El teléfono lo despertó, pero él tardó un poco en levantar el auricular. La cerveza no le había dejado ningún efecto residual, aparte del remordimiento, pero la pequeña aventura con el Cessna estaba cobrándose su tributo. El cuello, los hombros y la cintura ya presentaban un color azul oscuro, formando unas nítidas hileras de magulladuras en los puntos donde la correa del hombro lo había sujetado mientras el aparato tomaba violentamente tierra. Tenía por lo menos dos chichones en la cabeza, uno de los cuales producido por un golpe que no recordaba haberse hecho. Sus rodillas habían traspasado la parte posterior de los respaldos de los asientos de los pilotos; aunque al principio había pensado que se trataba de heridas leves, su gravedad se había intensificado durante la noche. Tenía los brazos y el cuello bastante quemados por el sol.
—Feliz Navidad —lo saludó la voz. Era Valdir y ya eran casi las nueve.
—Gracias —contestó Nate—. Igualmente.
—De acuerdo. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien, gracias.
—Bueno, Jevy me llamó anoche y me contó lo del avión. Milton debe de estar loco para pilotar un aparato en medio de una tormenta. Jamás volveré a utilizar sus servicios.
—Yo tampoco.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—¿Necesitas un médico?
—No.
Jevy dijo que, en su opinión, te encontrabas bien.
—Y así es; sólo estoy un poco magullado.
Se produjo una breve pausa tras la cual Valdir cambió de tema.
—Esta tarde vamos a celebrar una pequeña fiesta navideña en mi casa. Sólo asistirán mi familia y unos cuantos amigos. ¿Te apetece venir?
La invitación sonó un poco forzada. Nate no supo si Valdir trataba sencillamente de ser cortés o si era sólo una cuestión de idioma y acento.
—Es muy amable de tu parte —le dijo—, pero tengo montones de cosas que leer.
—¿Seguro?
—Sí, gracias.
—Muy bien. Tengo una buena noticia. Ayer finalmente conseguí alquilar una embarcación.
A Valdir no le había costado demasiado dejar el asunto de la fiesta y pasar al de la embarcación.
—Estupendo. ¿Cuándo salimos?
—Tal vez mañana. Están preparándola. Jevy conoce la embarcación.
—Estoy deseando navegar por el río. Sobre todo, después de lo de ayer.
A continuación, Valdir se lanzó a un pormenorizado relato de sus tiempos de jugador de béisbol con el propietario de la embarcación, un tacaño consumado que, al principio, había pedido mil reais a la semana. Lo habían dejado en seiscientos. Nate escuchaba, pero le daba igual. La herencia Phelan podía permitírselo.
Valdir se despidió, no sin desearle una vez más feliz Navidad.
Las Nike aún estaban mojados, pero se los puso de todos modos junto con unos pantalones cortos deportivos y una camiseta sin mangas. Intentaría practicar un poco de jogging, pero si las partes doloridas no respondían, se limitaría a dar un paseo. Necesitaba respirar al aire libre y hacer ejercicio. Mientras se desplazaba muy despacio por la habitación, vio las latas de cerveza vacías en la papelera.
Ya se encargaría de ese asunto más tarde. Aquello no significaba en modo alguno el comienzo de una recaída. La víspera había vislumbrado fugazmente toda su vida y aquella experiencia había provocado un cambio. Hubiera podido morir. Ahora cada día era un regalo y tenía que saborear cada momento. ¿Por qué no disfrutar de algunos de los placeres de la vida? Sólo un poco de cerveza y de vino, nada en absoluto de bebidas fuertes, y mucho menos de droga.
Pisaba terreno seguro; había sobrevivido otras veces a las mentiras.
Se tomó dos pastillas de Tylenol y aplicó un filtro solar a aquellas zonas de la piel que estaban desprotegidas del sol. En el televisor del vestíbulo daban un programa navideño, pero nadie lo miraba pues el lugar estaba desierto. La joven del mostrador le dirigió una sonrisa y le dio los buenos días. El pesado y pegajoso calor penetraba a través de las puertas vidrieras abiertas. Nate se detuvo a tomar un rápido trago de café azucarado. El termo estaba sobre el mostrador, junto con un ordenado montón de tacitas de papel, esperando a que alguien se detuviera a disfrutar de veinticinco gramos de cafezinho.
