22

Durante todo el día el río no paró de crecer. En algunos lugares se desbordó muy despacio, devoró bancos de arena, subió hasta la densa maleza e inundó los pequeños y embarrados patios de las casas, por delante de las cuales pasaban aproximadamente una vez cada tres horas. El río arrastraba cada vez más restos, maleza, hierbas, ramas y arbolillos. A medida que se ensanchaba, aumentaba su fuerza y las corrientes que azotaban el barco los obligaban a navegar cada vez más despacio.

Sin embargo, nadie miraba el reloj. Nate había sido amablemente relevado de sus deberes de capitán cuando el Santa Loura recibió un fuerte golpe de un tronco que bajaba por el río y de cuya presencia él ni siquiera se había apercibido. Aunque no se había producido ningún daño, la sacudida había obligado a Jevy y a Welly a correr de inmediato a la timonera. Nate regresó entonces a la pequeña cubierta en cuyo centro estaba tendida la hamaca y se pasó la mañana leyendo y contemplando la naturaleza que lo rodeaba.

—Bueno, ¿qué le parece el Pantanal? —le preguntó Jevy mientras se tomaba un café con él.

Estaban sentados el uno al lado del otro en un banco, con los brazos asomando por la barandilla y los pies colgando sobre el costado del barco.

—Es soberbio.

—¿Conoce Colorado?

—He estado allí, sí.

—Durante la estación de las lluvias los ríos del Pantanal se desbordan. Pues bien, la zona inundada tiene una superficie equivalente a la de Colorado.

—¿Tú has estado en Colorado?

—Sí, tengo un primo que vive allí.

—¿Y en qué otros sitios has estado?

—Hace tres años mi primo y yo recorrimos todo el país en un gran autocar, un Greyhound. Estuvimos en todos los estados menos en seis.

Jevy era un pobre muchacho brasileño de veinticuatro años. Nate le doblaba la edad y, a lo largo de buena parte de su carrera profesional, había disfrutado de dinero en abundancia. Y, sin embargo, Jevy había visto más lugares de Estados Unidos que él.

Cuando tenía dinero, Nate siempre viajaba a Europa. Sus restaurantes preferidos estaban en Roma y en París.

—Cuando terminan las inundaciones —añadió Jevy—, viene la estación seca. Entonces se forman tantos prados, marismas, lagunas y pantanos que nadie podría contarlos. El ciclo de las inundaciones y la estación seca produce una fauna salvaje más abundante que en ningún otro lugar del mundo. Aquí tenemos seiscientas cincuenta especies dé pájaros, más que en Canadá y Estados Unidos juntos, y por lo menos doscientas sesenta especies de peces. En estas aguas viven serpientes, caimanes, cocodrilos e incluso nutrias gigantes. —Como si obedeciese a una señal, señaló unos matorrales en el lindero de un bosquecillo—. Mire, es un ciervo —dijo—. Tenemos muchos ciervos. Y muchos jaguares, osos hormigueros gigantes, capivaras, tapires y guacamayos.

—¿Tú naciste aquí?

—Respiré mi primera bocanada de aire en el hospital de Corumbá, pero yo he crecido en estos ríos. Éste es mi hogar.

—Me dijiste que tu padre era piloto fluvial.

—Sí. Cuando yo era pequeño, iba con él. De buena mañana, cuando todo el mundo dormía, él me dejaba tomar el timón. A los diez años me conocía todos los ríos principales.

—Y él murió en el río.

—No en éste sino en el Taquiri, hacia el este. Capitaneaba un barco de turistas alemanes cuando los sorprendió una tormenta. El único superviviente fue un marinero.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace cinco años.

Nate, que no podía dejar de ser abogado por mucho que quisiera, tenía muchas más preguntas que hacer acerca del accidente. Quería conocer los detalles, pues éstos siempre eran los que permitían ganar los pleitos; pero lo dejó correr y se limitó a decir:

—Lo siento.

—Quieren destruir el Pantanal —dijo Jevy.

—¿Quiénes?

