El dinero dio resultado. El piloto accedió a regañadientes a volar, pero insistió en salir temprano para poder estar de regreso en Corumbá al mediodía. Tenía hijos pequeños, su mujer estaba enfadada y, además, era la víspera de Navidad. Valdir se lo prometió y lo tranquilizó, entregándole un buen anticipo en efectivo.
También se le había pagado un anticipo a Jevy, el guía con quien Valdir se había pasado una semana negociando. Jevy tenía veinticuatro años, estaba soltero, era un levantador de pesos de fuertes y musculosos brazos y, cuando entró en el vestíbulo del hotel Palace, llevaba un sombrero de ganadero, pantalones cortos de tela de tejanos, botas negras del ejército, camiseta sin mangas y un reluciente cuchillo de caza remetido en el cinto como si se dispusiera a despellejar algo. El joven le estrechó la mano y Nate pensó por un instante que se la trituraría.
—Bom dia —dijo con una ancha sonrisa en los labios.
—Bom dia —contestó Nate, rechinando los dientes al oír el crujido de sus dedos.
El cuchillo no podía pasar inadvertido; su hoja medía más de veinte centímetros de largo.
—¿Habla portugués? —preguntó Jevy.
—No. Sólo inglés.
—No hay problema —dijo Jevy, aflojando finalmente su presa mortal—. Yo hablo inglés. —Su acento era muy marcado, pero por el momento Nate le entendía todo—. Lo aprendí en el ejército —añadió con orgullo.
Jevy era un tipo que caía inmediatamente simpático. Tomó la cartera de documentos de Nate y le hizo un comentario ingenioso a la chica del mostrador de recepción. Ésta se ruborizó y experimentó el deseo de que le hiciera otro.
Su vehículo era una camioneta Ford modelo de 1978 de tres cuartos de tonelada, la más grande que Nate hubiera visto en Corumbá. Estaba pintada de negro y parecía preparada para enfrentarse con la selva, con grandes neumáticos, un torno en el parachoques delantero, unas sólidas rejillas sobre los faros delanteros. No tenía guardabarros ni aire acondicionado.
Recorrieron a toda velocidad las calles de Corumbá, sin apenas detenerse ante los semáforos en rojo, haciendo caso omiso de las señales de stop y avasallando a todos los automóviles y motocicletas, que inmediatamente se apartaban del camino de aquel verdadero carro blindado. Deliberadamente o por descuido, el silenciador funcionaba muy mal. El motor era extraordinariamente ruidoso y Jevy se sentía obligado a hablar mientras asía el volante como si fuera un piloto de carreras. Nate no oyó ni una sola palabra. Sonrió y asintió con la cabeza como un idiota, tenso y con los pies firmemente plantados en el suelo mientras se agarraba con una mano al marco de la ventanilla y sujetaba la cartera de documentos con la otra. Cada vez que llegaban a un cruce, el corazón se le paralizaba en el pecho.
Estaba claro que los conductores se regían por un sistema de tráfico en el que no se tenían en cuenta las normas del código de circulación, en caso de que hubiera alguna. Sin embargo, no se producían accidentes. Todo el mundo, incluido Jevy, se las ingeniaba para detenerse o ceder el paso o virar bruscamente en el último instante.
El aeropuerto estaba desierto. Aparcaron en la pequeña terminal y se dirigieron a un extremo de la pista de aterrizaje, donde había cuatro pequeños aparatos. Un piloto a quien Jevy no conocía estaba poniendo a punto uno de ellos. Se hicieron las correspondientes presentaciones en portugués. El piloto se llamaba Milton, o eso creyó entender Nate. Parecía simpático, pero era evidente que hubiera preferido no volar ni trabajar en vísperas de Navidad.
Mientras los brasileños conversaban, Nate examinó el aparato. Lo primero que observó fue que necesitaba una mano de pintura, lo cual lo preocupó sobremanera. Si el exterior se encontraba en semejante estado, ¿qué podía esperarse del interior? Los neumáticos, sin embargo, brillaban como espejos. Había manchas de gasolina alrededor de la zona del único motor. Era un viejo Cessna 206.
