Tras haber disfrutado de nueve horas de sueño, los ipicas se levantaron antes del amanecer para iniciar su jornada. Las mujeres encendieron unas pequeñas fogatas en el exterior de las tiendas y se fueron con sus hijos al río para recoger agua y bañarse. Por regla general, esperaban a que se hiciera de día para recorrer los senderos. Era prudente ver lo que había delante.
En portugués, el nombre de aquella serpiente era urutu. Los indios la llamaban bima. Abundaba en las aguas del sur de Brasil y su mordedura solía ser mortal. La niña se llamaba Ayesh, tenía siete años y la misionera blanca la había ayudado a venir al mundo. La niña caminaba delante de su madre en lugar de hacerlo detrás, según la costumbre, y sintió a la bima retorcerse bajo su pie descalzo.
Soltó un grito cuando la serpiente la mordió por debajo del tobillo. Su padre no tardó en llegar, pero ella ya se encontraba en estado de shock y el pie derecho se le había hinchado hasta el doble de su tamaño. Un niño de quince años, el corredor más rápido de la tribu, fue enviado en busca de Rachel. Había cuatro pequeños poblados ípicas a lo largo de dos ríos que confluían en el horcajo, muy cerca del lugar donde Jevy y Nate se habían detenido. La distancia desde el horcajo hasta la última choza ípica no superaba los ocho kilómetros. Los poblados eran unas pequeñas tribus separadas e independientes, pero todas eran ípicas y tenían el mismo idioma, la misma tradición y las mismas costumbres. Sus miembros se relacionaban y contraían matrimonio entre sí.
Ayesh vivía en el tercer poblado contando desde el horcajo. Rachel estaba en el segundo, el más grande de los cuatro. El corredor la encontró leyendo las Sagradas Escrituras en la pequeña choza que era su hogar desde hacía once años. Ella llenó rápidamente su botiquín. En aquella zona del Pantanal había cuatro especies de serpientes venenosas y muchas veces Rachel había tenido un antídoto para cada una de ellas. Esta vez, sin embargo, no era así. El corredor le explicó que la serpiente era una bima. El antídoto contra el veneno de ésta lo fabricaba un laboratorio brasileño, pero Rachel no había conseguido encontrarlo durante su último viaje a Corumbá, cuyas farmacias sólo tenían la mitad de las medicinas que ella necesitaba. Se anudó los cordones de las botas de cuero y salió con el botiquín. Lako y otros dos chicos del poblado se unieron a Rachel y al corredor en su travesía por la alta hierba hasta llegar al bosque.
Según las estadísticas de Rachel, había en los cuatro poblados ochenta y seis mujeres adultas, ochenta y un varones adultos y setenta y dos niños, es decir, doscientos treinta y nueve ipicas en total. Cuando había iniciado su labor allí, once años atrás, sumaban doscientos ochenta. Periódicamente la malaria se llevaba a los más débiles. En iggi, un brote de cólera había provocado la muerte de veinte personas en un poblado. Si Rachel no hubiera insistido en que se respetara la cuarentena, casi todos los ípicas habrían perecido.
Con la diligencia de un antropólogo, llevaba un registro de todos los nacimientos, las defunciones, las bodas, las relaciones de parentesco, las enfermedades y los tratamientos. Si alguien mantenía una relación adúltera, ella casi siempre se enteraba con quién. Conocía a todos los habitantes de todos los poblados. Había bautizado a los padres de Ayesh en el mismo río donde éstos se bañaban.
Ayesh era menuda y delgada y probablemente se moriría por falta del antídoto adecuado. Éste podía comprarse sin dificultad en Estados Unidos y en las ciudades más grandes de Brasil, y no era muy caro. Su pequeño presupuesto de Tribus del Mundo lo cubriría. Con tres inyecciones administradas a lo largo de seis horas se podía evitar la muerte. Sin ellas, la niña sufriría unos violentos accesos de náuseas, a continuación de los cuales sobrevendría la fiebre, seguida del coma y la muerte.
Hacía tres años que los ipicas no veían una muerte por mordedura de serpiente, y, por primera vez en dos años, Rachel no disponía del antídoto necesario.
Los padres de Ayesh eran cristianos, unos nuevos creyentes que trataban de adaptarse a la nueva religión. Aproximadamente un tercio de los ipicas se había convertido y, gracias a la paciente labor de Rachel y de sus predecesores, la mitad de ellos sabía leer y escribir.
