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Los indios eran guatós, vivían en aquellos parajes desde hacía mucho tiempo, mantenían las mismas costumbres de sus antepasados y preferían no entrar en contacto con extraños. Cultivaban sus pequeños campos, pescaban en el río y cazaban con arcos y flechas.

No cabía duda de que eran muy pausados. Al cabo de una hora, Jevy percibió olor a humo. Se encaramó a un árbol situado cerca de la embarcación y, cuando ya estaba a una altura de unos doce metros, vio los tejados de sus chozas y le dijo a Nate que se reuniera con él.

Nate llevaba cuarenta años sin trepar a un árbol, pero en aquel momento no tenía ninguna otra cosa que hacer. Trepó con menos soltura que Jevy, pero, al final, se detuvo a descansar en una frágil rama, rodeando el tronco con un brazo.

Podían ver los tejados de tres chozas de paja gruesa dispuesta en pulcras hileras. El humo azul se elevaba desde un punto que ellos no podían ver, situado entre dos de las chozas.

¿Sería posible, se preguntó Nate, que se hallase tan cerca de Rachel Lane? ¿Estaría ella allí, escuchando a su gente y decidiendo lo que iba a hacer? ¿Enviaría a un guerrero por ellos o se limitaría a salir de entre los árboles y decirles hola?

—Es un poblado muy pequeño —señaló Nate.

—Podría haber más chozas.

—¿Qué crees que están haciendo?

—Hablando, sencillamente.

—Bueno, pues siento decirlo pero tendremos que tomar alguna iniciativa. Dejamos la embarcación hace ocho horas y media. Me gustaría ver a Welly antes del anochecer.

—No se preocupe. Navegaremos empujados por la corriente. Además, conozco el camino. Será mucho más rápido.

—¿Tú no estás preocupado?

Jevy sacudió la cabeza como si no hubiera pensado en la posibilidad de navegar por el Cabixa en medio de la oscuridad. Pero Nate sí había pensado en ello. Estaba preocupado sobre todo por los dos grandes lagos que habían encontrado a la ida, cada uno con sus afluentes, tan parecidos entre sí a la luz del día.

Su plan consistía en saludar a la señorita Lane, explicarle un poco de qué iba todo aquello, cumplir con todas las exigencias legales, mostrarle los documentos, contestar a las preguntas esenciales, obtener su firma, darle las gracias y terminar la visita cuanto antes. Estaba preocupado por la hora, por los fallos del motor y por el viaje de regreso al Santa Loura. Era probable que ella desease hablar, o tal vez no. A lo mejor, apenas decía nada y le pedía que se fueran y no volvieran jamás.

Tras regresar nuevamente al suelo, se había acomodado en la embarcación con el propósito de echar una siesta cuando Jevy vio a los indios. Dijo algo, señaló con el dedo y Nate miró hacia los árboles.

Los indios estaban acercándose lentamente al río caminando en fila detrás de su jefe, el guató más viejo que ellos habían visto hasta entonces. Era fornido, tenía un vientre prominente y llevaba una especie de palo muy largo que no parecía afilado ni peligroso, adornado con unas preciosas plumas en uno de sus extremos. Nate dedujo que debía de tratarse de una lanza ceremonial.

El jefe estudió a los dos intrusos y se dirigió a Jevy.

¿Por qué habían venido?, le preguntó en portugués. La expresión de su rostro no era de amabilidad, precisamente, pero su aspecto no parecía agresivo. Nate estudió la lanza.

Jevy le explicó que estaban buscando a una misionera norteamericana.

¿De dónde eran?, quiso saber el jefe; hizo la pregunta mirando a Nate.

Corumbá.

¿Y él? Todos los ojos se concentraron en Nate.

Era norteamericano. Tenía que encontrar a la mujer.

¿Y por qué tenía que encontrar a la mujer?

Era el primer indicio de que quizá los indios supieran algo acerca de Rachel Lane. ¿Estaría ella escondida en algún lugar cerca de allí, en la aldea o tal vez en la selva, escuchando todo lo que decían?

Jevy se lanzó a un relato pormenorizado, explicando que Nate había recorrido grandes distancias y había estado a punto de perder la vida. Era un asunto importante para los norteamericanos, una cosa que ni él ni los indios podían comprender.

—¿Corría ella algún peligro?

—No. Ninguno.

—No estaba allí.

—Dice que no está aquí —le informó Jevy a Nate.

—Dile que, a mi juicio, es un embustero y un hijo de puta —contestó Nate en voz baja.

—Será mejor que no. ¿Había visto alguna misionera? —preguntó Jevy.

