23

Aún estaba oscuro cuando el motor se detuvo y Nate despertó. Se tocó la muñeca izquierda y recordó que no llevaba reloj. Prestó atención y oyó a Jevy y Welly debajo de él. Se encontraban en la popa, hablando en voz baja.

Se enorgulleció de sí mismo por aquella nueva mañana de abstinencia, por aquel nuevo día de limpieza en el que podría dedicarse a los libros. Seis meses atrás, cada despertar había sido una borrosa visión de ojos hinchados, pensamientos confusos, boca pastosa, lengua reseca, mal aliento y la gran pregunta cotidiana: «¿Por qué lo hice?». A veces vomitaba en la ducha, y otras él mismo se provocaba el vómito para acelerar el proceso. Después de la ducha, siempre se enfrentaba con el dilema del desayuno. ¿Qué le convenía tomar? ¿Algo caliente y aceitoso para que se le aliviaran las molestias estomacales o quizás un bloody mary para que se le calmaran los nervios? A continuación, se dirigía al trabajo y siempre estaba en su despacho a las ocho en punto para dar comienzo a otra brutal jornada de abogado especialista en litigios.

Todos los días. Sin excepción. Hacia el final de su última caída se había pasado varias semanas seguidas sin despertarse sobrio ni una sola mañana. Desesperado, había acudido a un psiquiatra, y al preguntarle éste si recordaba qué día había estado sobrio por última vez, Nate tuvo que reconocer que no.

Echaba de menos la bebida, pero no las resacas.

Welly tiró del cabo para acercar la batea a la banda de babor del Santa Loura y la amarró muy cerca del costado del barco. La estaban cargando cuando Nate bajó muy despacio por los peldaños. Una nueva fase de la aventura estaba a punto de dar comienzo. Nate se disponía a enfrentarse a un cambio de decorado.

El cielo nublado amenazaba lluvia. Finalmente, hacia las seis, el sol se abrió paso. Nate lo supo porque había vuelto a ponerse el reloj de pulsera.

Se oyó el canto de un gallo. Se encontraban cerca de una pequeña granja, con la proa amarrada a un madero que en otros tiempos había sostenido un embarcadero. A su izquierda, hacia el oeste, un río mucho más pequeño se juntaba con el Paraguay.

El reto consistía en cargar la batea sin sobrecargarla. Los pequeños afluentes en los que pronto se adentrarían estaban desbordados; las orillas no siempre serían visibles. En caso de que la embarcación quedara demasiado sumergida en el agua, corrían peligro de embarrancar o, peor, dañar la hélice de la pequeña fuera de borda. La batea sólo tenía un motor, carecía de otro de recambio y no disponía más que de un par de canaletes que Nate estudió desde la cubierta mientras se tomaba su café. Llegó a la conclusión de que los canaletes serían útiles, sobre todo en caso de que los persiguieran unos indios salvajes o unos animales hambrientos. En el mismo centro de la embarcación se habían colocado tres bidones de combustible de veinticinco litros de capacidad.

—Con eso tenemos para quince horas —le explicó Jevy.

—Es mucho tiempo.

—Prefiero asegurarme.

—¿A qué distancia se encuentra el poblado?

—No lo sé muy bien. —El joven señaló la casa—. El granjero de allí ha dicho que a unas cuatro horas.

—¿Conoce a los indios?

—No. No le gustan los indios. Dice que jamás los ve en el río. Jevy cargó en la embarcación una pequeña tienda de campaña, dos mantas, dos mosquiteras, un toldo contra la lluvia para la tienda de campaña, dos cubos para recoger agua de lluvia y su poncho. Welly añadió una caja de comida y otra de agua embotellada.

Sentado en su litera del camarote, Nate sacó de su cartera la copia del testamento, el documento de acuse de recibo y el de renuncia, los dobló juntos y los introdujo en un sobre tamaño oficial del bufete Stafford. Puesto que a bordo no había bolsas de plástico ni de la basura, envolvió el sobre en un trozo de treinta centímetros cuadrados que cortó del dobladillo de su poncho impermeable de plástico. Cerró los bordes con cinta adhesiva y, tras examinar su obra, decidió que el paquete era impermeable. Se lo ajustó con cinta adhesiva a la camiseta a la altura del pecho y lo cubrió con un ligero jersey de punto.

