30

Viernes 3 de enero. F. Parr Wycliff estaba en su sala, retrasándose en la tramitación de una agenda repleta de aburridas vistas. Josh aguardaba en el desordenado despacho del juez con la cinta de video, el teléfono móvil en la mano y la mente en otro hemisferio. Seguía sin recibir noticias de Nate.

Las seguridades que le había ofrecido Valdir parecían muy bien ensayadas: el Pantanal era un lugar inmenso, el guía, muy bueno, el barco, grande; a los indios no les gustaba que los localizasen, por eso se desplazaban de un sitio a otro; todo iba bien. Lo llamaría en cuanto tuviera noticias de Nate.

Josh había considerado la idea de organizar una operación de rescate, pero si el simple hecho de llegar a Corumbá ya constituía todo un reto, adentrarse en el Pantanal en busca de un abogado desaparecido se le antojaba una tarea imposible. Con todo, podía desplazarse hasta allí abajo y esperar con Valdir hasta que supieran algo.

Trabajaba doce horas al día seis días a la semana y el caso Phelan estaba a punto de estallar. Apenas tenía tiempo para almorzar y no digamos para un viaje a Brasil.

Intentó llamar a Valdir desde su teléfono móvil, pero la línea estaba ocupada.

Wycliff entró en el despacho pidiendo disculpas mientras se quitaba la toga. Quería impresionar a un abogado tan poderoso como Stafford con la importancia de su agenda.

No había nadie más que ellos en la estancia. Vieron la primera parte del video sin hacer ningún comentario. La grabación empezaba con el viejo Troy sentado en una silla de ruedas mientras Josh le colocaba el micrófono delante y los tres psiquiatras aguardaban para interrogarlo. El examen duraba veintiún minutos y terminaba con la opinión unánime de que el señor Phelan sabía exactamente lo que hacía. Wycliff no pudo reprimir una sonrisa.

A continuación, la sala de juntas se vaciaba. La cámara enfocaba directamente a Troy, que sacaba el testamento ológrafo y lo firmaba cuatro minutos después de haber finalizado el examen mental.

—Y aquí es cuando se arroja al vacío —señaló Josh.

La cámara no se movía. Captaba a Troy en el momento en que éste se apartaba súbitamente de la mesa y se levantaba. Acto seguido, Troy desaparecía de la pantalla, Josh, Snead y Tip Durban se quedaban boquiabiertos de asombro por un instante y después salían disparados tras el viejo. La filmación era extremadamente dramática.

Transcurrían cinco minutos y medio, durante los cuales la cámara sólo grababa unas sillas vacías y registraba unas voces. Después el pobre Snead se sentaba en el lugar que Troy había ocupado previamente. Se lo veía muy conmovido y al borde de las lágrimas, pero conseguía decirle a la cámara lo que acababa de ver. Josh y Tip Durban hacían lo mismo.

La cinta duraba treinta y nueve minutos.

—¿Cómo harán para desenmarañar esto? —se preguntó cuando hubo terminado la grabación.

Era una pregunta sin respuesta. Dos de los herederos —Rex y Libbigail— ya habían presentado peticiones de impugnación del testamento. Sus abogados —Hark Gettys y Wally Bright respectivamente— habían conseguido despertar una considerable atención y habían sido entrevistados y fotografiados por la prensa.

Los restantes herederos no tardarían en seguir su ejemplo. Josh había hablado con casi todos los abogados y la carrera al palacio de justicia ya se había iniciado.

—Todos los desprestigiados psiquiatras del país quieren ver el video —dijo Josh—. Habrá opiniones para todos los gustos.

—¿Le preocupa a usted la cuestión del suicidio?

—Por supuesto que sí; pero él lo planeó todo con sumo cuidado, incluso su muerte. Sabía exactamente cómo y cuándo quería morir.

—¿Y el otro testamento tan grueso que firmó en primer lugar? —preguntó Wycliff

—No lo firmó.

—Pero si lo he visto. Está en el video.

—No. Garabateó el nombre del ratón Mickey.

