Ahora que los indios no estaban junto a ella no parecía tan alta. Sin duda había evitado aquellos alimentos que hacían engordar a las mujeres. Tenía las piernas largas y bien torneadas. Calzaba unas sandalias de cuero que resultaban un tanto extrañas en un lugar en el que todo el mundo iba descalzo. ¿De dónde las habría sacado? Y ¿de dónde habría sacado la blusa amarilla sin mangas y los pantalones cortos color caqui? ¡Oh, cuántas preguntas hubiera deseado hacer!
Su atuendo era sencillo y muy gastado por el uso. En caso de que aquella mujer no fuera Rachel Lane, sin duda conocería su paradero.
Las rodillas de ambos estaban casi en contacto.
—Rachel Lane dejó de existir hace muchos años —dijo ella, contemplando el lejano poblado—. Conservé el nombre de Rachel, pero me deshice del Lane. Debe de ser algo muy serio, de lo contrario no estaría usted aquí.
Hablaba despacio y muy suavemente, sin comerse ninguna sílaba, sopesando cada palabra con sumo cuidado.
—Troy ha muerto. Se suicidó hace tres semanas.
Ella inclinó levemente la cabeza, cerró los ojos y pareció rezar. Fue una oración muy breve, seguida de una prolongada pausa. El silencio no le resultaba molesto.
—¿Lo conocía usted? —preguntó finalmente.
—Nos vimos una vez, hace años. Nuestro bufete tiene muchos abogados y yo jamás me había encargado personalmente de los asuntos de Troy. No, no lo conocía.
—Yo tampoco. Era mi padre terrenal y yo me he pasado muchos años rezando por él, pero siempre fue un extraño para mí.
—¿Cuándo lo vio por última vez? —Nate también hablaba de forma más lenta y suave que de costumbre. Aquella mujer ejercía un efecto sedante.
—Hace muchos años, antes de ir a la universidad.
—¿Cuántas cosas sabe usted de mí?
—Pocas. No deja usted muchas pistas.
—En ese caso, ¿cómo me ha localizado?
—Digamos que Troy me echó una mano. Trató de localizarla antes de morir, pero no pudo. Sabía que era usted misionera de Tribus del Mundo y que debía de encontrarse en esta zona de Brasil. Lo demás he tenido que hacerlo yo.
—¿Y cómo es posible que él lo supiera?
—Tenía muchísimo dinero.
—Y por eso está usted aquí.
—Sí, por eso estoy aquí. Tenemos que hablar de negocios.
—Troy me habrá dejado algo en el testamento.
—Le aseguro que sí.
—No quiero hablar de negocios. Quiero conversar. ¿Sabe usted con cuánta frecuencia oigo hablar en inglés?
—Imagino que muy pocas veces.
—Una vez al año voy a Corumbá para comprar provisiones. Llamo a nuestra sede central y durante unos diez minutos hablo en inglés. Siempre me resulta aterrador.
—¿Por qué?
—Me pongo nerviosa. Me tiemblan las manos mientras sujeto el auricular. Conozco a las personas con quienes hablo, pero siempre temo no utilizar las palabras apropiadas. A veces incluso tartamudeo. Diez minutos al año.
—Pues ahora lo está haciendo muy bien.
—Estoy muy nerviosa.
—Tranquilícese. Soy un buen chico.
—Pero me ha localizado. Estaba atendiendo a un paciente hace apenas una hora cuando los chicos fueron a decirme que había un norteamericano. Corrí a la choza y me puse a rezar. Dios me dio fuerzas.
—Vengo en son de paz.
—Parece una buena persona.
«Si tú supieras», pensó Nate.
—Gracias. Usted… mmm… ha comentado algo acerca de un paciente.
—Sí.
—Yo creía que era misionera.
—Y lo soy. Pero también soy médico.
La especialidad de Nate consistía en llevar a juicio a los médicos. No era el lugar ni el momento para mantener una conversación acerca de las negligencias propias de la profesión.
—Eso no figuraba en mi dossier.
—Cambié de apellido al terminar los estudios superiores, antes de que estudiase Medicina e ingresara en el centro de actividades misioneras. Supongo que ahí es donde terminan las pistas.
—Exactamente. ¿Por qué cambió de apellido?
—Es muy complicado, o, por lo menos, lo era entonces. Ahora ya no me parece importante.
Una ligera brisa soplaba desde el río. Ya eran casi las cinco. Unas nubes negras y bajas cubrían el bosque. Rachel advirtió que Nate consultaba el reloj.
—Los chicos le levantarán una tienda aquí. Éste es un buen lugar para dormir esta noche.
