerlo. Nate contempló las sombras que caían sobre el límite de la vegetación. Ahora la oscuridad le daba miedo, tanto en tierra como en el agua. Estaba deseando marcharse.

—Troy no se preocupaba por sus restantes hijos, ¿verdad? —preguntó Rachel en tono risueño.

—Usted tampoco lo hubiera hecho; pero, además, no creo que tuviese mucha vocación de padre.

—Recuerdo el día en que mi madre me habló de él. Yo tenía diecisiete años. Fue a finales de un verano. Mi padre adoptivo acababa de morir de cáncer y nuestra vida era bastante triste.

Troy había conseguido descubrir mi paradero y estaba presionando a mi madre para que le permitiera visitarme. Ella me contó la verdad acerca de mis padres biológicos, pero la revelación no significó nada para mí. No me importaban aquellas personas. Más tarde supe que mi madre biológica se había suicidado. ¿Qué le parece, Nate? Mis verdaderos progenitores se suicidaron. ¿Habrá algo en mis genes?

—No. Usted es mucho más fuerte que ellos.

—Yo acojo la muerte de buen grado.

—No diga eso. ¿Cuándo conoció a Troy?

—Transcurrió un año. Él y mi madre se hicieron amigos por teléfono. Ella llegó a convencerse de que los motivos de Troy eran buenos, de modo que un día éste se presentó en nuestra casa. Tomamos té con pastas y después él se fue. Más adelante envió dinero para mi matrícula de la universidad y comenzó a insistir en que aceptara un empleo en una de sus empresas. Empezó a comportarse como un padre y a mí me molestó. De pronto murió mi madre y el mundo se derrumbó en torno a mí. Cambié de apellido y me matriculé en la Facultad de Medicina. A lo largo de los años recé por Troy tal como rezo por todas las personas extraviadas que conozco, y pensé que él se había olvidado de mí.

—Está claro que no —dijo Nate.

Un mosquito negro se posó en su muslo y él lo aplastó con fuerza suficiente como para partir un madero. En caso de que fuese portador de la malaria, ya no podría transmitírsela a nadie. El rojo perfil de la huella de su mano se dibujó en su piel.

Le pasó a Rachel el documento de renuncia y el de acuse de recibo. Ella los leyó atentamente.

—No voy a firmar nada —dijo—. No quiero

—Pues quédeselos. Y rece por ellos.

—¿Se está usted burlando de mí?

—No. Es que no sé qué voy a hacer ahora.

—En eso no puedo ayudarle. No obstante, le pediré un solo favor.

—Lo que usted quiera.

—No le diga a nadie dónde estoy. Se lo suplico, Nate. Le ruego que proteja mi intimidad.

—Se lo prometo, pero tiene usted que ser realista.

—¿Qué quiere decir?

—Es una historia muy llamativa. Si acepta el dinero, se convertirá en la mujer más rica del mundo. Si lo rechaza, el caso será todavía más sensacional.

—¿Y eso a quién le importa?

—Qué inocente es usted. Veo que está muy bien protegida contra los medios de comunicación. Actualmente las noticias son incesantes, veinticuatro horas de interminable información acerca de todo. Horas y horas de noticiarios, programas de noticias, bustos parlantes, reportajes de última hora. Todo es basura. Ninguna noticia es lo bastante insignificante para que no se la localice y se la rodee de sensacionalismo.

—Pero ¿cómo van a encontrarme?

—Buena pregunta. Tenemos suerte, porque Troy le había seguido la pista, pero, que sepamos, no se lo comunicó a nadie.

—Lo cual significa que estoy a salvo, ¿no? Usted no puede revelar mi paradero. Los abogados de su bufete tampoco.

—Muy cierto.

—Y usted se había extraviado cuando llegó aquí, ¿verdad?

—Por completo.

—Tiene que protegerme, Nate. Éste es mi hogar. Ésta es mi gente. No quiero verme obligada a huir otra vez.

UNA HUMILDE MISIONERA DE LA SELVA RECHAZA UNA FORTUNA DE ONCE MIL MILLONES DE DÓLARES

Menudo titular. Los buitres invadirían el Pantanal con sus helicópteros y sus vehículos anfibios. Nate se compadeció de ella.