El jefe negó con la cabeza.

¿Había oído hablar de ella alguna vez?

Al principio, no hubo respuesta. El jefe entornó los ojos y miró a Jevy, estudiándolo como si se preguntara si podía confiar en aquel hombre. Después, asintió ligeramente con la cabeza.

Jevy preguntó dónde estaba. En otra tribu.

¿De dónde?

El indio contestó que no lo sabía con certeza, pero aun así empezó a señalar con el dedo. En algún lugar entre el norte y el oeste, dijo, indicando con la lanza hacia el otro lado del Pantanal.

—¿Guatós? —preguntó Jevy.

El jefe frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, como si la mujer viviera entre indeseables.

—Ipicas —contestó con desprecio.

—¿Estaba muy lejos?

—Un día.

Jevy trató de que concretara un poco más, pero muy pronto averiguó que las horas no significaban nada para los indios. Un día no eran ni veinticuatro horas ni doce. Era, sencillamente un día. Probó a utilizar la idea de mediodía y consiguió progresar un poco.

—Entre doce y quince horas —le dijo a Nate.

—Pero eso será en una de esas canoas pequeñas, ¿no? —preguntó Nate en voz baja.

—Sí.

—¿Cuánto tardaríamos en llegar?

—Tres o cuatro horas. Si conseguimos localizar el poblado.

Jevy tomó dos mapas y los extendió sobre la hierba. Los indios los miraron con gran curiosidad y se agacharon cerca de su jefe. Para averiguar hacia dónde iban, primero tenían que establecer dónde estaban. Pero la situación adquirió mal cariz cuando el jefe le dijo a Jevy que el río que los había conducido hasta allí no era, en realidad, el Cabixa. En determinado momento tras su encuentro con el pescador, habían seguido una curva equivocada y habían tropezado con los guatós. Jevy recibió la noticia con consternación y se la comunicó en voz baja a Nate.

Nate se mostró aún más contrariado, pues confiaba ciegamente en Jevy.

Los mapas de navegación, con todos sus colorines, significaban muy poco para los indios. Jevy prescindió rápidamente de ellos y empezó a dibujar otros por su cuenta. Comenzó con el anónimo río que tenían delante y, sin dejar de conversar con el jefe, fue subiendo muy despacio hacia el norte. Los dos jóvenes iban dando información al jefe. Jevy le explicó a Nate que eran unos consumados pescadores y que en ocasiones se desplazaban al Paraguay.

—Contrátalos —le dijo Nate.

Jevy lo intentó, pero, en el transcurso de las negociaciones, averiguó que aquellos indios jamás habían visto a los ípicas, no tenían demasiado interés en verlos, no sabían exactamente dónde estaban y no entendían el concepto de cobrar por trabajar. Además, el jefe no quería que se fueran.

La ruta se desvió desde un río al siguiente, serpeando hacia el norte hasta que el jefe y los pescadores ya no consiguieron ponerse de acuerdo acerca del camino a seguir. Jevy comparó su dibujo con los mapas.

—Ya la hemos encontrado —le dijo a Nate.

—¿Dónde?

—Aquí hay un poblado de ípicas. —Señaló en el mapa—. Al sur de Porto Indio, al pie de las montañas. Las indicaciones que nos han dado nos llevan muy cerca de él.

Nate se inclinó hacia delante y estudió el mapa.

—¿Cómo podemos llegar hasta allí?

—Creo que tendremos que regresar al barco y navegar medio día por el Paraguay rumbo al norte. Después volveremos a utilizar la batea para llegar al poblado.

Los meandros del Paraguay recorrían una zona relativamente cercana a su objetivo y a Nate el hecho de navegar en el Santa Loura le parecía una idea espléndida.

—¿Cuántas horas tardaremos con la barquita? —preguntó.

—Cuatro, más o menos.

En Brasil, «más o menos» podía significar cualquier cosa. Sin embargo, la distancia parecía mucho menor que la que habían cubierto desde primera hora de la mañana.

—¿Pues a qué esperamos? —dijo Nate, levantándose y mirando con una sonrisa a los indios.

Jevy empezó a dar las gracias a sus anfitriones mientras plegaba los mapas. Ahora que ellos estaban a punto de irse, los indios se mostraban menos hoscos y querían ser más hospitalarios. Les ofrecieron comida, pero Jevy la rehuyó amablemente. Les explicó que tenían mucha prisa, pues tenían previsto regresar al gran río antes de que anocheciera.

Nate los miró sonriendo mientras retrocedía de espaldas hacia el río. Los indios querían ver la embarcación. Permanecieron de pie en la orilla mientras Jevy ajustaba el motor. Cuando lo puso en marcha, se echaron hacia atrás.