—Se lo agradezco. Estaremos a salvo, ¿verdad?
—Sí. Dios los protegerá. Rece sus oraciones.
En aquellos momentos, Nate tenía previsto rezar como un cura. La cercanía del río le preocupaba sobremanera. Cerró los ojos y se imaginó a la anaconda que había visto antes reptando hacia su tienda.
—Porque usted reza, ¿no es cierto, señor O’Riley? —añadió Rachel.
—Por favor, llámeme Nate. Sí, rezo.
—¿Es usted irlandés?
—Soy de raza indefinida. Más alemán que otra cosa. Los antepasados de mi padre eran irlandeses. La historia de mi familia jamás me ha interesado.
—¿A qué Iglesia pertenece?
—A la episcopalista.
Católica, luterana, episcopalista, daba igual. Nate llevaba sin ver el interior de un templo desde su segunda boda.
Su vida espiritual era un tema que prefería evitar. La teología no iba con él y no le apetecía comentar la cuestión con una misionera. Ella hizo una pausa, como de costumbre, y Nate la aprovechó para cambiar de tema.
—¿Son pacíficos estos indios?
—En general, sí. Los ípicas no son guerreros, pero no se fían de los blancos.
—¿Y de usted?
—Llevo once años entre ellos. Me han aceptado.
—¿Cuánto tiempo tardaron en hacerlo?
—Tuve suerte, porque antes que yo había vivido aquí un matrimonio de misioneros. Habían aprendido el idioma de los indios y les habían traducido el Nuevo Testamento. Además, no olvide que soy médico. Me gané rápidamente su amistad cuando empecé a asistir a las parturientas.
—Su portugués me ha parecido muy bueno.
—Lo hablo con fluidez. También hablo el español, el ípica y el machiguenga.
—¿Y eso qué es?
—Los machiguengas son unos indígenas de las montañas del Perú. Estuve seis años allí. Cuando ya me había familiarizado con el idioma, me evacuaron.
—¿Por qué?
—Por las guerrillas —respondió. Como si las serpientes, los caimanes, las enfermedades y las inundaciones no fueran suficiente—. Secuestraron a dos misioneros en una aldea muy próxima al lugar donde me encontraba —añadió—, pero Dios los protegió. Los dejaron en libertad cuatro años más tarde.
—¿Hay guerrillas por aquí?
—No. Estamos en Brasil. Aquí la gente es muy pacífica. Hay algunos traficantes de droga, pero nadie se adentra en el Pantanal.
—Eso me recuerda una cuestión interesante. ¿Queda muy lejos el río Paraguay?
—En esta época del año, a unas ocho horas.
—¿Horas brasileñas?
Rachel sonrió.
—Veo que ya ha descubierto que aquí el tiempo es más lento. De ocho a diez horas norteamericanas.
—¿En canoa?
—Así nos desplazamos nosotros. Yo antes tenía una embarcación de motor, pero era muy vieja, y al final se estropeó.
—¿Cuánto se tarda con una embarcación de motor?
—Cinco horas, más o menos. Es la estación de las crecidas y resulta muy fácil perderse.
—Ya me he dado cuenta.
—Los ríos bajan juntos. Cuando se vaya, tendrá que llevar consigo a uno de los pescadores. No podría encontrar el Paraguay sin un guía.
—¿Y dice que va usted una vez al año?
—Sí, pero en la estación seca, en agosto. Entonces no hace tanto calor y hay menos mosquitos.
—¿Hace el viaje sola?
—No. Cuando voy al Paraguay me acompaña Lako, mi amigo indio. Se tarda seis horas en canoa cuando el nivel de los ríos es más bajo. Espero a que pase un barco y voy a Corumbá. Me quedo allí unos días, hago mis recados y tomo un barco de regreso.
Nate recordó haber visto muy pocos barcos navegar por el Paraguay.
—¿Cualquier barco?
—Por regla general, uno de transporte de ganado. Los capitanes aceptan pasajeros de buen grado.
«Viaja en canoa porque se le estropeó su vieja embarcación de motor. Pide que la lleven de balde los barcos de transporte de ganado cuando se desplaza a Corumbá, que es su único contacto con la civilización. ¿De qué forma la cambiará el dinero?», se preguntó Nate. No atinaba a imaginar siquiera una respuesta.
Se lo diría al día siguiente, una vez que hubiera descansado y comido y ambos tuviesen varias horas por delante para hablar largo y tendido. Unas figuras aparecieron cerca del poblado; se trataba de unos hombres, que se acercaban a ellos.