—Haré lo que pueda —dijo.

—¿Me da su palabra?

—Sí, se lo prometo.

El cortejo de despedida lo encabezaba el jefe en persona, seguido de su mujer y una docena de hombres y, a continuación, Jevy y no menos de diez hombres más. Todos avanzaron por el tortuoso sendero que conducía al río.

—Ya es hora de que se vayan —dijo Rachel.

—Supongo que sí. ¿Seguro que estaremos a salvo en la oscuridad?

—Sí. El jefe envía a sus mejores pescadores. Dios los protegerá. Rece sus oraciones.

—Así lo haré.

—Yo rezaré por usted todos los días, Nate. Es usted una buena persona y tiene buen corazón. Merece salvarse.

—Gracias. ¿Quiere usted casarse?

—No puedo.

—Por supuesto que puede. Yo me encargo del dinero, usted se encarga de los indios. Conseguimos una choza más grande y nos quitamos la ropa.

Ambos se echaron a reír y aún estaban sonriendo cuando apareció el jefe. Nate se levantó para decir hola, adiós o lo que fuera, pero por un instante se le nubló la vista. Una oleada de vértigo le subió desde el pecho y le atravesó la cabeza. Consiguió recuperarse, recobró la visión y miró a Rachel para comprobar si ésta se había dado cuenta.

No lo había hecho. Los párpados empezaron a dolerle y las articulaciones y los codos a palpitarle.

Tras una serie de ceremoniosos gruñidos en lengua ipica, todo el mundo se acercó al río. Cargaron comida en la embarcación de Jevy y en las dos estrechas canoas que iban a utilizar los guías y Lako. Nate le dio las gracias a Rachel, quien a su vez dio las gracias al jefe. Cuando hubieron terminado todas las despedidas de rigor, llegó el momento de la partida.

De pie con el agua hasta los tobillos, Nate abrazó cariñosamente a Rachel y le dio unas palmadas en la espalda diciendo:

—Gracias.

—¿Gracias por qué?

—Pues la verdad es que no lo sé. Gracias por crear una fortuna en honorarios de abogados.

—Me cae usted bien, Nate —dijo ella sonriendo—, pero me importan un bledo el dinero y los abogados.

—Usted también me cae bien.

—No vuelva, se lo ruego.

—No se preocupe.

Todo el mundo estaba esperando. Los pescadores ya se encontraban en el río. Jevy sostenía en su mano el canalete, ansioso de iniciar la travesía.

Nate puso un pie en la embarcación.

—Podríamos pasar la luna de miel en Corumbá —insistió en tono de broma.

—Adiós, Nate —repuso ella—. Dígale a la gente que no consiguió encontrarme.

—Así lo haré. Hasta siempre. —Nate se sentó en el duro banco de la embarcación y notó que la cabeza le volvía a dar vueltas. Mientras se alejaban, saludó con la mano a Rachel y a los indios, pero sus figuras estaban borrosas.

Empujadas por la corriente, las canoas se deslizaron sobre el agua mientras los indios remaban en perfecta sincronía. No desperdiciaron el esfuerzo ni perdieron el tiempo. Tenían prisa. El motor se puso en marcha al tercer intento y de inmediato dieron alcance a las canoas. Cuando Jevy aminoró la velocidad, el motor titubeó, pero no se caló. Al llegar al primer meandro del río, Nate volvió la cabeza. Rachel y los indios seguían en la orilla.

A pesar de las nubes que ocultaban el sol y de la suave brisa que le acariciaba el rostro, Nate se dio cuenta de que estaba sudando. Tenía las piernas y los brazos húmedos. Se frotó el cuello y la frente y contempló la humedad de sus dedos. En lugar de rezar tal como había prometido hacer, murmuró:

—Mierda. Estoy enfermo.

La fiebre no era muy alta, pero aumentaba por momentos. La brisa le provocaba escalofríos. Se acurrucó en su asiento y buscó algo más que ponerse. Jevy advirtió que algo le ocurría y, al cabo de unos minutos, le preguntó:

—¿Se siente bien, Nate?

