Después de varios falsos comienzos, el desfase horario, el cansancio y los efectos secundarios del vodka empezaron a hacerle efecto. El arroz también contribuyó y Nate no tardó en sumirse en un profundo sueño. Cada hora Welly le echaba un vistazo.
—Está roncando —informaba a Jevy en la timonera.
Durmió sin soñar. La siesta duró cuatro horas mientras el Santa Loura navegaba lentamente rumbo al norte, con la corriente y el viento en contra. Cuando despertó, Nate oyó el latido regular del motor diésel y tuvo la sensación de que el barco no se movía. Se incorporó en la hamaca, miró por encima de la borda y estudió la orilla en busca de alguna señal de que avanzaban. La vegetación era muy densa. Las riberas parecían completamente deshabitadas. Vio la estela en la popa y, mirando fijamente un árbol, se dio cuenta de que en efecto estaban navegando hacia algún lugar, pero muy despacio. El nivel del agua era muy alto a causa de las lluvias, lo que hacía más fácil la navegación, pero corriente arriba el tráfico fluvial no era tan rápido.
Aunque las náuseas y el dolor de cabeza habían desaparecido, los movimientos todavía le provocaban molestias. Probó a levantarse de la hamaca, más que nada porque necesitaba orinar. Consiguió apoyar los pies en la cubierta sin que se produjera ningún incidente y, mientras hacía una momentánea pausa, apareció Welly y le ofreció una tacita de café.
Nate tomó la taza caliente, la acunó entre sus manos y aspiró su aroma. Jamás nada le había olido mejor.
—Obrigado —dijo.
—Sim —contestó Welly con una radiante sonrisa en los labios. Nate tomó un sorbo del delicioso café azucarado y procuró no devolverle a Welly la mirada. El muchacho iba vestido con el habitual atuendo del río: unos viejos pantalones de gimnasia, una desgastada camiseta y unas baratas sandalias de goma que protegían las endurecidas plantas de los pies, cubiertas de cicatrices. Al igual que Jevy, Valdir y todos los brasileños que él había conocido hasta entonces, Welly tenía el cabello negro, los ojos oscuros, las facciones semicaucásicas y la piel morena, más oscura, pero en un tono exclusivamente propio.
«Estoy vivo y sobrio —pensó Nate, tomando un sorbo de café—. Por un breve instante, he rozado una vez más el borde del infierno y he sobrevivido. He llegado hasta el fondo, he caído, he contemplado la borrosa imagen de mi rostro y he deseado la muerte, pero aquí estoy, sentado y respirando. Dos veces en tres días he pronunciado mis últimas palabras. Puede que no haya llegado todavía mi hora».
—Mais? —preguntó Welly, señalando con la cabeza la taza vacía.
—Sim —contestó Nate, tendiéndosela.
El joven se marchó a grandes zancadas.
Dolorido a causa del accidente aéreo y tembloroso por efecto del vodka, Nate se levantó y permaneció de pie en el centro de la cubierta, tambaleándose con las rodillas ligeramente dobladas. El que pudiera conservar el equilibrio fue un verdadero triunfo para él. La recuperación no era más que una serie de pequeños pasos, de pequeñas victorias. Si uno podía ensartarlas sin tropiezos ni derrotas, ya estaba rehabilitado. Jamás curado, sino sólo rehabilitado o recuperado por un tiempo. Había completado el rompecabezas otras veces; había celebrado la colocación de cada pieza, por pequeña que fuese.
De pronto, el barco experimentó una sacudida al rozar su fondo plano en un banco de arena y Nate cayó violentamente sobre la hamaca. Ésta lo lanzó a su vez sobre la cubierta, donde se golpeó la cabeza contra una tabla de madera. Se levantó como pudo y se agarró a la barandilla con una mano mientras se frotaba la cabeza con la otra. No era más que un pequeño chichón pero el golpe lo despertó y, cuando consiguió enfocar nuevamente la vista, avanzó muy despacio sin soltar la barandilla hasta llegar al pequeño puente, donde Jevy se hallaba sentado en un taburete con una mano apoyada en el timón.
Una ligera sonrisa típicamente brasileña y después:
—¿Cómo se encuentra?
—Mucho mejor —contestó Nate, casi avergonzado.
La vergüenza, sin embargo, era un sentimiento que había abandonado a Nate hacía años. Los adictos no la conocen. Se deshonran tantas veces que acaban inmunizándose contra ella.
Welly subió brincando los peldaños, con una taza de café en cada mano. Le ofreció una a Nate y otra a Jevy y después se acomodó en una estrecha banqueta al lado del capitán.
