26

Los primeros rayos de la aurora no aportaron ninguna sorpresa. Estaban amarrados a un árbol junto a la orilla de un pequeño río que era exactamente igual que todos los demás que habían visto. Unas densas nubes cubrían nuevamente el cielo; la luz del día tardó mucho en aparecer.

El desayuno consistió en una cajita de galletas, la última ración que Welly había incluido en su equipaje. Nate comió muy despacio, preguntándose cuándo volvería a probar bocado.

La corriente era muy fuerte y, en cuanto amaneció, se dejaron llevar por ella. Estaban ahorrando combustible y retrasando el momento en que Jevy se vería obligado a intentar poner nuevamente en marcha el motor.

Fueron arrastrados hasta una zona anegada en la que confluían tres ríos y, por un instante, la embarcación quedó inmóvil.

—Creo que nos hemos perdido, ¿verdad? —dijo Nate.

—Sé exactamente dónde estamos —repuso Jevy.

—¿Dónde?

—Aquí, en el Pantanal, y todos los ríos desembocan en el Paraguay.

—Al final.

—Sí, al final.

Jevy retiró la tapa del motor y secó el carburador. Ajustó la abertura del estrangulador, examinó el nivel del aceite y después probó a poner en marcha el motor. Al quinto tirón, se puso en marcha, se caló y se paró del todo.

«Esto es el fin —pensó Nate—. Me ahogaré, me moriré de hambre o me devorarán, pero aquí, en este inmenso pantano, exhalaré mi último aliento».

De pronto, para su gran sorpresa, oyeron un grito. Parecía la voz de una muchacha. Los gruñidos del motor habían atraído la atención de otro ser humano. La voz procedía de un marjal cubierto de maleza que había junto a la orilla de uno de los ríos. Jevy gritó y, segundos después, la voz le contestó.

Un muchacho de no más de quince años emergió de la maleza a bordo de una pequeña canoa labrada a mano a partir del tronco de un árbol. Utilizando un remo de fabricación casera, el muchacho cortaba el agua con asombrosa soltura y velocidad.

—Bom dia —dijo con una ancha sonrisa en los labios.

El rostro era moreno y cuadrado, probablemente el más bello que Nate hubiera visto en muchos años. Arrojó un cabo y ambas embarcaciones quedaron unidas.

Jevy y el chico se enzarzaron en una larga y pausada conversación. Al cabo de un rato, Nate empezó a ponerse nervioso.

—¿Qué dice? —le preguntó a Jevy.

El chico miró a Nate, y Jevy le dijo:

—Norteamericano. —Luego se volvió hacia éste él, nos encontramos muy lejos del río Cabixa.

—Vaya noticia; eso ya lo sabíamos.

—Dice que el Paraguay está hacia el este, a medio día de distancia desde aquí.

—En canoa, ¿verdad?

—No, en avión.

—Muy gracioso. ¿Cuánto tardaremos?

—Cuatro horas más o menos.

Cinco o quizá seis horas. Siempre y cuando el motor funcionara debidamente. Les llevaría una semana si tuvieran que remar valiéndose de los canaletes.

Se reanudó la pausada conversación en portugués. En la canoa no había más que un rollo de sedal en torno de una lata y un tarro lleno de una sustancia fangosa que Nate supuso que contenía gusanos o alguna especie de cebo. ¿Qué conocimientos tenía él del arte de la pesca? Se rascó las picaduras de mosquito.

El año anterior había ido a esquiar a Utah con los chicos. El trago del día había sido una especie de brebaje a base de tequila que, como era de esperar, él bebió con deleite hasta perder el conocimiento. La resaca le duró dos días.

La conversación se animó y, de pronto, los jóvenes señalaron algo con el dedo.

Jevy miró a Nate mientras hablaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nate.

—Los indios no están muy lejos.

—¿A qué distancia?

—A una hora, o quizá dos.

—¿Él puede acompañarnos?

—Yo conozco el camino.

—No me cabe la menor duda, pero me sentiría más tranquilo si él viniera con nosotros.

Aquello constituía una leve ofensa al orgullo de Jevy; sin embargo dadas las circunstancias, éste no podía protestar.

—Es posible que pida un poco de dinero.

—Lo que sea.

Si el chico supiera. La fortuna Phelan a un lado de la mesa y aquel flacucho pantaneiro al otro. Nate sonrió al imaginarse la escena. ¿Qué tal una flota de canoas, con cañas de pescar, carretes y sondas? «Pide lo que quieras, hijo, y lo tendrás», pensó Nate.

—Diez reais dijo Jevy tras una breve negociación.

—Muy bien.

