16

A última hora de la tarde, Nate entró en una pequeña tienda de comida preparada que había a pocas manzanas de distancia del hotel. Estaba paseando por la calle, vio que la tienda estaba abierta y decidió que no estaría mal comprar una cerveza. Sólo una cerveza o tal vez dos. Estaba solo en el confín del mundo. Era Navidad y no tenía con quién celebrarlo. Una oleada de soledad y depresión se abatió sobre él, que empezó a deslizarse, empujado al principio por la autocompasión.

Vio las hileras de botellas de bebidas alcohólicas, whisky, ginebra, vodka, todas llenas y sin abrir, alineadas como preciosos soldaditos vestidos con vistosos uniformes. Abrió la boca y cerró los ojos. Se agarró al mostrador para no tambalearse y se le contrajo el rostro en una mueca de dolor mientras pensaba en Sergio, allá en Walnut Hill, en Josh, en sus ex esposas y en las personas a las que había hecho tanto daño con cada una de sus caídas. Los pensamientos empezaron a girar vertiginosamente y, cuando ya estaba a punto de desmayarse, el hombrecillo le dijo algo. Nate lo miró enfurecido, se mordió el labio inferior y señaló la botella de vodka. Dos botellas, ocho reais.

Cada caída había sido distinta. Algunas habían sido muy lentas, un trago por aquí, otro por allá, una grieta en el dique, seguida de otras.

En cierta ocasión, él mismo se había dirigido a un centro de desintoxicación. Otra vez había despertado atado con unas correas a una cama, con una jeringa intravenosa en la muñeca. En su última caída, una camarera lo había encontrado en estado comatoso en la habitación de un motel barato.

Tomó la bolsa de papel con su contenido y se dirigió con paso decidido a su hotel, sorteando un grupo de sudorosos chiquillos que jugaban al fútbol en la arena. «Qué suerte tienen los niños —pensó—. Ni cargas ni equipaje. Mañana será otro partido».

En una hora oscurecería, y Corumbá ya empezaba a despertar poco a poco. Los bares y las terrazas de los cafés estaban abriendo y por la calle circulaban algunos coches. Al llegar al vestíbulo del hotel oyó la música en directo procedente de la piscina y por un instante, estuvo tentado de sentarse a una mesa para escuchar una última canción.

Pero no lo hizo. Se fue a su habitación, cerró la puerta y llenó un vaso alto de plástico con cubitos de hielo. Colocó las botellas una al lado de la otra, abrió una, echó lentamente el vodka sobre el hielo y juró no detenerse hasta haber vaciado las dos.

Jevy estaba esperando al comerciante que iba a venderle los accesorios cuando éste llegó a las ocho. El sol ya estaba muy alto en el cielo y ninguna nube filtraba sus rayos. Las aceras se notaban calientes.

No había bomba de aceite, por lo menos para el motor diésel. El comerciante efectuó dos llamadas y Jevy subió a su camioneta y condujo hasta las afueras de Corumbá, donde un hombre regentaba un negocio de recuperación de piezas navales en cuyo patio se amontonaban los restos de docenas de embarcaciones desguazadas. En el taller de los motores, un chico de la sección de accesorios sacó una bomba de aceite muy gastada, cubierta de grasa y envuelta en un trapo sucio. Jevy pagó gustosamente veinte reais por ella.

Se dirigió al río y aparcó junto a la orilla. El Santa Loura seguía en su sitio. Se alegró de ver que Welly ya había llegado. Welly era un marinero novato que aún no había cumplido los dieciocho años y afirmaba saber cocinar, pilotar, guiar, limpiar, navegar y prestar cualquier otro servicio que se le exigiera. Jevy sabía que mentía, pero semejantes fanfarronadas eran frecuentes entre los muchachos que buscaban trabajo en el río.

—¿Has visto al señor O’Riley? —le preguntó Jevy.

—¿El norteamericano?

—Sí, el norteamericano.

—No. Ni rastro de él.

