La coordinadora de las Misiones de América del Sur se llamaba Neva Collier. Había nacido en un iglú, en Terranova, donde sus padres habían trabajado veinte años entre los inuit. Se había pasado once años en las montañas de Nueva Guinea y, a causa de ello, conocía por experiencia directa las dificultades y los retos con que se enfrentaban las aproximadamente novecientas personas cuyas actividades coordinaba.
Y ella era la única que sabía que Rachel Porter se había llamado en otros tiempos Rachel Lane y era hija ilegítima de Troy Phelan. Tras finalizar sus estudios de Medicina, Rachel había cambiado de apellido en su afán de borrar la mayor cantidad de huellas de su pasado que pudiera. No tenía familia, pues sus progenitores adoptivos habían muerto. Tampoco tenía hermanos. Ni tías, tíos o primos. Por lo menos, que ella supiera. Sólo tenía a Troy, y deseaba con toda el alma eliminarlo de su vida. Al terminar su período de preparación en el centro de estudios de Tribus del Mundo, Rachel reveló su secreto a Neva Collier.
Los altos mandos de Tribus del Mundo sabían que Rachel tenía secretos, pero sus antecedentes no serían un obstáculo en su afán de servir a Dios. Era médico —se había preparado en su centro de estudios— y una humilde sierva de Dios que estaba deseando desarrollar su labor en el campo de las misiones. Le habían prometido que jamás darían a conocer dato alguno sobre su identidad, ni siquiera su paradero en América del Sur.
Sentada en su pulcro y pequeño despacho de Houston, Neva leyó el extraordinario relato de la lectura del testamento del señor Phelan. Había seguido los pormenores del caso desde que se divulgara la noticia del suicidio.
La comunicación con Rachel suponía un proceso muy lento. Se intercambiaban correspondencia dos veces al año, en marzo y en agosto, y Rachel solía llamar una vez al año desde un teléfono público de Corumbá cuando se desplazaba a la ciudad para comprar provisiones. Neva había hablado con ella el año anterior. Su último permiso lo había disfrutado en el año 1992. Pero, al cabo de seis semanas, Rachel había decidido regresar al Pantanal. No le interesaba permanecer en Estados Unidos, le había confesado a Neva. Aquello no era su hogar. Su hogar estaba entre su gente.
A juzgar por los comentarios de los abogados que se reproducían en el reportaje, la cuestión distaba mucho de estar resuelta. Neva apartó a un lado el expediente y decidió esperar. En el momento oportuno, cualquiera que éste fuese, revelaría a la junta de gobierno la verdadera identidad de Rachel.
Confiaba en que semejante momento no llegara jamás; pero ¿cómo podían esconderse once mil millones de dólares?
Nadie confiaba en que los abogados se pusieran de acuerdo acerca del lugar en el que deberían reunirse. Cada bufete insistía en elegir el lugar. El hecho de que hubieran accedido a hacerlo con tan poca antelación constituía un verdadero milagro.
Al final, se reunieron en una sala de banquetes del hotel Ritz de Tysons Corner, en la que se habían colocado a toda prisa unas mesas, formando un cuadrado. Cuando se cerró la puerta, había en la sala casi cincuenta personas, pues cada bufete, para impresionar a los demás, se había sentido obligado a llevar a otros asociados y auxiliares jurídicos e incluso secretarias.
La tensión era casi palpable en el ambiente. No estaba presente ningún miembro de la familia Phelan, sólo sus equipos legales. Hark Gettys abrió la sesión y tuvo el oportuno gesto de contar un chiste muy divertido. Tal como ocurre cuando se hace un comentario humorístico en una sala de justicia, donde la gente está nerviosa y no piensa en las bromas, las carcajadas fueron sonoras y su efecto saludable. Después, Hark sugirió que un solo abogado de los sentados alrededor de las mesas en representación de cada uno de los herederos Phelan manifestara su parecer acerca del asunto. Él sería el último en hacerlo.
Alguien protestó.
—¿Quiénes son exactamente los herederos?
—Los seis hermanos Phelan —contestó Hark.
—¿Y qué me dice de las tres esposas?
—No son herederas. Son ex esposas.
Los abogados de éstas se enfadaron y, tras una acalorada discusión, amenazaron con retirarse de inmediato. Alguien aconsejó que se les permitiera hablar de todos modos, y así quedó zanjado el problema.
Grit, el pendenciero abogado contratado por Mary Ross Phelan Jackman y su marido, se levantó y defendió la necesidad de presentar batalla.
—No tenemos más remedio que impugnar el testamento —dijo—. No hubo ninguna influencia indebida y, por consiguiente, debemos demostrar que el viejo estaba más loco que un cencerro; hasta el extremo de arrojarse al vacío y legar una de las fortunas más grandes del mundo a una heredera desconocida. A mí eso me parece una locura. Ya encontraremos psiquiatras que lo confirmen.
