18

Era una simple vista, la lectura de un testamento, pero los detalles revestían una importancia trascendental. F. Parr Wycliff apenas había pensado en otra cosa durante las fiestas navideñas. Todos los asientos de su sala estarían ocupados y los presentes se apretujarían en tres filas contra las paredes. Estaba tan preocupado que, al día siguiente de la Navidad, se había dado una vuelta por su sala vacía, tratando de buscar algún medio de acomodar a todo el mundo.

Como era de esperar, los medios de comunicación se habían descontrolado. Querían introducir las cámaras en la sala y él se había negado en redondo a que lo hicieran. Querían colocar cámaras en los pasillos, de cara a las ventanitas cuadradas que había en las puertas, y él había dicho rotundamente que no. Querían asientos preferentes y él también les había dicho que no. Asimismo, querían entrevistarlo, pero, de momento, él estaba quitándoselos de encima.

Los abogados también habían decidido organizar un buen espectáculo. Algunos querían que la vista se celebrara a puerta cerrada y otros, por razones obvias, que fuese televisada. Algunos querían el documento sellado y otros querían que se les enviaran copias del testamento por fax para poder examinarlo. Pedían esto y aquello, solicitaban sentarse aquí o allá, querían saber quién sería autorizado a entrar en la sala y quién no. Varios abogados llegaron al extremo de sugerir que se les permitiera abrir y leer el testamento. Era muy largo y, a lo mejor, ellos se verían obligados a explicar algunas de las disposiciones más complicadas durante la lectura.

Wycliff llegó muy temprano y se reunió con los agentes adicionales que había solicitado. Éstos lo siguieron, junto con su secretaria y su secretario judicial, y lo acompañaron en un recorrido por la sala mientras distribuía los asientos, comprobaba el funcionamiento del sistema de altavoces y contaba las sillas. Estaba muy preocupado por los detalles. Alguien dijo que el equipo de un telediario trataba de sentar sus reales al fondo del pasillo, y él envió rápidamente a uno de sus agentes para que recuperara el control de la zona.

Una vez que todo estuvo organizado en la sala, Wycliff se retiró a su despacho para dedicarse a otros asuntos. Le resultaba muy difícil concentrarse. Jamás su agenda volvería a prometer semejante emoción. De una forma muy egoísta, esperaba que el testamento de Troy Phelan fuera escandalosamente polémico, que despojara del dinero a una ex familia y se lo otorgara a otra. A lo mejor, el viejo había jodido a todos sus extravagantes hijos y había hecho rica a otra persona. Una larga y desagradable contienda testamentaria sin duda animaría la vulgar carrera de Wycliff en el campo de la legalización de testamentos. Él sería el centro de una tormenta que duraría muchos años, pues estaban en juego once mil millones de dólares.

Tenía la certeza de que eso era lo que iba a ocurrir. Solo y con la puerta cerrada, se pasó quince minutos planchándose la toga. El primer espectador fue un reportero que llegó poco después de las ocho y al que, por ser el primero, se le sometió a un exhaustivo registro por parte del nervioso equipo de guardias de seguridad que vigilaba la puerta de doble hoja de la sala. Lo acogieron con muy malos modos, le pidieron que mostrara un documento de identidad con fotografía y firmase un impreso especial destinado a los periodistas, examinaron su cuaderno de notas como si fuera una granada de mano y después lo hicieron pasar por el detector de metales, donde dos fornidos guardias sufrieron una decepción al ver que no se disparaban las alarmas a su paso. Una vez dentro, otro guardia uniformado lo acompañó por el pasillo central hasta un asiento de la tercera fila. El reportero se sentó y soltó un suspiro de alivio. La sala estaba vacía.

La vista tenía que empezar a las diez, pero a las nueve ya se había congregado una considerable cantidad de personas en el vestíbulo que había fuera de la sala. Los guardias de seguridad se estaban tomando con mucha calma el papeleo y los registros. En el pasillo se había formado una cola.

Algunos abogados de los herederos Phelan llegaron con muchas prisas y se mostraron extremadamente irritados por el hecho de que no pudieran acceder de inmediato a la sala. Se intercambiaron algunas palabras gruesas y tanto los abogados como los agentes del juez intercambiaron amenazas. Alguien exigió la presencia de Wycliff, pero éste se hallaba muy ocupado sacándose brillo a las botas y no permitió que lo molestaran. Al igual que una novia antes de la boda, no quería que los invitados lo vieran. El hecho de que los herederos y los abogados tuviesen preferencia alivió la tensa situación.

