Flowe, Zadel y Theishen, los tres psiquiatras que habían examinado a Troy Phelan hacía apenas unas semanas y habían coincidido, tal como lo demostraba la cinta de video y habían reafirmado posteriormente en unas largas declaraciones, que el millonario se encontraba en pleno uso de sus facultades mentales, fueron despedidos. Y no sólo despedidos, sino también calificados de memos e incluso de chalados por parte de los abogados de los Phelan.
Buscaron otros psiquiatras. Hark contrató al primero por una tarifa de trescientos dólares la hora. Lo encontró en los anuncios clasificados de una revista jurídica que anunciaba de todo, desde cirujanos plásticos especializados en reconstrucciones de partes corporales dañadas por accidentes hasta analistas de rayos X. El doctor Sabo, retirado del ejercicio de su profesión, estaba dispuesto a vender su declaración. Tras un estudio somero del comportamiento del señor Phelan, expresó su opinión provisional de que éste se hallaba claramente incapacitado para testar. Nadie en su sano juicio se arrojaba por una ventana, y el que hubiese legado una fortuna de once mil millones de dólares a una desconocida constituía una prueba evidente de grave trastorno mental.
A Sabo le encantaba la idea de trabajar en el caso Phelan. Refutar las opiniones de los primeros tres psiquiatras constituiría todo un reto. La publicidad lo seducía, pues jamás había tenido un caso famoso, y con el dinero que consiguiese se pagaría un viaje a Oriente.
Todos los abogados de los Phelan estaban tratando de anular y desacreditar los testimonios de Flowe, Zadel y Theishen, y sólo podrían hacerlo buscando otros expertos que tuvieran otras opiniones.
Las elevadas tarifas honorarias se prestaban a toda suerte de posibilidades. Como los herederos no podrían pagar los elevados honorarios mensuales a que todo ello daría lugar, sus abogados accedieron amablemente a cobrar un porcentaje de lo que obtuvieran, con lo cual todo se simplificaba mucho. La variedad de ofertas era asombrosa, a pesar de que ningún bufete divulgaría jamás la cuantía de su porcentaje. Hark quería el cuarenta por ciento, pero Rex le reprochó su codicia. Al final, ambos acordaron dejarlo en un veinticinco por ciento. Grit también le sacó un veinticinco por ciento a Mary Ross Phelan Jackman.
El gran vencedor fue Wally Bright, quien, curtido en toda clase de pleitos, consiguió llegar a un justo acuerdo con Libbigail y Spike. Se quedaría con la mitad de lo que éstos obtuvieran.
En medio de la loca carrera que se produjo antes de la presentación de las querellas, ni un solo heredero Phelan se preguntó si estaba haciendo lo que más le convenía. Confiaban en sus abogados y, además, todo el mundo iba a impugnar el testamento. Nadie podía permitirse el lujo de quedarse fuera. Era mucho lo que estaba en juego.
El hecho de que Hark hubiera sido el más ruidoso de entre todos los abogados de los Phelan llamó la atención de Snead, el criado de toda la vida de Troy. Después del suicidio se había armado tanto revuelo que nadie había reparado en él. Todo el mundo se olvidó del bueno de Snead al producirse la estampida hacia el palacio de justicia. Se había quedado sin trabajo. Cuando se leyó el testamento, Snead estaba sentado en la sala con el rostro oculto bajo un sombrero y unas gafas de sol, y nadie lo reconoció. Se fue llorando.
Odiaba a los hermanos Phelan porque Troy los odiaba. A lo largo de los años Snead se había visto obligado a hacer toda suerte de cosas desagradables para proteger a Troy de sus familias. Snead había preparado abortos y había sobornado a los policías cada vez que los chicos habían sido sorprendidos en posesión de drogas. Había mentido a las esposas para proteger a las amantes y, cuando las amantes se convertían en esposas, el pobre Snead volvía a mentir para proteger a las amigas de su jefe.
A cambio de sus buenos oficios, los hijos y las esposas lo habían llamado marica.