Wycliff estaba tomando notas en un bloc de tamaño folio. Su mano se detuvo en medio de una frase.

—¿El ratón Mickey? —repitió.

—Así estamos, señor juez. Desde 1982 hasta 1996 preparé once testamentos para el señor Phelan, algunos gruesos y otros delgados, y en todos ellos la fortuna se repartía de maneras tan distintas que cuesta imaginárselas. La ley establece que cada nuevo testamento anula el anterior. Yo le llevaba el nuevo testamento a su despacho y ambos nos pasábamos dos horas examinándolo minuciosamente, tras lo cual él lo firmaba. Yo conservaba los testamentos en mi despacho y siempre le llevaba el último. Una vez que el nuevo había sido firmado, ambos, el señor Phelan y yo, introducíamos el anterior en la trituradora de documentos que había al lado de su escritorio. La ceremonia le encantaba. Lo llenaba de alegría durante varios meses, hasta que alguno de sus hijos lo hacía enfadar y entonces empezaba a decir que quería modificar su testamento.

«Si los herederos consiguen demostrar que no estaba en pleno uso de sus facultades mentales, nos quedaremos sin testamento, pues todos los demás fueron destruidos».

—En cuyo caso, habría muerto sin testar —señaló Wycliff.

—Sí, y tal como usted sabe, en ese caso la herencia, según la legislación de Virginia, se reparte entre los hijos.

—Once mil millones de dólares. Siete hijos.

—Siete que nosotros sepamos. En cuanto a los once mil millones de dólares, al parecer la cifra se ajusta bastante a la realidad. ¿No impugnaría usted el testamento?

Una sonada disputa legal era precisamente lo que Wycliff deseaba. Sabía que la batalla jurídica haría mucho más ricos a los abogados, incluido Josh Stafford.

Sin embargo para poder librar una batalla eran necesarios dos bandos, y por el momento sólo había aparecido uno. Alguien tenía que defender el último testamento del señor Phelan.

—¿Se sabe algo de Rachel Lane? —preguntó.

—No, pero estamos buscándola.

—¿Dónde se encuentra?

—Creemos que trabaja como misionera en algún lugar de América del Sur. Aún no la hemos localizado. Tenemos gente allí abajo. Josh se dio cuenta de que estaba utilizando la palabra «gente» con una cierta imprecisión.

Wycliff elevó la vista al techo, sumido en sus pensamientos.

—¿Qué motivos pudo tener para legar once mil millones de dólares a una hija ilegítima que trabaja como misionera?

—No puedo responderle a eso, señor juez. El señor Phelan me había sorprendido tantas veces que ya estaba acostumbrado.

—Parece una locura, ¿no cree?

—Es extraño.

—¿Conocía usted la existencia de esta hija?

—No.

—¿Podría haber otros herederos?

—Todo es posible.

—¿Cree que era un desequilibrado?

—No. Era raro, excéntrico, caprichoso y terriblemente mezquino pero sabía muy bien lo que hacía.

—Encuentre a la chica, Josh.

—Estamos intentándolo.

En la reunión sólo participaron Rachel y el jefe. Desde el lugar donde estaba sentado en la galería, Nate distinguía sus rostros y oía sus voces. El jefe estaba preocupado por algo que veía en las nubes. Hablaba, escuchaba lo que le decía Rachel y después volvía a levantar lentamente los ojos como si temiese que lloviera la muerte desde los cielos. Nate comprendió que el jefe no sólo escuchaba a Rachel sino que, además, le pedía consejo.

En torno a ellos, la primera comida de la mañana ya tocaba a su fin y los ípicas se preparaban para otra jornada. Los cazadores se reunieron en pequeños grupos en la casa de los hombres para afilar sus flechas y tensar sus arcos. Los pescadores prepararon sus nasas y sedales. Las chicas iniciaron una tarea que les llevaría todo el día y que consistía en barrer debidamente la tierra que rodeaba sus chozas. Sus madres ya se dirigían hacia los huertos y campos de labranza junto a la linde del bosque.

