19

Tras el levantamiento de la sesión se produjeron tres disputas en el vestíbulo. Por suerte, en ninguna un Phelan se peleó con otro u otros Phelan. Eso vendría más adelante.

Mientras los decepcionados familiares eran consolados por sus abogados en el interior de la sala, fuera aguardaba un numeroso grupo de reporteros. Troy junior fue el primero en salir e inmediatamente fue rodeado por una manada de lobos, varios de ellos con los micrófonos en posición de ataque. Pero, en primer lugar, éste se encontraba bajo los efectos de una resaca y, en segundo, ahora que tenía quinientos millones menos, no se sentía de humor para hablar de su padre.

—¿Está usted sorprendido? —le preguntó un idiota desde detrás de un micrófono.

—Por supuesto que sí —contestó él, tratando de abrirse paso entre la gente.

—¿Quién es Rachel Lane? —preguntó otro.

—Supongo que mi hermana —replicó él.

Un joven flacucho de ojos estúpidos y semblante macilento se plantó directamente ante él y, acercándole un magnetófono al rostro, le preguntó:

—¿Cuántos hijos ilegítimos tuvo su padre?

Troy Junior apartó instintivamente el magnetófono y el aparato golpeó con fuerza el rostro del reportero justo por encima de la nariz. Mientras el joven periodista flacucho se tambaleaba, Troy junior le soltó un fuerte derechazo que le alcanzó la oreja y lo derribó al suelo. En medio del alboroto apareció providencialmente un agente, que empujó a Troy junior en otra dirección y se lo llevó rápidamente de allí.

Ramble soltó un escupitajo contra otro reportero, a quien un compañero tuvo que sujetar, recordándole que el chico era menor de edad.

El tercer incidente tuvo lugar cuando Libbigail y Spike abandonaron la sala con paso cansino detrás de Wally Bright.

—¡Sin comentarios! —gritó Bright dirigiéndose a la horda que cerraba filas alrededor de él—. ¡Sin comentarios! ¡Apártense, por favor!

Libbigail, que no paraba de llorar, tropezó con un cable de televisión y se tambaleó sobre un reportero, provocando su caída. Se oyeron gritos y maldiciones, y mientras el reportero permanecía a gatas en el suelo tratando de levantarse, Spike le propinó un puntapié en las costillas. El hombre soltó un grito y volvió a caer. Mientras agitaba los brazos tratando de incorporarse, su pie pisó el dobladillo del vestido de Libbigail, quien le propinó una bofetada. Spike estaba a punto de asesinarlo cuando intervino un agente. De hecho, los agentes intervenían en todas las peleas, siempre de parte de los Phelan y contra los reporteros. Después ayudaban a los afligidos herederos y a sus abogados a bajar por la escalera, cruzar el vestíbulo y abandonar el edificio.

El abogado Grit, que representaba a Mary Ross Phelan Jackman, se quedó pasmado al ver tantos periodistas. Al recordar la primera enmienda a la Constitución de Estados Unidos o, por lo menos, los rudimentarios conocimientos que él tenía de ella, se sintió obligado a hablar con toda sinceridad. Rodeando con el brazo a su desolada cliente, expuso a los periodistas su primera reacción ante aquel testamento inesperado. Era con toda evidencia la obra de un demente, dijo. ¿De qué otro modo podía explicarse la cesión de una fortuna tan inmensa a una heredera desconocida? Su cliente adoraba a su padre, lo amaba profundamente y le reverenciaba. Mientras Grit seguía largando sobre el increíble amor que unía a padre e hija, Mary Ross captó finalmente la insinuación y se echó a llorar. El propio Grit parecía al borde de las lágrimas.

Sí, lucharían. Presentarían batalla contra aquella grave injusticia ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos. ¿Por qué? Porque aquélla no era la obra del Troy Phelan que ellos conocían. Él era bueno y amaba a sus hijos tanto como éstos lo amaban a él. Estaban unidos por un vínculo increíble, forjado en medio de la tragedia y las penalidades. Lucharían, porque cuando su amado padre había garabateado aquel horrible documento, no estaba en sus cabales.

Josh Stafford no tenía ninguna prisa en marcharse. Habló pausadamente con Hark Gettys y algunos abogados de las otras mesas. Prometió enviarles copias del terrible testamento. El trato fue inicialmente cordial, pero las hostilidades no tardarían en aparecer. Un reportero del Post a quien él conocía estaba aguardándolo en el vestíbulo. Josh se pasó diez minutos conversando con él sin decirle nada. Rachel Lane era un personaje de particular interés; tanto su historia como su paradero. Las preguntas eran muchas, pero Josh no tenía respuestas.

