13

El propietario de la vaca se presentó aproximadamente una hora más tarde, cuando la tormenta empezó a amainar y dejó momentáneamente de llover. Iba descalzo y vestía unos desteñidos pantalones cortos de tela de tejanos y una gastada camiseta de los Chicago Bulls. Se llamaba Marco y ciertamente no estaba muy contento.

Mandó retirarse al chico y se enzarzó en una acalorada discusión con Jevy y Milton a propósito del valor de la vaca. Milton estaba más preocupado por su avión y Jevy por su muñeca hinchada. De pie junto a la ventana, Nate se preguntó exactamente cómo era posible que estuviera en el desolado interior del Brasil la víspera de Navidad en un maloliente establo, dolorido y magullado, cubierto con la sangre de una vaca mientras tres hombres discutían entre sí en un idioma extranjero y él se alegraba de estar vivo. No había respuestas claras. A juzgar por las otras vacas que pastaban en las inmediaciones del establo, el valor no podía ser muy alto.

—Yo pagaré lo que valga —le dijo a Jevy.

Jevy le preguntó al hombre cuánto y después le indicó a Nate:

—Cien reais.

—¿Acepta American Express? —preguntó Nate sin que el otro entendiera la broma—. Yo lo pago.

Cien dólares. Los hubiera pagado con gusto sencillamente para que Marco dejara de protestar.

Una vez que el trato hubo sido cerrado, el hombre se convirtió en su anfitrión. Los acompañó a la casa, donde una mujer descalza y bajita que estaba preparando el almuerzo los recibió con una sonrisa y les dio efusivamente la bienvenida. Por obvias razones, los invitados eran algo inaudito en el Pantanal. Al enterarse de que Nate procedía de Estados Unidos, los anfitriones mandaron llamar a sus hijos. El muchacho del bastón tenía dos hermanos y su madre les dijo a todos que se fijaran bien en Nate, porque era norteamericano.

Después la mujer tomó las camisas de los hombres y las introdujo en un barreño de agua de lluvia con jabón. Comieron arroz con alubias negras, sentados alrededor de una mesita y desnudos de cintura para arriba sin que ello les preocupara en absoluto. Nate estaba orgulloso de sus tonificados bíceps y su liso estómago. Jevy tenía toda la pinta de un auténtico levantador de pesos, y el pobre Milton presentaba las señales típicas de estar acercándose rápidamente a la mediana edad, lo cual parecía claro que no le importaba.

Los tres apenas hablaron durante el almuerzo. Aún se encontraban bajo los efectos del accidente. Los niños permanecían sentados en el suelo, cerca de la mesa, comiendo pan sin levadura y arroz mientras contemplaban extasiados todos y cada uno de los movimientos de Nate.

Había un pequeño río a unos quinientos metros camino abajo y Marco tenía una lancha motora. El río Paraguay se encontraba a cinco horas de distancia. Tal vez tuviera suficiente gasolina, o tal vez no, pero en cualquier caso sería imposible llevar en ella a los tres hombres.

Cuando el cielo se despejó, Nate y los niños se acercaron al avión y sacaron la cartera de documentos. Por el camino, Nate les enseñó a contar hasta diez en inglés. Y ellos le enseñaron a él a hacerlo en portugués. Eran unos muchachos muy simpáticos que a pesar de su terrible timidez inicial no tardaron en familiarizarse con Nate. Éste recordó que era la víspera de Navidad. ¿Visitaría Papá Noel el Pantanal? Al parecer, nadie le esperaba.

Nate sacó el teléfono satélite y lo colocó sobre un suave y liso tocón del patio delantero. El disco receptor tenía veinticinco centímetros cuadrados de tamaño y el teléfono propiamente dicho no era más grande que un ordenador portátil. Un hilo conectaba el disco con el teléfono. Nate lo encendió, marcó los números de su carnet de identidad y de su identificación personal e hizo girar lentamente el disco hasta que éste captó la señal del satélite Astar-Este que se encontraba a ciento cincuenta kilómetros de altura sobre el Atlántico, sobrevolando una zona próxima al ecuador. La señal era fuerte; un agudo pitido ininterrumpido la confirmó, y entonces Marco y el resto de su familia se acercaron un poco más a Nate, que no pudo por menos de preguntarse si alguna vez en su vida habrían visto un teléfono.

Jevy le fue diciendo el número del teléfono de la casa de Milton en Corumbá. Nate lo marcó muy despacio y esperó, conteniendo la respiración. Si no podía hacer la llamada, los tres tendrían que pasar las Navidades con Marco y su familia. La casa era pequeña y Nate pensó que seguramente lo harían dormir en el establo. Perfecto.

