Muy pocos de los indios que rodeaban a Nate sabían que la niña se llamaba Ayesh. Sólo era una chiquilla y vivía en otro poblado. Pero todos sabían que la había mordido una serpiente. Se pasaron el día comentando el hecho y procuraron no perder de vista a sus hijos.
A la hora de comer se corrió la voz de que la niña había muerto. Un mensajero llegó a toda prisa, le comunicó la noticia al jefe y ésta se propagó por todas las chozas en cuestión de minutos. Las madres reunieron a su alrededor a sus pequeños.
Se reanudó la comida hasta que vieron movimiento en el sendero principal. Era Rachel, que regresaba con Lako y los otros hombres que la habían acompañado. Cuando ella entró en el poblado, los indios dejaron de comer y se levantaron, inclinando la cabeza mientras ella pasaba por delante de sus chozas. Rachel miró con una sonrisa a algunos, les susurró unas palabras a otros, se detuvo un instante para decirle algo al jefe y siguió andando en dirección a su choza, seguida de Lako, cuya cojera se había agravado.
Pasó muy cerca del árbol bajo el cual Nate, Jevy y el indio habían estado esperando casi toda la tarde, pero no los vio. De hecho, no parecía que prestase atención a nada. Estaba cansada, sufría mucho y deseaba regresar a su casa.
—¿Y qué hacemos ahora? —le preguntó Nate a Jevy, quien tradujo la pregunta al portugués para que el indio entendiese.
—Esperar —fue la respuesta.
—Vaya sorpresa.
Lako los encontró cuando el sol se estaba poniendo por detrás de las montañas. Jevy y el indio se fueron a comer las sobras. Nate siguió al muchacho por el sendero que conducía a la vivienda de Rachel. La vio a la puerta, secándose el rostro con una toalla. Tenía el cabello mojado y se había cambiado de ropa.
—Buenas tardes, señor O’Riley —dijo en aquel tono bajo y pausado que no dejaba traslucir emoción alguna.
—Hola, Rachel. Llámeme Nate, por favor.
—Siéntese aquí, Nate —dijo ella, señalándole un corto y cuadrado tocón asombrosamente parecido a aquel en que Nate se había pasado las últimas seis horas sentado.
El tocón se encontraba delante de la choza, cerca del círculo de piedras en cuyo interior ella encendía sus fogatas. Nate se sentó, con las posaderas todavía entumecidas.
—Lamento mucho lo de la niña —dijo.
—Está con el Señor.
—Pero sus pobres padres, no.
—No. Sufren mucho. Es muy triste.
Rachel se sentó en la puerta de la choza con los brazos cruzados sobre las rodillas y la mirada perdida en la distancia. El muchacho, casi invisible en la oscuridad, montaba guardia bajo un árbol cercano.
—Le invitaría a entrar en mi casa —dijo ella—, pero no sería correcto.
—Aquí no hay problema.
—Sólo los casados pueden permanecer juntos en el interior de las viviendas a esta hora del día. Es la costumbre.
—Donde fueres, haz lo que vieres.
—Aunque lo de aquí queda muy lejos.
—Todo queda muy lejos.
—Pues sí. ¿Tiene apetito?
—¿Y usted?
—No. Pero es que yo como muy poco.
—Estoy bien. Tenemos que hablar.
—Siento lo de hoy. Estoy segura de que usted lo comprende.
—Por supuesto que sí.
—Tengo un poco de mandioca y de zumo,
—No, gracias, estoy bien.
—¿Qué ha hecho hoy?
—Pues hemos conocido al jefe, nos hemos sentado a su mesa durante el desayuno, hemos regresado a pie al primer poblado donde tenemos la embarcación, hemos trabajado un poco en ella, hemos levantado la tienda detrás de la choza del jefe y hemos esperado su regreso.
—¿Le han gustado ustedes al jefe?
—Es evidente que sí. Quiere que nos quedemos.
—Si quiere.
—¿Qué piensa de mi gente?
—Van todos desnudos.
—Siempre han ido de la misma manera.
—¿Cuánto tiempo tardó usted en acostumbrarse?
—No lo sé. Un par de años. Fui asimilándolo poco como todo lo demás. Sentí añoranza durante tres años y en ocasiones todavía pienso que me gustaría conducir un automóvil, tomarme una pizza y ver una buena película. Pero al cabo una se acostumbra.
—Me cuesta creerlo.
—Es una cuestión de vocación. Me hice cristiana a los catorce años y entonces comprendí que Dios quería que fuera misionera. Yo no sabía exactamente dónde, pero deposité toda mi confianza en Él.
—Pues Dios eligió un lugar cojonudo.
