Una hora antes del amanecer, el aparato inició el descenso. Nate estaba durmiendo a la hora del desayuno, por lo que, cuando despertó, un auxiliar de vuelo le sirvió a toda prisa un café.
La ciudad de São Paulo apareció ante sus ojos con su enorme superficie de casi mil trescientos kilómetros cuadrados. Nate contempló el mar de luces de abajo y se preguntó cómo era posible que una ciudad pudiera albergar a veinte millones de personas.
Hablando muy rápidamente en portugués, el piloto dio los buenos días al pasaje y después dijo algo que Nate no comprendió. La traducción en inglés que oyó a continuación no fue mucho mejor. Confiaba en no verse obligado a señalar las cosas con el dedo y expresarse con gruñidos para abrirse camino por el país. La barrera idiomática le produjo un fugaz acceso de ansiedad que terminó en cuanto una agraciada auxiliar de vuelo brasileña le pidió que se abrochara el cinturón de seguridad.
En el aeropuerto hacía calor y había mucha gente. Recogió su bolsa de viaje, cruzó el control de aduana sin que nadie le echara un vistazo siquiera y volvió a despacharla en el vuelo de la Varig a Campo Grande. Después encontró un bar en cuya pared figuraba el menú. Señaló con el dedo y dijo «Espresso». La cajera marcó y frunció el entrecejo al ver su dinero norteamericano, pero se lo cambió. Un real brasileño equivalía a un dólar norteamericano. Ahora Nate tenía unos cuantos reais.
Se tomó el café hombro con hombro con un grupo de ruidosos turistas japoneses. Otros idiomas flotaban en torno a él; el español y el alemán se mezclaban con el portugués que brotaba de los altavoces. Lamentó no haberse comprado un libro con las frases más habituales para poder comprender por lo menos alguna que otra palabra.
El aislamiento empezó a dejar sentir su efecto, al principio muy lentamente. En medio de la multitud, era un hombre solitario.
No conocía a nadie. Casi nadie sabía dónde estaba en aquellos momentos y pocas eran las personas a quienes les importaba. El humo de los cigarrillos de los turistas le molestaba, por lo que se alejó rápidamente de allí en dirección al vestíbulo principal, donde podía contemplar el techo, dos niveles más arriba, y la planta baja del nivel inferior. Empezó a pasear sin rumbo entre la muchedumbre, llevando la pesada maleta y maldiciendo a Josh por haberla llenado con tantas tonterías.
Oyó hablar en inglés en voz alta y se encaminó hacia el lugar del que procedían las voces. Unos hombres de negocios estaban esperando cerca del mostrador de la United, y él se sentó a su lado. Estaba nevando en Detroit y ellos querían regresar a casa por Navidad. Un oleoducto los había llevado al Brasil. Nate no tardó en cansarse de su intrascendente cháchara. Ambos lo curaron de cualquier añoranza que pudiera sentir.
Echaba de menos a Sergio. Después de su reciente desintoxicación, la clínica lo había colocado durante una semana en una especie de situación de transición para facilitar su regreso a la vida normal. No le gustaba aquel lugar ni las cosas que había tenido que hacer allí, pero, ahora que pensaba en ello, la idea tenía lógica. Una persona necesitaba unos cuantos días para recuperar la orientación. A lo mejor, Sergio estaba en lo cierto. Lo llamó desde un teléfono de pago y lo despertó. En São Paulo eran las seis y media de la mañana, pero en Virginia sólo las cuatro y media.
A Sergio no le importó. Formaba parte de su trabajo.
No había asientos de primera en el vuelo a Campo Grande y no había ninguno vacío. Nate se llevó una grata sorpresa al ver que todos los viajeros estaban muy concentrados en la lectura de los periódicos de la mañana, muy variados, por cierto. Los diarios eran tan vistosos y modernos como cualquiera de los que había en Estados Unidos, y quienes los leían parecían verdaderamente ávidos de noticias. A lo mejor, Brasil no era un país tan atrasado como él pensaba. ¡Aquella gente sabía leer! El interior del aparato, un 727, estaba limpio y en perfectas condiciones. En el carrito de las bebidas había Coca-Cola y Sprite; Nate se sentía casi como casa.