—Mucha gente. Las grandes empresas propietarias de las grandes fincas. Al norte y al este del Pantanal están talando grandes extensiones de bosque para crear fincas agrícolas. La principal cosecha es la soja. Quieren exportarla. Cuantos más bosques destruyen, más aguas de superficie se vierten en el Pantanal. Como el suelo es muy pobre, las compañías utilizan fertilizantes químicos. Muchas de las grandes plantaciones están condenando a nuestros ríos, alterando el ciclo de las inundaciones, y todo ello por no mencionar el mercurio, que está matando a nuestros peces.

—¿Para qué emplean el mercurio aquí?

—En minería. En el norte hay minas de oro, y utilizan mercurio en ellas. El mercurio va a parar a los ríos, y por éstos llega al Pantanal. Los peces lo absorben y mueren. El Pantanal se ha convertido en una especie de vertedero. Cuiabá es una ciudad de un millón de habitantes que se alza hacia el este. En ella los desechos no reciben tratamiento alguno. Adivine dónde se vierten las aguas residuales.

—Y el Gobierno, ¿no hace nada?

Jevy soltó una risita y con expresión de amargura, preguntó:

—¿Ha oído hablar de Hidrovía?

—No.

—Es una especie de canal gigantesco que debe cortar el Pantanal, uniendo Brasil, Bolivia, Paraguay, Argentina y Uruguay. Se supone que será de gran beneficio para Suramérica, pero lo cierto es que acabará con el Pantanal y nuestro Gobierno no ayuda.

Nate estuvo a punto de hacer un comentario acerca de la responsabilidad medioambiental, pero de inmediato recordó que sus compatriotas eran los mayores despilfarradores de energía que el mundo hubiera visto jamás.

—Pero, aun así, sigue siendo un lugar muy bonito —dijo.

—Lo es. —Jevy apuró su taza de café—. A veces pienso que es un lugar demasiado grande como para que ellos lo destruyan. Pasaron por delante de una pequeña ensenada, a través de la cual el agua seguía penetrando en el Paraguay. Un pequeño rebaño de ciervos se adentró en la zona anegada para mordisquear la verde hierba, sin prestar atención al ruido procedente del río. Eran siete ciervos, dos de ellos cervatos manchados.

—Hay un pequeño puesto de venta a pocas horas de aquí —señaló Jevy, levantándose—. Creo que llegaremos antes de que anochezca.

—¿Qué vamos a comprar?

—Nada, supongo. El propietario se llama Fernando y se entera de todo lo que ocurre en el río. A lo mejor, sabe algo de los misioneros. —El joven vació los restos de la taza en el río y estiró los brazos—. A veces tiene alguna cerveza para vender.

Nate no levantó los ojos del agua.

—Pero creo que no tendríamos que dijo alejándose.

«Me parece muy bien», pensó Nate. Apuró el contenido de la taza, succionando el poso y el azúcar no disuelto.

Una botella fría de color marrón, quizás Antartica o Brahma, las dos marcas que él ya había probado en Brasil. Una cerveza estupenda. En sus tiempos de estudiante, uno de sus lugares preferidos era un bar universitario cerca de Georgetown que ofrecía ciento veinte marcas de cerveza extranjeras. Las había probado todas. Servían toneladas de cacahuetes tostados y se daba por descontado que la gente echaría los hollejos al suelo. Cuando sus compañeros de la Facultad de Derecho estaban en la ciudad, siempre se reunían en aquel bar para recordar los viejos tiempos. La cerveza estaba muy fría y los cacahuetes muy calientes y salados y, cuando caminabas, oías el crujido de los hollejos, y las chicas eran jóvenes y muy lanzadas. El local llevaba mucho tiempo en aquel lugar y, durante cada uno de sus viajes al centro de desintoxicación y a través de éste a la abstinencia, lo que Nate más echaba de menos era aquel bar.