En la cartera de cuero que dejaría en el barco, había otras copias de los documentos, y puesto que el Santa Loura le parecía mucho más seguro que la batea, decidió dejar también en él el teléfono satélite. Comprobó por segunda vez que éste y los documentos estuvieran en la cartera, cerró esta última y la dejó encima de la litera. Estaba ansioso por conocer finalmente a Rachel Lane.

Su desayuno consistió en un bollo con mantequilla tomado rápidamente en la cubierta mientras contemplaba las nubes del cielo. Cuatro horas significaban de seis a ocho en Brasil, por lo que ya deseaba soltar amarras cuanto antes. Lo último que Jevy cargó en la embarcación fue un limpio y reluciente machete con un mango muy largo.

—Esto es para las anacondas dijo entre risas.

Nate procuró no hacer caso. Se despidió de Welly con la mano y apuró su última taza de café mientras el barco se deslizaba hasta que Jevy puso en marcha la fuera de borda.

Una fría bruma se había posado sobre la superficie del agua. Desde que salieran de Corumbá, Nate había contemplado el río desde la seguridad de la cubierta; ahora estaba prácticamente sentado en él. Miró alrededor y no vio ningún chaleco salvavidas. El agua golpeaba el casco de la embarcación. Nate se mantenía ojo avizor, buscando a través de la bruma la posible presencia de restos flotantes; bastaría un grueso tronco con un extremo mellado para que la batea se fuera al infierno.

Navegaron contra la corriente hasta que entraron en el afluente que los conduciría al poblado indígena. Allí el agua estaba mucho más tranquila. La fuera de borda chirriaba y dejaba detrás una estela burbujeante. El Paraguay desapareció rápidamente.

En el mapa de Jevy el nombre oficial del afluente era Cabixa. Jevy jamás había navegado por él porque no había tenido ningún motivo para hacerlo. El río abandonaba Brasil enroscado como una cuerda, penetraba en Bolivia y, al parecer, no llegaba a ninguna parte. La anchura de su desembocadura era de veintidós metros como máximo y se reducía a unos quince conforme se iban adentrando en él. Se había desbordado en algunos lugares y, en otros, la maleza de la orilla era más tupida que en el Paraguay.

Cuando ya llevaban un cuarto de hora navegando por el afluente, Nate consultó su reloj. Tenía intención de cronometrarlo todo. Jevy aminoró la velocidad de la embarcación cuando se acercaron al primero de un sinnúmero de horcajos. Un río del mismo tamaño se ramificaba a la izquierda, lo cual obligó al capitán a enfrentarse con el dilema de establecer cuál de los caminos los mantendría en el Cabixa. Siguieron navegando pegados a la derecha, pero un poco más despacio, y no tardaron en entrar en un lago. Jevy apagó el motor.

—Un momento —dijo, encaramándose a los bidones de combustible para examinar las aguas desbordadas que los rodeaban.

La embarcación se mantenía perfectamente inmóvil. Una mellada hilera de achaparrados árboles le llamó la atención. Los señaló con el dedo y dijo algo para sus adentros.

Nate no sabía hasta qué extremo su guía se basaba en las conjeturas. Jevy había estudiado los mapas y había vivido en aquellos ríos. Todos ellos llevaban al Paraguay. En caso de que se equivocaran y se perdieran, seguro que las corrientes acabarían conduciéndolos de nuevo hasta Welly.

Siguieron los achaparrados árboles y los inundados matorrales que, en la estación seca, formaban la orilla del río, y muy pronto se encontraron en el centro de una somera corriente cubierta por un dosel de ramas. No parecía el Cabixa, pero bastó una rápida mirada al rostro del capitán para que Nate se tranquilizara.

Cuando ya llevaban una hora de travesía, se acercaron a la primera casa, una pequeña choza manchada de barro y con un techo de tejas rojas. Un metro de agua cubría su parte inferior y no se veía el menor rastro de seres humanos o animales. Jevy aminoró la velocidad y dijo:

—Durante la estación de las crecidas, muchos habitantes del Pantanal se desplazan a terrenos más elevados. Reúnen sus vacas y sus hijos y se van durante tres meses.