—Me encanta su manera de expresarse, pero, por favor, no suelte tacos.
—Disculpe. ¿Podemos hablar de Troy?
Las sombras del ocaso caían rápidamente sobre ellos. Se encontraban a poco más de dos metros el uno del otro y todavía podían verse, pero la oscuridad no tardaría en separarlos.
—Como guste —contestó Rachel con aire resignado.
—Troy tuvo tres esposas y seis hijos, al menos que nosotros supiéramos. Como es natural, usted fue una sorpresa. No apreciaba a los otros seis, pero está claro que a usted la quería mucho. A los demás no les ha dejado prácticamente nada, justo lo suficiente para cubrir las deudas. El resto se lo ha dejado a Rachel Lane, nacida fuera del matrimonio el 2 de noviembre de 1954 en el Hospital Católico de Nueva Orleans de una mujer ya difunta llamada Evelyn Cunningham. Esta Rachel debe de ser usted.
Las palabras cayeron pesadamente en el denso aire; no se oía ningún otro sonido. La silueta de Rachel las asimiló y, como de costumbre, reflexionó por un instante antes de hablar.
—Troy no me quería —dijo por fin—. Llevábamos veinte años sin vernos.
—Eso no importa. Le ha dejado su fortuna a usted. Nadie tuvo ocasión de preguntarle por qué lo hizo, pues se arrojó por una ventana tras firmar su último testamento. Tengo una copia para usted.
—No quiero verla.
—Y tengo otros papeles que me gustaría que me firmara, quizá mañana a primera hora, cuando podamos vernos otra vez hecho eso, me iré.
—¿Qué clase de papeles?
—Legales, todos en su propio interés.
—A usted no le preocupa mi interés.
Sus palabras fueron tan rápidas y cortantes que se sintió dolido por aquel reproche.
—Eso no es cierto —contestó con un hilo de voz.
—Vaya si lo es. Usted no sabe lo que quiero ni lo que necesito, lo que me gusta ni lo que me desagrada. Usted no me conoce, Nate, por consiguiente, ¿cómo puede saber qué puede interesarme y qué no?
—De acuerdo, tiene razón. Ni yo la conozco a usted ni usted me conoce a mí. He venido como representante de la herencia de su padre. Aún me cuesta mucho creer que estoy sentado en la oscuridad delante de una choza en un primitivo poblado indio perdido en un pantano tan grande como todo el estado de Colorado, en un país del Tercer Mundo que jamás había visitado, conversando con una encantadora misionera que casualmente es la mujer más rica del mundo. Sí, tiene usted razón, no tengo ni idea de lo que le interesa, pero es muy importante que vea estos papeles y los firme.
—No pienso firmar nada.
—Vamos, por Dios.
—No me interesan sus papeles.
—Aún no los ha visto.
—Dígame usted lo que son.
—Se trata de simples formalidades. Mi bufete tiene que legalizar el testamento de su padre. Todos los herederos en él citados deben comunicar a los tribunales, en persona o bien por escrito, que les ha sido notificado el procedimiento y se les ha dado ocasión de participar en él. Lo exige la ley.
—¿Y si me niego?
—La verdad es que no había considerado la posibilidad de que lo hiciera. Es algo tan rutinario que todo el mundo colabora.
—O sea, que me someto al tribunal de…
—Virginia. El tribunal de legalizaciones de allí asumirá jurisdicción sobre usted, aunque no se halle presente.
—No estoy muy segura de que me guste la idea.
—En ese caso, suba a nuestra embarcación y nos iremos juntos a Washington.
—No pienso marcharme de aquí.
A continuación se produjo una larga pausa que pareció aún más silenciosa a causa de la oscuridad que ahora los envolvía. El chico permanecía inmóvil bajo el árbol. Los indios estaban retirándose a sus chozas en medio de la quietud de la noche, rota tan sólo por el llanto de algún niño.
—Voy por un poco de zumo —anunció Rachel casi en voz baja, entrando en la casa.
Nate se levantó, estiró las doloridas extremidades y empezó a dar manotazos a los mosquitos. Se había olvidado el repelente en la tienda.
En el interior de la choza parpadeaba una especie de lucecita. Rachel sostenía en la mano un recipiente de barro en el centro del cual ardía una llama.
—Son hojas de aquel árbol de allí —explicó, sentándose en el suelo de la choza junto a la puerta—. Las quemamos para alejar a los mosquitos. Siéntese aquí cerca.
Nate hizo lo que ella le decía. Rachel regresó con dos tazas llenas de un líquido que él no identificó.
—Es macajuno, se parece al zumo de naranja.
