Antes de su última caída, Nate vivía en un apartamento de un viejo edificio de Georgetown que había alquilado después de su último divorcio, pero ahora lo había perdido tras quedarse sin fondos. Por consiguiente, no tenía dónde pasar su primera noche de libertad.
Como de costumbre, Josh había preparado cuidadosamente su salida. Llegó a Walnut Hill el día acordado con una bolsa llena de pantalones cortos y camisas J. Crew nuevos y pulcramente planchados para su viaje al sur. Tenía el pasaporte y el visado, una elevada suma de dinero en efectivo, montones de instrucciones y billetes, y un mapa. Incluso un botiquín de primeros auxilios.
Nate no tuvo ni siquiera ocasión de ponerse nervioso. Dijo adiós a algunos miembros del personal del centro de desintoxicación, pero casi todos estaban ocupados en otros quehaceres, pues preferían evitar las despedidas. Después cruzó orgullosamente la puerta principal tras haberse pasado ciento cuarenta días en un maravilloso estado de abstinencia; limpio, bronceado, en buena forma y con ocho kilos menos de los ochenta y cinco con que había entrado allí, un peso que no conocía desde hacía veinte años.
Josh iba al volante, y durante los primeros cinco minutos ninguno de los dos dijo nada. La nieve cubría los pastizales, pero su espesor fue disminuyendo a medida que se alejaban de los Montes Azules. Estaban a 22 de diciembre. A un volumen muy bajo la radio transmitía villancicos.
—¿Podrías apagarla? —dijo finalmente Nate.
—¿Qué?
—La radio.
Josh pulsó un botón y la música que él ni siquiera había oído se desvaneció.
—¿Qué tal te sientes? —preguntó.
—¿Podrías detenerte en la tienda más próxima?
—Pues claro. ¿Por qué?
—Quiero un paquete de seis botellas.
—Muy gracioso.
—Sería capaz de matar por una botella grande de Coca-Cola. Compraron bebidas sin alcohol en la tienda de un pueblo. Cuando la mujer que atendía la caja les deseó jovialmente feliz Navidad, Nate no pudo contestar. Una vez de nuevo en el automóvil, Josh puso rumbo a Dulles, a dos horas de camino.
—El destino de tu vuelo es São Paulo, donde esperarás tres horas para tomar otro avión con destino a una ciudad llamada Campo Grande.
—¿Habla inglés la gente de allí abajo?
—No. Son brasileños. Hablan portugués.
—Claro.
—Pero en el aeropuerto podrás hablar en ingles.
—¿Qué tamaño tiene Campo Grande?
—Medio millón de habitantes, tu tomarás otro vuelo local, las ciudades son cada vez más pequeñas.
—Y los aviones también.
—Sí, igual que aquí.
—No sé por qué, pero la idea de un vuelo local en un aparato brasileño no me hace mucha gracia. Échame una mano, Josh. Estoy nervioso.
—O eso, o un viaje de seis horas en autocar.
—Sigue hablando.
—En Corumbá. Te reunirás con un abogado llamado Valdir Habla inglés.
—¿Te has puesto en contacto con él?
—Sí.
—¿Y has podido entenderle?
—Sí, casi todo. Es un hombre muy simpático. Trabaja por unos cincuenta dólares la hora, aunque no te lo creas.
—¿Qué tamaño tiene Corumbá?
—Noventa mil habitantes.
—O sea, que habrá comida y agua y un sitio donde dormir.
—Sí, Nate, dispondrás de una habitación. Es más de lo que tienes aquí.
—Gracias, hombre.
—Perdón. ¿Quieres echarte atrás?
—Sí, pero no lo haré. Mi objetivo en estos momentos es huir de este país antes de que vuelvan a desearme una feliz Navidad. Sería capaz de pasarme dos semanas durmiendo en una zanja con tal de no ver muñecos de nieve.
—Déjate de zanjas. Es un buen hotel.