Sentado junto a la ventanilla veinte filas más atrás, se olvidó del memorándum acerca de los indios que descansaba sobre sus rodillas y se dedicó a contemplar la tierra de abajo. Era una extensión inmensa, verde y exuberante, salpicada de suaves colinas y granjas ganaderas, y unos rojos caminos sin asfaltar la entrecruzaban en todas direcciones. Era de un fuerte color anaranjado y los caminos discurrían sin orden ni concierto desde una pequeña finca a la siguiente. Las autopistas eran prácticamente inexistentes.
De pronto apareció un camino asfaltado por el que circulaban unos vehículos. El aparato descendió y el piloto dio la bienvenida a los pasajeros a Campo Grande. En la ciudad había altos edificios, un centro abarrotado de gente, el obligado campo de fútbol, muchas calles y muchos automóviles. Todas las casas tenían un tejado de tejas rojas. Gracias a la característica eficiencia de las grandes empresas, Nate disponía de un informe, redactado sin duda por uno de los asociados más noveles que trabajaban a trescientos dólares la hora, en el que se analizaba Campo Grande como si su existencia revistiera una importancia decisiva en los asuntos por los que se encontraba allí. Seiscientos mil habitantes. Centro de comercio ganadero. Muchos vaqueros. Rápido desarrollo. Comodidades modernas. Era bueno saberlo, pero ¿para qué molestarse? Nate ni siquiera dormiría en esa ciudad.
Aunque el aeropuerto le pareció notablemente pequeño para una urbe de aquel tamaño, enseguida cayó en la cuenta de que estaba comparándolo todo con Estados Unidos. Tenía que dejar de hacerlo. Al descender del aparato, se vio azotado por una vaharada de calor. Debían de estar, como mínimo, a treinta y ocho grados. Faltaban dos días para la Navidad y en el hemisferio sur hacía un calor sofocante. Entornó los ojos para protegerlos de la luz del sol y bajó por la escalerilla, sujetándose fuertemente al pasamano.
Consiguió pedir el almuerzo en un restaurante del aeropuerto y, cuando se lo sirvieron, se alegró de comprobar que era algo que podía comer. Un bocadillo caliente de pollo con un panecillo que jamás había visto en ningún otro sitio, con un acompañamiento de patatas fritas tan crujientes como las de cualquier restaurante de comida rápida de Estados Unidos. Comió muy despacio, contemplando la distante pista de aterrizaje. En mitad de su almuerzo, un bimotor turbohélice de la Air Pantanal tomó tierra y rodó hasta el terminal. Bajaron seis personas.
Dejó de masticar mientras trataba de vencer un repentino ataque de temor. Los vuelos locales eran tema de noticias en los periódicos y en la CNN, sólo que en Estados Unidos nadie oiría jamás hablar de aquél en caso de que el avión cayera.
Sin embargo, el aparato estaba limpio y parecía sólido, e incluso moderno hasta cierto punto, y los pilotos eran unos profesionales pulcramente uniformados. Nate siguió comiendo. Debía procurar ser positivo, se dijo.
Paseó alrededor de una hora por la pequeña terminal. En una tienda de periódicos compró un libro de frases en portugués y empezó a aprenderse de memoria las palabras. Leyó unos anuncios de viajes de aventuras al Pantanal, «ecoturismo» se llamaba en inglés y en otros idiomas. Se podían alquilar vehículos. Había una cabina de cambio de divisas, un bar con anuncios de marcas de cerveza y un estante con botellas de whisky. Cerca de la entrada principal vio un escuálido árbol de Navidad artificial con una solitaria sarta de bombillitas de colores que parpadeaban al ritmo de un villancico. A pesar de sus esfuerzos por no hacerlo, Nate pensó en sus hijos.
Era la víspera de la Nochebuena. No todos los recuerdos resultaban dolorosos.
Subió al avión apretando los dientes y con la columna vertebral en tensión y después se pasó durmiendo casi toda la hora que duró el vuelo a Corumbá. El pequeño aeropuerto al que llegó era muy húmedo y estaba lleno de bolivianos que esperaban un vuelo a Santa Cruz. Todos iban cargados con cajas y bolsas de regalos navideños.
Encontró un taxista que no hablaba ni una sola palabra de inglés, pero dio igual. Nate le mostró las palabras «Palace Hotel» de su itinerario de viaje, y el viejo y sucio Mazda salió disparado.