Nate sacudió la cabeza mientras un ramalazo de dolor le bajaba desde los ojos hasta la columna vertebral. Se sonó la nariz. Dos meandros más abajo observó que los árboles eran menos gruesos y el terreno era más bajo. El río se ensanchó y penetró en un lago desbordado, en cuyo centro se alzaban tres árboles podridos. Nate estaba seguro de que no había visto aquellos árboles durante la travesía de ida. Estaban siguiendo otro camino. Sin la ayuda de la corriente, las canoas navegaban un poco más despacio, pero seguían surcando el agua con asombrosa rapidez. Los guías no estudiaron el lago. Sabían exactamente adónde iban.

—Jevy, creo que he contraído la malaria —musitó Nate. Su voz era áspera y ya empezaba a dolerle la garganta.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Jevy, al tiempo que reducía la velocidad por un instante.

—Rachel me lo advirtió. Ayer detectó un brote de malaria en el otro pueblo. Por eso nos hemos ido tan pronto.

—¿Tiene fiebre?

—Sí, y dificultades para enfocar la vista.

Jevy detuvo la embarcación y llamó a los indios, que ya casi se habían perdido de vista. Apartó los bidones vacíos de combustible y los restos de las provisiones y desenrolló rápidamente la tienda.

—Sufrirá escalofríos —le advirtió mientras trabajaba.

La embarcación se balanceaba siguiendo el ritmo de sus movimientos.

—¿Tú has enfermado alguna vez de malaria? —quiso saber Nate.

—No, pero casi todos mis amigos se han muerto de eso.

—¿En serio?

—Es una broma. Eso no suele matar a la gente, pero se pondrá usted muy malo.

Procurando evitar los movimientos bruscos y manteniendo la cabeza lo más inmóvil posible, Nate se arrastró por detrás de su asiento y se tendió en el centro de la batea. Un saco de dormir hacía las veces de almohada. Jevy extendió por encima de él la tienda y la sujetó con los dos bidones vacíos de combustible.

Los indios se acercaron para ver qué ocurría. Lako formuló unas preguntas en portugués. Nate oyó que Jevy pronunciaba la palabra «malaria» y que ello daba lugar a unos murmullos en ípica. Reanudaron la navegación de inmediato. La embarcación parecía más rápida, tal vez porque Nate estaba tendido en el fondo y la sentía deslizarse a través del agua. De vez en cuando una rama que Jevy no había visto provocaba una sacudida, pero a Nate le daba igual. La cabeza le dolía como si sufriera la peor resaca de su vida, y mover los músculos y las articulaciones constituía un auténtico tormento. Además, estaba temblando. Ya empezaban a producirse los escalofríos.

Se oyó un retumbo en la distancia. Nate temió que fuera un trueno. «Vaya —pensó—. Justo lo que faltaba».

Las nubes de lluvia no se acercaron. El río trazó una curva hacia el oeste y Jevy vio los anaranjados y amarillos vestigios de una puesta de sol. Después el río volvió a girar hacia el este en medio de la creciente oscuridad del Pantanal. Las canoas aminoraron por dos veces la velocidad mientras los ipicas discutían acerca del ramal de la bifurcación que deberían tomar. Jevy los seguía a unos treinta metros de distancia, pero fue acercándose conforme aumentaba la oscuridad. No veía a Nate escondido debajo de la tienda, pero sabía que su amigo estaba sufriendo. En realidad, Jevy conocía a un hombre que había muerto de malaria.

Cuando llevaban dos horas de navegación, los guías los condujeron a través de una serie de angostas corrientes y tranquilas lagunas hasta que, al llegar a un río más ancho, se detuvieron por un instante. Los indios necesitaban un descanso. Lako llamó a Jevy y le explicó que ya estaban a salvo, pues acababan de dejar atrás la parte más difícil y el resto sería más fácil. El Xeco se encontraba a unas dos horas de navegación y conducía directamente al Paraguay.

Jevy preguntó si podían hacer la travesía solos. La respuesta fue que no. Aún quedaban varios horcajos y, además, los indios conocían un paraje del Xeco donde el río seguramente se había desbordado. Allí se detendrían para dormir.

Lako quiso saber cómo estaba el norteamericano.

—No muy bien —contestó Jevy.