La sala se fue llenando poco a poco. Se colocaron unas mesas en forma de U, con el estrado del juez en el extremo abierto para que su señoría pudiera escudriñar, desde su elevada posición, tanto a los abogados como a los herederos y al público. A la izquierda del estrado, delante de la tribuna del jurado, había una mesa alargada, junto a la cual se sentaron los Phelan. Troy junior fue el primero, seguido de Biff. Los acompañaron al lugar más próximo al estrado del juez y allí se sentaron con tres abogados de su equipo jurídico, tratando desesperadamente de aparentar tristeza al tiempo que fingían ignorar la existencia de todos los presentes en la sala. Biff estaba furiosa porque el servicio de seguridad le había confiscado el teléfono móvil. No podría efectuar ninguna llamada relacionada con su actividad inmobiliaria.

Ramble fue el siguiente. Con vistas a aquella señalada ocasión no se había arreglado el cabello, el cual aún conservaba mechones de color verde lima y llevaba dos semanas sin ver el agua. Los aros lucían en todo su esplendor en la oreja, la nariz y la ceja. Chupa de cuero negro y tatuajes provisionales en los huesudos brazos. Vaqueros deshilachados, viejas botas y actitud enfurruñada. Cuando bajó por el pasillo, llamó la atención de los periodistas. Yancy, su alto abogado hippie que se las había ingeniado para permanecer al lado de su valioso cliente, se pasó el rato mimándolo y preocupándose de él.

Yancy echó un rápido vistazo a la disposición de los asientos y pidió sentarse lo más lejos posible de Troy junior. El ayudante del juez accedió a su petición y los colocó al fondo de una mesa provisional situada delante del estrado del juez. Ramble se hundió en su asiento con el cabello verde colgando sobre el respaldo. Los presentes en la sala lo miraron horrorizados… ¿era posible que aquella cosa estuviese a punto de heredar quinientos millones de dólares? Sin duda se armaría un jaleo tremendo.

A continuación apareció Geena Phelan Strong en compañía de su marido Cody y dos de sus abogados. Calcularon la distancia entre Troy junior y Ramble, dividieron la diferencia y se sentaron lo más lejos posible de ambos. Cody daba la impresión de estar especialmente atareado e inmediatamente empezó a examinar unos importantes documentos con uno de los abogados. Geena se limitaba a mirar con asombro a Ramble. Le parecía increíble que el muchacho y ella fueran hermanastros.

Amber, la bailarina de striptease, hizo una espectacular entrada vestida con minifalda y una blusa escotada que dejaba al descubierto buena parte de su exuberante busto. El agente del juez que la acompañó por el pasillo estaba encantado con la suerte que había tenido y se pasó el rato charlando con ella sin apartar los ojos de su escote. Rex, vestido con traje oscuro, seguía a su mujer con una abultada cartera de documentos en la mano, como si aquel día tuviera un importante trabajo que hacer. A su espalda caminaba Hark Gettys, todavía el abogado más ruidoso del grupo. Hark iba acompañado de dos de sus nuevos asociados; su bufete crecía a cada semana que pasaba. Puesto que Amber y Biff no se hablaban, Rex se apresuró a intervenir y señaló un lugar entre Ramble y Geena.

Las mesas se estaban llenando y los huecos se estaban cerrando. Faltaba muy poco para que algunos Phelan no tuvieran más remedio que sentarse los unos al lado de los otros.

Tira, la madre de Ramble, se presentó en compañía de dos jóvenes de aproximadamente la misma edad. Uno llevaba unos ajustados vaqueros y tenía el pecho velludo; el otro iba muy bien arreglado con un traje oscuro de raya diplomática. Ella se acostaba con el gigoló. El abogado recibiría al suyo por la retaguardia.

Se llenó otro agujero. Al otro lado de la barandilla de separación, se oía el murmullo de la gente, que no paraba de hacer conjeturas.

—No me extraña que el viejo se arrojara al vacío —le dijo un reportero a otro mientras ambos contemplaban a los Phelan.

Los nietos Phelan se vieron obligados a tomar asiento entre el público y el pueblo llano. Se apretujaron con sus pequeños séquitos y grupos de apoyo, soltando nerviosas risitas a la espera de que el destino les fuera favorable.

Libbigail Jeter llegó con su marido Spike, el ex motero de más de cien kilos de peso, y ambos avanzaron por el pasillo central, sintiéndose tan fuera de lugar como los demás, a pesar de su condición de asiduos visitantes de las salas de justicia. Los precedía Wally Bright, su abogado de las páginas amarillas. Wally vestía un sucio impermeable que le llegaba hasta el suelo, unos gastados zapatos bicolores de puntera con puntitos perforados y una corbata de poliéster de veinte años de antigüedad. Su aspecto era tan estrafalario que, si los presentes hubieran hecho una votación, fácilmente habría ganado el premio al abogado peor vestido. Llevaba los documentos en una carpeta de fuelle, ya utilizada para incontables casos de divorcio y otros asuntos. Por una extraña razón, Bright jamás se había comprado un maletín. Había sido el décimo de su clase en la escuela nocturna de leyes.