Ambos se sentaron en el suelo casi tocándose, con la espalda apoyada contra la pared de la choza y la llama del recipiente muy cerca de sus pies.
—Hable en voz baja —le indicó Rachel—. En la oscuridad el sonido se propaga más fácilmente y los indios están intentando dormir. Además, no olvide que les llamamos mucho la atención.
—No pueden entender nada.
—Ya, pero estarán pendientes de nosotros.
Nate, cuyo cuerpo llevaba varios días sin tocar el jabón, empezó de repente a preocuparse por su higiene. Tomó un sorbito de zumo y después otro.
—¿Tiene familia? —le preguntó Rachel.
—He tenido dos. Dos matrimonios, dos divorcios, cuatro hijos. Ahora vivo solo.
—Es fácil divorciarse, ¿verdad?
Nate tomó otro sorbito de zumo. Por el momento había conseguido evitar las violentas diarreas que solían aquejar a los forasteros. Confiaba en que aquel líquido oscuro fuera inofensivo.
Eran dos norteamericanos solos en la selva y podrían haber hablado de infinidad de temas, ¿por qué entonces mencionar precisamente el tema del divorcio?
—En realidad, en ambos casos fue muy doloroso.
—Pero seguimos adelante. Nos casamos y después nos divorciamos. Nos buscamos a otra persona, nos casamos y nos divorciamos. Y volvemos a buscarnos a otra persona.
—¿Habla de usted y de mí?
—Estoy generalizando, sencillamente. Me refiero a las personas civilizadas, a las personas instruidas y complicadas. Los indios jamás se divorcian.
—Eso es porque no conocen a mi primera esposa.
—¿Era una persona desagradable?
Nate soltó un suspiro y tomó otro sorbo de zumo. «Síguele la corriente —pensó—. Necesita desesperadamente hablar con uno de los suyos».
—Perdone —añadió Rachel—. Estoy metiéndome en lo que no debo. No tiene importancia.
—No era una mala persona, por lo menos al principio. Yo trabajaba mucho y bebía todavía más. Cuando no estaba en el despacho, estaba en el bar. Ella se convirtió en una mujer resentida, más tarde se le agrió el carácter y finalmente se volvió mala. Perdimos el control de la situación y acabamos odiándonos.
La breve confesión fue suficiente para ambos. A Nate sus tragedias matrimoniales le parecían insignificantes en aquel lugar y momento.
—¿Usted nunca ha estado casada? —le preguntó a Rachel.
—No —respondió ella, y bebió un sorbo. Era zurda y, cuando levantó la taza, su codo rozó el de Nate—. Pablo jamás se casó, ¿sabe?
—¿Qué Pablo?
—El apóstol Pablo.
—Ah, se refiere a ese Pablo.
—¿Lee usted la Biblia?
—No.
—Una vez, en la universidad, creí estar enamorada. Quería casarme con él, pero el Señor me apartó de su lado.
—¿Por qué?
—Porque el Señor quería que viniera aquí. El chico a quien yo amaba era un buen cristiano, pero carecía de fortaleza física. Jamás hubiera sobrevivido en un ambiente como éste.
—¿Cuánto tiempo permanecerá usted aquí?
—No tengo previsto marcharme.
—¿Significa eso que los indios la enterrarán?
—Supongo que sí. En cualquier caso, no es algo que me preocupe.
—¿La mayoría de los misioneros de Tribus del Mundo muere en su puesto?
—No, la mayoría se retira y regresa a casa; pero en general tienen familia que los entierre.
—Usted tendría montones de parientes y amigos si regresara a casa ahora. Sería muy famosa.
—Ése es otro motivo para quedarme aquí. Ésta es mi casa. No quiero el dinero.
—No sea tonta.
—No soy tonta. El dinero no significa nada para mí. Usted ya debería haberlo comprendido.
—Ni siquiera conoce la cantidad que ha heredado.
—No se lo he preguntado. Hoy he estado haciendo mi trabajo sin pensar en el dinero. Mañana haré lo mismo y al día siguiente también.
—Son once mil millones de dólares, más o menos.
—¿Me lo dice para impresionarme?
—A mí me llamó la atención.
—Pero es que usted adora el dinero, Nate. Forma parte de una cultura en la que todo se mide con el dinero. Es una religión.
—Cierto. Aunque el sexo también es muy importante.
—De acuerdo, el dinero y el sexo. ¿Qué más?
—La fama. Todo el mundo quiere ser famoso.
—Es una cultura muy triste. La gente vive en un estado de frenesí permanente. Trabaja sin descanso para ganar dinero con que comprarse cosas para impresionar a los demás. Se la mide por lo que tiene.
—¿Yo también?