—Cree que va a desatarse una tormenta —explicó Rachel una vez que hubo finalizado la reunión—. Dice que pueden irse ustedes, pero que él no les prestará un guía. Es demasiado peligroso.

—¿Y podremos arreglárnoslas sin un guía?

—Sí —contestó Jevy mientras Nate le dirigía una mirada que transmitía muchos pensamientos.

—No sería prudente —dijo Rachel—. Los ríos bajan juntos. Es fácil extraviarse. Hasta los ípicas han perdido pescadores durante la estación de las lluvias.

—¿Y cuándo podría terminar la tormenta? —preguntó Nate.

—Habrá que esperar a ver qué ocurre.

Nate respiró hondo y se inclinó hacia delante. Estaba dolorido y cansado, cubierto de picaduras de mosquito, hambriento, harto de aquella pequeña aventura y preocupado por la posibilidad de que Josh padeciese por él. Hasta el momento su misión había sido un fracaso. No sentía añoranza, porque nada ni nadie lo esperaba en casa, pero deseaba volver a ver Corumbá, con sus acogedores y pequeños cafés, sus bonitos hoteles y sus calles perezosas. Necesitaba otra oportunidad para estar solo, limpio y abstemio, sin temer la posibilidad de matarse de una borrachera.

—Lo siento —dijo Rachel.

—Tengo que regresar como sea. Hay gente en el despacho aguardando mis noticias. Todo esto ya ha durado más de lo que se esperaba.

Ella le escuchó, pero sin demasiado interés. La existencia de unas cuantas personas preocupadas en un bufete del distrito de Columbia la traía sin cuidado.

—¿Podemos hablar? —le preguntó Nate.

—Debo ir al poblado vecino para el entierro de la niña. ¿Por qué no me acompaña? Tendremos tiempo de sobra para hablar. Lako encabezó la marcha; al caminar torcía el pie izquierdo hacia dentro, de modo que a cada paso que daba se inclinaba hacia la izquierda y después se enderezaba con una brusca sacudida hacia la derecha. Era un espectáculo muy penoso. Detrás de él iba Rachel, y a continuación Nate, cargado con la bolsa de tela de ésta. Jevy se quedó muy rezagado, pues temía oír involuntariamente la conversación entre ambos.

Más allá del semicírculo de las chozas pasaron por delante de unas pequeñas parcelas en otro tiempo destinadas al cultivo y ahora abandonadas y cubiertas de maleza.

—Los ipicas cultivan sus alimentos en pequeñas parcelas que le arrancan a la jungla —explicó Rachel, avanzando a grandes zancadas. Nate la seguía, tratando de seguir el ritmo de sus pasos. Para ella una caminata de más de tres kilómetros por la selva era un juego de niños—. El laboreo intensivo agota la tierra en pocos años. Entonces la abandonan, la naturaleza la recupera y ellos se van un poco más allá. A la larga, el terreno vuelve a la normalidad sin que se produzca ningún daño. La tierra lo es todo para los indios, su vida; buena parte de ella se la han quedado las llamadas personas civilizadas.

—Eso me suena.

—Pues sí. Diezmamos su población con derramamiento de sangre y enfermedades, y les arrebatamos la tierra. Después los recluimos en reservas y no comprendemos por qué razón no son felices en ellas.

Rachel saludó a dos menudas mujeres desnudas que estaban cultivando la tierra al costado del sendero.

—Las mujeres son las que se encargan de las faenas más duras —observó Nate.

—Sí, pero es una tarea muy fácil comparada con dar a luz.

—Prefiero verlas trabajar.

El aire era húmedo y estaba libre del humo que se cernía permanentemente sobre el poblado. Cuando se adentraron en la selva, Nate ya estaba sudando.

—Hábleme de usted, Nate —le pidió Rachel, volviéndose hacia él—. ¿Dónde nació?

—Me temo que sería un relato bastante largo.

—Cuénteme los puntos más destacados.

—Abundan más los que no lo son.

—Vamos, Nate. Quería hablar, ¿verdad? Pues, hablemos. Aún nos queda media hora de camino.