Los tres se encaminaron directamente hacia el hueco más ancho. Mientras los esposos tomaban asiento, Bright inició el ruidoso proceso de quitarse el impermeable. Con el deshilachado dobladillo rozó el cuello de uno de los anónimos asociados de Hark, un muchacho muy serio que ya estaba molesto por su olor corporal.

—¡Si no le importa! —dijo el joven en tono áspero al tiempo que le soltaba a Bright un revés que no lo alcanzó.

Las palabras resonaron en la tensa y nerviosa atmósfera. Varias personas volvieron la cabeza, olvidando por un instante los importantes documentos que estaban examinando. Todo el mundo odiaba a todo el mundo.

—¡Usted perdone! —contestó Bright en tono sarcástico.

Los dos agentes del juez se acercaron para mediar en caso de que fuera necesario, pero el impermeable encontró un lugar bajo la mesa sin ulteriores incidentes y, al final, Bright consiguió sentarse al lado de Libbigail mientras Spike, sentado al otro lado, se acariciaba la barba y miraba a Troy junior como si estuviera deseando soltarle un guantazo.

Muy pocas personas en la sala pensaban que aquella escaramuza iba a ser la última que se produjera entre los Phelan.

Si alguien muere dejando una fortuna de once mil millones de dólares, la gente se interesa por la última voluntad y testamento. Sobre todo cuando cabe la posibilidad de que una de las fortunas más grandes del mundo esté a punto de ser arrojada a los buitres. Allí se encontraban los representantes de los periódicos sensacionalistas junto con los reporteros de la prensa local y de las más importantes revistas de economía. A las nueve y media, las tres filas que Wycliff había reservado para la prensa ya estaban ocupadas. Los periodistas se lo pasaron en grande observando cómo los Phelan se reunían delante de ellos. Tres dibujantes trabajaban a ritmo febril; el panorama que tenían ante sus ojos era una fuente inagotable de inspiración. El punki del cabello verde fue objeto de una considerable cantidad de dibujos.

Josh Stafford hizo su aparición a las nueve y cincuenta minutos. Lo acompañaba Tip Durban, junto con otros dos representantes de la firma y un par de auxiliares jurídicos que completaban el equipo. Con rostro grave y circunspecto, los recién llegados ocuparon sus asientos junto a la mesa que les habían reservado, una bastante espaciosa, por cierto, en comparación con aquellas junto a las cuales se habían apretujado los Phelan con sus abogados. Josh depositó sobre la mesa una abultada carpeta que atrajo inmediatamente las miradas de todo el mundo. Al parecer, contenía un documento de casi cinco centímetros de grosor, muy similar al que Troy Phelan había firmado en un video apenas diecinueve días atrás.

Nadie pudo reprimir la tentación de echarle un vistazo. Nadie excepto Ramble. La legislación de Virginia permitía que los herederos recibieran muy pronto una parte de la herencia, siempre y cuando ésta fuera en efectivo y no hubiese ningún problema con el pago de deudas e impuestos. Los cálculos de los abogados de los Phelan variaban entre un mínimo de diez millones por heredero y los cincuenta millones que esperaba Bright, quien no había visto ni cincuenta mil dólares juntos en toda su vida.

A las diez, los agentes del juez cerraron la puerta de la sala y, siguiendo una invisible señal, el juez Wycliff emergió de un agujero situado detrás del estrado y toda la sala enmudeció. El juez se sentó en su sillón arreglándose la crujiente toga a su alrededor y, acercándose al micrófono con una sonrisa, dijo:

—Buenos días.

Todo el mundo le devolvió la sonrisa. Para su enorme satisfacción, la sala estaba de bote en bote. Un rápido recuento de los agentes reveló que eran ocho, iban armados y estaban preparados. El juez estudió a los Phelan; no quedaba entre ellos ningún hueco. Algunos de sus abogados se rozaban prácticamente los unos a los otros.

—¿Están presentes todas las partes? —preguntó.

Todos los que rodeaban las mesas asintieron con la cabeza.

—Tengo que identificar a todos los implicados —anunció Wycliff, alargando la mano hacia los documentos—. La primera petición fue presentada por Rex Phelan.

Antes de que el juez terminara de hablar, Hark Gettys se levantó y carraspeó.