Les llevó quince minutos llenar el depósito de combustible, y la salida, programada para primera hora de la mañana, estaba retrasándose, pues ya eran casi las diez. Nate sacó el elegante teléfono móvil que guardaba en el espacioso bolsillo de sus pantalones cortos y llamó a Sergio. Éste le dijo que estaba tomando café con su mujer y que se disponía a salir a hacer unas compras de última hora. Nate se alegró una vez más de no estar en Estados Unidos y de encontrarse lejos del frenesí navideño. En la costa del Atlántico medio hacía frío y caía aguanieve. Nate le aseguró a Sergio que seguía entero y sin problemas.
Creía haber detenido el deslizamiento; había sido un fugaz momento de debilidad, y por eso decidió no mencionárselo a Sergio. Debería haberlo hecho, pero ¿por qué preocuparlo?
Mientras ambos hablaban, el sol se ocultó detrás de una negra nube y unas dispersas gotas de lluvia cayeron alrededor de Nate, que apenas se dio cuenta de ello. Colgó tras un obligado «Feliz Navidad».
El piloto anunció que ya estaba todo listo.
—¿Te sientes seguro? —le preguntó Nate a Jevy mientras cargaban en el aparato la cartera de documentos y una mochila.
Jevy soltó una carcajada.
—No hay problema —dijo—. Este hombre tiene cuatro hijos pequeños y una bonita esposa, o eso dice él por lo menos; ¿por qué iba a poner en peligro su vida?
Jevy quería tomar lecciones de vuelo, por lo que se ofreció a ocupar el asiento de la derecha, al lado de Milton. A Nate le pareció muy bien. Se sentó en el pequeño asiento de atrás y se abrochó el cinturón de seguridad lo mejor que pudo. El motor se encendió con cierto titubeo, excesivo a juicio de Nate. La pequeña cabina parecía un horno hasta que Milton abrió su ventanilla. La corriente de aire generada por el movimiento de la hélice los ayudó a respirar. Rodaron brincando por la pista hasta llegar al final de la misma. No tuvieron ningún problema con la autorización de despegue, pues no había ningún otro aparato a punto de aterrizar o levantar vuelo. Cuando al fin despegaron, Nate tenía la camisa pegada al pecho y el sudor le bajaba por el cuello.
Corumbá quedó inmediatamente debajo de ellos. Desde el aire la ciudad parecía más bonita, con sus pulcras hileras de casitas y sus calles aparentemente tranquilas y ordenadas. En el centro reinaba más ajetreo que antes, había atascos y los peatones caminaban deprisa por las aceras. La ciudad se levantaba en lo alto de una barranca que dominaba el río. Siguieron el curso de éste hacia el norte mientras tomaban lentamente altura y Corumbá desaparecía a sus espaldas. Había nubes dispersas y una ligera turbulencia.
A mil doscientos metros de altura, la majestuosa extensión del Pantanal surgió de repente ante sus ojos mientras atravesaban una nube enorme y siniestra. Al este y al norte, docenas de riachuelos describían círculos sin ir a ninguna parte, uniendo centenares de marjales entre sí. Los ríos bajaban crecidos y en muchas zonas sus cauces se juntaban. Los tonos del agua eran muy variados. La que estaba estancada en los marjales era de color azul oscuro, que se convertía en negro allí donde abundaban las malas hierbas. Las lagunas más profundas eran de color verde. Los afluentes menores arrastraban una tierra rojiza y el caudaloso Paraguay era de un color marrón oscuro tan intenso como el del chocolate malteado. En el horizonte, hasta donde alcanzaba la vista, toda el agua era azul y toda la tierra verde.
Mientras Nate miraba hacia el este y el norte, sus dos acompañantes miraban hacia el oeste, donde se levantaban las lejanas montañas de Bolivia. Jevy le señaló algo. El cielo estaba más oscuro más allá de las cumbres.
Cuando ya llevaban quince minutos de vuelo, Nate vio por primera vez una casa. Era una granja construida junto a la orilla del Paraguay, muy pulcra, con el consabido tejado de tejas rojas. Unas vacas blancas pastaban en el prado y abrevaban en el río. Cerca de la casa había ropa tendida en una cuerda. No se veía la menor señal de actividad humana… ni vehículos, ni antena de televisión, ni tendidos eléctricos. A escasa distancia de la casa, al final de un camino sin asfaltar, había un pequeño huerto vallado. El aparato atravesó una nube y la granja desapareció.