Rachel rezó mientras trotaba detrás de los muchachos. Era fuerte y delgada. Caminaba varios kilómetros al día y comía muy poco. Los indios admiraban su energía.
Jevy se estaba lavando en el río cuando Nate bajó la cremallera de la mosquitera y salió como pudo de la tienda. Aún conservaba las magulladuras del accidente aéreo, y dormir en la embarcación y en el suelo no había contribuido precisamente a aliviar sus molestias. Estiró la espalda y las piernas, notó el cuerpo dolorido y sintió todo el peso de sus cuarenta y ocho años. Vio a Jevy sumergido hasta la cintura en unas aguas que parecían mucho más claras que las del resto del Pantanal.
«Estoy perdido —pensó Nate—. Tengo hambre. No hay papel higiénico». Contó mentalmente con los dedos mientras resumía su triste inventario. ¡Pero aquello era una aventura, maldita sea! Era el momento en que todos los abogados entraban a saco en el nuevo año con el firme propósito de facturar más horas, obtener más veredictos favorables, reducir un poco más su aportación a los gastos generales del bufete y llevarse a casa más dinero. Durante muchos años él se había hecho ese propósito, y ahora le parecía una tontería.
Con un poco de suerte, aquella noche dormiría en su hamaca, meciéndose en medio de la brisa y disfrutando de una taza de café. Que él recordara, jamás había ansiado tomarse un plato de alubias negras con arroz. Jevy regresó justo en el momento en que llegaba un grupo de indios procedente del poblado. El jefe deseaba verlos.
—Quiere comer pan con nosotros —explicó Jevy mientras ambos seguían a los indios.
—El pan me parece muy bien. Pregúntales si tienen huevos con jamón.
—Aquí suelen comer carne de mono.
No parecía que Jevy lo hubiera dicho en broma. Cuando llegaron a las inmediaciones del poblado, vieron a unos niños que esperaban para echar un vistazo a los forasteros. Nate les dedicó una cohibida sonrisa. Jamás se había sentido tan blanco, y quería que lo apreciaran. Unas madres desnudas se asomaron a la puerta de la primera choza para observarlos. Las fogatas ya estaban apagándose; el desayuno había terminado. El humo se cernía cual niebla sobre los tejados y hacía que el húmedo aire resultara todavía más pegajoso. Faltaban pocos minutos para las siete, pero ya hacía mucho calor.
El arquitecto del poblado había llevado a cabo una espléndida labor. Cada vivienda era perfectamente cuadrada y tenía un tejado de paja tan inclinado que casi llegaba hasta el suelo. Algunas eran más grandes que otras, pero el diseño jamás variaba. Rodeaban el poblado en forma de semicírculo, todas de cara a una zona espaciosa y despejada: la plaza del pueblo. En el centro de la misma se levantaban cuatro estructuras de gran tamaño —dos circulares y otras tantas rectangulares— y todas con las mismas gruesas techumbres de paja.
El jefe estaba aguardándolos. Lógicamente, su vivienda era la más grande del poblado y él, el indio más corpulento de todos. Era joven y no presentaba la frente surcada de profundas arrugas ni el vientre prominente que con tanto orgullo ostentaban los más viejos. Se levantó y le dirigió a Nate una mirada que hubiese aterrorizado al mismísimo John Wayne. Un guerrero de más edad actuó de intérprete y, a los pocos minutos, Jevy y Nate fueron invitados a sentarse cerca de la fogata, donde la desnuda esposa del jefe estaba preparando el desayuno.
Cuando la mujer se inclinó hacia delante, Nate no pudo evitar mirar sus pechos, aunque sólo por un instante. Ni su busto ni su figura resultaban especialmente provocativos. Lo que llamaba la atención era el hecho de que pudiera ir desnuda como si tal cosa.
¿Dónde había dejado la cámara? Sin una prueba fehaciente, los chicos del despacho no se lo podrían creer.
La mujer le ofreció a Nate un plato de madera que contenía algo muy parecido a patatas hervidas. Nate miró a Jevy, que asintió rápidamente con la cabeza como si fuera un experto en cocina india. La mujer sirvió al jefe en último lugar y, cuando éste empezó a comer con los dedos, Nate también lo hizo. El vegetal resultó ser un cruce bastante insípido entre un nabo y una patata de piel roja. Jevy hablaba mientras comía y el jefe disfrutaba con la conversación. Cada pocas frases, Jevy traducía las palabras al inglés y seguía adelante.