—Yo no he visto ningún terreno elevado.

—No hay muchos, pero todos los pantaneiros tienen un sitio al que ir en esta época del año.

—¿Y los indios?

—Los indios también se desplazan.

—Pues qué bien. No sabemos dónde desplazarse por ahí.

Jevy soltó una risita.

—Ya los encontraremos —lo tranquilizó.

Pasaron por delante de la choza. Nate se había olvidado por entero de comer cuando doblaron una curva y se acercaron a un grupo de caimanes que dormían en un lugar donde el agua alcanzaba unos quince centímetros de profundidad. El sonido de la embarcación los sobresaltó y turbó su siesta. Los animales movieron la cola salpicando agua alrededor.

Nate echó un vistazo al machete por si acaso y se burló de su estupidez. Los caimanes no atacaron, sino que se limitaron a contemplar el paso de la embarcación.

Durante los veinte minutos siguientes no hubo la menor señal de animales. El río volvió a estrecharse. Las orillas estaban tan juntas que los árboles que en ellos crecían se tocaban por encima del agua. Todo se oscureció de repente. Estaban navegando por un túnel. Nate consultó su reloj. El Santa Loura ya se encontraba a dos horas de distancia.

Mientras zigzagueaban a través de los marjales, vislumbraron retazos de horizonte. Las montañas de Bolivia se elevaban hacia el cielo y, al parecer, estaban cada vez más cerca. El río volvió a ensancharse, los árboles se separaron y la embarcación se adentró en un gran lago en el que vertían sus aguas más de una docena de tortuosos riachuelos. Lo rodearon una vez, muy despacio, y una segunda, todavía más despacio. Todos los afluentes parecían iguales. El Cabixa era uno de los doce afluentes, pero el capitán no tenía ni idea de cuál.

Jevy volvió a encaramarse a los bidones y estudió el lago mientras Nate permanecía sentado sin moverse. En el otro extremo del lago, entre las hierbas, había un pescador. Dar con él sería el único acontecimiento afortunado del día.

Estaba sentado pacientemente en una pequeña canoa hecha a mano mucho tiempo atrás, vaciando el tronco de un árbol. Llevaba un viejo sombrero de paja que le ocultaba casi todo el rostro. Cuando se encontraban a escasa distancia, lo bastante cerca como para poder estudiarlo, Nate observó que el hombre pescaba sin la ayuda de una caña o un palo. Llevaba el sedal enrollado en la mano.

Jevy le dijo las palabras apropiadas en portugués y le ofreció una botella de agua. Nate se limitó a escuchar con una sonrisa en los labios los suaves murmullos de la desconocida lengua. Era más lenta que el español y casi tan nasal como el francés.

En caso de que se alegrara de ver a otro ser humano en mitad de ninguna parte, el pescador no lo dejó traslucir. ¿Dónde debía de vivir aquel pobre hombre?

De pronto, ambos empezaron a señalar aproximadamente hacia las montañas, si bien, para cuando terminaron, el hombrecillo ya había abarcado todo el lago con sus indicaciones. Se pasaron un buen rato charlando y Nate dedujo que Jevy estaba intentando sacarle al hombre toda la información posible. Quizá pasaran muchas horas antes de que vieran otro rostro humano. Al estar los pantanos y los ríos tan crecidos, la navegación resultaba muy difícil. A las dos horas y media, ya se habían perdido. Se despidieron del pescador y se alejaron empujados por la suave brisa.

—Su madre era india —dijo Jevy.

—Estupendo —repuso Nate, aplastando mosquitos.

—Hay un poblado a unas cuantas horas de aquí.

—¿Unas cuantas horas?

—Puede que tres.

Les quedaban quince horas de combustible y Nate tenía previsto contarlas todas. El Cabixa reaparecía en las inmediaciones de una pequeña ensenada en la que otro río idéntico también abandonaba el lago. Cuando se ensanchó, reanudaron la navegación a toda velocidad.

Moviéndose más despacio que la embarcación, Nate hizo lugar para acomodarse en el fondo entre la caja de comida y los cubos, de espaldas al banco. Allí la bruma no le empaparía el pelo. Estaba sopesando la posibilidad de echar una siesta cuando el motor empezó a fallar. La embarcación experimentó una sacudida y aminoró la velocidad. Nate mantuvo la mirada fija en el río, temiendo volverse hacia Jevy.