Estaba seguro de que Nate la localizaría antes que nadie.

La noticia se propagó. Desde la sala de justicia llegó a las ondas de los últimos artilugios de las telecomunicaciones y el hardware de la alta tecnología. Los reporteros utilizaban los teléfonos móviles, los ordenadores portátiles y los buscapersonas, hablando sin pensar.

Los principales canales empezaron a divulgar la noticia cada veinte minutos una vez finalizada la sesión y, una hora después, la primera cadena que emitía telediarios durante las veinticuatro horas del día, interrumpió la serie de noticias repetidas para conectar en directo con una reportera, hablando ante las cámaras a las puertas del palacio de justicia.

—Noticia sorprendente desde aquí… —empezó la reportera, soltando un relato de la historia, en buena parte fidedigno.

Sentado al fondo de la sala se hallaba Pat Solomon, la última persona seleccionada por Troy Phelan para dirigir el Grupo Phelan. Había sido director general durante seis años, un período muy tranquilo y provechoso.

Solomon abandonó el palacio de justicia sin que ningún reportero lo reconociera. Mientras se alejaba de allí, sentado en el asiento posterior de su limusina, trató de analizar la última bomba de Troy. Ésta no le había causado la menor extrañeza. Tras dos décadas de trabajos para Troy, ya estaba curado de espantos. La reacción de sus estúpidos hijos y de sus abogados era consoladora. En cierta ocasión, a Solomon se le había encargado la imposible tarea de buscarle a Troy junior un puesto en la compañía que éste pudiera ocupar sin provocar una caída de los beneficios trimestrales. Había sido una pesadilla. Mimado, inmaduro, pésimamente educado y carente de los más elementales conocimientos de administración empresarial, Troy Junior había pasado sin miramientos por toda una división del sector de minerales antes de que a Solomon le dieran luz verde para despedirlo.

Unos años más tarde había ocurrido un episodio similar con Rex, ansioso de ganarse la aprobación de su padre y su dinero. Al final, Rex había acudido a Troy en un intento de que éste despidiera a Solomon.

Las mujeres y otros hijos se habían pasado varios años tratando de introducirse en la empresa, pero Troy se había mantenido firme. Aunque su vida privada fuese un fracaso, nada obstaculizaría la marcha de su amada empresa.

Solomon y Troy jamás habían sido íntimos amigos. En realidad, nadie, tal vez con la única excepción de Josh Stafford, había conseguido convertirse en su confidente. Las rubias que habían desfilado por su vida habían compartido las comprensibles intimidades, pero Troy no tenía amigos. Y, cuando empezó a apartarse y se inició su declive tanto físico como mental, los directivos de la empresa comentaban a menudo en voz baja la cuestión de la propiedad de la empresa. Estaban seguros de que Troy no se la dejaría a sus hijos.

Y no lo había hecho, por lo menos en lo que a los sospechosos habituales se refería.

El consejo de administración estaba esperando en el piso decimocuarto, en la misma sala de juntas donde Troy había sacado su testamento antes de emprender el vuelo. Solomon describió la escena de la sala de justicia y su brillante relato adquirió tintes humorísticos. La idea de que los herederos pudieran hacerse con el control del grupo de empresas había causado una enorme inquietud en el consejo de administración. Troy junior había hecho saber que él y sus hermanos contaban con los votos necesarios para obtener la mayoría y que su intención era limpiar la casa para conseguir unos saneados beneficios.

Los miembros del consejo querían noticias sobre Jame, la segunda ex esposa. Era secretaria de la empresa antes de ascender a la categoría de amante y, posteriormente, de esposa, y tras alcanzar la cumbre había maltratado y ofendido a muchos empleados. Hasta que Troy la desterró de la sede central.

—Se ha ido llorando —dijo jovialmente Solomon.

—¿Y Rex? —preguntó uno de los directores, el principal ejecutivo económico a quien Rex había despedido una vez en un ascensor.

—No parecía muy contento que digamos. Está bajo investigación, ¿sabéis?

Los miembros del consejo de administración hablaron de casi todos los hijos y de todas las esposas y la reunión se convirtió en una fiesta.

—He contado veintidós abogados —dijo Solomon con una sonrisa—. Todos estaban bastante tristes.

Por tratarse de una reunión informal del consejo de administración, la ausencia de Josh carecía de importancia. El jefe del departamento jurídico había dicho que, bien mirado, el testamento había sido una suerte. Sólo tendrían que enfrentarse con una heredera desconocida en lugar de con seis idiotas.

—¿Se tiene alguna idea de dónde está esa mujer?

—Ninguna —contestó Solomon—. Puede que Josh sepa algo.