Nate oyó voces y advirtió que la embarcación no se movía. Ardía de fiebre de la cabeza a los pies. Se notaba la piel y la ropa empapadas de sudor y el aluminio que tenía debajo también estaba mojado. Tenía los ojos cerrados a causa de la hinchazón de los párpados y se notaba la boca tan seca que el solo hecho de abrirla le dolía. Oyó que Jevy le preguntaba algo en inglés, pero no pudo contestar. La lucidez iba y venía.

En medio de la oscuridad, las canoas navegaban todavía más despacio. Jevy las seguía de cerca y a veces utilizaba las linternas para ayudar a los guías a estudiar los desvíos y los afluentes. A media velocidad, el motor de la batea producía un zumbido constante. Se detuvieron una sola vez para comer una hogaza de pan, beber un poco de zumo y hacer sus necesidades. Amarraron las tres embarcaciones juntas.

Lako estaba preocupado por el norteamericano. ¿Qué iba a decirle a la misionera?, le preguntó a Jevy. Que había pillado la malaria, fue la respuesta.

Unos relámpagos lejanos terminaron con la breve cena y el descanso. Los indios se pusieron nuevamente en marcha, remando con energía. Llevaban varias horas sin avistar tierra. No había ningún lugar donde desembarcar y capear el temporal.

Al final, el motor se detuvo. Jevy echó mano del último bidón lleno que quedaba y volvió a ponerlo en marcha. Navegando a media velocidad, dispondría de combustible para unas seis horas más, suficiente para llegar hasta el Paraguay. Allí habría tráfico fluvial y casas, y más tarde o más temprano encontrarían el Santa Loura. Jevy conocía el lugar exacto en que el Xaco vertía sus aguas en el Paraguay. Navegando río abajo, creía que darían con Welly hacia el amanecer.

Los relámpagos seguían estallando, pero no los alcanzaron. Cada destello inducía a los guías a remar con mayor denuedo, pero ya empezaban a cansarse. En determinado momento, Lako agarró un costado de la batea y un ípica agarró el otro mientras Jevy sostenía la linterna en alto por encima de su cabeza; de esta manera, siguieron avanzando como si lo hicieran a bordo de una barcaza.

Los árboles y la maleza eran cada vez más densos a medida que el río se ensanchaba. A ambos lados se veía la tierra de la orilla. Los indios empezaron a hablar entre sí y, al entrar en el Xeco, dejaron de remar. Estaban agotados y tenían que detenerse. «Hace tres horas que deberían haberse acostado», pensó Jevy. Buscaron un sitio y desembarcaron.

Lako explicó que llevaba muchos años trabajando como ayudante de la misionera. Había visto numerosos casos de malaria; él mismo la había contraído en tres ocasiones. Retiró la tienda que cubría la cabeza y el pecho de Nate y le tocó la frente. Tenía mucha fiebre, le dijo a Jevy, que sostenía la linterna de pie en medio del barro y estaba deseando subir de nuevo a la embarcación.

No se podía hacer nada, sentenció Lako completando su diagnóstico. La fiebre desaparecería y, a las cuarenta y ocho horas, se produciría otro acceso. Le preocupaban los ojos hinchados, pues era la primera vez que veía algo así en un caso de malaria.

El mayor de los guías dijo algo a Lako al tiempo que señalaba hacia el oscuro río. La traducción que recibió Jevy fue que se mantuviera en el centro de la corriente y no prestara atención a los pequeños horcajos, sobre todo a los de la izquierda; en cuestión de un par de horas encontraría el Paraguay. Jevy les dio efusivamente las gracias y se puso nuevamente en marcha.

La fiebre no remitió. Una hora más tarde, Jevy examinó a Nate y observó que el rostro le ardía tanto como antes; estaba acurrucado en posición fetal, parecía semiinconsciente y murmuraba palabras inconexas. Jevy le hizo beber un poco de agua y le echó el resto sobre el rostro.

El Xeco era ancho y muy fácil de navegar. Pasaron por delante de una casa (Jevy se dijo que debía de hacer un mes que no veía una) y como un faro que llamara a un barco extraviado, la luna se abrió paso entre las nubes e iluminó las aguas que tenían delante.

—¿Puede oírme, Nate? —preguntó Jevy sin levantar la voz lo bastante como para que se le oyera—. Nuestra suerte está cambiando.

Después bajó hacia el Paraguay siguiendo el reflejo de la luna.