Bastaron dos tragos para que empezara a sudar antes de abandonar el vestíbulo. En la acera trató de practicar unos estiramientos, pero le dolían los músculos y tenía las articulaciones anquilosadas. El desafío no consistía en correr, sino en caminar sin cojear visiblemente.
Pero nadie miraba. Las tiendas estaban cerradas y las calles desiertas, tal como había supuesto que ocurriría. Dos manzanas más allá la camiseta ya estaba pegándosele a la espalda. Era como si estuviera haciendo ejercicio en una sauna.
La avenida Rondon era la última calle asfaltada que bordeaba la barranca por encima del río. Recorrió un buen trecho de la acera del lado de éste, renqueando ligeramente mientras los músculos se iban soltando poco a poco y las articulaciones dejaban de crujir. Encontró el mismo parque donde se había detenido dos días atrás a la hora en que la gente se congregaba allí para escuchar música y villancicos. Aún había algunas sillas plegables. Sus piernas necesitaban descansar. Se sentó junto a la misma mesa de camping y miró alrededor, buscando al adolescente que había intentado venderle droga.
Pero no había ni un alma. Se frotó suavemente las rodillas y contempló el inmenso Pantanal, que se extendía a lo largo de muchos kilómetros hasta perderse en el horizonte. Una espléndida desolación. Pensó en Luis, y Tomás, sus amiguitos, con diez reais en los bolsillos, pero sin ninguna posibilidad de gastarlos. La Navidad no significaba nada para ellos; todos los días eran iguales.
En algún lugar de los vastos humedales que se abrían ante sus ojos había una tal Rachel Lane, que en aquellos momentos era sólo una humilde sierva de Dios, pero que estaba a punto de convertirse en una de las mujeres más ricas del mundo. Si llegaba a localizarla, ¿cómo reaccionaría ella cuando viera a aquel abogado norteamericano que había conseguido descubrir su paradero? Las posibles respuestas hicieron que Nate se sintiera ligeramente incómodo.
Por primera vez se le ocurrió pensar que, a lo mejor, Troy estaba loco de verdad. ¿Qué mente lúcida y racional entregaría once mil millones de dólares a una persona que no sentía el menor interés por la riqueza, una persona prácticamente desconocida para todo el mundo, incluido el hombre que había firmado el testamento garabateado a mano? Parecía una locura, mucho más ahora que Nate estaba sentado por encima del desierto Pantanal, contemplando su inmensa desolación a más de tres mil kilómetros de casa.
Apenas se sabía nada de Rachel. Su madre, Evelyn Cunningham, era natural de la pequeña ciudad de Delhi, en Luisiana. A la edad de diecinueve años se había trasladado a Baton Rouge y había encontrado un trabajo de secretaria en una empresa dedicada a la prospección de yacimientos de gas natural. Troy Phelan era el propietario de aquella empresa y, en el transcurso de una de sus habituales visitas desde Nueva York, se había fijado en ella. Evelyn debía de ser una bella e ingenua mujer de educación provinciana. Actuando como un buitre, Troy se había abatido rápidamente sobre ella y, a los pocos meses, Evelyn había quedado embarazada. Eso había sido en la primavera de 1954.
En noviembre del mismo año, los representantes de Troy desde la casa matriz se encargaron discretamente de que Evelyn ingresara en el Hospital Católico de Nueva Orleans, donde Rachel nació el día 2. Evelyn jamás vio a su hija.
Utilizando un montón de abogados y ejerciendo una enorme presión, Troy dispuso la rápida adopción privada de Rachel por parte de un pastor protestante y su mujer en Kalispell, Montana. Por aquel entonces estaba comprando minas de cobre y de zinc en aquel estado y tenía contactos a través de sus empresas de allí. Los padres adoptivos ignoraban la identidad de los biológicos.
Evelyn no quería a su hija ni deseaba seguir manteniendo tratos con Troy Phelan. Recibió diez mil dólares y regresó a Delhi, donde, como era de esperar, la aguardaban los rumores que corrían acerca de sus pecados. Se fue a vivir con sus padres y los tres esperaron pacientemente a que pasara la tormenta. Pero ésta no pasó. La crueldad propia de las ciudades provincianas hizo que Evelyn se sintiera una paria entre las personas a las que más necesitaba. Raras veces salía de casa y, con el tiempo, acabó retirándose a la oscuridad de su dormitorio. Allí, en la escondida lobreguez de su pequeño mundo, Evelyn empezó a echar de menos a su hija.