—Nací en Baltimore y fui el mayor de dos hermanos varones. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía quince años; cursé estudios secundarios en Saint Paul, luego fui a Hopkins y finalmente estudié Derecho en Georgetown. Desde entonces me quedé para siempre en el distrito de Columbia.

—¿Tuvo una infancia feliz?

—Supongo que sí. Practiqué mucho deporte. Mi padre trabajó treinta años para la National Brewery y siempre tenía entradas para los partidos de los Colts y los Orioles. Baltimore es una ciudad estupenda. ¿Hablamos ahora de su niñez?

—Si usted quiere. No fue muy feliz.

«Vaya sorpresa —pensó Nate—. Esta pobre mujer jamás ha tenido la oportunidad de ser feliz».

—¿Usted quería ser abogado cuando fuera mayor? —preguntó ella.

—Por supuesto que no. Ningún niño en su sano juicio quiere ser abogado. Lo que deseaba era jugar en los Colts o en los Orioles, quizás en los dos.

—¿Iba a la iglesia?

—Pues claro. Por Navidad y por Pascua.

El sendero prácticamente desapareció y tuvieron que abrirse camino a través de una áspera maleza. Nate caminaba con los ojos fijos en las botas de Rachel. Cuando ya no pudo verlas, inquirió:

—La serpiente que mató a la niña, ¿a qué clase pertenecía?

—Se llama bima, pero usted no se preocupe.

—¿Y por qué no he de preocuparme?

—Porque calza botas. Es una serpiente muy pequeña que muerde por debajo del tobillo.

—Entonces, seguro que tropezaré con una de las grandes.

—Tranquilícese.

—¿Y qué me dice de Lako? Él siempre va descalzo.

—Sí, pero lo ve todo.

—Supongo que la picadura de la bima es mortal.

—Puede serlo, pero existe un antídoto. Si ayer lo hubiese tenido aquí, la chiquilla no habría muerto.

—Eso significa que si dispusiese usted de montones de dinero, podría comprar todo el antídoto que quisiera, y no sólo eso, sino llenar sus estantes con todos los medicamentos que necesitara, comprar una estupenda fuera de borda para ir y venir de Corumbá, construir una clínica, una iglesia y una escuela y predicar el Evangelio por todo el Pantanal.

Rachel se detuvo, se volvió bruscamente hacia él y lo miró fijamente a los ojos.

—Yo no he hecho nada para ganar esa fortuna, ni conocía al hombre que la amasó. Por favor, no me hable más de ello.

El tono de su voz era firme, pero la expresión de su rostro no revelaba la menor contrariedad.

—Regálelo —le sugirió Nate—. Entréguelo a obras de caridad.

—No puedo entregarlo, porque no es mío.

—Ese dinero se malgastará. Muchos millones irán a parar a manos de los abogados y lo que quede se repartirá entre sus hermanos. Estoy seguro de que no es eso lo que usted quiere. Rachel, no tiene usted ni idea del sufrimiento y los quebraderos de cabeza que causará esta gente si recibe el dinero. Lo que no despilfarren, lo legarán a sus hijos y la fortuna Phelan contaminará a la siguiente generación.

Rachel lo tomó por la muñeca y se la apretó.

—No me importa —dijo muy despacio—. Rezaré por ellos. Después se volvió y reanudó la marcha. Lako caminaba muy por delante, y Jevy iba tan rezagado que casi no se lo veía. Cruzaron en silencio un campo de cultivo situado a la orilla de un arroyo y penetraron en una zona llena de árboles altos y de grueso tronco cuyas ramas se entrelazaban formando un oscuro dosel por encima de sus cabezas. El aire se enfrió de repente.

—Vamos a hacer una pausa —propuso Rachel. El arroyo serpeaba a través de la selva y el sendero lo cruzaba sobre un lecho de rocas azules y anaranjadas. Rachel se arrodilló junto a la orilla y se refrescó la cara con agua—. Puede beberla, procede de las montañas.

Nate se arrodilló a su lado y sumergió la mano en el agua. Era cristalina y estaba muy fría.