Por unos diez dólares los conducirían hasta Rachel Lane. Elaboraron un plan. Jevy inclinó el motor hacia un lado para que la hélice asomara por encima de la superficie y empezaron a remar. Siguieron al muchacho de la canoa durante unos veinte minutos hasta penetrar en un pequeño y somero río con corrientes muy rápidas. Nate sacó el canalete del agua, recuperó el resuello y se enjugó el sudor del rostro. El corazón le latía apresuradamente y se sentía agotado. Las nubes se habían abierto y el sol brillaba con fuerza.

Jevy empezó a trabajar con el motor. Afortunadamente, consiguió ponerlo en marcha y no se caló. Siguieron al chico, cuya canoa iba por delante, sin dificultad, de la averiada fuera de borda.

Ya era casi la una cuando encontraron la elevación de terreno. La crecida fue remitiendo poco a poco, los ríos volvieron a estar bordeados de densa vegetación y había árboles por todas partes. El chico estaba muy serio y extrañamente preocupado por la posición del sol.

Justo allí arriba —le indicó a Jevy—. A la vuelta de la curva. —Tenía miedo de seguir adelante—. Yo me quedo aquí —añadió—. Debo volver a casa.

Nate le entregó el dinero y ambos le dieron las gracias. El muchacho se alejó llevado por la corriente y pronto se perdió de vista. Ellos siguieron adelante con una embarcación que, aun cuando se detenía y navegaba a la mitad de la velocidad, los conducía poco a poco a su destino.

El río se adentró en la selva, las ramas de los árboles colgaban muy bajo por encima del agua, formando una especie de túnel que impedía el paso de la luz. Todo estaba oscuro y el irregular zumbido del motor de la batea resonaba en las orillas. Nate tuvo la inquietante sensación de que los observaban. Casi le parecía sentir la presencia de las flechas con que estaban apuntándoles. Se preparó para un ataque con letales flechas envenenadas por parte de unos salvajes adornados con pinturas de guerra y adiestrados para matar a cualquiera que tuviera el rostro blanco.

Pero entonces vieron a unos niños morenos que chapoteaban alegremente en el agua. El túnel terminaba en las inmediaciones de un poblado.

Las madres también se estaban bañando, tan desnudas como sus hijos y con la mayor naturalidad del mundo. Al ver la embarcación, retrocedieron hacia la orilla. Jevy apagó el motor y, al advertir que se acercaban, empezó a hablar con una sonrisa en los labios. Una chica más crecida huyó en dirección al poblado.

Fala portugués? —les preguntó Jevy a las cuatro mujeres y los siete niños.

Ellos lo miraron en silencio. Los más pequeños se escondieron detrás de sus madres. Las mujeres eran de baja estatura, cuerpo achaparrado y pechos menudos.

—¿Son pacíficos? —preguntó Nate.

—Los hombres nos lo dirán.

Los hombres aparecieron a los pocos minutos. Eran tres, también de baja estatura, rechonchos y musculosos. Llevaban las partes pudendas cubiertas con unas bolsitas de cuero.

El mayor dijo hablar la lengua de Jevy, pero su portugués era muy rudimentario. Nate se quedó en la barca, donde la situación parecía más segura, mientras Jevy se apoyaba en el tronco de un árbol de la orilla e intentaba hacerse comprender. Los indios rodearon a Jevy, que era por lo menos treinta centímetros más alto que ellos.

Tras varios minutos Nate dijo:

—Traduce, por favor. Los indios lo miraron.

—Norteamericano —explicó Jevy, y de inmediato se inició otra conversación de repeticiones y gestos con las manos.

—¿Qué dicen de la mujer? —preguntó Nate.

—Aún no hemos llegado a eso. Todavía estoy intentando convencerlos de que no le quemen vivo.

—Inténtalo un poco más.

Aparecieron otros indios. Las chozas se encontraban a unos cien metros de distancia, cerca de la linde del bosque. Río arriba, media docena de canoas estaban amarradas a la orilla. Los niños empezaron a aburrirse y poco a poco se apartaron de sus madres y se acercaron a la embarcación para inspeccionarla. También les llamaba mucho la atención el hombre del rostro blanco. Nate sonrió, les guiñó un ojo y no tardó en arrancarles una sonrisa. Si Welly no hubiera sido tan condenadamente tacaño con las galletas, Nate habría podido compartir algo con ellos.

La conversación siguió adelante. El indio que hablaba con Jevy se volvía de vez en cuando hacia sus compañeros para facilitarles un informe y sus palabras provocaban, de forma inevitable, una gran consternación. Su lenguaje consistía en una serie de gruñidos y sonidos emitidos sin apenas mover los labios.

—¿Qué dice? —preguntó Nate en tono quejumbroso.

—No lo sé —contestó Jevy.

Un chiquillo apoyó la mano en el borde de la embarcación y estudió a Nate con unas negras pupilas tan grandes como monedas de un cuarto de dólar. Después, dijo en inglés:

—Hola.