—Aquí están —dijo Rachel—. Comemos antes de que anochezca y nos vamos a dormir.
—Supongo que después ya no se hace nada más.
—Nada de lo que podamos hablar —repuso ella. Nate encontró gracioso el comentario.
Jevy apareció con un grupo de aborígenes, uno de los cuales le entregó a Rachel un pequeño cesto de forma cuadrada. Ella se lo tendió a Nate y éste sacó de su interior una pequeña hogaza de pan duro.
—Es mandioca —le explicó Rachel—. Nuestro principal alimento. Evidentemente, también era el único, por lo menos en aquella comida. Nate iba por la segunda hogaza cuando llegaron unos indios del primer poblado, acarreando la tienda, la mosquitera, las mantas y el agua embotellada de la embarcación.
—Esta noche nos quedaremos aquí —le anunció Nate a Jevy.
—¿Y eso quién lo dice?
—Es el mejor sitio —intervino Rachel—. Les ofrecería un lugar en el poblado, pero primero el jefe tendría que aprobar la visita de los blancos.
—Ése soy yo —dijo Nate.
—Sí.
—¿Y él no? —preguntó Nate, señalando a Jevy.
—Él no fue a dormir sino a buscar comida. Las normas son muy complicadas.
De modo, pensó Nate, que aquellos indígenas primitivos que aún no habían aprendido a vestirse se regían, sin embargo, por un complejo sistema de normas.
—Quisiera marcharme mañana al mediodía —le dijo a Rachel.
—Eso también dependerá del jefe.
—¿Significa que no podemos irnos cuando queramos?
—Ustedes se irán cuando él diga que pueden hacerlo. No se preocupe.
—¿Son buenos amigos usted y el jefe?
—Nos llevamos bien.
Rachel indicó a los indios que regresaran al poblado. El sol se había ocultado por detrás de las montañas. Las sombras del bosque se cernían sobre ellos.
Rachel se pasó unos minutos contemplando cómo Jevy y Nate trataban de montar la tienda. Enrollada en su funda parecía muy pequeña y no se estiró demasiado cuando ambos acoplaron los postes. Nate no estaba seguro de que pudiera albergar a Jevy, y mucho menos a los dos. Una vez montada, la tienda llegaba hasta la cintura, se inclinaba mucho por los lados y resultaba sumamente pequeña para dos hombres adultos.
—Me voy —anunció Rachel—. Aquí estarán ustedes muy bien.
—¿Me lo promete? —le preguntó Nate, y hablaba en serio.
—Puedo enviarles a un par de chicos para que monten guardia, si quiere.
—Estaremos bien —dijo Jevy.
—¿A qué hora suele despertarse Nate?
—Una hora antes del amanecer.
—Estoy seguro de que podré hacerlo —dijo Nate, mirando hacia la tienda—. ¿Podríamos reunirnos temprano? Tenemos muchas cosas de que hablar.
—Sí. Les enviaré un poco de comida al romper el alba. Después charlaremos un rato.
—Se lo agradecería mucho.
—Rece sus oraciones, señor O’Riley.
—Así lo haré.
Rachel se adentró en la oscuridad. Por un instante, Nate vio su figura seguir el tortuoso sendero; después, desapareció. El poblado se había desvanecido en las penumbras de la noche.
Nate y Jevy pasaron varias horas sentados en el banco, esperando a que la temperatura bajase y temiendo el momento en el que, inevitablemente, tendrían que apretujarse en el interior de la tienda y dormir espalda contra espalda, malolientes y sudorosos. No tendrían más remedio que hacerlo. La tienda, a pesar de su fragilidad, los protegería de los mosquitos y otros insectos. Y también mantendría a raya a los bichos que reptaban.
Ambos hablaron del poblado. Jevy contó varias historias acerca de los indios que siempre terminaban bien. Al final, preguntó:
—¿Le ha hablado usted de la herencia?
—No. Lo haré mañana.
—Ahora que ya la ha visto, ¿qué cree que hará?
—No tengo la menor idea. Aquí es feliz, y esto puede trastornar su vida.
—Pues entonces démelo a mí. Le aseguro que no trastornará mi vida en absoluto.
Se condujeron de acuerdo con la jerarquía social. Arrastrándose por el suelo, Nate entró el primero en la tienda. Se había pasado la noche anterior contemplando el cielo desde el fondo de la embarcación y el cansancio lo venció enseguida.
En cuanto lo oyó roncar, Jevy bajó muy despacio la cremallera de la entrada de la tienda y dio un suave codazo por aquí y otro por allá hasta que encontró su sitio. Su compañero estaba inconsciente.