El río, cualquiera que fuese su nombre, ofrecía un aspecto totalmente distinto cuando uno navegaba en la otra dirección. En el momento en que ya estaban a punto de doblar el primer recodo, Nate volvió la cabeza y vio que los guatós todavía permanecían en la orilla.

Eran casi las cuatro de la tarde. Con un poco de suerte, conseguirían atravesar los grandes lagos antes de que anocheciera y penetrar en el Cabixa. Welly estaría esperándolos con las alubias y el arroz. Mientras hacía esos rápidos cálculos, Nate sintió las primeras gotas de lluvia.

El fallo del motor no se debía a la suciedad de las bujías. Al cabo de cincuenta minutos, se paró del todo. La embarcación quedó a la deriva mientras Jevy levantaba la tapadera del motor y atacaba el carburador con un destornillador. Nate preguntó si podía ayudar y Jevy contestó que no. Por lo menos, no en lo que al motor se refería; pero sí podía tomar un cubo y empezar a achicar, pues la lluvia estaba anegando la embarcación. También podía tomar un canalete y procurar que ésta permaneciera situada en el centro del río, cualquiera que fuera su nombre.

Nate hizo ambas cosas. La corriente los empujaba, pero a un ritmo mucho más lento de lo que Nate habría deseado. La lluvia era intermitente. Cerca de una curva cerrada el río se hizo menos profundo, pero Jevy estaba demasiado ocupado para reparar en ello. La embarcación adquirió velocidad y los rápidos la empujaron hacia unos densos matorrales.

—Creo que necesito ayuda —dijo Nate.

Jevy tomó otro canalete y consiguió invertir la posición de la batea de forma tal que la proa chocara contra la maleza y la embarcación no zozobrara.

—¡Agárrese! —exclamó mientras chocaban violentamente contra los arbustos.

Las ramas y enredaderas volaron alrededor de Nate, que se valió del canalete para apartarlas. Una serpiente de pequeño tamaño saltó al interior de la batea justo por encima del hombro de Nate, pero éste no se dio cuenta. Jevy la recogió con su canalete y la arrojó al agua. Sería mejor no decir nada.

Ambos se pasaron unos cuantos minutos luchando contra la corriente y también el uno contra el otro. Nate tenía una habilidad especial para remar en todas las direcciones que no debía. Su entusiasmo por el remo hacía que la embarcación estuviera peligrosamente a punto de zozobrar.

Cuando consiguieron apartarse de la maleza, Jevy se hizo de los dos canaletes y le buscó a Nate una nueva tarea. Le pidió que se situara encima del motor con el poncho extendido para evitar que la lluvia cayera en el carburador. Muerto de miedo, Nate permaneció en suspenso como si fuera una especie de ángel con las alas extendidas, con un pie sobre un bidón de combustible y el otro en el costado de la embarcación.

Navegaron sin rumbo por el estrecho río durante veinte largos minutos. Con la herencia de Phelan se habrían podido adquirir todos los relucientes motores fuera de borda de Brasil y, sin embargo, allí estaba Nate, contemplando cómo un aprendiz de mecánico intentaba reparar uno que tenía más años que él.

Jevy cerró la tapa y se pasó lo que pareció una eternidad trabajando con el estrangulador. Tiró de la cuerda del estárter mientras Nate pronunciaba una oración. Al cuarto tirón, ocurrió el milagro. El motor soltó un rugido, pero no tan suavemente como antes. Vaciló y renqueó; Jevy ajustó los cables del estrangulador sin demasiada suerte.

—Tendremos que ir más despacio —dijo sin mirar a Nate.

—Muy bien. Siempre y cuando sepamos dónde estamos.

—No se preocupe por eso.

La tormenta se situó muy despacio sobre las montañas de Bolivia y desde allí se desplazó con fuerza hacia el Pantanal. Era tan violenta como la que había estado a punto de matarlos en el avión. Nate se encontraba sentado en la batea bajo la protección de su poncho, contemplando el río hacia el este en busca de algo que le resultara familiar cuando fue azotado por la primera ráfaga de viento. De pronto, la lluvia se hizo más intensa. Nate volvió lentamente la cabeza y miró hacia atrás. Jevy ya lo había visto, pero había preferido no decir nada.

El cielo era de un color gris oscuro, casi negro. Las nubes estaban tan bajas que resultaba imposible divisar las montañas. La lluvia empezó a empaparlos. Nate se sentía totalmente vulnerable e impotente.