Nate comprendió entonces que estaban en el lugar adecuado. Sólo él lo había oído. Inclinándose hacia delante, le susurró al niño:

—Hola.

—Adiós —repuso el niño en inglés, sin moverse de donde estaba. De modo que Rachel le había enseñado por lo menos dos palabras inglesas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Nate, bajando la voz.

—Hola —repitió el niño.

Bajo el árbol, la traducción seguía el mismo ritmo de antes. Mientras los hombres conversaban animadamente, las mujeres permanecían en silencio.

—¿Qué dicen de la mujer? —insistió Nate.

—Se lo he preguntado. No tienen respuesta.

—¿Y eso qué significa?

—No lo sé muy bien. Creo que está aquí, pero por algún motivo se muestran reticentes.

—Pero ¿por qué se muestran reticentes?

Jevy frunció el ceño y desvió la mirada. ¿Cómo podía él saberlo?

Hablaron un poco más y, de pronto, los indios se retiraron, primero los hombres, después las mujeres y, finalmente, los niños, alejándose en fila hacia el poblado; y desaparecieron.

—¿Los has hecho enfadar?

—No. Quieren celebrar una especie de reunión.

—¿Crees que ella está aquí?

—Sí.

Jevy se sentó en la embarcación y se dispuso a echar una siesta. Ya era casi la una, cualquiera que fuera el huso horario en el que se encontraran. Pasó la hora del almuerzo sin que hubieran comido siquiera una reblandecida galletita salada.

La caminata empezó hacia las tres. Un reducido grupo de jóvenes los acompañó desde la orilla del río por un sendero de tierra que conducía al poblado. Pasaron entre las chozas, donde todo el mundo los contempló en silencio, y enfilaron otro camino que se adentraba en el bosque.

«Es una marcha hacia la muerte —pensó Nate—. Nos llevan a la selva para cumplir un sangriento ritual de la Edad de Piedra». Jevy caminaba por delante de él con paso rápido y seguro.

—¿Adónde demonios vamos? —preguntó en un sibilante susurro, cual si fuera un prisionero de guerra temeroso de ofender a quienes lo habían apresado.

—Tranquilícese.

Llegaron a un claro. Volvían a estar muy cerca de la orilla del río. El que encabezaba la marcha se detuvo y señaló algo con el dedo. En la ribera, una anaconda estaba tomando el sol. Era negra y tenía unas marcas amarillas en la parte inferior. Debía de medir unos treinta centímetros de diámetro por lo menos.

—¿Qué longitud tiene? —preguntó Nate.

—Seis o siete metros. Al final, ha visto usted una anaconda —dijo Jevy.

Nate sintió que le temblaban las rodillas y se le secaba la boca. Había estado bromeando acerca de las serpientes, y ahora que contemplaba una de verdad el espectáculo resultaba verdaderamente asombroso.

—Algunos indios adoran a las serpientes —le informó Jevy.

«Entonces, ¿qué están haciendo nuestros misioneros?», pensó Nate. Le preguntaría a Rachel sobre aquella práctica.

Al parecer, los mosquitos sólo lo molestaban a él. Los indios eran inmunes a sus picaduras, y Jevy jamás tenía que ahuyentarlos de un manotazo. En cambio, él no paraba de rascarse hasta hacerse sangre. Se había olvidado el repelente en la embarcación, junto con la tienda, el machete y todas sus posesiones, que sin duda los niños estarían examinando con curiosidad.

La caminata tuvo un carácter de aventura durante media hora, pero después el calor y los insectos hicieron que la situación resultara más bien aburrida.

—¿Vamos muy lejos? —preguntó Nate sin demasiada esperanza de obtener una respuesta exacta.

Jevy le dijo algo al hombre que encabezaba la marcha y éste contestó.

—No mucho —fue la respuesta que transmitió Jevy.

Cruzaron otro sendero y se adentraron en otro más ancho. La zona estaba más concurrida. No tardaron en ver la primera choza y percibir olor a humo.

Cuando ya llevaban recorridos doscientos metros, el hombre que encabezaba la marcha señaló un umbroso paraje muy cerca de la orilla del río. Nate y Jevy fueron acompañados a un banco hecho con unas cañas huecas atadas con una cuerda. Allí se quedaron, escoltados por dos hombres, mientras los demás se encaminaban hacia la aldea.

Pasó el tiempo, los dos guardias se cansaron y decidieron echar una siesta. Se apoyaron contra el tronco de un árbol y enseguida se quedaron dormidos.

—Creo que podríamos escapar —dijo Nate.

—¿Adónde?

—¿Tienes hambre?

—Un poco. ¿Y usted?

—No, me he atiborrado —contestó Nate—. Hace nueve horas me comí siete galletitas. Recuérdame que le dé un cachete a Welly cuando lo vea.

—Confío en que esté bien.