Más nubes, cada vez más densas. Milton descendió a novecientos metros y se situó debajo de ellas. Jevy le había dicho que querían ver los lugares de mayor interés, por lo que le pidió que procurara volar lo más bajo posible. El primer poblado Guató se encontraba a una hora aproximadamente de Corumbá.
Abandonaron durante unos cuantos minutos el curso del río y sobrevolaron una fazenda. Jevy dobló su mapa y se lo tendió a Nate tras trazar un círculo en él.
—Fazenda da Prata —dijo, señalando hacia abajo.
En el mapa, todas las fazendas tenían nombre, al igual que las grandes fincas. La Fazenda da Prata no era mucho más grande que la primera granja que había visto Nate. Había vacas, un par de pequeñas dependencias anexas, una casa un poco más grande y una larga y recta franja de tierra que Nate identificó finalmente como una pista de aterrizaje. Cerca de allí no se veía ningún río, y mucho menos carreteras. El único acceso era por aire.
Milton estaba cada vez más preocupado por el encapotado cielo del oeste. Las nubes se desplazaban hacia el este y ellos se dirigían al norte, por lo que el encuentro parecía inevitable. Jevy se volvió hacia Nate y gritó:
—No le gusta el aspecto de aquel cielo de allí.
A Nate tampoco, pero él no era el piloto. Como no se le ocurrió ninguna respuesta, se limitó a encogerse de hombros.
—Lo estudiaremos unos minutos —añadió Jevy.
Milton quería regresar a casa. Nate deseaba ver por lo menos algunos poblados indios. Aún abrigaba la débil esperanza de aterrizar, encontrar a Rachel y llevársela a Corumbá tal vez para almorzar con ella en un bonito café y comentarle la cuestión de la herencia de su padre. Sin embargo, era una esperanza vana que se esfumaba por momentos.
La posibilidad de emplear un helicóptero no estaba excluida. La herencia se lo podía permitir sin dificultad. Si Jevy conseguía localizar el poblado y un lugar apropiado para efectuar un aterrizaje, él alquilaría uno de inmediato.
Estaba soñando.
Otra pequeña fazenda, ésta muy cerca del río Paraguay. Las gotas de lluvia empezaron a azotar las ventanillas del aparato y Milton bajó a seiscientos metros de altura. A la izquierda, mucho más cerca, se levantaba una impresionante cadena montañosa cuya base estaba cubierta por unos espesos bosques a través de los cuales serpeaba el río.
Por encima de las cumbres de las montañas, la tormenta se acercaba rápidamente a ellos. De repente, el cielo se encapotó mucho más de lo que ya estaba y unas fuertes ráfagas de viento empezaron a azotar el Cessna. Éste descendió en picado, como consecuencia de lo cual Nate se golpeó la cabeza contra el techo de la cabina y se llevó un susto de muerte.
—Vamos a volver —gritó Jevy.
Su voz no sonaba tan tranquila como Nate hubiera deseado. La expresión del rostro de Milton era impenetrable, pero el impasible piloto se había quitado las gafas de sol y su frente estaba perlada de sudor. El aparato se desvió bruscamente a la derecha, primero hacia el este y después en dirección al sureste para completar la vuelta y seguir rumbo al sur, donde un horrible espectáculo los esperaba. El cielo en la dirección de Corumbá estaba totalmente encapotado.
Milton decidió girar rápidamente hacia el este y le dijo algo a Jevy.
—No podemos regresar a Corumbá —gritó Jevy hacia el asiento de atrás—. Quiere buscar una fazenda. Tomaremos tierra y esperaremos a que pase la tormenta.
Hablaba en tono de nerviosismo y preocupación y su acento era mucho más marcado que de costumbre.
Nate intentó asentir con la cabeza, que las sacudidas movían de un lado para otro, y el primer golpe que se había dado contra el techo le había provocado un doloroso chichón. Por si fuera poco, empezaba a revolvérsele el estómago.
Por unos instantes pareció que la carrera la ganaría el Cessna. No era posible, pensó Nate, que un aparato del tamaño que fuera no le ganase la partida a una tormenta. Se rascó la coronilla y prefirió no mirar hacia atrás. Pero ahora las oscuras nubes estaban acercándose por los lados.