El plan alternativo consistía en enviar a Jevy y Marco con la embarcación. Era casi la una del mediodía. Si el viaje hasta el Paraguay duraba cinco horas, llegarían allí justo antes de que oscureciese, suponiendo que hubiera combustible suficiente. Una vez en el gran río, tendrían que enfrentarse con la tarea de buscar ayuda, lo cual podría llevarles varias horas. En caso de que se quedaran sin gasolina, estarían perdidos en el Pantanal. Jevy no se había opuesto directamente a aquel plan, pero nadie se mostraba demasiado partidario de seguirlo.

Había otros factores. Marco no quería salir tan tarde. Normalmente, cuando iba al Paraguay para sus negocios, partía al amanecer. Aunque cabía la posibilidad de que un vecino que vivía a una hora de camino de allí le prestase gasolina, tampoco era muy seguro que lo hiciese.

Oi —dijo una voz femenina a través del micrófono y todo el mundo sonrió.

Nate le pasó el teléfono a Milton, quien saludó a su mujer y le contó la triste historia de su apurada situación. Jevy le tradujo a Nate la conversación mientras los niños lo miraban con asombro.

El diálogo adquirió un tono más tenso y, de repente, quedó interrumpido.

—La mujer está buscando un número de teléfono —explicó Jevy. Era el de un piloto conocido de Milton, quien, tras prometer a su esposa que regresaría para la cena, colgó.

El piloto no estaba en casa. Su mujer dijo que se encontraba en Campo Grande por un asunto de trabajo y que regresaría al anochecer. Milton le informó acerca de dónde estaba en aquellos momentos y ella le facilitó otros números telefónicos en los que quizá pudiese localizar a su marido.

—Dile que hable rápido —dijo Nate, marcando otro número—. La duración de estas pilas no es eterna.

No hubo respuesta en el siguiente número. En el otro el piloto contestó y, mientras explicaba que estaban reparándole el avión, se cortó la comunicación.

Las nubes cubrían de nuevo el cielo. Nate levantó la vista hacia éste con incredulidad. Milton estaba a punto de echarse a llorar. Fue un rápido aguacero en cuyo transcurso los niños jugaron bajo la fría lluvia mientras los mayores los contemplaban en silencio, sentados en el porche.

Jevy tenía otro plan. En las afueras de Corumbá había una base militar. Él no estaba apostado en ella, pero levantaba pesos con varios oficiales de allí. Cuando el cielo volvió a despejarse, regresaron al tocón y se congregaron alrededor del teléfono. Jevy llamó a un amigo que le buscó los números telefónicos.

El Ejército tenía helicópteros, y ellos, al fin y al cabo, habían sufrido un accidente aéreo. Cuando el segundo oficial contestó, Jevy le explicó rápidamente lo ocurrido y le pidió ayuda.

Ver a Jevy conversar por teléfono fue una tortura para Nate. No entendía una sola palabra, pero el lenguaje corporal se lo decía todo. Sonrisas y fruncimientos de cejas, súplicas apremiantes, pausas desesperantes y repetición de cosas ya dichas.

Cuando terminó, Jevy le dijo a Nate:

—Llamará a su comandante. Quiere que vuelva a llamarlo dentro de una hora.

Aquel plazo les pareció tan largo como si les hubiese dicho una semana. El sol volvió a salir y quemó la hierba mojada. La humedad era muy densa. Todavía desnudo de cintura para arriba, Nate empezó a notar el escozor que le producía el sol.

Se refugiaron bajo la sombra de un árbol para huir de sus rayos. La mujer fue a ver cómo estaban las camisas que había dejado tendidas durante el último aguacero y comprobó que seguían mojadas.

Jevy y Milton tenían una piel mucho más morena que la de Nate y no les importaba que les diera el sol. A Marco tampoco le importaba. Los tres se acercaron al aparato para inspeccionar los daños. Nate prefirió quedarse bajo la sombra del árbol. El calor de la tarde era sofocante. Comenzaba a sentir que se le entumecían el pecho y los hombros cuando se le ocurrió echar una siesta. Los niños, sin embargo, tenían otros planes. Al final, Nate consiguió entender sus nombres: Luis era el mayor, el que había apartado a la vaca de la pista de aterrizaje segundos antes de que ellos tocaran tierra, Oli era el mediano y Tomás el pequeño. Utilizando el libro de frases que tenía en la cartera, Nate rompió poco a poco la barrera idiomática. «Hola; ¿cómo estás?; ¿cómo te llamas?; ¿cuántos años tienes?; buenas tardes». Los chicos repetían las frases en portugués para que Nate pudiera aprender la pronunciación y después él les hizo hacer lo mismo en inglés. Jevy regresó con unos mapas y efectuaron la llamada. Al parecer, el Ejército tenía cierto interés por el asunto. Milton señaló un mapa y dijo:

—Fazenda Esperança.