Según otro informe preparado por el equipo de Josh, Corumbá tenía noventa mil habitantes. La ciudad, situada a orillas del río Paraguay, en la frontera con Bolivia, se había autoproclamado hacía mucho tiempo capital de la región del Pantanal. Había crecido al amparo del tráfico y el comercio fluvial y seguía viviendo de él. Desde el sofocante calor de la parte de atrás del taxi, Corumbá parecía una agradable y perezosa ciudad provinciana. Las calles estaban asfaltadas, eran anchas y aparecían bordeadas de árboles. Los comerciantes permanecían sentados a la sombra de los toldos de sus tiendas, charlando entre sí mientras aguardaban la llegada de los clientes. Los adolescentes circulaban velozmente entre el tráfico con sus ciclomotores. Niños descalzos comían helados sentados alrededor de unas mesas colocadas en las aceras.
Cuando se acercaron a la zona comercial, se produjo un atasco. El taxista murmuró algo por lo bajo, pero no pareció molestarse demasiado. El mismo taxista en Nueva York o en el distrito de Columbia habría estado a punto de cometer un acto de violencia.
Pero aquello era Brasil y Brasil estaba en América del Sur. Los relojes funcionaban más despacio. Nada era urgente. El tiempo no tenía una importancia tan decisiva. «Quítate el reloj», se dijo Nate, pero en su lugar cerró los ojos y aspiró una sofocante bocanada de aire.
El hotel Palace estaba en el centro de la ciudad, en una calle que bajaba suavemente hacia el río Paraguay, cuyas aguas fluían majestuosas en la distancia. Nate le entregó al taxista un puñado de reais y esperó pacientemente el cambio. Le dio las gracias en portugués, con un tímido «Obrigado». El taxista sonrió y dijo algo que él no entendió. Las puertas del vestíbulo estaban abiertas, al igual que todas las puertas que daban a las aceras de Corumbá.
Las primeras palabras que oyó al entrar estaba pronunciándolas a gritos alguien de Texas. Un grupo de palurdos estaba pagando la cuenta del hotel. Habían bebido, parecían de buen humor y ansiaban regresar a casa para las vacaciones. Nate se sentó cerca de un televisor y esperó a que se fueran.
Su habitación estaba en el octavo piso. Por dieciocho dólares al día, le dieron una habitación de cuatro por cuatro metros, con una cama estrecha y muy baja, casi a ras del suelo. En el supuesto de que tuviera colchón, debía de ser muy delgado. Nada de colchón de muelles ni cosa por el estilo. Un escritorio, una silla, un aparato de aire acondicionado en la ventana, un pequeño frigorífico con agua embotellada, refrescos y cerveza, y un limpio cuarto de baño con jabón y un buen surtido de toallas. «No está mal», pensó, recordando que aquello era una aventura. Si bien no se trataba del lujoso hotel Four Seasons, resultaba más que aceptable.
Se pasó media hora tratando de llamar a Josh, pero la barrera idiomática se lo impidió. El recepcionista de la entrada tenía suficientes conocimientos de inglés como para encontrar una telefonista exterior, pero, a partir de allí, el portugués dominaba la situación. Probó con su nuevo teléfono móvil, pero el servicio local no estaba activado.
Nate, fatigado, se tendió en la frágil cama y se quedó dormido.
Valdir Ruiz era un hombre bajito y de cintura fina, piel morena y cabeza pequeña casi completamente calva, a excepción de unos pocos mechones de cabello engominado y peinado hacia atrás. Sus ojos negros estaban rodeados de arrugas como consecuencia de sus treinta años de fumador empedernido. Tenía cincuenta y dos años y, a la edad de diecisiete, había abandonado su hogar para pasar un año con una familia de lowa gracias a su inclusión en un programa de intercambio estudiantil organizado por el Rotary Club. Estaba orgulloso de su inglés, a pesar de que no lo utilizaba demasiado en Corumbá. Casi todas las noches veía la CNN y la televisión norteamericana en su afán por mantenerse en forma.
Después de su año en lowa, había cursado estudios superiores en Campo Grande y Derecho en Río. Desde allí había regresado a regañadientes a Corumbá para incorporarse al pequeño bufete de su tío y cuidar de sus ancianos padres. A lo largo de más años de los que él hubiera querido, Valdir había soportado el lánguido ritmo del ejercicio de su profesión en Corumbá, soñando con lo que hubiera podido hacer en la gran ciudad.