El poblado jamás se inundaba. Los indios llevaban más de veinte años allí. La tierra era buena. Preferían no moverse, pero a veces la tierra los obligaba a irse. El padre del jefe también había sido jefe. Y el jefe, según él mismo, era el más sabio, el más listo y el más guapo de todos y no podía entregarse a aventuras extraconyugales. La mayoría de los otros hombres lo hacía, pero el jefe, no.
Nate pensó que no debían de tener muchas cosas en que ocupar su tiempo, aparte de tontear un poco por ahí.
El jefe nunca había visto el río Paraguay. Le gustaba más la caza que la pesca y por eso se pasaba más tiempo en el bosque que en los ríos. Su padre y los misioneros blancos le habían enseñado un poco de portugués. Mientras comía y escuchaba, Nate miraba alrededor en busca de Rachel.
No estaba allí, le explicó el jefe. Había ido al poblado más próximo a atender a una niña que había sido mordida por una serpiente. No sabía cuándo regresaría.
«Pues qué bien», pensó Nate.
—El jefe quiere que nos quedemos aquí esta noche, en el poblado —tradujo Jevy.
La mujer estaba llenando otra vez los platos.
—No sabía que íbamos a quedarnos —repuso Nate.
—Él ha decidido que sí.
—Dile que me lo pensaré.
—Dígaselo usted.
Nate se maldijo a sí mismo por no haber llevado el teléfono satélite consigo. En aquellos momentos, Josh debía de estar caminando arriba y abajo en su despacho, muerto de preocupación. Llevaba casi una semana sin hablar con él.
Jevy hizo un comentario apenas humorístico que, una vez traducido, resultó decididamente gracioso. El jefe se partió de risa y todos los demás no tardaron en imitar su ejemplo. Incluso Nate, que se reía de sí mismo por el hecho de no reírse con los indios.
Declinaron la invitación de ir a cazar. Un grupo de jóvenes los acompañó de nuevo al primer poblado, donde Nate y Jevy habían dejado su embarcación. Jevy quería volver a limpiar las bujías e intentar arreglar el carburador. Nate no tenía nada que hacer.
A primera hora de la mañana el abogado Valdir recibió la consabida llamada del señor Stafford. Los cumplidos de rigor sólo duraron un instante.
—Llevo varios días sin recibir noticias de Nate O’Riley —dijo Stafford.
—Pero si él tiene uno de esos teléfonos —contestó Valdir a la defensiva, como si estuviese obligado a proteger al señor O’Riley.
—Sí, en efecto. Por eso estoy preocupado. Puede llamarme en cualquier momento y desde cualquier lugar.
—¿Incluso cuando hace mal tiempo?
—No. Supongo que en ese caso, no.
—Hemos tenido muchas tormentas por aquí. No olvide que estamos en la estación de las lluvias.
—¿Y usted no ha recibido ninguna noticia del chico?
—No. Los dos están juntos. El guía es muy bueno, y el barco también lo es. Estoy seguro de que se encuentran bien.
—Entonces, ¿por qué no ha llamado?
—Eso no lo sé; pero ha estado muy nublado. Quizá no pueda utilizar el teléfono.
Acordaron que Valdir llamaría de inmediato en cuanto se tuvieran noticias del barco. Valdir se acercó a la ventana abierta y contempló las concurridas calles de Corumbá. El río Paraguay discurría justo al pie de la colina. Se contaban muchas historias sobre personas que habían penetrado en el Pantanal y jamás habían regresado. Formaba parte de la tradición popular y del atractivo de la región.
El padre de Jevy navegó durante treinta años por aquellos ríos y jamás recuperaron su cuerpo.
Welly encontró el bufete del abogado una hora más tarde. Él no conocía al señor Valdir, pero Jevy le había dicho que era quien pagaba la expedición.
—Es muy importante —le dijo a la secretaria—. Muy urgente. Valdir oyó el alboroto y salió de su despacho.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Me llamo Welly. Jevy me contrató Santa Loura.
—¡El Santa Loura! —Sí.
—¿Dónde está Jevy?
—Todavía se encuentra en el Pantanal.
—¿Y qué ha sido del barco?
—Se hundió.
Valdir advirtió enseguida que el muchacho como marinero para él estaba muy cansado y asustado.
—Siéntate —dijo mientras la secretaria iba en busca de agua—. Cuéntamelo todo.
Welly se asió con fuerza a los brazos del sillón y habló atropelladamente.