—¿Y qué me dice de los tres que lo examinaron poco antes de que saltara? —preguntó alguien desde el otro lado de la mesa.
—Eso fue una tontería —contestó Grit—; se trató de una trampa, y ustedes cayeron en ella.
Hark y los demás abogados que habían aceptado la validez del examen psiquiátrico se mostraron ofendidos.
—Una percepción retrospectiva perfecta —dijo Yancy, dejando momentáneamente a Grit sin argumentos.
El equipo legal de Geena y Cody Strong estaba encabezado por una abogada llamada Langhorne, una mujer alta y gruesa, vestida con un modelo de Armani. Había sido profesora de la Facultad de Derecho de Georgetown y se dirigió a sus colegas con aire de superioridad. Punto uno: sólo había dos motivos para impugnar un testamento en Virginia, influencia indebida o pérdida de las facultades mentales. Puesto que nadie conocía a Rachel Lane, cabía suponer que ésta había tenido muy poco trato o ninguno con Troy. Por consiguiente, sería muy difícil demostrar que había ejercido en cierto modo una indebida influencia en su padre en el momento en que éste había otorgado su último testamento. Punto dos: su única esperanza era la incapacidad para testar. Punto tres: la posibilidad de un engaño se tenía que descartar. Era cierto que Troy había insistido en someterse al examen mental con falsos pretextos, pero no se podía impugnar un testamento sobre la base de un engaño. Un contrato sí, pero no un testamento. Su equipo ya había hecho las debidas investigaciones y ella tenía en su poder los casos si a alguien le interesaba echarles un vistazo.
Había elaborado una especie de informe y estaba impecablemente preparada. A su espalda tenía nada menos que a seis miembros de su bufete que la respaldaban.
Punto cuatro: sería muy difícil negar la validez del examen mental. Ella había visto el video. Lo más seguro era que perdiesen la guerra, pero les pagarían su participación en la batalla. Conclusión: impugnar el testamento con todas sus fuerzas y confiar en llegar a un lucrativo acto de conciliación al margen de los tribunales.
Su exposición duró diez minutos y apenas aportó nada nuevo. Le permitieron hablar sin interrumpirla, porque era mujer, y su resentimiento resultaba casi palpable.
Wally Bright, el de la escuela nocturna, fue el siguiente, y su intervención contrastó fuertemente con la de la señora Langhorne. Se quejó y protestó contra todas las injusticias en general. No tenía nada preparado, ni informes, ni notas, ni ideas acerca de lo que iba a decir a continuación; simple palabrería de un camorrista que siempre salía bien librado por los pelos.
Dos de los abogados de Lillian se levantaron simultáneamente como si estuvieran unidos por la cadera. Ambos vestían de negro y tenían el pálido semblante propio de los abogados especializados en cuestiones testamentarias que raras veces veían la luz del sol. Uno empezaba una frase y el otro la terminaba. Uno formulaba una pregunta retórica y el otro tenía la respuesta a punto. Uno mencionaba un expediente y el otro lo sacaba de un maletín. El equipo de abogados expuso toda una serie de lugares comunes y su intervención fue eficaz hasta cierto punto, limitándose a repetir brevemente lo que ya se había dicho.
Estaban llegando rápidamente a un consenso. Debían presentar batalla porque: a) tenían muy poco que perder, b) no tenían otra cosa que hacer, y c) era la única manera de forzar un arreglo. Por no hablar de d) las elevadas tarifas horarias que iban a cobrar.
Yancy se mostró especialmente partidario de un pleito. Y con razón. Ramble era el único heredero menor de edad y no tenía deudas. El fideicomiso, por el que entraría en posesión de cinco millones de dólares al cumplir los veintiún años de edad, se había establecido varias décadas atrás y no podía anularse. Teniendo cinco millones de dólares garantizados, Ramble se encontraba en una situación económica mucho mejor que cualquiera de sus hermanos. Puesto que no tenía nada que perder, ¿por qué no entablar un pleito para intentar obtener algo más?
Transcurrió una hora antes de que alguien mencionara la cláusula del testamento relativa a la impugnación. Los herederos, incluido Ramble, corrían el peligro de perder lo poco que Troy les había dejado en caso de que decidiesen impugnar el testamento. Los abogados apenas prestaron atención a aquel detalle. Ya habían resuelto hacer esto último y sabían que sus voraces clientes seguirían sus consejos.
Pero se callaron muchas cosas. Para empezar, el pleito sería muy pesado. Lo más prudente y menos costoso sería elegir un bufete con experiencia para que actuara como equipo jurídico principal. Los demás ocuparían un segundo plano, seguirían defendiendo a sus clientes y estarían al corriente de todas las novedades que se fueran produciendo. Semejante estrategia les exigiría dos cosas: uno, cooperación, y dos, la voluntaria reducción de casi todos los egos presentes en la sala.