Empezó a sudar a pesar de que las nubes ocultaban el sol y soplaba una brisa fresca. Se hundió en la hamaca y rezó para que pudiera conciliar el sueño y sumirse en una especie de profundo coma que lo llevara más allá de aquella pequeña parada hacia la oscuridad de la noche. El sudor se hizo más copioso, hasta dejarle la camisa completamente empapada. Abrió un libro que trataba sobre la desaparición de los indios brasileños y trató de volver a dormirse.

Estaba completamente despierto cuando se apagó el motor y el barco se acercó a la orilla. Oyó unas voces y percibió una ligera sacudida cuando amarraron el barco en el puesto de venta. Nate se levantó muy despacio de la hamaca, regresó al banco y se sentó.

Era una especie de tienda rural construida sobre unos pilotes, un pequeño edificio de tablas de madera sin pintar, con un techo de hojalata y un estrecho porche, donde, como era de esperar, un par de lugareños estaban sentados, fumando y tomando té. Un río más pequeño rodeaba el edificio por detrás y se perdía en el Pantanal. Un gran barril de combustible estaba asegurado a la parte lateral del edificio.

Un endeble muelle se proyectaba sobre el río para amarrar las embarcaciones. Jevy y Welly avanzaron con mucho cuidado por él pues las corrientes eran muy fuertes. Intercambiaron unas palabras con los pantaneiros del porche y entraron en la tienda.

Nate había jurado que no bajaría a tierra. Se dirigió al otro lado de la cubierta, se sentó en el banco, pasó los brazos y las piernas a través de los barrotes de la barandilla y contempló el paso de las aguas del crecido río. Se quedaría en la cubierta con los brazos y las piernas cruzados alrededor de los barrotes de la barandilla. La cerveza más fría del mundo no podría arrancarlo de allí.

Tal como ya había tenido ocasión de comprobar, en Brasil las visitas cortas no existían. Sobre todo en el río, donde las visitas no eran muy frecuentes. Jevy compró ciento veinticinco litros de gasóleo para sustituir el que se había perdido durante la tormenta. El motor se puso en marcha.

—Fernando dice que hay una misionera. Trabaja con los indios —dijo Jevy, ofreciéndole una botella de agua fría. El barco ya estaba en movimiento.

—¿Dónde?

—No está muy seguro. Hay unos cuantos poblados hacia el norte, cerca de Bolivia, pero los indios no se desplazan por el río, y él no sabe gran cosa sobre ellos.

—¿A qué distancia está el más próximo?

—Mañana por la mañana deberíamos estar muy cerca. Pero no podremos utilizar este barco. Tendremos que usar la barca.

—Podría ser divertido.

—¿Recuerda a Marco, el dueño de la vaca que mató nuestro avión?

—Pues claro. Tenía tres hijos pequeños.

—Sí. Ayer estuvo allí —dijo Jevy, señalando la tienda que ya estaba desapareciendo detrás de un meandro—. Viene una vez al mes.

—¿Vino con los niños?

—No. Es demasiado peligroso.

Qué pequeño era el mundo. Nate confiaba en que los chicos se hubieran gastado el dinero que él les había regalado por Navidad. Siguió contemplando la tienda hasta que la perdió de vista.

Puede que a la vuelta ya estuviera lo bastante recuperado para tomarse una cerveza fría. Un par de cervecitas para celebrar el éxito del viaje. Regresó a la seguridad de su hamaca y maldijo su debilidad. En la soledad de un inmenso pantano había estado casi a punto de rozar el alcohol, y durante horas no había podido concentrarse en ninguna otra cosa. La expectación, el temor, el sudor y la taimada búsqueda de medios para conseguir tomarse un trago. Después, la tentación de la caída, la salvación sin esfuerzo por su parte y ahora la secuela de una fantasía de renovación de su idilio con el alcohol. Unos cuantos tragos le irían bien, porque de ese modo podría parar cuando quisiese. Aquélla era su mentira preferida.

No era más que un borracho. Tras haber pasado por una exclusiva clínica de desintoxicación a mil dólares diarios, seguía siendo un adicto. Aun cuando pasara los martes por la noche por el local de Alcohólicos Anónimos situado en el sótano de una iglesia, seguiría siendo un borracho.