Aún no había tenido tiempo de pensar en los problemas mecánicos. Su viaje ya había cosechado una buena lista de pequeños peligros. Les llevaría muchos días de esfuerzo regresar junto a Welly utilizando los canaletes. Se verían obligados a dormir en la embarcación, a comer lo que llevaban hasta que se les terminara y a achicar el agua cuando lloviese, confiando en encontrar a su amigo el pequeño pescador para que éste les indicara el camino de regreso a la seguridad.

De repente, Nate se sintió aterrorizado.

El motor, sin embargo, no tardó en volver a ponerse ruidosamente en marcha como si nada hubiera ocurrido. La cosa acabó por convertirse en una costumbre; cada veinte minutos, justo cuando Nate estaba a punto de quedarse dormido, se interrumpía el ritmo regular del motor. La proa se hundía. Nate miraba rápidamente hacia las orillas para echar un vistazo a la fauna salvaje. Jevy soltaba maldiciones en portugués, luchaba con el obturador y el estrangulador y todo volvía a funcionar durante otros veinte minutos.

Almorzaron queso, galletas saladas y bizcochos bajo un árbol en un pequeño horcajo mientras la lluvia caía en torno a ellos.

—Aquel pequeño pescador de allí —dijo Nate—, ¿conoce a los indios?

—Sí. Aproximadamente una vez al mes van al Paraguay con una barca para comerciar. Él los ve.

—¿Le preguntaste si había visto alguna vez a una misionera?

—Sí. No la ha visto. Usted es el primer norteamericano que ve en su vida.

—Pues qué suerte tiene.

La primera señal del poblado apareció cuando ya llevaban unas siete horas de travesía. Nate vio una fina cinta de humo azulado elevarse por encima de las copas de los árboles, de las estribaciones de una colina. Jevy tenía la certeza de que se encontraban en Bolivia. El terreno era más elevado y estaban cerca de las montañas. Ya habían dejado a su espalda las zonas anegadas.

Llegaron a una abertura entre los árboles y vieron dos canoas en un claro. Nate saltó rápidamente a la orilla, ansioso por estirar las piernas y sentir la tierra bajo sus pies.

—No se mueva —le advirtió Jevy mientras cerraba los bidones de combustible de la embarcación.

Nate lo miró y Jevy le señaló los árboles con un movimiento de la cabeza.

Un indio estaba observándolos. Se trataba de un varón moreno, con el torso desnudo y una especie de falda de paja alrededor de la cintura y ningún arma a la vista. El que fuese desarmado supuso un gran alivio, pues al principio Nate se había llevado un buen susto. El indio tenía el cabello negro largo y lucía unas franjas rojas en la frente. Si hubiera llevado una lanza, Nate se habría rendido a él de inmediato.

—¿Tiene intenciones amistosas? —preguntó sin quitarle la vista de encima.

—Creo que sí.

—¿Habla portugués?

—No lo sé.

—¿Por qué no lo averiguas?

—Tranquilícese.

Jevy saltó a la orilla.

—Tiene pinta de caníbal —susurró.

Su jocoso comentario no surtió el efecto deseado.

Se acercaron un poco al indio, y éste se acercó a ellos. Los tres se detuvieron cuando todavía se encontraban a una distancia considerable. Nate se sintió tentado de levantar la mano y decirle: «¿Cómo está usted?».

Fala portugués? —preguntó Jevy con una amable sonrisa en los labios.

El indio se pasó un buen rato sopesando la pregunta hasta que, al final, resultó dolorosamente claro que no hablaba portugués. Parecía joven, quizá no tuviese ni veinte años, y se encontraba casualmente en las inmediaciones del río cuando oyó el ruido del motor de la fuera de borda.