Jevy repitió sus palabras con un entusiasmo que se desvaneció segundos antes de colgar el auricular.

—No consigue localizar al comandante —dijo en inglés, procurando disimular su desesperación—. Estamos en Navidad, ¿sabe? Navidad en el Pantanal. A cuarenta grados y con una humedad todavía más alta. Un sol de justicia sin filtro solar. Bichos e insectos sin repelente. Unos alegres chiquillos sin la menor esperanza de recibir juguetes. Sin música, porque no había electricidad. Sin árbol de Navidad, ni comida navideña.

Aquello era una aventura, se repetía una y otra vez. ¿Dónde estaba su sentido del humor?

Guardó el teléfono en su funda y cerró ésta. Milton y Jevy regresaron al avión. La mujer entró en la casa. Marco tenía algo que hacer en el patio de atrás. Nate regresó a la sombra del árbol, pensando en lo bonito que sería escuchar una sola estrofa de Navidades blancas mientras se tomaba una copa de champán.

Luis apareció con los tres caballos más escuálidos que Nate hubiera visto en su vida. Uno estaba ensillado con una tosca silla de cuero y madera sobre una especie de almohadilla de color anaranjado que parecía una vieja alfombra de pelo. Era para Nate. Luis y Oli saltaron a la grupa de sus caballos sin el menor esfuerzo; de un solo brinco montaron a pelo y se mantuvieron en perfecto equilibrio.

Nate estudió su caballo.

Onde? —preguntó.

Luis le indicó un sendero. Nate sabía por las señales con el dedo que ambos se habían hecho durante el almuerzo y después que el sendero conducía al río donde Marco tenía amarrada su lancha.

¿Por qué no? Aquello era una aventura. ¿Qué otra cosa podía hacerse mientras transcurrían lentamente las horas? Recogió su camisa en la cuerda de tender y, a continuación, consiguió montar en el pobre caballo sin caerse ni hacerse daño.

A finales de octubre, Nate y otros pacientes de Walnut Hill habían disfrutado de un agradable domingo, paseando a caballo por los Montes Azules para admirar el soberbio espectáculo de la naturaleza en otoño. Se pasó una semana con el trasero y los muslos doloridos, pero consiguió superar el temor que le inspiraban los animales. O al menos lo hizo hasta cierto punto.

Tras pelearse unos segundos con los estribos logró introducir los pies en ellos; después sujetó la brida con tal fuerza que el caballo no podía moverse. Los niños le miraron con gran regocijo y se alejaron al trote. Al final, el caballo de Nate también se puso a trotar con unos bruscos movimientos que machacaban la entrepierna de su jinete y lo hacían brincar sin control. Un simple paseo a pie hubiera sido más agradable. Nate soltó la brida y el caballo aminoró la marcha. Los chicos regresaron y se pusieron a cabalgar a su lado.

El sendero atravesaba un pequeño pastizal y trazaba una curva, por lo que muy pronto perdieron de vista la casa. Más adelante divisaron agua, un pantano como los muchos que habían visto desde el aire. Los niños no se amilanaron, pues el sendero atravesaba el centro del pantano y los caballos lo habían cruzado muchas veces. No aminoraron la marcha en ningún momento. Al principio, el agua sólo tenía unos pocos centímetros de profundidad, pero después ésta alcanzó los treinta centímetros, y finalmente el nivel de los estribos. Como es natural, los niños iban descalzos, vestían prendas de cuero y les traía sin cuidado el agua y lo que en ella pudiera haber. Nate calzaba sus Nike preferidos, que enseguida quedaron empapados.

Las pirañas, unos voraces pececillos con unos dientes tan afilados como navajas, proliferaban por todo el Pantanal.

Nate hubiera preferido dar media vuelta, pero no sabía cómo decirlo.

—Luis —dijo en un tono de voz que dejaba traslucir bien a las claras su temor.

Los niños le miraron sin el menor asomo de inquietud.

Cuando el agua ya llegaba a la altura del pecho de los caballos, disminuyeron la marcha. Siguieron avanzando y Nate volvió a verse los pies. Los caballos emergieron al otro lado, justo en el lugar donde continuaba el sendero.