Jevy y el señor O’Riley se fueron en la batea para buscar a los indios.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Hace unos días. Yo tenía que quedarme en el Santa Loura. Se desencadenó una tormenta, la mayor que he visto en mi vida. La fuerza del temporal rompió las amarras del barco en mitad de la noche y lo hizo zozobrar. Yo caí al agua y más tarde me recogió una embarcación de transporte de ganado.
—¿Cuándo has llegado aquí?
—Hace apenas media hora.
La secretaria le ofreció un vaso de agua. Welly le dio las gracias y pidió un café. Valdir se inclinó sobre el escritorio de la secretaria y estudió al pobre muchacho. Estaba sucio y olía a excrementos de vaca.
—¿O sea, que el barco ha desaparecido?
—Sí. Es una pena. No pude hacer nada. En mi vida he visto una tormenta igual.
—¿Dónde estaba Jevy durante la tormenta?
—En el río Cabixa. Temo por su vida.
Valdir regresó a su despacho, cerró la puerta y se acercó de nuevo a la ventana. El señor Stafford se encontraba a cinco mil kilómetros de distancia. Jevy podría haber sobrevivido en una pequeña embarcación. Era absurdo llegar a conclusiones precipitadas. Tomó la decisión de no llamar hasta que hubieran transcurrido unos días. Le daría tiempo a Jevy, y seguro que éste regresaría a Corumbá.
De pie en la embarcación, el indio mantenía el equilibrio agarrado a los hombros de Nate. No se había producido ninguna mejora en el rendimiento del motor; seguía fallando y su potencia no era ni la mitad de la que desarrollaba cuando habían abandonado el Santa Loura.
Tras su paso por el primer poblado, el río trazaba una curva y se enroscaba casi hasta el extremo de describir círculos. Cuando se bifurcó, el indio hizo una indicación. Veinte minutos después vieron su pequeña tienda. Amarraron en el lugar donde Jevy se había bañado a primera hora del día. Levantaron el campamento y se llevaron sus pertenencias al poblado, donde el jefe quería que se alojaran. Rachel aún no había regresado.
Puesto que ella no pertenecía a la tribu, su choza no estaba en el semicírculo sino aislada a unos treinta metros de distancia, cerca de la linde del bosque. Parecía más pequeña que las demás y, al preguntar Jevy el porqué de ello, el indio que les había sido asignado le explicó que se debía a que Rachel no tenía familia. Los tres —Nate, Jevy y el indio— se pasaron dos horas sentados bajo un árbol a las afueras del poblado, contemplando los quehaceres cotidianos mientras esperaban a Rachel. Al indio le habían enseñado portugués los Cooper, el matrimonio de misioneros que estaba allí antes de la llegada de Rachel. Conocía también algunas palabras en inglés y de vez en cuando probaba a utilizarlas con Nate. Hasta la llegada de los Cooper los ípicas jamás habían visto a un blanco. La señora Cooper había muerto de malaria y el señor Cooper había regresado a su lugar de origen.
Los hombres habían salido a cazar y pescar y los jóvenes sin duda estarían correteando detrás de las chicas. El trabajo más duro —cocinar, hornear, limpiar, cuidar de los hijos— estaba a cargo de las mujeres. El tiempo transcurría más lentamente al sur del ecuador, pero entre los ipicas el reloj era inexistente.
Las puertas de las chozas estaban abiertas y los niños corrían de una a otra. Las muchachas se trenzaban el cabello sentadas a la sombra mientras sus madres se afanaban en torno a las hogueras.
La limpieza era una obsesión. El suelo de tierra de las zonas comunes se barría con unas escobas de paja. La parte exterior de las chozas estaba impecablemente pulcra y aseada. Las mujeres y los niños se bañaban tres veces al día en el río; los hombres lo hacían dos veces al día, pero nunca con las mujeres. Aunque todos iban desnudos, ciertas actividades eran privadas.
A última hora de la tarde, los varones se reunieron en el exterior de la casa de los hombres, la más grande de las dos cabañas rectangulares del centro del poblado. Primero se pasaron un rato arreglándose el cabello —cortándolo y limpiándolo— y después empezaron a luchar. El combate era cuerpo a cuerpo y consistía en derribar al contrincante al suelo. Era un juego muy violento, pero se regía por unas normas severas y siempre terminaba con amplias sonrisas. El jefe resolvía cualquier disputa que pudiera haber. Las mujeres lo contemplaban todo desde la puerta de sus chozas con muy poco interés y como si de una obligación se tratara. Los pequeños imitaban a sus padres.
Sentado en un tajo de madera bajo un árbol, Nate presenció un drama de otra era, preguntándose, no por primera vez, dónde estaba.