—Soy Hark Gettys, señoría —tronó, dirigiéndose hacia el estrado—, y represento al señor Rex Phelan.

—Gracias, puede sentarse.

El juez recorrió las mesas, anotando metódicamente los nombres de los herederos y de sus abogados. De todos los abogados.

Los reporteros los garabatearon tan rápidamente como el juez. Seis herederos en total, tres ex esposas. Todo el mundo estaba presente.

—Veintidós abogados —murmuró Wycliff para sus adentros—. ¿Tiene usted el testamento, señor Stafford?

Josh se levantó, sosteniendo otra carpeta en la mano.

—Sí, señoría.

—¿Podría usted ocupar el estrado de los testigos, por favor? Josh rodeó las mesas y pasó por delante del secretario del tribunal para dirigirse al estrado de los testigos, donde levantó la mano derecha y juró decir toda la verdad y nada más que la verdad.

—¿Fue usted el representante de Troy Phelan? —preguntó Wycliff.

—En efecto. Durante varios años.

—¿Le preparó usted un testamento?

—Le preparé varios.

—¿Preparó su último testamento?

Se produjo una pausa en cuyo transcurso los Phelan se inclinaron un poco más hacia delante.

—No, no lo preparé yo —contestó muy despacio Josh, mirando a los buitres.

A pesar del suave tono de su voz, las palabras cortaron el aire como un trueno. Los abogados de los Phelan reaccionaron más rápidamente que los herederos, varios de los cuales no sabían muy bien qué pensar. Pero se trataba de algo muy serio e inesperado. Una nueva tensión se apoderó de la sala. El silencio se intensificó.

—¿Quién preparó la última voluntad y testamento? —preguntó Wycliff, como un mal actor que estuviera leyendo un guión.

—El propio señor Phelan.

No era verdad. Ellos habían visto al viejo sentado ante la mesa con los abogados, y a los tres psiquiatras —Zadel, Flowe y Theishen— sentados al otro lado. Los psiquiatras lo habían declarado en pleno uso de sus facultades mentales y, unos segundos después, el viejo Troy había tomado un voluminoso testamento preparado por Stafford y uno de sus asociados, había declarado que era suyo y lo había firmado.

No cabía la menor duda.

—Oh, Dios mío —exclamó Hark Gettys por lo bajo, pero levantando lo suficiente la voz para que todos lo oyeran.

—¿Cuándo lo firmó? —preguntó Wycliff.

—Momentos antes de arrojarse al vacío.

—¿Está escrito de su puño y letra?

—Sí.

—¿Lo firmó en su presencia?

—En efecto. Y estuvieron presentes otros testigos. La firma también se grabó en video.

—Por favor, entrégueme el testamento.

Josh sacó con deliberada lentitud un sobre del expediente y se lo entregó a su señoría. Parecía horriblemente pequeño. No era posible que contuviese las suficientes palabras para comunicarles a los Phelan qué era lo que por derecho les correspondía.

—¿Qué demonios es eso? —le preguntó Troy junior con voz sibilante al abogado que tenía más cerca.

Pero el abogado no pudo contestar.

El sobre sólo contenía una hoja de papel amarillo de oficio. Wycliff lo sacó muy despacio para que todos lo vieran, lo desdobló con cuidado y lo estudió por un instante.

El pánico se apoderó de los Phelan, pero no podían hacer nada. ¿Acaso el viejo los había jodido por última vez? ¿Se les estaba escapando de las manos el dinero? A lo mejor, el viejo había cambiado de idea y les había dejado mucho más de lo que ellos esperaban. Sentados en torno a las mesas, los herederos daban codazos a sus abogados, que se mostraban, aun así, notoriamente taciturnos.

Wycliff carraspeó y se inclinó un poco más hacia el micrófono.

—Tengo aquí en mis manos un documento de una sola página que, al parecer, es un testamento escrito de puño y letra por parte de Troy L. Phelan. Voy a leerlo en su totalidad:

Último testamento de Troy L. Phelan. Yo, Troy L. Phelan, habiendo sido declarado en pleno uso de mis facultades mentales, anulo expresamente por el presente documento todos los anteriores testamentos y codicilos otorgados por mí y vengo en disponer de mis bienes tal como sigue:

»A cada uno de mis hijos, Troy Phelan, Jr., Rex Phelan, Libbigail Jeter, Mary Ross Hackman, Geena Strong y Ramble Phelan, les otorgo la suma de dinero necesaria para pagar todas las deudas que hayan contraído hasta la fecha. Cualquier deuda en la que incurran a partir de esta fecha no será cubierta por la presente donación. Si alguno de mis hijos intenta impugnar este testamento, la donación que le corresponda será anulada.

