La montañita de Nate estaba cubierta con una capa de quince centímetros de nieve reciente cuando lo despertaron los acordes de la música de Chopin que atravesaba las paredes. La semana anterior había sido Mozart. Y la otra no se acordaba. Vivaldi pertenecía a su pasado reciente, pero todo era muy confuso.
Tal como venía haciendo cada mañana desde hacía casi cuatro meses, Nate se acercó a la ventana y contempló el valle de Shenandoah que se extendía ante sus ojos, unos mil metros más abajo. El valle también estaba cubierto de nieve, y él recordó que ya era casi la Navidad.
Ellos —los médicos y Josh— le habían prometido que saldría por esas fechas. Al pensar en la Navidad se entristeció. Había pasado algunas muy agradables en tiempos no muy lejanos, cuando los niños eran pequeños y él llevaba una vida estable. Pero ahora los niños se habían ido porque eran mayores o sus madres se los habían llevado, y lo que menos deseaba era pasarse otras Navidades en un bar cantando villancicos con otros desventurados borrachos, fingiendo ser feliz.
El blanco valle estaba sumido en el silencio y sólo algunos automóviles se movían como hormigas a lo lejos.
Debería haber dedicado diez minutos a la oración o el yoga que habían tratado de enseñarle en Walnut Hill, pero en su lugar hizo unas flexiones y se fue a nadar.
El desayuno consistió en un café solo y un bollo en compañía de Sergio, su asesor, terapeuta y guru. Durante los pasados cuatro meses Sergio había sido también su mejor amigo. Lo sabía todo acerca de la desgraciada vida de Nate O’Riley.
—Hoy tienes visita —le anunció Sergio.
—¿Quién?
—El señor Stafford.
—Maravilloso.
Cualquier contacto con el exterior le resultaba agradable, pues allí se respiraba una atmósfera muy cerrada. Josh lo visitaba una vez al mes. Otros dos amigos de la firma habían efectuado el viaje de tres horas por carretera desde el distrito de Columbia, pero estaban muy ocupados y Nate lo comprendía.
En Walnut Hill la televisión estaba prohibida a causa de los anuncios de cerveza y de los muchos programas y películas en que se glorificaba el alcohol e incluso las drogas. Las revistas más populares no estaban autorizadas por los mismos motivos. Pero a Nate le daba igual. Después de cuatro meses, le importaba un bledo lo que ocurriera en el Capitolio o en Wall Street o en el Medio Oeste.
—¿Cuándo? —preguntó.
—A última hora de la mañana.
—¿Después de mi ejercicio?
—Pues claro.
Nada podía interferir el ejercicio, una orgía de sudor, gruñidos y gritos de dos horas de duración con una sádica y malhumorada entrenadora personal a la que Nate adoraba en secreto.
Estaba descansando en su suite, comiéndose una naranja mientras contemplaba nuevamente el valle, cuando llegó Josh.
—Te veo estupendo —le dijo Josh—. ¿Cuánto has adelgazado?
—Seis kilos —contestó Nate, dándose unas palmadas en el liso vientre.
—De verdad que estás muy delgado. A lo mejor, me convendría pasar una temporada aquí.
—Te lo recomiendo. La comida no tiene nada de grasa, es totalmente insípida y la prepara un chef que habla con acento. Las raciones llenan medio plato; un par de bocados y listo. El almuerzo y la cena duran unos siete minutos… si masticas despacio.
—Por mil dólares al día cabría esperar una comida exquisita.
—¿Me has traído galletitas o algo así? ¿Patatas fritas tal vez? Seguro que escondes algo en la cartera.
—Lo siento, Nate. No llevo nada.
—¿Ni siquiera unos Doritos?
—Lo siento.
Nate volvió a hincar el diente en la naranja. Estaban sentados muy cerca el uno del otro, contemplando el paisaje. Los minutos iban pasando.
—¿Qué tal estás? —preguntó Josh.