Pero era un hombre simpático y estaba satisfecho de la vida, tal como suelen estar casi todos los brasileños. Trabajaba eficazmente en su pequeño despacho, con la única ayuda de una secretaria que atendía el teléfono y escribía a máquina. A Valdir le gustaban los asuntos relacionados con inmuebles, escrituras, contratos y cosas por el estilo. Jamás iba a los juzgados, sobre todo porque en Brasil las salas de justicia no formaban parte del ejercicio de la abogacía. Los juicios no eran muy frecuentes.
Los pleitos al estilo norteamericano no se habían abierto camino hasta el Sur; es más, seguían estando limitados a los cincuenta estados de la Unión. Valdir se asombraba de las cosas que decían y hacían los abogados en la CNN. A menudo se preguntaba por qué querían llamar la atención. El hecho de que los abogados protagonizaran ruedas de prensa y pasaran de uno a otro programa de televisión para hablar de sus clientes era algo inaudito en Brasil.
Su despacho se encontraba a tres manzanas de distancia del hotel Palace, en un extenso y umbroso solar que su tío había adquirido varias décadas atrás. Las frondosas copas de los árboles cubrían el tejado y, gracias a ello, Valdir podía mantener las ventanas abiertas por mucho calor que hiciera. Le gustaba el ligero bullicio de la calle. A las tres y cuarto advirtió que un hombre al que jamás había visto anteriormente se detenía para examinar su despacho. El hombre era extranjero sin duda; probablemente, norteamericano. Valdir comprendió entonces que se trataba del señor O’Riley.
La secretaria les sirvió un cafezinho, el fuerte café solo azucarado que los brasileños beben a lo largo de todo el día en unas minúsculas tacitas, y Nate se sintió inmediatamente cautivado por él. Sentado en el despacho de Valdir, con quien ya se tuteaba, admiró el ambiente que lo rodeaba: el ruidoso ventilador del techo, las ventanas abiertas y los amortiguados rumores de la calle que penetraban a través de ellas, las pulcras hileras de las polvorientas carpetas de los estantes situados a la espalda de Valdir y el arañado y gastado entarimado.
En el despacho hacía bastante calor, pero no era un calor desagradable. Nate estaba protagonizando una película filmada cincuenta años atrás.
Valdir llamó al distrito de Columbia y consiguió ponerse en contacto con Josh. Ambos hablaron un momento y después le tendió el teléfono a Nate, que dijo:
—Hola, Josh.
Josh estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio al oír su voz. Nate le contó los detalles de su viaje a Corumbá, haciendo especial hincapié en el hecho de que todo iba bien, él seguía sin probar la bebida y estaba deseando seguir adelante con su aventura.
Valdir se puso a examinar el contenido de una carpeta en un rincón de la estancia, aparentando no sentir el menor interés por la conversación, pero no se perdió detalle. ¿Por qué se enorgullecía tanto Nate O’Riley de no probar la bebida?
Cuando terminó la conversación telefónica, Valdir sacó y extendió un gran mapa de navegación aérea del estado de Mato Grosso do Sul, con una superficie aproximada a la de Texas, y señaló el Pantanal. Éste cubría todo el sector noroccidental del estado y penetraba en el de Mato Grosso, al norte, y en Bolivia al oeste. Centenares de ríos y corrientes surcaban como venas todo el Pantanal. El territorio estaba sombreado en color amarillo y en él no había ni pueblos ni ciudades. Tampoco había caminos ni carreteras. Ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de pantanos, pensó Nate, recordando los innumerables memorandos que Josh le había hecho preparar.
Valdir encendió un cigarrillo mientras ambos estudiaban el mapa. Había hecho unos cuantos «deberes». Cuatro letras equis de color rojo marcaban el extremo occidental del mapa, cerca de Bolivia.
—Aquí hay unas tribus indígenas —dijo, indicando las equis de color rojo—. Guatós e ipicas.
—¿Qué tamaño tienen? —preguntó Nate, inclinándose hacia delante en su primer contacto visual con el territorio que tendría que explorar para localizar a Rachel Lane.
—No lo sabemos a ciencia cierta —contestó Valdir, pronunciando las palabras muy despacio y con gran precisión. Quería impresionar al norteamericano con sus conocimientos del inglés—. Hace cien años había muchos más, pero la población indígena va disminuyendo, con cada generación.
—¿Qué contacto mantienen con el mundo exterior? —quiso saber Nate.
—Muy escaso. Su cultura no ha cambiado en mil años. Comercian un poco con sus embarcaciones fluviales, pero no desean cambiar.