Hasta Ramble oyó las palabras y las comprendió. Geena y Cody rompieron a llorar muy quedo. Rex se inclinó hacia delante con los codos sobre la mesa y se cubrió el rostro con las manos, aturdido. Libbigail miró más allá de Bright a Spike y le dijo: Qué hijo de puta.

Spike se mostró de acuerdo. Mary Ross se cubrió los ojos mientras su abogado le acariciaba una rodilla. Su marido le acarició la otra. Sólo Troy junior consiguió mantener el rostro impasible, pero no por mucho tiempo.

Aún quedaban más daños. Wycliff no había terminado.

—«A mis ex esposas Lillian, Janie y Tira no les doy nada. Ya fueron adecuadamente compensadas en ocasión de sus divorcios».

En aquel momento, Lillian, Jame y Tira estaban preguntándose qué demonios hacían en aquella sala. ¿De veras esperaban recibir más dinero de un hombre al que odiaban? Sintieron sobre ellas las miradas de los demás y trataron de ocultarse entre sus abogados.

—«Lego el resto de mis bienes a mi hija Rachel Lane, nacida el 2 de noviembre de 1954 en el Hospital Católico de Nueva Orleáns de una mujer llamada Evelyn Cunningham, ya difunta en la actualidad».

Wycliff hizo una pausa, pero no para intensificar el efecto dramático. Sólo quedaban dos pequeños párrafos y el daño ya estaba hecho. Los once mil millones habían sido legados a una hija ilegítima, sobre la cual él no había leído nada. Los Phelan que tenía sentados delante habían sido despojados de todo. No pudo por menos que mirarlos.

—«Nombro albacea de este testamento a mi fiel abogado Joshua Stafford y le otorgo amplios poderes discrecionales en su ejecución».

Por un instante se habían olvidado de Josh, pero allí estaba él, sentado en el estrado como si fuera el inocente testigo de un accidente de automóvil. Todos lo estaban mirando con odio reconcentrado. ¿Cuántas cosas sabía? ¿Era un conspirador? Estaban seguros de que habría podido hacer algo por impedirlo.

Josh procuró mantener la seriedad de su rostro.

—«El propósito de este documento es el de ser un testamento ológrafo. Todas las palabras han sido escritas de mi puño y letra y firmo por la presente».

—Wycliff inclinó el documento y añadió: —El testamento fue firmado por Troy L. Phelan a las tres de la tarde del 9 de diciembre de 1996.

Depositó el documento sobre la mesa y miró alrededor. El terremoto había terminando y ahora era el momento de ver los efectos que había producido. Los Phelan permanecían sentados en sus asientos, algunos frotándose los ojos y la frente y otros contemplando desesperadamente la pared. Por un instante, los veintidós abogados se quedaron sin habla.

Las sacudidas se transmitieron a través de las filas de espectadores, en las que, curiosamente, se detectaban algunas sonrisas. Ah, eran los medios de comunicación, repentinamente ansiosos de abandonar la sala y empezar a divulgar la noticia.

Amber se puso a llorar ruidosamente, pero después se contuvo. Sólo había visto a Troy una vez, pero había bastado para que éste se le insinuara de forma grosera. Su dolor no era por la pérdida de un ser querido. Geena lloraba muy quedo al igual que Mary Ross. Libbigail y Spike optaron por soltar maldiciones.

—No se preocupen —dijo Bright, tratando de tranquilizarlos como si pudiera remediar aquella injusticia en cuestión de días. Biff miró enfurecida a Troy junior y en aquel momento se plantaron las semillas del divorcio. Desde el suicidio de su padre, Troy junior se había mostrado arrogante y despectivo con su mujer. Ella lo toleraba por obvias razones, pero eso había acabado. Estaba saboreando la primera pelea, la que sin duda daría comienzo a pocos metros de la puerta de la sala de justicia.

Otras semillas se plantaron. El duro pellejo de los abogados recibió la sorpresa, la absorbió y después se la sacudió de encima tan instintivamente como un pato se sacude el agua. Estaban a punto de hacerse ricos. Sus clientes habían contraído cuantiosas deudas y no existía ninguna solución a la vista. No tendrían más remedio que impugnar el testamento. Los pleitos podían durar muchos años.

—¿Cuándo tiene previsto legalizar el testamento? —le preguntó Wycliff a Josh.

—Dentro de una semana.

—Muy bien. Puede usted retirarse.

Josh regresó triunfalmente a su asiento mientras los abogados empezaban a recoger los papeles como si nada hubiera ocurrido.

—Se levanta la sesión.