Nate comprendió que sus adicciones lo tenían atrapado y la desesperación se apoderó de él. Él pagaba aquel maldito barco; Jevy trabajaba para él. Si les ordenaba que diesen media vuelta y regresaran directamente a la tienda, ellos lo harían. Podía comprarle a Fernando toda la cerveza que tuviera, conservarla en hielo bajo la cubierta y pasarse el rato tomando tragos de Brahma hasta llegar a Bolivia. Y nadie habría podido hacer absolutamente nada por impedirlo.

Como si de un espejismo se tratara, Welly apareció con una taza de café recién hecho y una sonrisa en los labios.

Vou cozinhar —dijo.

Nate pensó que la comida le vendría bien. Aunque fuera otro plato de alubias con arroz y pollo hervido. La comida satisfaría sus gustos o, por lo menos, apartaría su atención de otros anhelos.

Comió muy despacio en la cubierta superior, solo en la oscuridad, ahuyentando a manotazos a los grandes mosquitos que se acercaban a su rostro. Cuando hubo terminado, se roció con repelente desde el cuello hasta los pies descalzos. El ataque había terminado y ahora sólo experimentaba unos ligeros efectos residuales. Ya no notaba el sabor de la cerveza ni aspiraba el aroma de los cacahuetes de su bar preferido. Se retiró a su refugio. Se había puesto otra vez a llover, sin viento ni truenos.

Josh había incluido en su equipaje cuatro libros para que pudiera cultivar el placer de la lectura. Ya había leído y releído todos los informes y memorandos. Todavía le quedaban los libros. Ya iba por la mitad del más delgado.

Se hundió en las profundidades de la hamaca y reanudó la lectura de la triste historia de las poblaciones nativas de Brasil.

Cuando el explorador portugués Pedro Álvares Cabral pisó por primera vez suelo brasileño en la costa de Bahía en abril del año 1500, había en el país cinco millones de indios, repartidos entre novecientas tribus. Hablaban mil ciento setenta y cinco idiomas y, exceptuando las habituales escaramuzas tribales, eran gente pacífica.

Cinco siglos después de haber sido «civilizada» por los europeos, la población indígena había sido diezmada. Sólo quedaban doscientos setenta mil individuos repartidos en doscientas seis tribus que hablaban ciento setenta idiomas. La guerra, los asesinatos, la esclavitud, las pérdidas territoriales, las enfermedades…, aquellas culturas civilizadas no habían olvidado ningún método de exterminio de los indios.

Era una historia repugnante y violenta. Cuando los indios eran pacíficos y trataban de colaborar con los colonizadores, contraían extrañas enfermedades —viruela, sarampión, fiebre amarilla, gripe, tuberculosis—, contra las cuales carecían de defensas naturales. Si no colaboraban, eran asesinados por unos hombres que utilizaban armas mucho más sofisticadas que las flechas y los dardos envenenados. Si oponían resistencia y mataban a sus atacantes, se les calificaba de salvajes.

Los mineros, los agricultores y los magnates del caucho los esclavizaban. Cualquier grupo que dispusiera de armas suficientes los arrancaba de sus hogares ancestrales. Eran quemados en la hoguera por los curas, perseguidos por ejércitos y bandas de malhechores, violados a voluntad por cualquier hombre que así lo quisiera y asesinados con total impunidad. En todos los momentos de la historia, tanto los más trascendentales como los más insignificantes, en que los intereses de los nativos brasileños hubieron entrado en conflicto con los de los blancos, los indios habían perdido.

Cuando uno lleva quinientos años perdiendo, apenas espera nada de la vida. El mayor problema con que se enfrentaban las tribus de la actualidad era el suicidio de sus jóvenes.

Tras varios siglos de genocidio, el Gobierno brasileño había llegado finalmente a la conclusión de que ya era hora de proteger a sus «nobles salvajes». Las matanzas habían sido condenadas por la comunidad internacional, por cuyo motivo se creó una burocracia especial y se aprobó una serie de leyes. A bombo y platillos, se devolvieron a los nativos algunas tierras tribales y en los mapas gubernamentales se trazaron unas líneas que las declaraban zonas de seguridad.