A última hora de la tarde Josh se vio obligado a salir de su despacho y refugiarse en una pequeña biblioteca situada en el sótano de su edificio. Su secretaria dejó de contar los mensajes telefónicos al llegar a ciento veinte. El vestíbulo de la entrada principal se había llenado de reporteros a última hora de la mañana. Josh había dado a sus secretarias la orden estricta de que nadie lo molestara durante una hora, por lo que la llamada a la puerta lo irritó especialmente.

—¿Quién es? —preguntó en tono de mal humor, mirando hacia la puerta.

—Una emergencia, señor —contestó una secretaria sin entrar.

—Pase.

La secretaria asomó la cabeza justo lo suficiente para mirarlo a la cara y decirle:

—Es el señor O’Riley.

Josh dejó de frotarse las sienes e incluso llegó al extremo de sonreír. Miró alrededor y recordó que en aquella estancia no había ningún teléfono. La secretaria se adelantó dos pasos, depositó un teléfono inalámbrico sobre la mesa y se retiró.

—Nate —dijo Josh contra el auricular.

—¿Eres tú, Josh? —fue la respuesta.

El volumen estaba bien, pero las palabras sonaban un poco estridentes. La recepción era mejor que la de la mayor parte de los teléfonos de automóvil.

—¿Me oyes bien, Nate?

—Sí.

—¿Dónde estás?

—Estoy con el teléfono satélite, en la popa de mi pequeño yate, flotando por el río Paraguay. ¿Me oyes?

—Sí, muy bien. ¿Cómo te encuentras, Nate?

—Maravillosamente bien, me lo paso en grande; sólo tenemos un pequeño problema en el barco.

—¿Qué clase de problema?

—Bueno, la hélice se enganchó con un trozo de cabo viejo y el carburador del motor se obturó. La tripulación está intentando desenredarlo, y yo superviso la operación.

—Parece que estás estupendamente bien.

—Es una aventura, ¿no, Josh?

—Pues claro. ¿Has averiguado algo sobre la chica?

—Qué va. Nos encontramos a un par de días del lugar como mucho, pero nos hemos visto obligados a retroceder. No estoy muy seguro de que consigamos llegar hasta allí.

—Tienes que hacerlo, Nate. Esta mañana se ha procedido a la lectura pública del testamento en el palacio de justicia. El mundo entero no tardará en emprender la búsqueda de Rachel Lane.

—Yo no me preocuparía por eso. Está muy bien protegida.

—Ojalá me encontrase a tu lado.

—La señal se cortó por un instante.

—¿Qué has dicho? —preguntó Nate, levantando la voz.

—Nada. O sea, que la verás dentro de un par de días, ¿verdad?

—Con un poco de suerte. El barco navega las veinticuatro horas del día, pero lo hacemos remontando la corriente y, como estamos en la estación de las lluvias, los ríos bajan muy llenos. Además, no sabemos muy bien adónde vamos. Lo de los dos días es un cálculo muy optimista, suponiendo que consigamos arreglar la maldita hélice.

—Pero hace buen tiempo —dijo Josh por decir algo.

No tenían demasiado de qué hablar. Nate O’Riley estaba vivo, se encontraba bien y se estaba dirigiendo más o menos hacia su objetivo.

—Hace un calor de mil demonios y llueve cinco veces al día. Por lo demás, todo esto es precioso.

—¿Alguna serpiente?

—Un par. Unas anacondas más largas que el barco. Montones de caimanes. Unas ratas del tamaño de perros. Las llaman capivaras. Viven en las orillas de los ríos, entre los caimanes, y cuando éstos tienen mucha hambre, las matan y se las comen.

—Pero tú tienes comida suficiente, ¿verdad?

—Sí, claro. El barco está lleno de alubias negras y arroz. Welly me las cocina tres veces al día.

Nate hablaba con el tono de voz propio de un intrépido aventurero.

—¿Quién es Welly?

—Mi marinero. Ahora mismo está debajo del barco, a cuatro metros de profundidad, conteniendo la respiración y cortando el cabo enredado en la hélice. Tal como ya te he dicho, estoy supervisando la operación.

—Tú no te metas en el agua, Nate.

—¿Bromeas? Yo estoy en cubierta. Oye, tengo que dejarte. Esto gasta mucha electricidad y no he encontrado la manera de recargar las pilas.

—¿Cuándo volverás a llamar?

—Procuraré hacerlo cuando haya localizado a Rachel Lane.

—Buena idea; pero llama si se presenta algún problema.

—¿Y por qué iba a hacerlo, Josh? Tú no podrías hacer absolutamente nada.

—Tienes razón. Pues no llames.