—Es mi lugar preferido —dijo Rachel—. Vengo aquí casi a diario para bañarme, rezar y meditar.

—Cuesta creer que estemos en el Pantanal. La atmósfera es mucho más fresca.

—Nos encontramos prácticamente en el borde. Las montañas de Bolivia no están lejos. El Pantanal empieza muy cerca de aquí y se extiende hacia el este.

—Lo sé. Lo sobrevolamos, tratando de dar con usted.

—¿De veras?

—Sí, fue un vuelo muy corto, pero pude ver muy bien el Pantanal.

—¿Y no me encontraron?

—No. Topamos con una tormenta y tuvimos que realizar un aterrizaje de emergencia. Afortunadamente, me salvé. Jamás volveré a acercarme a otro avión pequeño.

—Por aquí no hay ningún lugar donde aterrizar.

Se quitaron los calcetines y las botas e introdujeron los pies en el agua. Sentados sobre las rocas, escuchaban el murmullo de la corriente. Estaban solos; no veían ni a Lako ni a Jevy.

—Cuando yo era niña —prosiguió Rachel—, vivíamos en un pueblo de Montana, donde mi padre, mi padre adoptivo quiero decir, era clérigo. Muy cerca de las afueras había un arroyo aproximadamente del mismo tamaño que éste, y un lugar, bajo unos árboles muy altos parecidos a éstos, donde yo permanecía durante horas con los pies metidos en el agua.

—¿Se escondía de algo o de alguien?

—A veces.

—Y ahora, ¿se esconde?

—No.

—Pues yo creo que sí.

—Se equivoca. Estoy en paz, Nate. Me entregué voluntariamente a Cristo hace muchos años y voy a donde él me lleva. Usted cree que estoy sola, pero no es así. Él está constantemente a mi lado. Conoce mis pensamientos y mis necesidades y me libra de los temores y las preocupaciones. Me siento absolutamente en paz en este mundo.

Jamás había oído a nadie decir nada semejante.

—Anoche usted confesó que era débil y frágil. ¿Eso qué significa?

La confesión era buena para el alma, Sergio se lo había dicho una vez durante la terapia. Si ella quería saber, pues bien, él intentaría escandalizarla contándole la verdad.

—Soy alcohólico —reconoció casi con orgullo, tal como le habían enseñado a hacer durante su tratamiento de desintoxicación—. En el transcurso de los últimos diez años he tocado cuatro veces el fondo del abismo y salí del centro de desintoxicación para realizar este viaje. No puedo asegurar con certeza que jamás volveré a beber. Me he librado por tres veces de la cocaína y creo, aunque no estoy seguro, que nunca probaré otra vez esta sustancia. Hace cuatro meses, cuando aún estaba en el centro de desintoxicación, me declaré insolvente. En la actualidad, pesa sobre mí una denuncia por fraude fiscal y tengo un cincuenta por ciento de posibilidades de terminar en la cárcel y perder mi licencia de abogado. Ya sabe lo de los dos divorcios. Ambas mujeres me aborrecen y han puesto a mis hijos contra mí. Me las he ingeniado muy bien para destrozar mi vida.

El hecho de desnudar su alma no le produjo ninguna sensación perceptible de placer o de alivio. Ella lo escuchó sin pestañear.

—¿Alguna otra cosa? —preguntó al fin.

—Pues sí. He intentado suicidarme por lo menos dos veces… que yo recuerde. La del pasado mes de agosto me llevó directamente al centro de desintoxicación. Y hace apenas unos días, en Corumbá, volví a hacerlo. Creo que era la Nochebuena.

—¿En Corumbá?

—Sí, en mi habitación del hotel. Estuve a punto de matarme con una botella de vodka barato.

—Lo siento por usted.

—Estoy enfermo, ya lo sé. Padezco una enfermedad. Lo he reconocido muchas veces en presencia de muchos psiquiatras.

—¿Se lo ha confesado alguna vez a Dios?

—Estoy seguro de que Él ya lo sabe.