Escribía cartas a Troy, pero éste no contestaba. Una secretaria las escondía y archivaba. Dos semanas después del suicidio de Troy, uno de los investigadores de Josh las encontró ocultas en los archivos personales que aquél tenía en su apartamento.
Con el paso de los años, Evelyn se fue hundiendo cada vez más en su propio abismo. La presencia de sus padres en la iglesia o en la tienda de ultramarinos siempre provocaba miradas y murmullos, por lo que, al final, éstos también acabaron apartándose.
Evelyn se suicidó el 2 de noviembre de 1959, cuando Rachel tenía cinco años. Subió al automóvil de sus padres, condujo hasta las afueras de la ciudad y se arrojó desde lo alto de un puente.
Muy poco se había averiguado acerca de la infancia de Rachel. El reverendo Lane y su esposa cambiaron dos veces de residencia, desde Kalispell a Butte y desde Butte a Helena. Cuando Rachel tenía diecisiete años, el clérigo murió de cáncer. Ella era su única hija.
Por razones que solamente él habría podido explicar, Troy decidió entrar de nuevo en la vida de Rachel cuando ella estaba a punto de terminar sus estudios secundarios. Puede que sintiera un cierto remordimiento. Puede que estuviera preocupado por su educación universitaria y los gastos que ésta ocasionaría. Rachel sabía que había sido adoptada, pero jamás había manifestado el menor interés en conocer a sus verdaderos padres.
Aunque los detalles se ignoraban, Troy había conocido a Rachel en algún momento del verano de 1972. Cuatro años después, Rachel se graduó en la Universidad de Montana. A partir de allí, en su historia había brechas y grandes huecos que las investigaciones no habían conseguido llenar.
Nate sospechaba que sólo dos personas podían documentar debidamente la relación. Una estaba muerta y la otra vivía como una india en algún lugar de allí, a la orilla de alguno de los millares de ríos que discurrían por aquella inmensa región.
Intentó practicar jogging a lo largo de una manzana, pero el dolor se lo impidió. Bastante le costaba caminar. Pasaron dos automóviles, la gente estaba empezando a ponerse en movimiento. El rugido se acercó rápidamente a su espalda y se le echó encima antes de que él pudiera reaccionar. Jevy pisó los frenos y se detuvo junto a la acera.
—Bom dia —gritó por encima del estruendo del motor. Nate inclinó la cabeza.
—Bom dia.
Jevy hizo girar la llave de encendido y el motor se apagó.
—¿Cómo se encuentra?
—Dolorido. ¿Y tú?
—Sin ningún problema. La chica de recepción me ha dicho que había usted salido a correr. Vamos a dar una vuelta en coche. Nate hubiera preferido practicar jogging, aunque le doliera, a ir en automóvil con Jevy, pero había muy poco tráfico y las calles eran más seguras.
Recorrieron el centro de la ciudad, donde el conductor siguió sin prestar la menor atención a los semáforos y las señales de stop. Jevy jamás se volvía a mirar cuando atravesaban a toda velocidad los cruces.
—Quiero que vea el barco —dijo Jevy en determinado momento. Si estaba dolorido y anquilosado a causa del accidente aéreo, no se notaba. Nate se limitó a asentir con la cabeza.
Al este de la ciudad, al pie de la barranca, en una caleta de oscuras aguas llenas de manchas de petróleo, había una especie de astillero. Unas viejas barcas se mecían suavemente en el río; algunas habían sido desguazadas varias décadas atrás y otras raras veces se utilizaban. Dos de ellas eran, evidentemente, embarcaciones de transporte de ganado, pues tenían las cubiertas divididas en sucios compartimientos de madera.
—Aquí está —dijo Jevy, señalando vagamente hacia el río. Aparcaron y bajaron por la orilla. Vieron varias pequeñas embarcaciones de pesca con la línea de flotación por debajo del agua, cuyos propietarios Nate fue incapaz de decidir si iban o venían. Jevy llamó a gritos a dos de los pescadores y éstos le contestaron con un comentario humorístico.
