20

La tormenta descargó al anochecer, mientras Welly estaba preparando el arroz en la cocina y Jevy contemplaba cómo las aguas del río se iban oscureciendo. Una súbita ráfaga de viento azotó violentamente la hamaca y despertó a Nate, obligándolo a levantarse de un salto. A continuación, vinieron los truenos y los relámpagos. Nate se acercó a Jevy y observó la inmensa oscuridad que se extendía hacia el norte.

—Una buena tormenta —dijo Jevy con aparente indiferencia.

«¿No convendría que amarráramos este trasto —pensó Nate—, o que por lo menos buscáramos unas aguas más someras?» Jevy no parecía preocupado; su imperturbabilidad resultaba en cierto modo consoladora. Cuando empezó a llover, Nate bajó a tomarse su arroz con alubias. Comió en silencio mientras Welly permanecía sentado en un rincón del camarote. La bombilla del techo oscilaba y el viento sacudía peligrosamente la embarcación. Unas gruesas gotas de lluvia golpeaban las ventanas.

En el puente, Jevy se puso un poncho amarillo manchado de grasa y luchó contra el agua que le azotaba el rostro. La pequeña timonera carecía de ventanas. Los dos reflectores intentaban mostrar el camino en medio de la oscuridad, pero apenas conseguían iluminar quince metros de las embravecidas aguas que tenían delante. Jevy conocía muy bien el río y había pasado por tormentas mucho peores.

El balanceo y los cabeceos del barco dificultaban la lectura. Al cabo de unos cuantos minutos, Nate empezó a marearse. En su maleta encontró un poncho con capucha largo hasta la rodilla. Josh había estado en todo. Agarrándose a las barandillas subió lentamente los peldaños y encontró a Welly acurrucado junto a la timonera, completamente empapado.

El curso del río se desviaba hacia el este, en dirección al corazón del Pantanal y, cuando el barco dobló el meandro, el viento le azotó el costado y lo sacudió con tal fuerza que Nate y Welly se vieron lanzados violentamente hacia la borda. Jevy permanecía apoyado contra la puerta de la timonera, con los musculosos brazos firmemente cruzados, procurando no perder el control en ningún momento.

Las ráfagas de viento se sucedían implacables a intervalos de pocos segundos, hasta que el Santa Loura ya no pudo navegar contra la corriente. Ahora la fría lluvia los azotaba con fuerza y les caía encima formando densas cortinas. Jevy encontró una alargada linterna en una caja que había al lado del timón, y se la entregó a Welly.

—¡Busca la orilla! —le indicó a voz en grito, luchando contra el viento y la fuerte lluvia.

Nate avanzó pegado al costado del barco porque también quería comprobar hacia dónde se dirigían.

Sin embargo, el haz luminoso no captó más que una cortina de lluvia tan espesa que parecía niebla, arremolinándose por encima de la superficie del agua.

Los relámpagos acudieron en su ayuda. Bajo su resplandor, pudieron ver la densa vegetación de la orilla no muy lejos del lugar donde en aquellos momentos se encontraban. El viento los empujaba hacia ella.

Welly gritó y Jevy le contestó con otro grito, justo en el momento en que una nueva ráfaga de viento azotaba violentamente el barco y lo hacía escorar peligrosamente por la banda de estribor. La súbita sacudida le arrancó a Welly la linterna de las manos y los tres la vieron desaparecer bajo el agua. Agachado en el pasamano y agarrado a la barandilla, chorreando agua y temblando, Nate pensó que estaba a punto de ocurrir una de entre dos posibilidades y que ninguna de ellas estaba bajo su control. La primera: el barco estaba a punto de zozobrar. O, en caso de que no zozobrara, estaba a punto de ser empujado contra el lodazal de la orilla del río, donde vivían los caimanes. Estaba simplemente un poco asustado hasta que recordó los papeles.

Los papeles no debían perderse en ninguna circunstancia. Se levantó de repente en el momento en que el barco volvía a escorar, y estuvo en un tris de caer por la borda.

—¡Tengo que bajar! —le gritó a Jevy.

El capitán, que también parecía asustado, sujetaba fuertemente el timón.

De espaldas al viento, Nate bajó por los peldaños de rejilla. La cubierta estaba resbaladiza a causa del gasóleo que se escapaba de un barril volcado. Trató de levantarlo, pero para ello hubieran hecho falta dos hombres. Se agachó para entrar en el camarote, arrojó el poncho a un rincón y fue por la cartera que guardaba bajo la litera. El viento azotó con fuerza el barco, que cabeceó y lo sorprendió en un momento en que no estaba agarrado a nada, arrojándolo violentamente contra el mamparo con los pies por encima de la cabeza.