—¿Sabemos dónde están los misioneros?
—Es difícil de decir. He hablado con el ministro de Sanidad del estado de Mato Grosso do Sul. Lo conozco personalmente y en su despacho se tiene una idea general del lugar donde están trabajando los misioneros. Hablé también con un representante del FUNAL Es nuestra Oficina de Asuntos Indios.
—Valdir señaló dos de las equis. —Estos son guatós. Es probable que haya misioneros por aquí.
—¿Sabes cómo se llaman? —preguntó Nate, a pesar de constarle que era una pregunta inútil.
Según un memorándum de Josh, a Valdir no le habían facilitado el nombre de Rachel Lane. Todo lo que le habían dicho era que la mujer trabajaba para Tribus del Mundo.
Valdir sacudió la cabeza sonriendo.
—Sería demasiado sencillo —repuso—. Tienes que comprender que en Brasil hay por lo menos veinte organizaciones de misioneros norteamericanas y canadienses distintas. Es fácil entrar en nuestro país y circular por él. Sobre todo en las zonas subdesarrolladas. En realidad, a nadie le importa quién está por allí ni lo que hace. Simplemente pensamos que, si son misioneros, tienen que ser buena gente.
Nate señaló Corumbá y después la equis roja más cercana.
—¿Cuánto se tarda en ir desde aquí hasta allí?
—Depende. En avión, aproximadamente una hora. Con una embarcación, de tres a cinco días.
—Pues entonces, ¿dónde está mi avión?
—La cosa no es tan fácil —contestó Valdir, sacando otro mapa. Lo desenrolló y lo extendió sobre el primero—. Esto es un mapa topográfico del Pantanal. Y éstas son las fazendas.
—¿Las qué?
—Fazendas. Unas fincas muy grandes.
—Yo creía que todo el territorio era pantanoso.
—No. Muchas zonas están lo bastante elevadas como para criar ganado. Las fazendas se constituyeron hace doscientos años y todavía las trabajan los pantaneiros. Sólo algunas fazendas son accesibles por vía fluvial. Por eso emplean pequeños aviones. Las pistas de aterrizaje están marcadas en azul.
Nate observó que había muy pocas pistas cerca de los poblados indios.
—Aunque te desplazaras en avión a la zona —añadió Valdir—, tendrías que utilizar una embarcación para llegar hasta los indios.
—¿Cómo son las pistas?
—Están todas cubiertas de hierba. A veces la cortan y a veces no. El mayor problema son las vacas.
—¿Las vacas?
—Sí, a las vacas les gusta la hierba. En ocasiones es difícil aterrizar porque las vacas literalmente se están comiendo la pista. Valdir lo dijo sin la menor intención de hacerse el gracioso.
—¿Y no las pueden apartar?
—Sí, si saben que tú vas a ir, pero no tienen teléfono.
—¿Que en las fazendas no tienen teléfono?
—Así es. Están muy aisladas.
—¿Significa eso que yo no podría desplazarme en avión al Pantanal y alquilar una embarcación para ir en busca de los indios?
—No. Las embarcaciones están aquí, en Corumbá, y también los guías.
Nate contempló el mapa, poniendo especial atención en los meandros del río Paraguay, cuyo curso serpeaba hacia los poblados indios del norte.
En algún punto de aquel curso de agua, cabía esperar que en sus inmediaciones, en medio de aquellos inmensos humedales, una humilde sierva de Dios vivía sus jornadas en paz y tranquilidad, atendiendo a su rebaño sin pensar en el futuro.
Y él tenía que encontrarla.
—Me gustaría sobrevolar por lo menos la zona —dijo Nate. Valdir enrolló el último mapa.
—Puedo buscar un avión y un piloto.
—¿No podría ser una embarcación?
—Lo estoy intentando. Ésta es la estación de las crecidas y casi no quedan embarcaciones disponibles. Los ríos bajan muy llenos. Es la época del año en que más tráfico fluvial hay.
Qué oportuno había sido Troy, pensó Nate, al irse al otro barrio en la estación de las crecidas. Según las investigaciones llevadas a cabo por el bufete, las lluvias empezaban en noviembre y duraban hasta febrero, y todas las zonas más bajas, así como muchas fazendas, quedaban inundadas.