El sol empezaba a ocultarse por detrás de las lejanas montañas de Bolivia y unas nubes estaban formándose en el norte, directamente delante de ellos. El aire era más fresco y suave. Jevy tomó su camiseta y se la puso. Nate temía que se desatase otra tormenta, pero el río no era muy ancho. Seguramente podrían alcanzar la orilla con aquel maldito barco y amarrarlo a un árbol.
Se acercaban a una casita cuadrada, la primera que veía Nate desde que habían abandonado Corumbá. Detectó señales de vida: un caballo y una vaca, ropa tendida y una canoa cerca de la orilla. Un hombre tocado con un sombrero de paja, un auténtico pantaneiro, salió al porche y los saludó perezosamente con la mano.
Tras dejar atrás la casa, Welly señaló un lugar en el que la densa maleza se adentraba en el agua.
—Jacarés —dijo.
Jevy los miró con indiferencia. Había visto millones de caimanes, Nate sólo uno, desde la grupa de un caballo, y mientras contemplaba los viscosos reptiles que los observaban desde el barro, reparó en lo pequeños que parecían desde la cubierta de un barco. Prefería la distancia.
Algo le dijo, sin embargo, que antes de que terminara la travesía volvería a acercarse a ellos lo bastante como para sentirse incómodo. Tendrían que utilizar la barca de fondo plano que flotaba por detrás del Santa Loura para localizar a Rachel Lane. Él y Jevy navegarían por pequeños ríos, sortearían maleza y vadearían oscuras aguas llenas de malas hierbas. Y habría sin duda jacarés y otras especies de peligrosos reptiles esperando su almuerzo.
Curiosamente, Nate por el momento no se sentía preocupado. Estaba demostrando ser bastante resistente a Brasil. Era una aventura y su guía parecía muy intrépido.
Sin soltar la barandilla, consiguió bajar por los peldaños con mucho cuidado y avanzó por el estrecho pasamanos, pasando por delante del camarote y la cocina, donde Welly había colocado una olla sobre el hornillo de propano. El motor diésel seguía rugiendo en la sala de máquinas. La última etapa fue el retrete, un cuartito con una taza de excusado, un sucio lavabo en un rincón y una endeble alcachofa de ducha, oscilando a escasos centímetros de su cabeza. Estudió la cuerda de la ducha mientras hacía sus necesidades. Se apartó y tiró de ella. Salió, con fuerza suficiente, un chorro de agua caliente ligeramente amarronada. Era con toda evidencia agua del río obtenida de unas existencias ilimitadas y probablemente sin filtrar. Por encima de la puerta había un cesto de alambre para una toalla y una muda de ropa, por lo que uno tenía que desnudarse y colocarse en cierto modo a horcajadas sobre la taza del excusado, tirando de la cuerda de la ducha con una mano mientras se bañaba con la otra.
«Qué más da», pensó Nate. No se ducharía a menudo.
Echó un vistazo a la olla que estaba sobre el hornillo y, al comprobar que contenía arroz y alubias negras, se preguntó si todas las comidas consistirían en lo mismo. Pero, en realidad, no le importaba. La comida le era indiferente. La estancia en Walnut Hill había hecho que su apetito disminuyera bastante, pues el método de desintoxicación incluía el hacer pasar un poco de hambre a los pacientes.
Se sentó en los peldaños del puente de espaldas al capitán y a Welly y contempló el río oscurecer. En medio de las sombras del crepúsculo, los animales salvajes se preparaban para la noche. Las aves volaban a baja altura sobre el agua, desplazándose de árbol en árbol en busca de un último pez grande o pequeño antes de que cayera la noche. Se llamaban entre sí al paso del barco y sus gritos se elevaban con toda claridad por encima del constante zumbido del diésel. El agua chapaleaba en la orilla como consecuencia de los movimientos de los caimanes. Era probable incluso que hubiera serpientes, enormes anacondas disponiéndose a dormir, pero Nate prefería no pensar en ellas. Se sentía bastante seguro en el Santa Loura. La suave brisa era ahora más cálida y soplaba en dirección a ellos. La tormenta no se había hecho realidad.
El tiempo corría, pero en algún otro lugar, pues en el Pantanal no significaba nada. Nate estaba adaptándose lentamente a él. Pensó en Rachel Lane. ¿Qué efecto haría el dinero sobre ella? Nadie, independientemente de su nivel de fe y compromiso, podía seguir siendo el mismo de antes. ¿Se iría con él y regresaría a Estados Unidos para hacerse cargo de la herencia de su padre? Siempre tendría ocasión de volver junto a sus indios. ¿Cómo recibiría la noticia? ¿Cómo reaccionaría al ver a un abogado norteamericano que había conseguido localizarla?