—¿Y qué tengo que hacer con Valdir?
—Te está buscando un guía que te acompañará al Pantanal.
—¿Cómo? ¿En avión? ¿En helicóptero?
—Probablemente en una embarcación. Según tengo entendido, aquella zona está llena de ríos y pantanos.
—Y de serpientes, caimanes y pirañas.
—Pero qué cobarde eres. Yo creía que te apetecía ir.
—Y es cierto. Conduce más rápido.
—Cálmate. —Josh señaló una cartera de documentos que había detrás del asiento del copiloto—. Ábrela —dijo—. Es tu cartera de trabajo.
Nate la tomó soltando un gruñido.
—Pesa una tonelada. ¿Qué hay aquí dentro?
—Cosas muy buenas.
Era nueva, de cuero marrón, pero hecha de tal forma que pareciese usada y lo bastante grande para contener una pequeña biblioteca sobre jurisprudencia. Nate se la colocó sobre las rodillas y la abrió.
—Juguetes —murmuró.
—Este diminuto aparato gris de aquí es lo último en teléfonos digitales —dijo Josh, orgulloso de los chismes que había reunido—. Valdir tendrá servicio local para ti cuando llegues a Corumbá.
—O sea que en Brasil tienen teléfonos.
—Montones de ellos. Es más, allí las telecomunicaciones están en pleno apogeo. Todo el mundo tiene teléfono móvil.
—¿A pesar de ser tan pobres? ¿Y eso qué es?
—Un ordenador.
—¿Para qué demonios quiero yo un ordenador?
—Es el modelo más reciente en su tipo. Fíjate en lo pequeño que es.
—Ni siquiera puedo leer el teclado.
—Puedes conectarlo al teléfono y disponer de correo electrónico.
—Qué barbaridad. ¿Y todo eso tendré que hacerlo en medio de un pantano bajo la atenta mirada de las serpientes y los caimanes?
—Eso depende de ti.
Josh, yo ni siquiera tengo correo electrónico en el despacho.
—No es para ti, sino para mí. Quiero mantenerme en contacto contigo. Cuando la encuentres, quiero saberlo de inmediato.
—¿Eso qué es?
—El mejor juguete de la cartera. Es un teléfono satélite. Puedes utilizarlo en cualquier lugar de la Tierra. Procura que las pilas estén cargadas y podrás localizarme en todo momento.
—Acabas de decir que tienen un sistema telefónico estupendo.
—Pero no en el Pantanal. Son unos humedales de setenta mil kilómetros cuadrados sin ciudades y con muy poca gente. El SatFone será tu único medio de comunicación en cuanto abandones Corumbá.
Nate abrió la bolsa de plástico duro y examinó el pequeño reluciente teléfono.
—¿Cuánto te ha costado esto? —preguntó.
—A mí ni un centavo.
—Entonces, ¿cuánto le ha costado a la herencia Phelan?
—Cuatro mil cuatrocientos dólares. Y los vale.
—¿Tienen electricidad mis indios? —preguntó Nate, hojeando el manual de instrucciones.
—Por supuesto que no.
—En ese caso, ¿cómo haré para cargar las pilas?
—Hay una pila adicional. Ya se te ocurrirá algo.
—Qué salida tan discreta.
—Ya verás como cuando llegues allí me agradecerás todos estos juguetes.
—¿Puedo agradecértelos ahora?
—No.
—Gracias, Josh. Por todo.
—Faltaría más.
En la abarrotada terminal, sentados alrededor de una mesita al otro lado de la bulliciosa barra, ambos se tomaron un café exprés muy flojo y leyeron los periódicos. Josh no paraba de echar vistazos a la barra; pero Nate daba la impresión de no haberse dado cuenta. A pesar de que el logotipo de neón de la Heineken no pasaba inadvertido fácilmente.