No podían esconderse en ningún sitio, no había ningún puerto seguro donde amarrar la embarcación y capear el temporal. Alrededor de ellos y en varios kilómetros a la redonda todo era agua. Estaban justo en el centro de una zona anegada en la que sólo la parte superior de la maleza y las copas de algunos árboles podían servirles de guía a través de los ríos y pantanos. No tenían otra alternativa que quedarse en la batea.

Un viento muy fuerte se acercó por detrás, empujando la embarcación mientras la lluvia les golpeaba la espalda. El cielo se oscureció aún más. Nate hubiera querido guarecerse debajo del banco de aluminio, tomar su almohadón hinchable y acurrucarse cubierto con el poncho, pero el agua estaba acumulándose en torno a sus pies. Las provisiones se estaban mojando. Tomó el cubo y empezó a achicar.

Llegaron a un horcajo, por el que Nate estaba seguro de que antes no habían pasado, y después a una confluencia de ríos que apenas pudieron distinguir en medio de la lluvia. Jevy redujo la abertura del estrangulador, para examinar las aguas, aceleró y giró bruscamente a la derecha como si supiera exactamente adónde iba. Nate estaba convencido de que se habían perdido.

Al cabo de pocos minutos el río desapareció entre un amasijo de árboles podridos, un espectáculo memorable que antes no habían visto. Jevy dio rápidamente media vuelta. Ahora navegaban de cara a la tormenta y ante sus ojos se extendía un panorama aterrador. El cielo era negro y las aguas bajaban turbulentas y cubiertas de cabrillas.

Al llegar de nuevo a la confluencia, ambos hablaron brevemente a gritos por encima del fragor del viento y la lluvia, y optaron por adentrarse en otro río.

Poco antes del anochecer cruzaron una vasta zona anegada, un lago provisional vagamente parecido al lugar donde habían visto al pescador entre la maleza. El hombre ya no estaba allí.

Jevy eligió un afluente de entre los varios que había y siguió adelante como si estuviera acostumbrado a navegar a diario por aquel rincón del Pantanal. Estallaron unos relámpagos y por un rato casi pudieron ver por dónde iban. La lluvia amainó. La tormenta estaba alejándose poco a poco.

Jevy apagó el motor y estudió las márgenes del río.

—¿En qué piensas? —le preguntó Nate.

Apenas habían hablado durante el temporal. Se habían extraviado, de eso no cabía duda, pero Nate no quería obligar a Jevy a reconocerlo.

—Deberíamos buscar un lugar donde acampar —dijo Jevy. Más que un plan, era una sugerencia.

—¿Por qué?

—Porque en algún sitio tenemos que dormir.

—Podemos hacerlo por turnos en la embarcación —propuso Nate—. Aquí estamos más seguros.

Lo dijo con toda la confianza de un experto guía fluvial.

—Es posible, pero creo que tendríamos que detenernos aquí. Si seguimos navegando en la oscuridad, podríamos extraviarnos.

«Llevamos tres horas extraviados», estuvo a punto de decir Nate.

Jevy impulsó la embarcación hacia una orilla cubierta de vegetación. Se dejaron llevar río abajo por la corriente sin apartarse de la ribera, iluminando las aguas someras con sus linternas. Dos puntitos rojos brillando justo por encima de la superficie habrían significado que un caimán también estaba vigilando, pero, por suerte, no vieron ninguno. Amarraron un cabo a una rama a dos metros y medio de la orilla.

La cena consistió en unas galletas saladas, un pescado en lata que Nate jamás había probado, bananas y queso.

Cuando cesó el viento, aparecieron los mosquitos. Nate y Jevy se aplicaron repelente. Nate se frotó el cuello y el rostro e incluso los párpados y el cabello. Los minúsculos insectos eran rápidos y persistentes y se desplazaban formando unas pequeñas nubes negras de un extremo al otro de la embarcación. A pesar de que ya no llovía, ninguno de los dos hombres se quitó el poncho. Los mosquitos lo intentaron por todos los medios, pero no pudieron penetrar a través del plástico.

Hacia las once de la noche, el cielo se despejó un poco, pero no había luna. La corriente mecía suavemente la batea. Jevy se ofreció a hacer la primera guardia y Nate procuró ponerse lo más cómodo posible para dormir un rato. Apoyó la cabeza sobre la tienda y estiró las piernas. Se abrió un hueco en el poncho y, a través de él, penetraron de inmediato docenas de mosquitos que empezaron a picarle la cintura. Se oyó un ligero chapaleo, producido tal vez, por un reptil. La embarcación de aluminio no estaba hecha para que uno se reclinara en ella.

Conciliar el sueño sería imposible.