—Yo también lo estoy, pero Él no lo ayudará a menos que usted se lo pida. Aunque es omnipotente, tiene usted que acudir a Él mediante la oración, con espíritu contrito.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—Sus pecados le serán perdonados. Sus adicciones desaparecerán. El Señor perdonará todas sus transgresiones y usted se convertirá en un nuevo creyente en Cristo.

—¿Y lo del fraude fiscal?

—Eso no desaparecerá, pero usted tendrá fuerza para afrontarlo. Por medio de la oración superará todas las adversidades.

A Nate le habían soltado sermones en otras ocasiones. Se había entregado tantas veces a los «poderes superiores» que casi hubiera podido predicar. Había sido atendido por pastores protestantes y terapeutas, por gurúes y psiquiatras de toda laya. En cierta oportunidad, durante un período de tres años de abstinencia, había llegado incluso a trabajar como asesor para Alcohólicos Anónimos, enseñando a otros con problemas similares los doce puntos del plan de recuperación en el sótano de una vieja iglesia, en Alexandria. Hasta que cayó.

¿Por qué no iba ella a intentar salvarlo? ¿Acaso la vocación de su vida no consistía en ir en busca de la oveja extraviada?

—No sé rezar —dijo.

Ella le tomó la mano y se la apretó.

—Cierre los ojos, Nate. Repita conmigo: Dios mío, perdona mis pecados y ayúdame a perdonar a aquellos que han pecado.

Nate musitó las palabras y oprimió la mano de Rachel con más fuerza aún. La plegaria se parecía vagamente al Padrenuestro.

—Dame fuerza para superar las tentaciones, las adicciones y las pruebas con las que tenga que enfrentarme.

Nate repetía en voz baja la oración, pero aquel ritual le resultaba desconcertante. Para Rachel era fácil rezar, porque lo hacía muy a menudo. En cambio, para él constituía un rito extraño.

—Amén —dijo Rachel.

Ambos abrieron los ojos sin soltarse de la mano y prestaron atención al suave murmullo del agua sobre las rocas. Nate experimentó la extraña sensación de verse libre del peso que lo agobiaba; notó los hombros más ligeros, la mente más despejada y el alma menos turbada, pero era tal la carga que soportaba sobre sus espaldas que no supo muy bien qué peso le habían quitado de encima y cuál no.

El mundo real seguía dándole miedo. Ser valiente en el corazón del Pantanal, donde las tentaciones eran muy pocas, resultaba sencillo, pero él sabía lo que le aguardaba en casa.

—Sus pecados están perdonados, Nate —dijo Rachel.

—¿Cuáles? Tengo tantos…

—Todos.

—¿Así de simple? Aquí dentro hay demasiadas cosas que funcionan mal.

—Volveremos a rezar esta noche.

—Conmigo será más difícil que con otras personas.

—Confíe en mí, Nate. Y confíe en Dios. He visto casos peores.

—Confío en usted. El que me preocupa es Dios.

Ella le apretó un poco más la mano y durante un rato ambos contemplaron en silencio el agua que burbujeaba a su alrededor.

—Tenemos que irnos —indicó Rachel al cabo, pero no se movieron.

—He estado pensando en el entierro de la niña —dijo Nate.

—¿En qué sentido?

—¿Veremos el cuerpo?

—Supongo que sí. No creo que nos pase inadvertido.

—En tal caso, prefiero no ir. Jevy y yo regresaremos al poblado y esperaremos.

—¿Está segur?

—No quiero ver una niña muerta.

—Muy bien. Lo comprendo.

Nate la ayudó a levantarse, a pesar de que a ella no le hacía ninguna falta. Ambos mantuvieron las manos entrelazadas hasta que Rachel se inclinó para calzarse las botas. Como de costumbre, Lako apareció como por ensalmo y a continuación reanudaron la marcha. No tardaron en ser engullidos por la oscura selva.

Nate encontró a Jevy dormido bajo un árbol. Ambos echaron a andar con mucho cuidado por el sendero, vigilando a cada paso la posible presencia de serpientes, y regresaron lentamente al poblado.