—¿Y por qué no iba a estarlo? Se está meciendo en mi hamaca, bebiendo café recién hecho, a salvo, seco y bien alimentado.

Los indios no los habrían conducido hasta allí si Rachel no hubiese estado en las inmediaciones. Mientras descansaba en el banco contemplando a lo lejos los tejados de las chozas, Nate se hizo muchas preguntas acerca de ella.

Sentía curiosidad por su aspecto, pues su madre había sido, al parecer, muy hermosa. Troy Phelan tenía buen ojo para las mujeres. ¿Cómo iría vestida? Los ipicas con los que vivía iban desnudos. ¿Cuánto tiempo llevaría sin ver la civilización? ¿Sería él el primer norteamericano que visitaba el poblado?

¿Cómo reaccionaría ante su presencia? ¿Y ante el anuncio de la herencia que acababa de recibir?

A medida que transcurría el tiempo, la perspectiva de conocerla hacía que Nate se sintiera cada vez más nervioso.

Ambos guardias estaban dormidos cuando se oyeron los primeros movimientos procedentes del poblado. Jevy les arrojó una piedrecita y soltó un silbido por lo bajo. Ellos se levantaron de un salto y ocuparon de nuevo sus posiciones.

Las malas hierbas que bordeaban el sendero por el que vieron acercarse una patrulla llegaban a la altura de la rodilla. Rachel acompañaba a los hombres. Divisaron una blusa de color amarillo pálido entre los morenos pechos desnudos y un rostro más claro bajo un sombrero de paja. Se hallaban a cien metros de distancia, pero Nate la distinguió perfectamente.

—Hemos encontrado a nuestra chica —anunció.

—Sí, creo que sí.

Los indios se lo tomaban con calma. Tres jóvenes caminaban delante y otros tres detrás. Ella era un poco más alta que los aborígenes y tenía un porte muy elegante. Podría haber estado dando un paseo entre las flores. Caminaba deprisa.

Nate la observó con detenimiento. Era muy esbelta, tenía la espalda ancha y los hombros huesudos. Cuando estuvo más cerca, empezó a mirar en la dirección en que ellos se encontraban. Nate y Jevy se levantaron para saludarla.

Los indios se detuvieron al llegar al borde de la sombra, pero Rachel siguió caminando. Se quitó el sombrero. Su corto cabello castaño estaba entremezclado con algunas hebras grises. Se detuvo a escasa distancia de Jevy y Nate.

Boa tarde, Senhor —le dijo a Jevy, mirando posteriormente a Nate.

Tenía los ojos de color azul oscuro, casi añil, y su rostro no mostraba arrugas ni rastros de maquillaje. A los cuarenta y dos años estaba madurando muy bien, con el suave resplandor propio de quienes apenas conocen las tensiones.

Boa tarde.

No les tendió la mano ni se presentó. Ellos debían dar el siguiente paso.

—Me llamo Nate O’Riley. Soy abogado y vengo de Washington.

—¿Y usted? —preguntó ella, dirigiéndose a Jevy.

—Mi nombre es Jevy Cardozo, de Corumbá. Soy su guía.

Rachel los miró a los dos de arriba abajo con una ligera sonrisa en los labios. La situación no le resultaba desagradable en absoluto. Le encantaba aquel encuentro.

—¿Qué los trae por aquí? —quiso saber.

Hablaba con un inglés norteamericano sin ningún acento especial, ni de Luisiana ni de Montana, sencillamente el llano y preciso inglés sin ninguna inflexión que se hablaba en Sacramento o San Luis.

—Hemos sabido que la pesca es muy buena por aquí —dijo Nate. Ella permaneció en silencio.

—Gasta bromas muy tontas —explicó Jevy a modo de disculpa.

—Perdón —añadió Nate—. Busco a Rachel Lane. Tengo razones para creer que usted y ella son la misma persona.

—¿Y por qué quiere encontrar a Rachel Lane? —preguntó ella sin cambiar de expresión.

—Porque soy abogado y mi bufete se encarga de una importante cuestión legal relacionada con la señorita Lane.

—¿Qué clase de cuestión legal?

—Sólo puedo decírselo a ella.

—Yo no soy Rachel Lane. Disculpe.

Jevy soltó un suspiro y Nate hundió los hombros. Ella estudió cada movimiento, cada reacción, cada crispación muscular.

—¿Les apetece comer algo? —preguntó.

Ambos asintieron con la cabeza. Ella llamó a los indios y les dio instrucciones.

—Jevy —dijo—, acompañe a estos hombres al poblado. Le darán de comer y le ofrecerán comida suficiente para el señor O’Riley. Ambos se sentaron en el banco, a la sombra de los arbustos, contemplando en silencio cómo los indios se llevaban a Jevy al poblado. Jevy se volvió sólo una vez para asegurarse de que Nate estaba bien.