Pasaron por delante de los restos de una valla a su izquierda. El sendero se ensanchaba hasta convertirse en un viejo camino de tierra. Muchos años atrás la Fazenda debía de haber sido más importante, con gran cantidad de cabezas de ganado y muchos empleados.

El Pantanal había sido colonizado hacía más de dos siglos, según había averiguado Nate a través del informe que le habían facilitado, y desde entonces había cambiado muy poco. El aislamiento de la gente era asombroso. No había el menor rastro de vecinos ni de otros niños y Nate no hacía más que pensar en las escuelas y la educación. ¿Se iban los niños a Corumbá cuando alcanzaban la edad suficiente para encontrar trabajo y casarse, o se quedaban al cuidado de las pequeñas granjas y criaban a la siguiente generación de pantaneiros? ¿Sabían Marco y su mujer leer y escribir y, en caso afirmativo, enseñaban a sus hijos?

Se lo preguntaría a Jevy. Más adelante había más agua, un pantano rodeado de árboles podridos. Como era de esperar, el sendero lo atravesaba. Era la estación de las lluvias y el nivel del agua había crecido por doquier. En los meses secos, el pantano era una extensión de barro y hasta un inexperto en aquellas lides habría podido seguir el sendero sin temor a que lo devoraran las pirañas. «Vuelve en la estación seca», se dijo Nate, pero era poco probable que lo hiciese.

Los caballos seguían avanzando como si fueran máquinas, sin preocuparse por el pantano y el agua que les llegaba hasta las rodillas. Los muchachos dormitaban. Al subir el nivel del agua, aminoraron un poco la marcha. Cuando Nate se notó las rodillas mojadas y ya estaba a punto de lanzarle a Luis un grito desesperado, Oli señaló con absoluta indiferencia dos troncos podridos de unos tres metros de altura a la derecha. Entre ellos, medio sumergido en el agua, descansaba un enorme reptil negro.

Jacaré —dijo el muchacho volviendo la cabeza por si a Nate le interesara saberlo. Era una especie de caimán.

Los ojos asomaban por encima del resto del cuerpo y Nate tuvo la certeza de que estaban siguiéndolo concretamente a él. Sintió que el corazón le empezaba a latir violentamente en el pecho y experimentó el impulso de pedir socorro. Al darse cuenta de que su invitado estaba muerto de miedo, Luis dio media vuelta sonriendo. El invitado sonrió a su vez, como si le encantara poder ver finalmente un caimán tan de cerca.

Cuando el nivel de las aguas subió, los caballos levantaron la cabeza. Nate aguijó el suyo bajo el agua, pero no ocurrió nada. El caimán se sumergió muy despacio hasta que sólo se vieron sus ojos, e inmediatamente comenzó a nadar hacia ellos desapareciendo en las negras aguas. Nate sacó los pies de los estribos, levantó las rodillas hasta el pecho y se quedó balanceándose sobre la silla de montar. Los niños hicieron un comentario y se rieron por lo bajo, pero a Nate no le importó.

Una vez superado el centro del pantano, el nivel del agua bajó hasta las patas de los caballos y siguió descendiendo. Sano y salvo al otro lado, Nate se relajó y se burló de sí mismo. Cuando regresara a Estados Unidos, podría sacar partido de aquella aventura. Tenía amigos aficionados a las vacaciones arriesgadas, tipos que practicaban montañismo, rafting y senderismo, eran entusiastas de los safaris y siempre trataban de superar a los demás con los relatos de sus experiencias en arriesgadas situaciones de vida o muerte en las partes más remotas del mundo. Con el aliciente añadido de la faceta ecológica del Pantanal, por diez mil dólares sus amigos estarían encantados de saltar a la grupa de un caballo y vadear los pantanos fotografiando serpientes y caimanes por el camino.

Puesto que aún no había ningún río a la vista, Nate llegó a la conclusión de que ya era hora de dar media vuelta. Se señaló el reloj y Luis lo acompañó de nuevo a casa.

Se puso al teléfono el mismísimo comandante. Jevy se pasó cinco minutos charlando con él de cosas relacionadas con el Ejército, —lugares donde habían estado estacionados, personas que conocían— mientras la luz piloto de las pilas parpadeaba cada vez más rápido y el SatFone se iba quedando poco a poco sin batería. Nate señaló el piloto; Jevy le explicó al comandante que aquélla era la última oportunidad con que contaban.

No habría ningún problema. Ya tenían un helicóptero a punto y estaban reuniendo a la tripulación. ¿Eran graves las heridas?

—Internas —contestó Jevy, mirando a Milton.

La fazenda se hallaba a cuarenta minutos en helicóptero, según los pilotos militares. El comandante aseguró que en una hora estarían allí. Milton sonrió por primera vez aquel día.

