Los sueños de Lillian Phelan de poder celebrar una cena de Navidad íntima se vieron frustrados cuando Troy junior se presentó tarde y borracho, enzarzado en una desagradable pelea con Biff. Ambos habían llegado en vehículos separados, cada uno de ellos al volante de su Porsche nuevo de distinto color que el otro. Los gritos se intensificaron cuando Rex, que también había tomado unas copas de más, reprendió a su hermano mayor por estropearle la Navidad a su madre. La casa estaba llena a rebosar, pues no sólo se hallaban presentes los cuatro hijos de Lillian —Troy junior, Rex, Libbigail y Mary Ross— y sus once nietos, sino también un variado surtido de amigos, a la mayoría de los cuales Lillian no había invitado.
Desde la muerte de Troy, los nietos Phelan, al igual que sus padres, habían reunido en torno a sí gran cantidad de amigos y confidentes.
Hasta la llegada de Troy junior, la fiesta de Navidad había sido una gozosa celebración. Jamás se habían intercambiado tantos y tan fabulosos regalos. Los herederos Phelan compraron para obsequiarse mutuamente, sin reparar en gastos, prendas de vestir de diseño, joyas, artilugios electrónicos e incluso obras de arte. Durante unas cuantas horas, el dinero hizo aflorar a la superficie todas sus mejores cualidades. Su generosidad era ilimitada.
Sólo faltaban dos días para que se diese lectura al testamento. Spike, el marido de Libbigail, el ex motero que ésta había conocido en el centro de desintoxicación, trató de mediar en la pelea entre Troy junior y Rex, pero fue objeto de los insultos del primero, quien le recordó que era «un hippie gordinflón con el cerebro achicharrado por el LSD». Entonces Libbigail se ofendió y llamó «zorra» a Biff. Lillian corrió a su dormitorio y se encerró bajo llave. Los nietos y su séquito bajaron al sótano, donde alguien había colocado un frigorífico portátil lleno de cervezas.
Mary Ross, quizá la más razonable y ciertamente la menos veleidosa de los cuatro, convenció a sus hermanos y a Libbigail de que dejaran de gritar y pusieran fin a aquella pelea, alejándose, como los boxeadores, cada uno a un rincón distinto del ring. Los hermanos se dispersaron en pequeños grupos; unos hacia el estudio y otros hacia el salón. De ese modo, se instauró un precario alto el fuego.
Los abogados no habían contribuido a mejorar la situación. Ahora trabajaban en equipos para así defender mejor los intereses de cada uno de los herederos Phelan. Y también se pasaban horas y horas intrigando y buscando maneras de apropiarse de un trozo más grande del pastel. Cuatro pequeños y muy definidos ejércitos de letrados —seis si se incluían los de Geena y Ramble— trabajaban a un ritmo febril. Cuanto más tiempo se pasaban los herederos Phelan con sus abogados, tanto más desconfiaban los unos de los otros.
Cuando ya había transcurrido una hora de paz, Lillian emergió de su refugio e inspeccionó la tregua. Sin decir nada, se dirigió a la cocina y terminó de preparar la comida. Lo más sensato en aquellas circunstancias era un bufé. Así podrían comer en turnos, acercarse en grupo, llenar los platos y retirarse a la seguridad de sus rincones.
De esta manera la primera familia Phelan consiguió disfrutar finalmente de una apacible cena de Navidad. Troy junior comió jamón y boniatos, acodado en solitario en la barra del patio de atrás. Biff lo hizo con Lillian, en la cocina. Rex y su mujer Amber, la bailarina de striptease, comieron pavo en el dormitorio mientras seguían en la televisión un partido de fútbol americano. Libbigail, Mary Ross y sus maridos comieron en el estudio.
En cuanto a los nietos y sus amigos, se llevaron unas pizzas congeladas al sótano, donde la cerveza no paraba de correr.
La segunda familia no celebró la Navidad, o por lo menos sus miembros no la celebraron juntos. Janie jamás había sido muy entusiasta de aquellas fiestas, por lo que abandonó el país y se fue a Klosters, en Suiza, donde se reunía la gente guapa de Europa para esquiar y ser vista. Se hizo acompañar por un culturista de veintiocho años llamado Lance, encantado de poder hacer aquel viaje a pesar de que ella le doblaba la edad.
Su hija Geena se vio obligada a pasar las Navidades con sus suegros en Connecticut. En condiciones normales, habría sido una triste perspectiva, pero las cosas habían cambiado drásticamente. Para su esposo, Cody, fue un triunfal regreso a la vieja finca de su familia, cerca de Waterbury.
La familia Strong había amasado una fortuna con los negocios navieros, pero, tras varios siglos de mala administración y matrimonios endogámicos, el dinero prácticamente se había esfumado. El apellido y el pedigrí todavía garantizaban a sus miembros el ser aceptados en las escuelas y los clubes apropiados, y una boda con algún representante de la familia Strong seguía siendo un acontecimiento; pero la anchura y la longitud del pesebre eran limitadas y en él ya habían comido demasiadas generaciones.
Eran unas personas tan arrogantes, orgullosas de su apellido, su acento y su estirpe que la mengua del patrimonio familiar no les preocupaba. Ejercían profesiones en Nueva York y Boston. Se gastaban lo que ganaban porque la fortuna familiar siempre había sido su red de seguridad.