Hace falta ser un piloto retrasado y medio lelo para despegar sin comprobar primero el funcionamiento del radar. Por otra parte, el radar, en caso de que lo hubiera, debía de tener veinte años de antigüedad y seguramente lo habían desenchufado.
La lluvia golpeaba el aparato y el viento aullaba a su alrededor mientras las nubes pasaban velozmente por su lado. La tormenta los alcanzó y el pequeño avión fue zarandeado violentamente hacia arriba y hacia abajo y empujado de un lado al otro. Durante dos minutos que parecieron una eternidad Milton no pudo dominarlo a causa de la turbulencia. Aquello era como si cabalgaran a lomos de un potro cerril en lugar de pilotar un avión.
Nate miraba a través de la ventanilla pero no veía nada, ni agua ni marjales ni preciosas fazendas con largas pistas de aterrizaje. Se hundió todavía más en su asiento. Apretó los dientes y se hizo el firme propósito de no vomitar.
Una bolsa de aire hizo que el aparato cayera treinta metros en menos de dos segundos. Los tres hombres soltaron una maldición. La de Nate fue «¡Mierda!». Sus acompañantes brasileños juraron en portugués. Los tres reflejaban un profundo temor.
Se produjo una pausa muy breve en cuyo transcurso el viento amainó. Milton empujó hacia delante la palanca de mando e inició un descenso en picado. Nate se armó de valor, asiendo con ambas manos el respaldo del asiento del piloto y, por primera y Dios quisiera que por última en su vida, se sintió un kamikaze. El corazón le palpitaba con furia y el estómago se le había subido a la garganta. Cerró los ojos y pensó en Sergio y en el profesor de yoga de Walnut Hill que le había enseñado a rezar y meditar. Trató de hacer lo uno y lo otro, pero le fue imposible, allí atrapado en el interior de un aparato que estaba a punto de estrellarse. Se encontraba a pocos segundos de la muerte.
El trueno que sonó justo por encima del Cessna los hizo estremecer hasta el tuétano y los dejó tan aturdidos como un disparo en una habitación a oscuras. Nate temió que le estallaran los tímpanos. La caída terminó a ciento cincuenta metros del suelo. Milton luchó contra el viento y consiguió nivelar el aparato.
—¡Mire a ver si divisa una fazenda! —le gritó Jevy a Nate desde la parte delantera del aparato.
Nate miró a regañadientes a través de la ventana. La lluvia azotaba la tierra, el viento agitaba los árboles y las pequeñas lagunas estaban cubiertas de cabrillas. Jevy estudió un mapa, pero se encontraban irremediablemente perdidos. El agua caía en blancas sábanas que limitaban la visibilidad a unos pocos metros. En determinados momentos, Nate apenas distinguía el suelo. Estaban rodeados de torrentes de lluvia y el fuerte viento los empujaba de lado y sacudía el pequeño avión cual si fuera una cometa. Milton luchó con los mandos mientras Jevy miraba desesperadamente en todas direcciones. No pensaban estrellarse sin oponer resistencia.
Pero Nate ya se había dado por vencido. Si no podían ver el suelo, ¿cómo iban a aterrizar sanos y salvos? Lo peor de la tormenta aún no los había alcanzado. Todo estaba perdido.
No quería hacer ningún trato con Dios. Se lo tenía merecido por la clase de vida que había llevado. Centenares de personas morían cada año en accidentes de aviación; él no era mejor que cualquiera de ellos.
Vislumbró vagamente un río justo por debajo de ellos y, de repente, se acordó de los caimanes y las anacondas. Se horrorizó al pensar en un aterrizaje de emergencia en un pantano. Se imaginó gravemente herido, aferrándose a la vida, luchando por sobrevivir, tratando de conseguir que funcionara el maldito teléfono satélite mientras intentaba al mismo tiempo repeler a los hambrientos reptiles. Otro trueno sacudió la cabina y entonces Nate decidió luchar. Estudió el suelo en un vano intento de localizar una fazenda. El fulgor de un relámpago los cegó momentáneamente. El motor vaciló, estuvo a punto de detenerse, se recuperó y volvió a rugir. Milton descendió a ciento veinte metros del suelo, una altura que en circunstancias normales no era peligrosa. Pero por lo menos en el Pantanal no tenía uno que preocuparse por la presencia de colinas o montañas.