Welly rasgueó las cuerdas de una vieja guitarra y Jevy cantó una tosca melodía en voz baja. El dúo era agradable y casi relajante; era la canción de unos hombres sencillos que vivían siguiendo el ritmo del día, no el de los minutos. Unos hombres que apenas pensaban en el mañana o en lo que pudiera ocurrir o no durante el resto del año. Nate los envidió, por lo menos mientras cantaban.
Era toda una rehabilitación para un hombre que la víspera había tratado de morir de una borrachera. Disfrutaba del momento, se alegraba de estar vivo, deseaba seguir adelante con aquella aventura. Su pasado estaba realmente en otro mundo, a años luz de distancia, en las frías y húmedas calles de Washington, y allí nada bueno podía ocurrir. Había demostrado con toda claridad que era incapaz de abstenerse de la bebida mientras viviera allí, se relacionase con las mismas personas, hiciera el mismo trabajo e hiciera caso omiso de los mismos hábitos de siempre hasta que se producía la inevitable caída.
Welly inició un solo que arrancó a Nate de su pasado. Era una lenta y triste balada que duró hasta que el río se quedó completamente oscuro. Jevy encendió dos pequeños reflectores, uno a cada lado de la proa. Era fácil navegar por el río. Éste subía y bajaba según las estaciones y nunca alcanzaba una gran profundidad. Las embarcaciones eran bajas, tenían el fondo plano y estaban construidas de forma tal que pudieran resistir el choque con los bancos de arena que a veces se interponían en su camino. Jevy tropezó con uno poco después del anochecer y el Santa Loura se detuvo. Jevy hizo contramarcha, volvió a avanzar y, al cabo de cinco minutos de maniobras, consiguieron superar el obstáculo. El barco era verdaderamente insumergible.
En un rincón del camarote, no lejos de las cuatro literas, Nate comió solo, sentado junto a una mesa clavada en el suelo. Welly le sirvió las alubias y el arroz, pollo hervido y una naranja. Nate bebió agua fría de una botella. Una bombilla colgada de un cable de la luz oscilaba por encima de su cabeza. El camarote era sofocante y no estaba ventilado. Welly le había sugerido que durmiese en la hamaca.
Jevy llegó con un mapa de navegación del Pantanal. Quería marcar su avance, pero, de momento, éste había sido muy escaso. Estaban subiendo lentamente por el Paraguay y el trecho que mediaba entre la posición que en aquellos momentos ocupaban y Corumbá era minúsculo.
—El nivel del agua es muy alto —explicó Jevy—. Iremos mucho más rápido a la vuelta.
Nate no había pensado demasiado en el regreso.
—No te preocupes —dijo.
Jevy señaló en varias direcciones e hizo otros cálculos.
—El primer poblado indio está por esta zona —dijo indicando un punto que, al paso que llevaban, parecía encontrarse a varias semanas de distancia.
—¿Guató?
—Sim. Creo que primero tendríamos que ir allí. Si no la encontramos en el poblado, puede que alguien sepa dónde está.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Dos días, quizá tres.
Nate se encogió de hombros. El tiempo se había detenido. Se había guardado el reloj de pulsera en el bolsillo. Hacía tiempo que había olvidado su colección de diagramas de planificación horaria, diaria, semanal y mensual. Su calendario de pleitos, aquel gran mapa inviolado de su vida, estaba guardado en el cajón de alguna secretaria. Había burlado la muerte y ahora cada día era un regalo.
—Tengo muchas cosas que leer —dijo.
Jevy volvió a doblar cuidadosamente el mapa.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Bien. Me encuentro muy bien.
Jevy hubiera querido preguntar otras muchas cosas, pero Nate no estaba preparado para el confesionario.
—Bien —repitió—. Este viajecito será muy beneficioso para mí.
Se pasó una hora leyendo junto a la mesa bajo el bamboleo de la bombilla, hasta que se dio cuenta de que sudaba copiosamente. Tomó un repelente de insectos, una linterna y varios memorandos de Josh y se dirigió con cuidado a la proa. Una vez allí, subió por los peldaños de la timonera, donde Welly se encontraba al mando del timón y Jevy echaba una cabezadita. Se aplicó repelente de insectos en los brazos y las piernas y después se tendió en la hamaca, removiéndose hasta que encontró una posición cómoda. Cuando todo estuvo perfectamente equilibrado y la hamaca empezó a balancearse siguiendo el suave movimiento de la corriente del río, Nate encendió la linterna y reanudó la lectura.