Un pescador le gritó algo a Jevy desde una barca, pero éste tenía otras preocupaciones en la cabeza. Avanzó por el puente de madera contrachapada y subió al barco, en cuya parte de atrás se habían reanudado los golpes. El mismo mugriento maquinista estaba bregando con el motor, medio inclinado sobre el mismo, con el torso desnudo y chorreando sudor. La atmósfera en la sala de máquinas era asfixiante. Jevy le entregó al hombre la bomba de aceite y éste la examinó haciéndola girar con sus cortos y rechonchos dedos.

El motor era un diésel de cinco cilindros en línea y la bomba estaba situada al fondo del cárter, justo por debajo del borde de la rejilla del suelo. El maquinista se encogió de hombros, como si la adquisición de Jevy pudiera efectivamente resolver el problema y, a continuación, consiguió pasar al otro lado del colector comprimiendo el vientre contra el aparato, se arrodilló muy despacio, se inclinó y apoyó la cabeza contra el tubo de escape.

Masculló algo y Jevy le entregó una llave inglesa. La bomba de repuesto fue colocada lentamente en su sitio. La camisa y los pantalones cortos de Jevy quedaron empapados en cuestión de segundos.

Cuando ambos hombres ya habían conseguido introducirse en la reducida sala de máquinas, Welly hizo acto de presencia y preguntó si lo necesitaban. Pues no, la verdad era que no lo necesitaban para nada.

—Tú vigila por si viene el norteamericano —le indicó Jevy, enjugándose el sudor de la frente.

El maquinista se pasó media hora entre maldiciones probando distintas llaves inglesas hasta que anunció que la bomba ya estaba lista. Puso en marcha el motor y dedicó unos cuantos minutos a controlar la presión del aceite. Al final, esbozó una sonrisa y guardó las herramientas.

Jevy se dirigió al centro de la ciudad para recoger a Nate en el hotel.

La tímida recepcionista no había visto al señor O’Riley. Llamó por teléfono a la habitación y no contestó nadie. Pasó una camarera y le preguntaron si sabía algo del norteamericano. No, éste no había abandonado su habitación. La recepcionista le entregó a regañadientes una llave a Jevy.

La puerta estaba cerrada, pero no tenía puesta la cadena de seguridad. Jevy entró muy despacio. Observó que no había nadie en la cama y que las sábanas estaban revueltas, lo cual le extrañó. Después vio las botellas, una vacía y tirada en el suelo y la otra medio llena. La habitación estaba muy fresca, pues el aire acondicionado funcionaba a toda marcha. Vio un pie descalzo y, al acercarse un poco más, descubrió a Nate tendido desnudo en el suelo entre la cama y la pared, con la sábana que había arrastrado consigo al caer enrollada en torno a las rodillas. Rozó ligeramente el pie con la punta del zapato y la pierna experimentó una sacudida.

Afortunadamente, no estaba muerto.

Jevy le habló, lo sacudió por el hombro y, a los pocos segundos, oyó un lento y doloroso gruñido. Arrodillado sobre la cama, entrelazó cuidadosamente las manos bajo una axila del norteamericano, lo levantó del suelo, lo apartó de la pared y consiguió tenderlo sobre la cama, donde rápidamente le cubrió las partes pudendas con una sábana.

Otro doloroso gruñido. Nate estaba tendido boca arriba con un pie colgando fuera de la cama, los ojos hinchados y todavía cerrados, y el cabello alborotado. Su respiración era muy lenta y afanosa. Jevy se situó al pie de la cama y lo miró fijamente.

La camarera y la recepcionista asomaron la cabeza por el hueco de la puerta, pero Jevy les hizo señas de que se retiraran. Después cerró la puerta y recogió la botella vacía.

—Ya es hora de irnos —dijo.

No recibió respuesta alguna. Quizá conviniese que llamara a Valdir, quien a su vez informaría de lo ocurrido a los norteamericanos que habían enviado a Brasil a aquel pobre borracho. Era probable que más tarde lo hiciera.

—¡Nate! —gritó—. ¡Dígame algo!