Nate se apretó todavía más la correa del hombro y después vomitó entre las piernas. No le dio vergüenza hacerlo. Estaba muerto de miedo.
La oscuridad los engulló. Milton y Jevy gritaban y temblaban por las sacudidas, tratando de controlar el aparato. Sus hombros se juntaban y golpeaban. El mapa, totalmente inútil, estaba entre las piernas de Jevy.
Por debajo de ellos se arremolinaba la tormenta. Milton bajó a sesenta metros. Desde aquella altura se podían ver retazos de suelo. Una ráfaga de viento azotó el Cessna, empujándolo hacia un lado, y entonces Nate se dio cuenta de lo desesperada que era la situación. Vio un objeto blanco abajo, gritó y lo señaló.
—¡Una vaca! ¡Una vaca! —repuso Jevy, traduciéndole las palabras a Milton.
Efectuaron el descenso atravesando las nubes a veinticinco metros bajo una lluvia cegadora y sobrevolaron el rojo tejado de una casa. Jevy volvió a gritar e indicó algo que acababa de ver a través de su ventanilla. La pista de aterrizaje era tan corta como el camino de la entrada de una bonita casa de una zona residencial y debía de ser peligrosa incluso cuando hacía buen tiempo. Daba igual. No tenían otra opción. En caso de que se estrellaran, por lo menos habría gente cerca.
Habían descubierto la pista demasiado tarde para aterrizar con el viento de cola, por lo que Milton efectuó la maniobra para aterrizar de cara a la tormenta. El viento azotaba el Cessna hasta casi paralizarlo. La lluvia reducía prácticamente toda la visibilidad. Nate se inclinó hacia delante para echar un vistazo a la pista y no vio más que el agua que cubría el parabrisas.
A quince metros de altura, el viento ladeó el Cessna. Milton consiguió nivelarlo.
—¡Vaca! ¡Vaca! —gritó Jevy.
Nate también la vio. Fallaron a la primera.
En la rápida sucesión de imágenes que se produjo antes de que el aparato tomara tierra, Nate vio a un asustado muchacho calado hasta los huesos correr entre la alta hierba con un bastón en la mano. Y vio una vaca apartarse de la pista de aterrizaje, y a Jevy prepararse para lo que estaba a punto de ocurrir, mirando aterrorizado a través del parabrisas, con la boca abierta, pero sin emitir sonido.
El aparato tocó tierra y siguió avanzando sobre la hierba. Había sido un aterrizaje, no un accidente y, en aquella décima de segundo, Nate abrigó la esperanza de que ninguno de ellos muriera. Otra ráfaga de viento los levantó tres metros en el aire, pero volvieron a tocar tierra.
—¡Vaca! ¡Vaca!
La hélice rajó una enorme vaca que curiosamente se había quedado inmóvil. El avión experimentó una fuerte sacudida, todas las ventanillas estallaron hacia fuera y los tres hombres gritaron sus últimas palabras.
Nate despertó tendido de costado, cubierto de sangre y muerto de miedo, pero vivo. De repente advirtió que seguía lloviendo. El viento aullaba en el interior del aparato. Milton y Jevy estaban el uno encima del otro, pero también se movían e intentaban desabrocharse los cinturones de seguridad. Nate se arrastró hacia una ventanilla y asomó la cabeza por ella. El Cessna estaba inclinado hacia un lado con un ala rota y doblada bajo el fuselaje. Había sangre por todas partes, pero no pertenecía a los pasajeros, sino a la vaca. La fuerte lluvia la estaba limpiando.
El muchacho del bastón los acompañó a un pequeño establo que había cerca de la pista de aterrizaje. Una vez a salvo de la tormenta, Milton cayó de rodillas y musitó una pequeña y ferviente plegaria a la Virgen María. Nate lo vio y se unió en cierto modo a él.
No habían sufrido heridas graves. Milton tenía un corte superficial en la frente y Jevy la muñeca derecha hinchada. Si habían sufrido alguna otra lesión, lo notarían más tarde.
Permanecieron un buen rato sentados sobre la tierra, contemplando la lluvia, oyendo los aullidos del viento y pensando en silencio en lo que hubiera podido ocurrir.