—De todos modos, te advierto que el viaje en avión tiene sus riesgos —dijo Valdir, encendiendo otro cigarrillo mientras enrollaba el primer mapa—. Los aviones son pequeños, y si hubiera algún fallo en el motor, bueno…
Su voz se perdió mientras ponía los ojos en blanco y se encogía de hombros como si ya se hubieran perdido todas las esperanzas.
—Bueno ¿qué?
—No hay ningún lugar donde efectuar un aterrizaje de emergencia, ninguno donde tomar tierra. Hace un mes cayó un avión. Lo encontraron cerca de la orilla de un río, rodeado de caimanes.
—¿Qué fue de los pasajeros? —inquirió Nate, temiendo la respuesta.
—Pregúntaselo a los caimanes.
—Cambiemos de tema.
—¿Un poco más de café?
—Sí, por favor.
Valdir llamó a gritos a su secretaria. Después, ambos se acercaron a una ventana para contemplar el tráfico de la calle.
—Creo que he encontrado un guía —anunció Valdir.
—Muy bien. ¿Habla inglés?
—Sí, con gran fluidez. Es un chico que acaba de dejar el ejército. Un chico estupendo. Su padre era piloto naval.
—Me parece muy bien.
Valdir se acercó a su escritorio y tomó el teléfono. La secretaria le sirvió a Nate otra tacita de cafezinho que él se tomó de pie junto a la ventana. Al otro lado de la calle había un pequeño bar, y frente a él, en la acera, tres mesas debajo de un toldo. Un letrero de color rojo anunciaba cerveza Antartica, una botella grande de la cual dos hombres en mangas de camisa y corbata compartían sentados a una mesa. Era un escenario perfecto: un día caluroso, un ambiente festivo y dos amigos compartiendo un trago a la sombra.
De repente, Nate experimentó un mareo. El anuncio de la cerveza se desenfocó, la escena vino y se fue y apareció de nuevo ante sus ojos mientras el corazón le martilleaba en el pecho y él sentía que le faltaba la respiración. Apoyó la mano en el alféizar de la ventana para no perder el equilibrio. Le temblaban las manos y tuvo que dejar el cafezinho encima de la mesa. A su espalda, Valdir seguía hablando en portugués sin apercibirse de nada.
La frente se le cubrió de sudor. Le parecía sentir el sabor de la cerveza. Se estaba iniciando el deslizamiento. Una raja en la armadura. Una grieta en un embalse. Un terremoto en la montaña de férrea determinación que había construido en los últimos cuatro meses con la ayuda de Sergio.
Respiró hondo y procuró serenarse. El mal momento pasaría, estaba seguro. Le había ocurrido otras veces, muchas veces. Tomó la tacita de café y bebió precipitadamente un sorbo mientras Valdir colgaba el teléfono y anunciaba que el piloto se mostraba reacio a volar a ningún sitio en vísperas de Navidad. Nate regresó a su asiento bajo el ruidoso ventilador del techo.
—Ofrécele un poco más de dinero —dijo.
Josh Stafford le había asegurado a Valdir que el dinero no sería ningún problema en aquella misión.
—Me llamará dentro de una hora —señaló Valdir.
Nate ya estaba listo para empezar. Sacó su teléfono móvil nuevo y Valdir lo ayudó en la tarea de encontrar una telefonista de la AT&T que hablara inglés. Para hacer una prueba, llamó a Sergio y le respondió el contestador. Después llamó a su secretaria Alice y le deseó feliz Navidad.
El teléfono funcionaba bien y Nate se enorgulleció de él. Le dio las gracias a Valdir y abandonó el despacho. Ambos volverían a ponerse en contacto antes de que terminara el día.
Bajó hacia el río, a pocas manzanas de distancia del despacho de Valdir, y encontró un pequeño parque donde unos hombres estaban ocupados colocando unas sillas para un concierto. A última hora de la tarde el ambiente era húmedo y la sudada camisa se le pegaba al pecho. El grave episodio ocurrido en el despacho de Valdir lo había asustado más de lo que quería reconocer. Se sentó en el borde de una mesa de camping y contempló el inmenso Pantanal que se extendía ante sus ojos. Un astroso adolescente apareció como por arte de ensalmo y le ofreció marihuana. Guardaba las bolsitas en una cajita de madera. Nate lo rehuyó con un gesto de la mano. Quizás en otra vida.
Un músico empezó a rasguear la guitarra y la gente se congregó poco a poco alrededor de él mientras el sol se ponía por detrás de las no muy lejanas montañas de Bolivia