—Usted sabrá.
—Supongo que sí.
—Eso significa que vive sin Dios. Es usted una persona solitaria, Nate, lo intuyo. No conoce al Señor.
Nate se agitó en su asiento y consideró la posibilidad de improvisar una rápida defensa, pero la verdad lo había dejado desarmado. Le faltaban argumentos y respuestas ingeniosas, carecía de una base sobre la que apoyarse.
—Creo en Dios —dijo intentando sonar seguro, pero sin demasiada convicción.
—Eso es fácil de afirmar —replicó Rachel, hablando todavía muy despacio—. No dudo de sus palabras, pero una cosa es decirlo y otra vivirlo. Aquel muchacho tullido que hay bajo el árbol es Lako. Tiene diecisiete años, es enfermizo y está poco desarrollado para su edad. Su madre me explicó que fue un bebé prematuro. Lako es el primero en pillar las enfermedades que nos llegan de fuera. Dudo que viva más de treinta años. Sin embargo, a él no le importa. Se convirtió al cristianismo hace varios años y es el ser más dulce que usted pueda imaginar. Se pasa todo el día hablando con Dios; lo más seguro es que ahora esté rezando. No tiene temores ni inquietudes. Si le ocurre algún contratiempo, recurre directamente al Señor y lo deja todo en sus manos.
Nate miró hacia el árbol donde Lako estaba rezando, pero la oscuridad le impedía distinguirlo.
—Este pequeño indio no tiene nada en la tierra —añadió Rachel—; no obstante, está almacenando riquezas en el cielo. Sabe que cuando muera pasará toda la eternidad al lado de su Creador. Lako es un chico muy rico.
—¿Y qué me dice de Troy?
—Dudo que Troy creyera en Jesucristo cuando murió. Si no creía, en estos momentos debe de estar ardiendo en el infierno.
—Usted no puede creer en eso.
—El infierno es un lugar muy real, Nate. Lea la Biblia. Ahora mismo Troy daría sus once mil millones de dólares a cambio de un sorbo de agua fría.
Nate estaba muy mal preparado para discutir sobre teología con una misionera y lo sabía muy bien. Permanecieron en silencio por varios minutos mientras el último niño del poblado se quedaba dormido. Era una noche completamente oscura, sin luna ni estrellas, y sólo brillaba la luz de la llamita amarilla que tenían a sus pies.
Rachel lo tocó muy suavemente.
—Perdón. —Le dio tres palmadas en el brazo—. No debería haberle dicho que está solo. ¿Cómo puedo saberlo?
—No se preocupe.
Rachel mantuvo los dedos apoyados en su brazo, como si necesitara desesperadamente tocar algo.
—Es usted una buena persona, ¿verdad, Nate?
—Pues no, la verdad es que no soy una buena persona. Hago muchas cosas malas. Soy débil y frágil y no me apetece hablar de ello. No he venido aquí para buscar a Dios. Bastante trabajo me ha costado encontrarla a usted. La ley me obliga a entregarle estos documentos.
—No voy a firmar ningún papel y no quiero el dinero.
—Vamos…
—Por favor, no insista. Mi decisión es inapelable. No hablemos del dinero.
—Pero es que el dinero es la única razón por la que estoy aquí.
Rachel apartó la mano, pero consiguió acercarse unos cinco centímetros más y rozar las rodillas de Nate con las suyas.
—Lo lamento, pero ha hecho el viaje en balde.
Otra pausa en la conversación. Nate tenía que hacer sus necesidades, pero la sola idea de alejarse un solo metro en cualquier dirección lo horrorizaba.
Lako dijo algo y Nate se sobresaltó. El muchacho se encontraba a menos de tres metros de distancia, todavía sumido en las sombras.
—Ahora ha de irse a su choza —dijo Rachel, poniéndose de pie—. Sígalo.
Nate se levantó muy despacio. Tenía los músculos entumecidos.
—Quisiera irme mañana.
—Muy bien. Hablaré con el jefe.
—No será ningún problema, ¿verdad?
—Probablemente no.
—Necesito robarle treinta minutos para repasar por los documentos y mostrarle una copia del testamento.
—Ya hablaremos. Buenas noches.
Nate caminaba tan pegado a Lako cuando ambos recorrieron el corto sendero que conducía al poblado que prácticamente le echaba el aliento en la nuca.
—Por aquí —murmuró Jevy en medio de la oscuridad.
Había sido autorizado a instalar dos hamacas en la pequeña galería del pabellón de los hombres. Nate le preguntó cómo lo había conseguido. Jevy le prometió que a la mañana siguiente se lo explicaría.
Lako se desvaneció en la noche