Un cansado y delgado Papá Noel pasó por allí, buscando niños a los que ofrecer los baratos regalos que llevaba en la bolsa. Elvis estaba cantando Blue Christmas desde un tocadiscos automático. Había mucha gente, el ruido resultaba muy molesto y todo el mundo regresaba a casa para celebrar las fiestas.
—¿Qué tal estás? —preguntó Josh.
—Muy bien. ¿Por qué no te vas? Estoy seguro de que tienes cosas mejores que hacer.
—Me quedaré.
—Mira, Josh, estoy bien. Si crees que estoy esperando a que te marches para correr a la barra a tragarme un vaso de vodka, te equivocas. No me apetece el alcohol. Estoy limpio y me enorgullezco de ello.
Josh se sintió un poco avergonzado, sobre todo porque se había puesto en evidencia. Las borracheras de Nate eran legendarias. En caso de que sucumbiera a la tentación, no habría en todo el aeropuerto suficiente alcohol para satisfacerlo.
—No estoy preocupado por eso —mintió.
—Pues vete. Ya soy mayor.
Se despidieron junto a la puerta, fundiéndose en un cálido abrazo y prometiendo llamarse casi cada hora. Josh tenía mil cosas que hacer en el despacho. Había adoptado en secreto dos pequeñas medidas de precaución. Primero, había reservado dos asientos contiguos para el vuelo. Nate ocuparía el de la ventanilla; el del pasillo permanecería vacío. No convenía que un sediento ejecutivo se sentara a su lado y comenzara a beber whisky y vino. Los pasajes eran de ida y vuelta y costaban más de siete mil dólares cada uno, pero el dinero no tenía importancia.
Segundo, Josh había hablado con un empleado de la compañía aérea y le había explicado que Nate acababa de salir de una clínica de desintoxicación, por lo que bajo ninguna circunstancia tendrían que servirle alcohol. A bordo habría una carta de Josh dirigida a la compañía aérea en caso de que fuera necesario mostrarla para convencer a Nate.
Un auxiliar de vuelo le sirvió zumo de naranja y café. Nate se cubrió con una manta ligera y contempló cómo desaparecía bajo sus pies la vasta superficie del distrito de Columbia mientras el aparato de la Varig se elevaba en medio de las nubes.
Experimentó una sensación de alivio por el hecho de poder alejarse de Walnut Hill y Sergio, de la ciudad y sus agobios, de sus pasados problemas con su última esposa, su ruina económica y sus contratiempos con Hacienda. A diez mil metros de altura, Nate ya casi había tomado la decisión de no regresar jamás.
Pero todos los regresos le afectaban los nervios. El temor a que volviera a caer estaba siempre presente, a flor de piel. Ahora lo más terrible de la situación era que había habido tantos regresos que ya se sentía un veterano. Tal como hacía con sus esposas y los casos más famosos que había ganado, podía compararlos entre sí. ¿Hasta cuándo habría otro?
A la hora de la cena, se dio cuenta de que Josh había estado trabajando entre bastidores. No le ofrecieron vino. Picó del plato con toda la cautela de alguien que acaba de pasarse casi cuatro meses disfrutando de las mejores lechugas del mundo; hasta hacía unos días, no había tomado grasas, mantequilla ni azúcar, y no quería que se le revolviera el estómago. Hizo una breve siesta, pero estaba harto de dormir. En su calidad de atareado abogado y noctámbulo, se había acostumbrado a dedicar muy pocas horas al sueño. Durante su primer mes en Walnut Hill habían tenido que suministrarle somníferos para que durmiera diez horas al día. En estado de coma, no podía oponer resistencia.
Reunió su colección de «juguetes» en el vacío asiento de al lado y empezó a leer los manuales de instrucciones. El teléfono satélite lo intrigaba, aunque no podía creer que se viera obligado a utilizarlo.
Otro teléfono le llamó la atención. Era el más reciente artilugio técnico de los viajes aéreos, un pequeño dispositivo prácticamente escondido en la pared, junto a su asiento. Lo tomó y llamó a Sergio. Estaba cenando, pero se alegró de oírle.