Sin embargo, semejante exigencia no se mencionó ni una sola vez en el transcurso de las tres horas que duró la reunión.
Sin haber urdido exactamente una intriga —pues éstas requieren colaboración—, los abogados habían logrado dividir a los herederos de forma tal que no hubiese dos que compartieran el mismo bufete. Por medio de una hábil manipulación que no se enseña en las facultades de Derecho sino que se adquiere espontáneamente más tarde, los abogados habían convencido a sus clientes de la necesidad de hablar con ellos más que con sus coherederos. La confianza no era una virtud de los Phelan, y tampoco de sus abogados.
La cosa amenazaba con convertirse en un pleito tan prolongado como caótico.
No hubo ni una sola voz que tuviera la valentía de sugerir que se dejara en paz el testamento. Nadie tenía el menor interés en cumplir los deseos del hombre que había amasado la fortuna de la que ahora ellos pretendían apoderarse por medio de maquinaciones.
Durante el tercer o cuarto recorrido por las mesas, se intentó establecer la cuantía de las deudas de cada uno de los seis herederos en el momento de la muerte del señor Phelan, pero el intento fracasó por culpa de toda una serie de quisquillosas minucias legales.
—¿Están incluidas las deudas de los cónyuges? —preguntó Hark, el abogado de Rex cuya esposa Amber, la bailarina de striptease, era propietaria de varios clubes de alterne y la titular de casi todas las deudas.
—¿Y las deudas tributarias? —preguntó el abogado de Troy Junior, que llevaba quince años teniendo dificultades con Hacienda.
—Mis clientes no me han autorizado a divulgar información de carácter económico —dijo Langhorne, dando definitivamente por zanjado el asunto.
Las reticencias de los abogados confirmaron lo que todo el mundo sabía: los herederos Phelan estaban hundidos hasta el cuello en préstamos e hipotecas.
Todos los abogados, precisamente por el hecho de serlo, se sentían profundamente preocupados por la publicidad y la forma en que los medios de comunicación presentarían su lucha. Sus clientes no eran sencillamente un hatajo de hijos mimados y codiciosos, a quienes su padre había desheredado. Pero los abogados temían que la prensa se quedara sólo con esta imagen. La manera en que los demás percibieran los hechos revestía una importancia fundamental.
—Sugiero que contratemos los servicios de una empresa de relaciones públicas —propuso Hark.
Era una idea fabulosa que los demás se apresuraron a aceptar. Contratar a un profesional que presentara a los herederos Phelan como unos apenados hijos que habían amado con todo su corazón a un padre excéntrico, libertino y medio loco… que no tenía tiempo para ellos. ¡Eso era! Había que presentar a Troy como un hombre malvado, ¡y convertir a sus clientes en unas víctimas!
La idea adquirió cuerpo y se propagó alegremente por las mesas hasta que alguien preguntó cómo demonios iban a pagar semejante servicio.
—Son tremendamente caros —dijo un abogado que cobraba nada menos que seiscientos dólares la hora por sus servicios directos y cuatrocientos por los de cada uno de sus tres inútiles asociados.
De pronto, la propuesta perdió rápidamente fuerza, hasta que Hark apuntó tímidamente la posibilidad de que cada bufete aportara una cantidad de dinero para tal fin. Los participantes en la reunión se convirtieron de repente en unos seres increíblemente taciturnos. Los que tantas cosas tenían que decir acerca de todo se sentían ahora cautivados por el mágico lenguaje de los informes y los casos antiguos.
—Ya hablaremos de ello más tarde —dijo Hark, tratando de salvar las apariencias.
Estaba claro que la idea jamás volvería a mencionarse.
A continuación, pasaron a analizar la cuestión de Rachel y su posible paradero. ¿Y si contrataban los servicios de una importante empresa de seguridad para que la localizase? Casualmente casi todos los abogados presentes conocían alguna. La idea era muy sugestiva y despertó más interés del que hubiera debido. ¿Qué abogado no querría representar a la heredera elegida?
Sin embargo, optaron por no buscar a Rachel, sobre todo porque no lograron ponerse de acuerdo acerca de qué harían en caso de que la encontrasen. Estaban seguros de que ésta no tardaría en aparecer, sin duda rodeada por todo un séquito de letrados.
La reunión terminó con una nota de optimismo. Los abogados habían conseguido lo que se proponían. Se despidieron, acordando llamar de inmediato a sus clientes para comunicarles con orgullo que estaban haciéndose muchos progresos. Podían decir, inequívocamente, que la opinión unánime de los abogados de los Phelan era la de impugnar el testamento con todas sus fuerzas.