Nate tenía muy claro que había dos cosas que no podía perder. Primero, los papeles; segundo, el teléfono satélite. Ambas cosas se encontraban en la cartera, que era nueva y muy bonita, pero no impermeable. La apretó contra su pecho y permaneció tendido en la litera mientras el Santa Loura capeaba el temporal. De repente, cesó la vibración. Nate pensó que Jevy había apagado el motor accionando algún mando. Oyó las pisadas de los dos tripulantes directamente por encima de su cabeza. «Estamos a punto de ser lanzados contra la orilla —pensó—, y es mejor que la hélice esté libre. Seguramente no se trata de un problema en el motor».

Se apagaron las luces. La oscuridad era total.

Tendido completamente a oscuras en su litera, zarandeado por los balanceos y cabeceos del barco a la espera de que éste se estrellara contra la orilla, a Nate se le ocurrió una horrible posibilidad. En caso de que Rachel Lane se negara a firmar el acuse de recibo, la renuncia o ambos, quizá fuese necesario un viaje de regreso. Meses de camino, tal vez años; alguien, probablemente él mismo, se vería obligado a subir de nuevo por el río Paraguay para comunicarle a la misionera más rica del mundo que los trámites ya habían terminado y el dinero era suyo.

Había leído que los misioneros se tomaban permisos, unas largas pausas en su tarea, en las que regresaban a Estados Unidos para recargar las pilas. ¿Por qué no podía Rachel tomarse un permiso, quizás incluso volar a casa con él, y quedarse allí el tiempo que hiciera falta para que se resolvieran todos los embrollos de su papá? A cambio de once mil millones de dólares, era lo menos que podía hacer. En caso de que tuviera ocasión de verla, se lo sugeriría. Se produjo una violenta sacudida y Nate fue arrojado al suelo. Habían chocado contra la maleza de la orilla.

El Santa Loura era un barco de fondo plano, construido, como todas las embarcaciones del Pantanal, de forma tal que pudiera superar los bancos de arena y resistir los golpes de los detritos arrastrados por la corriente. Cuando cesó la tormenta, Jevy puso en marcha el motor y se pasó media hora empujando la embarcación hacia delante y hacia atrás para sacarla poco a poco de la arena y el lodo. Cuando al fin lo consiguieron, Welly y Nate limpiaron la cubierta de las ramas y los restos de maleza que le habían caído encima. Registraron el barco por si hubiera nuevos «pasajeros», pero no encontraron ni serpientes ni jacarés. Durante una rápida pausa para tomar un café, Jevy contó la historia de una anaconda que años atrás había conseguido introducirse a bordo de un barco y había atacado a un marinero mientras éste dormía.

Nate dijo que prefería que no le contaran historias de serpientes. Había hecho un registro muy lento y exhaustivo.

Las nubes se disiparon y una preciosa media luna brilló sobre el río. Welly preparó café. Después de la violencia de la tormenta, el Pantanal parecía firmemente dispuesto a quedarse absolutamente quieto. El río estaba tan inmóvil como un espejo. La luna los guiaba, se ocultaba cuando ellos seguían los meandros del río, pero aparecía de nuevo cuando ellos volvían a navegar rumbo al norte.

Como ahora ya era casi medio brasileño, Nate se había quitado el reloj de pulsera. El tiempo apenas tenía importancia. Era tarde, probablemente medianoche. La lluvia los había golpeado durante cuatro horas seguidas.

Nate se pasó unas cuantas horas durmiendo en la hamaca y despertó poco antes del amanecer. Encontró a Jevy roncando en su litera del pequeño camarote que había detrás de la timonera. Welly estaba al timón, también medio dormido. Nate lo envió por un café y se puso al timón del Santa Loura.

Las nubes cubrían nuevamente el cielo, pero no parecía que fuera a llover. El río estaba cubierto de hojas y ramas, los restos de la última tormenta nocturna. Era muy ancho y no había tráfico, por lo que Nate, el capitán, envió a Welly a echar una siesta en la hamaca mientras gobernaba el barco.

Aquello no podía compararse con una sala de justicia. Iba descalzo y sin camisa y estaba tomándose un exquisito café azucarado mientras encabezaba una expedición al corazón de las marismas más grandes del mundo. En sus días de mayor gloria, habría estado corriendo a un juicio y haciendo diez cosas a la vez, con teléfonos asomando por todos los bolsillos. No echaba en absoluto de menos nada de todo aquello; ningún abogado que estuviera en sus cabales lo habría hecho, pero ni uno solo de ellos lo hubiera reconocido.

El barco navegaba prácticamente solo. Con los prismáticos de Jevy, Nate observaba la orilla, buscando la presencia de jacarés, serpientes y capivaras. Y contaba los tuiuius, los grandes pájaros blancos de largo cuello y cabeza roja que se habían convertido en el símbolo del Pantanal. En un banco de arena vio una bandada de doce ejemplares. Los pájaros permanecieron inmóviles, contemplando el paso del barco. El capitán y su adormilada tripulación seguían navegando rumbo al norte cuando el cielo se tiñó de anaranjado y empezó el nuevo día. Se adentraban cada vez más en el Pantanal, sin saber adónde los conduciría su travesía.