—¿Dónde estás? —le preguntó.
—En un bar —contestó Nate en voz baja, porque las luces del interior del aparato ya se habían amortiguado.
—Muy gracioso.
—Probablemente sobrevolando Miami, y aún me quedan ocho horas de vuelo. Acabo de descubrir este aparato y me apetecía llamarte.
—O sea, que estás bien.
—Pues sí. ¿Me echas de menos?
—Todavía no. Y tú, ¿me echas de menos a mí?
—¿Bromeas? Soy un hombre libre y estoy volando rumbo a la selva para emprender una maravillosa aventura. Te echaré de menos más tarde, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Y me llamarás cuando estés en apuros.
—No estaré en apuros, Sergio. Esta vez no.
—Así me gusta, Nate.
—Gracias, Serge.
—Faltaría más. No dejes de llamarme.
Pusieron una película, pero nadie la miraba. El auxiliar de vuelo sirvió más café. La secretaria de Nate era una resignada mujer llamada Alice que llevaba casi diez años resolviéndole los problemas. Vivía con su hermana en una vieja casa de Arlington. Fue la siguiente en recibir su llamada. En los últimos cuatro meses sólo se habían hablado una vez.
La conversación duró media hora. Alice se alegró de oír su voz y de saber que ya había salido del centro de desintoxicación. Ignoraba lo de su viaje a América del Sur, lo cual era un poco extraño habida cuenta de que normalmente se enteraba de todo. Pero por teléfono se mostró reservada e incluso recelosa. Nate, procurador de los tribunales, tenía la mosca detrás de la oreja y atacó como si estuviera haciendo una repregunta.
Alice seguía trabajando en el departamento de pleitos, todavía en el mismo despacho, pero para otro abogado.
—¿Quién? —preguntó Nate.
Uno nuevo, especialista en pleitos. Alice hablaba con cierto cuidado y Nate comprendió que había recibido instrucciones precisas del propio Josh. Era natural que Nate la llamara nada más salir.
¿Qué despacho ocupaba el nuevo? ¿Quién era su auxiliar jurídico? ¿De dónde procedía? ¿Cuántos casos de negligencia médica había llevado? ¿La habían asignado a él sólo provisionalmente? Alice se mostró lo suficientemente evasiva para no decir nada.
—¿Quién ocupa mi despacho?
—Nadie. No se ha tocado nada. Sigue habiendo montones de expedientes en todos los rincones.
—¿Qué está haciendo Kerry?
—Sigue tan ocupado como siempre. Está esperándole. Kerry era el auxiliar jurídico preferido de Nate.
Alice dio una respuesta adecuada a todas sus preguntas, pero reveló muy pocas cosas. Se mostró especialmente hermética acerca del nuevo abogado.
—Vaya preparándose —le dijo Nat cuando la conversación empezó a decaer—. Ya es hora de que regrese.
—Aquí ha sido todo muy aburrido.
Nate colgó muy despacio y volvió a repasar las palabras de su secretaria. Algo había cambiado. Josh estaba reorganizando discretamente su firma. ¿Decidiría prescindir de Nate? Probablemente no, pero sus días en las salas de justicia habían terminado.
Resolvió preocuparse por ello más adelante. Tenía muchas personas a los que llamar y muchos teléfonos con que hacerlo. Conocía a un juez que había dejado la bebida diez años atrás y quería comentarle el maravilloso informe que le habían hecho en el centro de desintoxicación. Su primera ex mujer se merecía una buena reprimenda, pero no estaba de humor para hacérsela. Y quería telefonear a sus cuatro hijos y preguntarles por qué no lo habían llamado ni le habían escrito.
En lugar de ello, sacó una carpeta de la cartera de documentos y empezó a leer todo lo relacionado con el señor Troy Phelan y el asunto que tenía entre manos. A medianoche, mientras el avión sobrevolaba algún lugar del Caribe, Nate se quedó dormido.