No hubo respuesta. Como Nate no se recuperara pronto, avisaría a un médico. Una botella y media de vodka en una sola noche podía matar a un hombre. Quizás había sufrido una intoxicación etílica y necesitaba ingresar en un hospital.

Entró en el cuarto de baño, empapó una toalla con agua fría y procedió a colocarla alrededor del cuello de Nate, que al cabo de un momento empezó a moverse y abrió la boca, tratando de decir algo.

—¿Dónde estoy? —balbució al fin con voz pastosa.

—En Brasil. En su habitación de hotel.

—Estoy vivo.

—Más o menos —apuntó Jevy. Tomó un extremo de la toalla y enjugó el rostro y los ojos de Nate—. ¿Cómo se encuentra? —le preguntó.

—Me quiero morir —susurró Nate, alargando la mano hacia la toalla.

La tomó, se introdujo un extremo en la boca y empezó a chuparlo.

—Voy por un poco de agua —dijo Jevy. Abrió la nevera y sacó una botella—. ¿Puede levantar la cabeza? —le preguntó.

—No —gruñó Nate.

Jevy vertió un poco de agua sobre los labios y la lengua del norteamericano. Parte de ella rodó por las mejillas de éste y mojó la toalla. A Nate le dio igual. La cabeza parecía a punto de estallarle y lo primero que se había preguntado era cómo demonios había podido despertar.

Abrió ligeramente un ojo, el derecho. Aún tenía pegados los párpados del izquierdo. La luz le quemaba el cerebro y una oleada de náuseas le subió a la garganta. Se inclinó rápidamente hacia un lado y un chorro de vómito salió disparado de su boca.

Jevy se echó hacia atrás y fue en busca de otra toalla. Se entretuvo un momento en el cuarto de baño, prestando atención a las bascas y los accesos de tos de Nate. El espectáculo de un hombre desnudo en la cama vomitando por efecto de una borrachera era algo que prefería no ver. Abrió la ducha y reguló la temperatura del agua.

Había acordado con Valdir cobrar mil reais por acompañar al señor O’Riley al Pantanal, ayudarlo a localizar a la persona que estaba buscando y devolverlo nuevamente a Corumbá. Se trataba de una buena suma de dinero, pero él no era un enfermero ni una niñera. El barco ya estaba a punto. Si Nate ni siquiera era capaz de abrir la puerta sin ayuda, él se buscaría otro trabajo.

Cuando se produjo una pausa en las náuseas, Jevy acompañó a Nate al cuarto de baño y lo colocó bajo la ducha, donde éste se desplomó sobre la alfombrilla de plástico.

—Lo siento —repetía Nate una y otra vez.

Jevy lo dejó allí sin importarle que se ahogara. Dobló las sábanas, trató de limpiar la porquería y bajó al vestíbulo para tomarse una buena taza de café cargado.

Ya eran casi las dos cuando Welly los oyó acercarse. Jevy aparcó en la orilla mientras la enorme camioneta diseminaba guijarros a su alrededor y despertaba con su ruido a los pescadores. No se veía ni rastro del norteamericano.

De pronto, una cabeza se levantó muy despacio en algún lugar de la cabina. Llevaba unas enormes gafas de sol para protegerse los ojos y una gorra encasquetada hasta las orejas. Jevy abrió la portezuela del acompañante y ayudó al señor O’Riley a apearse.

Welly se acercó a la camioneta y sacó de la parte de atrás la maleta y la cartera de Nate. Hubiera deseado saludar a éste, pero no parecía el mejor momento. El norteamericano tenía pinta de estar muy enfermo; estaba pálido y cubierto de sudor y tenía las piernas tan débiles que no podía caminar sin ayuda. Welly los siguió hasta la orilla y los acompañó por el inseguro puente de madera contrachapada hasta el barco. Jevy subió por los peldaños que conducían al puente llevando casi en volandas al señor O’Riley y después lo condujo prácticamente a rastras por la pasarela hasta la pequeña cubierta, donde lo ayudó a tenderse en la hamaca.