Y, a cambio de su fidelidad, el señor Phelan no le había dejado nada. Ni un centavo. Había cobrado un buen sueldo en el transcurso de los años y tenía un poco de dinero en fondos de inversión, pero no el suficiente para retirarse. Lo había sacrificado todo por su trabajo y por su amo. No había podido llevar una existencia normal porque el señor Phelan le exigía permanecer de guardia las veinticuatro horas del día. No había podido formar una familia, y prácticamente no tenía amigos.
El señor Phelan había sido su amigo, su confidente, la única persona en quien podía confiar.
A lo largo de los años el viejo le había prometido muchas veces que cuidaría de él. Sabía a ciencia cierta que figuraba en un testamento. Lo había visto con sus propios ojos. A la muerte del señor Phelan heredaría un millón de dólares. Por aquel entonces, Troy tenía una fortuna valorada en tres mil millones de dólares y Snead recordaba haber pensado que comparado con eso un millón era una suma irrisoria. Cuando el viejo se hizo más rico, Snead pensó que su legado aumentaría en cada nuevo testamento.
A veces indagaba acerca de la cuestión y hacía sutiles y discretas averiguaciones en los momentos que él consideraba oportunos, pero el señor Phelan lo maldecía y amenazaba con excluirlo por completo del testamento.
—Eres tan malo como mis hijos —decía Troy, lo que sumía en la angustia al pobre criado.
Por algún motivo, Snead había pasado de heredar un millón a no heredar nada, y estaba dolido. No le quedaba otra alternativa que unirse a los enemigos.
Localizó el nuevo bufete de Hark Gettys y Asociados cerca de Dupont Circle. La recepcionista le dijo que el señor Gettys estaba muy ocupado.
—Yo también lo estoy —replicó Snead con aspereza. Por vivir en tan estrecho contacto con Troy, Snead se había pasado casi toda la vida rodeado de abogados. Siempre estaban ocupados—. Entréguele esto —añadió, tendiendo un sobre hacia la recepcionista—. Es muy urgente. Esperaré fuera unos diez minutos; después bajaré por la calle y entraré en el bufete de abogados más próximo.
Snead se sentó y bajó la vista al suelo. La alfombra era barata. La recepcionista dudó un instante y después desapareció por una puerta. El sobre contenía una breve nota manuscrita que rezaba: «He trabajado treinta años al servicio de Troy Phelan. Lo sé todo. Malcolm Snead».
Hark salió al cabo de un instante con la nota en la mano y una estúpida sonrisa en los labios, como si el hecho de mantener una actitud amistosa pudiera impresionar a Snead. Ambos se dirigieron casi corriendo por un pasillo hasta llegar a un espacioso despacho, seguidos por la recepcionista. No, Snead no quería café, té, agua ni Coca-Cola. Hark cerró ruidosamente la puerta y echó la llave.
El despacho olía a recién pintado. El escritorio y las estanterías eran nuevos, pero las maderas no hacían juego. Junto a las paredes se amontonaban varios archivadores y cosas por el estilo. Snead se pasó un buen rato examinando la estancia.
—Acaba de mudarse, ¿verdad?
—Hace un par de semanas.
A Snead no le gustaba aquel lugar y no estaba muy seguro dé que le gustara el abogado, que vestía un traje de lana barato, mucho más sencillo que el suyo.
—¿Dice que trabajó durante treinta años para él? —preguntó Hark, todavía con la nota en la mano.
—Así es.
—¿Estaba usted con él cuando se arrojó al vacío?
—No. Se arrojó solo.
Una falsa carcajada y otra vez la sonrisa.
—Quiero decir si se encontraba en la habitación.
—Sí. Estuve a punto de sujetarlo.
—Debió de ser terrible.
—Lo fue. Y sigue siéndolo.
—¿Le vio firmar el testamento, el último?
—Sí.
—¿Le vio escribir el maldito documento?
Snead estaba perfectamente preparado para mentir. La verdad ya no significaba nada para él, porque el viejo lo había engañado. ¿Qué tenía que perder?
—Vi muchas cosas —contestó—, y sé muchas más. Esta visita gira exclusivamente en torno al dinero. El señor Phelan me prometió que no me olvidaría en su testamento. Hubo muchas promesas y ninguna se cumplió.
—O sea, que está usted en el mismo barco que mi cliente —dijo Hark.