El último Strong con visión de futuro debía de haber vislumbrado el final y había establecido, para la educación de los miembros de su familia, unos complicados fideicomisos redactados por ejércitos de abogados, tan impenetrables y blindados como para que pudiesen resistir los ataques de los futuros Strong. Los ataques se produjeron, pero los fideicomisos se mantuvieron firmes, gracias a lo cual todos los jóvenes de la familia Strong aún tenían garantizada una excelente educación. Cody se matriculó en la Taft, fue un estudiante corriente en Dartmouth e hizo un máster en Administración de Empresas en Columbia.
Su boda con Geena Phelan no fue bien recibida por la familia, sobre todo porque para ella era la segunda. El hecho de que en el momento de la boda el padre de Geena, con quien ella estaba enemistada, fuera dueño de una fortuna valorada en seis mil millones de dólares facilitó su entrada en el clan. Sin embargo, siempre la habían mirado por encima del hombro, y no sólo porque era divorciada y no se había educado en ninguna de las prestigiosas universidades del Este, sino porque Cody era un poco raro.
No obstante, todos estaban allí para saludarla el día de Navidad. Geena jamás había visto tantas sonrisas en aquellas personas a las que detestaba, ni tantos afectados abrazos, torpes besos en la mejilla y palmadas en el hombro. Tanta hipocresía hizo que los aborreciera todavía más.
Tras haberse tomado un par de tragos, a Cody se le soltó la lengua. Los hombres se congregaron alrededor de él en el estudio y no transcurrió mucho tiempo antes de que alguien preguntara:
—¿Cuánto?
Cody frunció el entrecejo como si el dinero ya fuese una carga.
—Probablemente quinientos millones de dólares —contestó, soltando impecablemente la frase que había ensayado delante del espejo del cuarto de baño.
Algunos de los hombres emitieron un silbido de asombro. Otros hicieron una mueca, porque conocían a Cody y, como miembros de la familia Strong, sabían que jamás verían un solo centavo de aquel dinero. En su fuero interno todos se morían de envidia.
La noticia se filtró al resto de los presentes y las mujeres diseminadas por toda la casa no tardaron en comentar en voz baja lo de los quinientos millones.
La madre de Cody, una relamida y marchita mujercilla cuyas arrugas crujían cuando sonreía, se quedó pasmada ante aquella obscena fortuna.
—Es dinero de nuevos ricos —le dijo a una de sus hijas.
Un dinero ganado por un viejo escandaloso que tenía tres mujeres y una recua de hijos malos, ninguno de los cuales había estudiado en una universidad del Este.
Tanto si era de nuevos ricos como si no, el dinero fue muy envidiado por las mujeres más jóvenes. Éstas ya se imaginaban los aviones privados, las lujosas residencias en localidades costeras, y las fabulosas reuniones familiares en lejanas islas y los fideicomisos para las sobrinas y los sobrinos, y puede que incluso regalos directos en efectivo.
El dinero ablandó a los Strong hasta el extremo de inducirles a comportarse con una cordialidad que jamás habían mostrado con una intrusa.
A última hora de la tarde, cuando la familia se reunió en torno a la mesa para la tradicional cena, empezó a nevar. Aquélla sí que era una Navidad perfecta, dijeron todos los Strong. Geena los odió más que nunca.
Ramble se pasó la fiesta reunido con un abogado que le cobraba seiscientos dólares la hora, aunque la factura sería ocultada como sólo los abogados saben ocultar esa clase de cosas.
Tira también había abandonado el país con un joven gigoló.
Estaba en una playa de no se sabía dónde, haciendo topless y probablemente sin la braguita, y le daba igual lo que pudiera estar haciendo su hijo de catorce años.
Yancy, el abogado, se había divorciado dos veces, estaba libre en aquellos momentos y tenía unos gemelos de once años de su segundo matrimonio, unos niños, por cierto, excepcionalmente inteligentes para su edad; en cambio, Ramble era dolorosamente lento para la suya, por lo que los tres se lo pasaron en grande con sus videojuegos en el dormitorio mientras Yancy veía un partido de fútbol americano en la televisión.
Su cliente tendría que recibir obligatoriamente cinco millones de dólares al cumplir los veintiún años, pero, dado su nivel de madurez y el desbarajuste que reinaba en su hogar, el dinero le duraría todavía menos que a los restantes hermanos Phelan. Sin embargo, a Yancy le importaban un bledo aquellos míseros cinco millones, pues él ganaría otros tantos con las minutas que iba a arrancar de la parte de la herencia que le correspondía a Ramble.
Yancy tenía otras preocupaciones. Tira había contratado los servicios de otro bufete, uno extraordinariamente agresivo que estaba muy cerca del Capitolio y tenía los contactos apropiados. Tira sólo era una ex esposa, no una hija, y su parte sería muy inferior a la que recibiría Ramble. Los nuevos abogados se habían dado cuenta y estaban ejerciendo presión sobre ella para que prescindiera de los servicios de Yancy y empujara al joven Ramble hacia ellos. Por suerte, la madre no se preocupaba demasiado por el hijo y Yancy estaba desarrollando una espléndida labor de manipulación para conseguir apartar al chico de su madre.
Las risas de los muchachos y sus juegos eran una música celestial para sus oídos.