Se estudiaron mutuamente desde unos seis metros de distancia mientras Jevy analizaba las alternativas que se le ofrecían. De pronto, a la espalda del indio se produjo un movimiento entre los arbustos. A lo largo de la hilera de árboles aparecieron tres miembros de su tribu, todos desarmados, por suerte. Los indios los superaban en número y ellos habían invadido su territorio, pensó Nate, listo para dar rápidamente media vuelta. No eran especialmente fornidos, pero tenían la ventaja de estar en su casa. Y no parecían muy amables, nada de sonrisas ni de saludos. De pronto emergió una joven entre los árboles y se situó al lado del primer indio. También era morena y llevaba los pechos descubiertos. Nate procuró no mirarla.

Falo —dijo la india.

Hablando muy despacio, Jevy le explicó lo que se proponían y pidió ver al jefe de la tribu. Ella tradujo sus palabras y se las comunicó a los hombres, que se juntaron y empezaron a hablar entre sí con expresión muy seria.

—Algunos quieren comernos ahora mismo —dijo Jevy en voz baja—, y otros prefieren esperar hasta mañana.

—Muy gracioso.

Cuando los hombres terminaron sus deliberaciones, se las transmitieron a la mujer. A continuación, ella les dijo a los intrusos que tendrían que esperar en la orilla del río mientras ellos informaban a sus jefes de su llegada. A Nate le pareció muy bien; en cambio, Jevy se mostró algo preocupado y preguntó si vivía con ellos una misionera.

La respuesta de la india fue que tenían que esperar. Los indios se desvanecieron en la selva.

—¿Qué piensas? —preguntó Nate en cuanto se marcharon.

Ni él ni Jevy se habían movido de donde estaban. Permanecieron de pie con la hierba hasta los tobillos, contemplando los árboles de aquella espesa selva desde la cual Nate tenía la certeza de que los observaban.

—Contraen enfermedades de los forasteros —explicó Jevy—, por eso toman tantas precauciones.

—Yo no tocaré a nadie.

Regresaron a la embarcación, donde Jevy se entretuvo limpiando las bujías de encendido. Nate se quitó las dos camisas y examinó el contenido de su improvisada bolsa impermeable. Los papeles seguían secos.

—¿Esos documentos son para la mujer? —preguntó Jevy.

—Sí.

—¿Por qué? ¿Qué le ha ocurrido?

Las severas normas que protegían la intimidad de los clientes parecían menos estrictas en aquel momento. En el ejercicio de su profesión, revestían una importancia trascendental, pero estando allí sentados en una embarcación en pleno Pantanal sin que hubiera ningún otro norteamericano ni remotamente cerca, las normas podían quebrantarse. ¿Por qué no? ¿A quién se lo hubiera podido decir Jevy? ¿Qué mal podía haber en un pequeño chismorreo?

Cumpliendo las estrictas órdenes que Josh le había dado a Valdir, a Jevy sólo se le había dicho que se trataba de una importante cuestión legal que exigía la localización de Rachel Lane.

—Su padre murió hace unas semanas. Y le ha dejado un montón de dinero.

—¿Cuánto?

—Varios miles de millones de dólares.

—¿Miles de millones?

—Exactamente.

—Era muy rico.

—Pues sí.

—¿Tenía otros hijos?

—Creo que seis.

—¿Y también les ha dejado varios miles?

—No. Les ha dejado muy poco.

—¿Y por qué a ella le ha dejado tanto?

—Nadie lo sabe. Fue una sorpresa.

—¿Sabe ella que su padre ha muerto?

—No.

—¿Quería a su padre?

—Lo dudo. Era una hija ilegítima. Al parecer, trató de huir de él y de todo lo demás. ¿A ti no te lo parece?

Nate señaló el Pantanal con un movimiento del brazo.

—Sí. Es un buen sitio para esconderse. ¿Conocía él el paradero de su hija cuando murió?

—No exactamente. Sabía que era misionera y que trabajaba con los indios en algún lugar de por aquí.

Jevy se olvidó de la bujía de encendido que sostenía en la mano mientras asimilaba la noticia. Tenía muchas preguntas que hacer. El quebrantamiento de la confidencialidad por parte del abogado era cada vez más amplio.

—¿Y por qué le dejó una fortuna tan inmensa a una hija que no lo quería?

—Quizás estuviese loco. Se arrojó por una ventana.

Aquello fue más de lo que Jevy podía digerir de una sola vez. El joven entornó los ojos y contempló el agua, profundamente sumido en sus pensamientos.