—Confío en que no. Desprecio a su cliente y a todos sus miserables hermanos, y esto debe quedar claro desde el principio.
—Me parece muy bien.
—Nadie estaba más cerca de Troy Phelan que yo. He visto y oído cosas sobre las cuales ninguna otra persona puede hablar.
—¿Significa eso que quiere usted ser testigo?
—Soy un testigo y un experto. Y soy muy caro.
Ambos se miraron a los ojos por un instante. El mensaje había sido transmitido y recibido.
—La ley establece que los profanos no pueden emitir juicios acerca del estado mental de una persona que otorga testamento, pero es evidente que usted puede confirmar comportamientos y acciones que sean demostrativos de la existencia de una alteración mental.
—Todo eso ya lo sé —repuso bruscamente Snead.
—¿Estaba loco?
—Me da igual que lo estuviese o no. Puedo seguir cualquiera de los dos caminos.
Hark tuvo que hacer una pausa para reflexionar acerca de la cuestión. Se rascó la mejilla y estudió la pared.
Snead decidió echarle una mano.
—Así es como lo veo. Su cliente se jodió junto con sus hermanos y hermanas. Cada uno de ellos recibió cinco millones de dólares al cumplir los veintiún años y ya sabemos lo que hicieron con el dinero. Puesto que todos están endeudados hasta las cejas, no tienen más remedio que impugnar el testamento. Sin embargo, ningún jurado se compadecerá de ellos. Se trata de una cuadrilla de codiciosos perdedores, y por ello será un juicio muy difícil de ganar. Sin embargo, usted y otros genios de la jurisprudencia impugnarán el testamento y sentarán las bases de un juicio escandaloso y enrevesado que no tardará en llegar a la prensa sensacionalista porque hay once mil millones de dólares en juego. Puesto que no tienen muchas cosas a las que agarrarse, ustedes esperan llegar a un acto de conciliación antes de que se celebre el juicio.
—Lo ha comprendido usted muy rápido.
—No. Lo que ocurre es que me he pasado treinta años observando al señor Phelan. En cualquier caso, el volumen de la conciliación depende de mí. Si mis recuerdos son claros y detallados, puede que mi antiguo jefe estuviera incapacitado para testar en el momento en que firmó ese documento.
—O sea, que su memoria va y viene.
—Mi memoria es lo que yo quiero que sea y nadie puede discutirlo.
—¿Qué quiere?
—Dinero.
—¿Cuánto?
—Cinco millones.
—Es mucho.
—No es nada. Lo cobraré de una parte o de la otra. Da igual.
—¿Y cómo voy a conseguir yo los cinco millones de dólares para usted?
—Lo ignoro. Yo no soy abogado. Supongo que usted y sus compinches podrán sacarse de la manga algún sucio plan.
Se produjo una prolongada pausa en cuyo transcurso Hark empezó, en efecto, a sacarse un plan de la manga. Tenía muchas preguntas, pero sospechaba que no obtendría demasiadas respuestas. Al menos por el momento.
—¿Algún otro testigo? —preguntó.
—Sólo uno. Se llama Nicolette. Fue la última secretaria del señor Phelan.
—¿Cuánto sabe?
—Depende. Se la puede comprar.
—Por lo que veo, ya ha hablado usted con ella.
—Hablo todos los días. Digamos que formamos un solo paquete.
—¿Cuánto por ella?
—Estará incluida en los cinco millones.
—Una auténtica ganga. ¿Alguien más?
—Nadie importante.
Hark cerró los ojos y se frotó las sienes.
—No me opongo a los cinco millones que usted pide —dijo, pellizcándose el puente de la nariz—, lo que ocurre es que no sé cómo haremos para canalizarlo hacia usted.
—Estoy seguro de que ya se le ocurrirá algo.
—Deme un poco de tiempo si es usted tan amable. He de pensarlo.
—No tengo prisa. Le doy una semana. Si dice que no, me iré a otra parte.
—No hay ninguna otra parte.
—No esté tan seguro.
—¿Sabe usted algo acerca de Rachel Lane?
—Lo sé todo —contestó Snead, abandonando el despacho.