Transcurrió una hora y el optimismo empezó a desvanecerse. El sol se estaba poniendo rápidamente por el oeste y la oscuridad no tardaría en llegar, con lo que un rescate era impensable.

Se dirigieron al avión accidentado, en el que Milton y Jevy se habían pasado toda la tarde trabajando sin descanso. Habían retirado el ala rota y la hélice, que estaba sobre la hierba cerca del avión, todavía manchada de sangre. El tren de aterrizaje de la derecha se veía doblado, pero no sería necesario sustituirlo.

Marco y su mujer habían despiezado la vaca muerta. Los restos resultaban visibles entre los arbustos, cerca de la pista de aterrizaje.

Según Jevy, Milton tenía previsto regresar en una embarcación en cuanto consiguiera encontrar un ala y una hélice nuevas. A Nate semejante cosa se le antojaba prácticamente imposible. ¿Cómo podía trasladar algo tan voluminoso como el ala de un avión en una pequeña embarcación que sólo servía para navegar por los afluentes que surcaban el Pantanal y transportarla después a través de las mismas marismas que había cruzado a caballo?

Allá él con su problema. Nate tenía otras cosas más importantes en que pensar.

La mujer sirvió café caliente y unas galletas crujientes y todos se sentaron sobre la hierba cerca del establo, charlando animadamente. Los tres niños se acomodaron al lado de Nate, temiendo que los abandonara. Transcurrió otra hora.

Fue Tomás, el pequeño, quien primero oyó el sonido. Dijo algo, se levantó, señaló con el dedo y los demás se quedaron paralizados. La intensidad del sonido aumentó y se convirtió en el inconfundible zumbido de un helicóptero. Corrieron al centro de la pista de aterrizaje y levantaron los ojos al cielo.

En cuanto el aparato tomó tierra, cuatro soldados saltaron desde la cabina abierta y se acercaron corriendo al grupo. Nate se arrodilló entre los niños y les entregó diez reais a cada uno.

Feliz Natal —les dijo.

Después les dio un rápido abrazo, tomó su cartera y corrió hacia el helicóptero.

Mientras despegaban Jevy y Nate saludaron con la mano a la pequeña familia. Milton estaba demasiado ocupado dando las gracias a los pilotos y soldados. A ciento cincuenta metros de altura, el Pantanal empezó a extenderse hacia el horizonte. Por el este ya había oscurecido.

Ya era de noche en Corumbá cuando media hora más tarde sobrevolaron la ciudad. El espectáculo que ofrecían los edificios y las casas, las luces navideñas y el tráfico, era maravilloso. Aterrizaron en la base militar situada al oeste de la ciudad, en lo alto de una peña que dominaba el río Paraguay. El comandante los recibió y, después de que le dieran las gracias que tanto se merecía, se sorprendió al comprobar que nadie estaba gravemente herido y se alegró sinceramente del éxito de la operación. Después los envió a la ciudad en un todoterreno abierto conducido por un joven soldado raso.

Al llegar a la ciudad, el todoterreno se detuvo de repente delante de una pequeña tienda de alimentación. Jevy entró en ella y salió con tres botellas de cerveza Brahma. Le dio una a Milton y otra a Nate.

Tras vacilar un instante, Nate abrió la botella y se la acercó a los labios. La cerveza estaba muy fría y era exquisita. Y, además, estaban en Navidad, qué demonios. Podría dominar la situación.

Mientras recorría las polvorientas calles sentado en la parte trasera del todoterreno con una cerveza fría en la mano, sintiendo en su rostro la caricia del aire húmedo, recordó la suerte que tenía de estar vivo.

Casi cuatro meses atrás había intentado suicidarse. Y hacía siete horas que había sobrevivido a un accidente de avión.

Pero el día no le había servido de nada. Estaba tan lejos de Rachel Lane como la víspera.

La primera parada fue el hotel. Nate les deseó a todos feliz Navidad y después subió a su habitación, se desnudó y se pasó veinte minutos en la ducha.

Había cuatro latas de cerveza en el frigorífico. Se las bebió todas en una hora, diciéndose, cada vez que se tomaba una, que aquello no significaba que hubiese empezado a deslizarse. No lo conduciría a una caída. Todo estaba bajo control. Había burlado a la muerte, ¿por qué no celebrarlo con un poco de alegría navideña? Nadie se enteraría. Podría dominar la situación.

Además, la abstinencia jamás le había dado resultado. Se demostraría a sí mismo que podía tolerar un poco de alcohol. No habría problema. ¿Qué mal podía haber en unas cuantas cervecitas?