—Mi padre era capitán de barco —explicó Jevy—. Yo venía aquí todos los días.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Nate.
—Se ahogó durante una tormenta.
«Estupendo —pensó Nate—. Las tormentas te pillan tanto en el aire como en el agua».
Una combada tabla de madera contrachapada conducía a su embarcación, formando un puente por encima de las oscuras aguas. Se detuvieron en la orilla para contemplar el barco, el Santa Loura.
—¿Le gusta? —preguntó Jevy.
—No lo sé —contestó Nate.
Desde luego, era más bonito que los barcos de transporte de ganado. Alguien estaba dando martillazos en su parte posterior. Una mano de pintura contribuiría enormemente a mejorar su aspecto. El barco tenía poco menos de veinte metros de eslora, dos cubiertas y, en lo alto de los peldaños, un puente. Era más grande de lo que Nate esperaba.
—Será sólo para mí, ¿verdad?
—Sí.
—¿No habrá ningún otro pasajero?
—No, sólo usted, yo y un marinero que…
—¿Cómo se llama?
—Welly.
La madera contrachapada crujió, pero no se rompió. Cuando saltaron a bordo, el barco se hundió un poco. En la proa estaban alineados varios barriles de gasóleo. Cruzaron una puerta, bajaron dos peldaños y entraron en el camarote, donde había cuatro literas, cada una con sábanas blancas y una fina plancha de gomaespuma a modo de colchón. Los doloridos músculos de Nate se estremecieron ante la idea de tener que pasarse una semana durmiendo sobre una de ellas. El techo era muy bajo, las ventanas estaban cerradas y el principal problema lo constituía la ausencia de aire acondicionado. El camarote sería un verdadero horno.
—Buscaremos un ventilador —anunció Jevy, que al parecer había leído el pensamiento de Nate—. La situación no es tan mala cuando el barco se mueve.
Nate no podía creérselo. Caminando de perfil, avanzaron por la estrecha pasarela hacia la parte posterior del barco, pasando por delante de una cocina con un fregadero y un hornillo de propano, la sala de máquinas y, finalmente, un pequeño cuarto de baño. En la sala de máquinas, un torvo individuo sin camisa sudaba profusamente, contemplando la llave inglesa que sostenía en la mano como si ésta le hubiera hecho una faena.
Jevy conocía a aquel hombre y se las arregló para decirle justo lo que no debía, pues de repente unas duras palabras llenaron el aire. Nate se retiró a la pasarela de la parte de atrás, donde vio una pequeña embarcación de aluminio amarrada al Santa Loura. La embarcación tenía canaletes y un motor fuera de borda. Entonces, Nate se imaginó repentinamente a sí mismo y a Jevy surcando las someras aguas a gran velocidad entre las malas hierbas y los troncos y sorteando caimanes para acabar finalmente en un nuevo callejón sin salida. La aventura se estaba poniendo cada vez más interesante.
Jevy se echó a reír y la tensión se disipó en parte. El joven se acercó a la parte de atrás de la embarcación y dijo:
—El hombre necesita una bomba de aceite y hoy la tienda está cerrada.
—¿Y mañana?
—No habrá problema.
—¿Para qué sirve este pequeño?
—Para muchas cosas.
Subieron por los desgastados peldaños que conducían al puente, donde Jevy inspeccionó el timón y los mandos del motor. Detrás del puente había un cuartito abierto con dos literas donde Jevy y el marinero dormirían por turnos. Detrás de él había una cubierta de unos cinco metros cuadrados protegida por un toldo de color verde. Tendida a lo largo de la cubierta había una hamaca de apariencia muy cómoda que de inmediato llamó la atención de Nate.
—Eso es para usted —dijo Jevy con una sonrisa—. Tendrá mucho tiempo para leer y dormir.
—Qué bien —dijo Nate.
—En ocasiones este barco se emplea para llevar turistas, especialmente alemanes, que quieren ver el Pantanal.
—¿Has sido capitán de este barco?
—Sí, un par de veces. Hace varios años. El propietario no es muy simpático.
Nate se sentó con mucho cuidado en la hamaca y levantó las doloridas piernas hasta que consiguió encajar debidamente en ella. Jevy le dio un empujón a fin de que se balanceara y después se fue para charlar un rato con el maquinista.