Pero el Gobierno también formaba parte del enemigo. En 1967, una investigación acerca de las actividades del organismo oficial encargado de los asuntos indios escandalizó a la mayoría de los brasileños. El informe reveló que los representantes de la administración, los especuladores de tierras y los propietarios de fincas agrarias —unos malhechores que o bien trabajaban para el organismo o bien lo tenían a su servicio— habían estado utilizando sistemáticamente armas químicas y bacteriológicas para eliminar a los indígenas. Entregaban a éstos prendas de vestir infectadas con los bacilos de la viruela y la tuberculosis. Por medio de aviones y helicópteros, bombardeaban sus poblados y tierras con bacterias letales.

En la cuenca del Amazonas y otras fronteras, los propietarios de las fincas agrícolas y de las minas se pasaban literalmente por el forro las líneas de los mapas.

En 1986, un propietario agrícola de Rondóma utilizó pulverizadores de insecticidas destinados a fumigar las cosechas para esparcir sustancias químicas letales en las cercanas tierras de los indios. Murieron treinta indígenas, pero el agricultor jamás fue procesado. En 1989, el propietario de una finca del Mato Grosso ofreció elevadas sumas a los cazadores de recompensas a cambio de las orejas de indios asesinados. En 1993, los representantes de unas minas de oro de Manaos atacaron a una pacífica tribu por el simple hecho de negarse a abandonar sus tierras. Trece indios fueron asesinados y jamás se practicó una detención.

En la década de los noventa, el Gobierno había intentado con medios agresivos abrir la cuenca del Amazonas, una zona de inmensos recursos naturales situada al norte del Pantanal. Pero los indios seguían interponiéndose en su camino. Casi todos los supervivientes habitaban en la cuenca; de hecho, se calculaba que nada menos que cincuenta tribus de la selva habían tenido la suerte de librarse del contacto con la civilización.

Ahora la civilización había vuelto al ataque. Los abusos contra los aborígenes eran cada vez más numerosos, coincidiendo con la penetración en la cuenca del Amazonas de las explotaciones mineras y madereras y de los propietarios de tierras, respaldados por el Gobierno.

La historia era fascinante, aunque deprimente. Nate se pasó varias horas leyendo, hasta que terminó el libro.

Se dirigió a la timonera y se tomó un café con Jevy. Había dejado de llover.

—¿Estaremos allí mañana por la mañana? —preguntó.

—Creo que sí.

Las luces del barco ascendían y descendían suavemente, siguiendo el ritmo de una corriente tan mansa que casi parecía que no se movieran.

—¿Tú tienes sangre india? —preguntó Nate, tras dudar un poco. Era una cuestión personal que en Estados Unidos nadie se habría atrevido a preguntar.

Jevy sonrió sin apartar los ojos del río.

—Todos nosotros tenemos sangre india. ¿Por qué lo pregunta?

—He estado leyendo la historia de los indios de Brasil.

—¿Y qué le parece?

—Muy trágica.

—Lo es. ¿Cree que los indios han sido maltratados aquí?

—Por supuesto que lo han sido.

—¿Y en su país?

Por una extraña razón, lo primero que acudió a la mente de Nate fue el general Custer. Por lo menos, los indios estadounidenses habían ganado algo. «Y nosotros no los quemábamos en la hoguera —pensó—, ni los rociábamos con sustancias químicas o los vendíamos como esclavos. ¿Estás seguro? ¿Y qué dices de las reservas?» En todas partes se cocían habas.

—Me temo que tampoco han sido muy bien tratados —reconoció en tono de derrota.

No le apetecía hablar de todo aquello.

Tras una prolongada pausa, Nate bajó al retrete. Cuando terminó su labor allí, tiró de la cadena y salió. Un agua de color amarronado bajó a la taza del excusado y empujó la porquería a través de un tubo que la vertió directamente al río.