Una vez de regreso en la cubierta, Jevy puso en marcha el motor y Welly soltó las amarras.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Welly.

—Está borracho.

—Pero si son sólo las dos.

—Lleva mucho rato bebido.

El Santa Loura se alejó de la orilla y, remontando la corriente, pasó muy despacio por delante de Corumbá.

Nate vio pasar la ciudad. El techo que había por encima de su cabeza era un grueso y desgastado toldo de color verde estirado sobre una estructura metálica asegurada a la cubierta por medio de cuatro palos. Dos de éstos sostenían la hamaca, que se había balanceado ligeramente justo después de que hubiesen soltado las amarras. Nate volvió a experimentar un acceso de náuseas. Procuró no moverse. Quería que todo permaneciera absolutamente inmóvil. La embarcación navegaba con suavidad río arriba. Las aguas estaban tranquilas. No soplaba una gota de viento y Nate trató, mientras contemplaba el toldo de color verde oscuro, de examinar la situación. No era fácil, pues la cabeza le dolía y le daba vueltas, y concentrarse suponía todo un reto.

Había llamado a Josh desde su habitación poco antes de salir. Con unos cubitos de hielo aplicados contra el cuello, había marcado el número y había tratado por todos los medios de hablar con normalidad. Jevy no le había dicho nada a Valdir. Nadie lo sabía aparte de él y Nate, y ambos habían acordado dejar las cosas tal como estaban. En el barco no había botellas de licor y él había prometido abstenerse de beber hasta que regresaran. ¿Dónde hubiera podido encontrar un trago en el Pantanal?

En caso de que Josh estuviera preocupado, su voz no lo reflejó.

El bufete aún estaba cerrado a causa de las fiestas navideñas, etcétera, pero él tenía un montón de trabajo que hacer, como de costumbre.

Nate le dijo que todo iba bien. El barco era adecuado y lo habían reparado debidamente. Estaban deseando zarpar. Cuando colgó, volvió a vomitar. Y después volvió a ducharse. Finalmente, Jevy lo acompañó al ascensor y lo ayudó a cruzar el vestíbulo.

El río describió una suave curva, volvió a girar y Corumbá desapareció de su vista. Cuanto más se alejaban de la ciudad, más disminuía el tráfico fluvial. La ventajosa posición de Nate le permitía ver la estela y la cenagosa agua marrón que burbujeaba detrás de ellos. El Paraguay tenía menos de ciento cincuenta metros de anchura y se estrechaba rápidamente en una serie de meandros. Pasaron junto a una frágil barca cargada de verdes bananas y dos niñitos los saludaron con la mano.

El constante golpeteo del motor diésel no cesó tal como Nate esperaba, sino que se convirtió en un sordo zumbido y una incesante vibración que sacudía todo el barco. No tendría más remedio que aguantarse. Trató de columpiarse lentamente en la hamaca mientras una suave brisa le acariciaba el rostro. Las náuseas habían desaparecido.

«No pienses en la Navidad, ni en casa, ni en los hijos y los recuerdos rotos, y no pienses tampoco en tus adicciones. La caída ha terminado», se dijo. El barco era su centro de tratamiento. Jevy era su psiquiatra. Welly era el enfermero. Se libraría de la afición a la bebida en el Pantanal y jamás volvería a beber.

¿Cuántas veces podría engañarse a sí mismo?

Los efectos de la aspirina que Jevy le había dado se le estaban pasando y la cabeza volvía a dolerle. Se sumió en una especie de duermevela y despertó cuando apareció Welly con una botella de agua y un cuenco de arroz. Comenzó a comer sirviéndose de una cuchara, pero le temblaban tanto las manos que gran parte del arroz fue a parar a la pechera de la camisa y a la hamaca. Estaba caliente y salado y él se lo comió sin dejar un grano.

Mais? —preguntó Welly.

Nate respondió que no sacudiendo la cabeza y se bebió el agua. Se hundió en la hamaca y trató de echar una siesta.