—Tengo que salir de aquí, Josh. Estoy convirtiéndome en un robot.
—Tu médico dice que dentro de una semana más o menos.
—Estupendo. ¿Y después qué?
—Ya veremos.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que ya veremos.
—Vamos, Josh.
—Nos lo tomaremos con calma y veremos qué ocurre.
—¿Podré regresar al despacho? Por favor, Josh, dime algo.
—No tan deprisa, Nate. Tienes enemigos.
—¿Y quién no los tiene? Pero, qué demonios, el bufete es Los tipos harán lo que tú digas.
—Tienes un par de problemas.
—Tengo mil problemas; pero tú no puedes echarme de un puntapié.
—El hecho de que estés sin un centavo puede arreglarse. Lo del fraude fiscal no es tan fácil.
En efecto, no lo era, y Nate no podía despacharlo sin más. Entre los años 1992 y 1995, había olvidado declarar aproximadamente sesenta mil dólares en ingresos por otros conceptos.
Nate arrojó la piel de la naranja a la papelera y dijo:
—¿Y qué tengo que hacer? ¿Quedarme sentado en casa todo el día?
—Con un poco de suerte.
—¿Y eso qué significa?
Josh tenía que andarse con mucho tiento. Su amigo acababa de salir de un agujero muy negro. Era imprescindible evitar los sobresaltos y las sorpresas.
—¿Crees que me enviarán a prisión? —preguntó Nate.
—Troy Phelan ha muerto —dijo Josh.
Nate tardó un segundo en asimilar la noticia.
—Ah, el señor Phelan —dijo.
Nate tenía su pequeña ala en la firma. Estaba situada al final de un largo pasillo de la sexta planta. Allí, él y otro abogado, junto con tres auxiliares y media docena de secretarias, se dedicaban a presentar querellas contra médicos y no se preocupaban por lo que ocurría en el resto de la empresa. Por supuesto que sabía quién era Troy Phelan, pero jamás había intervenido en sus asuntos legales.
—Lo lamento —dijo.
—¿O sea, que no te habías enterado?
—Aquí no me entero de nada. ¿Cuándo murió?
—Hace cuatro días. Se arrojó al vacío desde una ventana.
—¿Sin paracaídas?
—Has dado en el clavo.
—No sabía volar.
—No. Ni siquiera lo intentó. Yo fui testigo. Acababa de firmar dos testamentos; el primero lo había preparado yo; el segundo y último lo escribió él mismo de su puño y letra. Después se arrojó al vacío.
—¿Dices que lo viste hacerlo?
—Sí.
—Vaya. El hijo de puta debía de estar medio chiflado.
La voz de Nate tenía una punta de ironía. Casi cuatro atrás una criada lo había encontrado en una habitación motel con la tripa llena de pastillas y de ron.
—Se lo ha dejado todo a una hija ilegítima de la que nunca había oído hablar.
—¿Está casada? ¿Qué pinta tiene?
—Quiero que la busques.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Se ha perdido?
—No sabemos dónde está.
—¿Cuánto dinero le…?
—Algo así como once mil millones de dólares
—¿Y ella lo sabe?
—No. Ni siquiera está enterada de que ha muerto.
—¿Sabe que Troy es su padre?
—No tengo ni idea de qué sabe.
—¿Dónde está?
—En Brasil, creemos. Es misionera y trabaja con una remota tribu india.
Nate se levantó y empezó a caminar arriba y abajo por la estancia.
—Una vez estuve una semana allí —dijo—. Sé que estudiaba, pero ya no me acuerdo qué; quizás estuviese en la Facultad de Derecho. Era carnaval, había chicas desnudas bailando por las calles de Río, escuelas de samba y un millón de personas de juerga toda la noche.
Se calló de repente, como si aquel bonito recuerdo hubiera aflorado a la superficie y hubiera vuelto a desaparecer rápidamente.
—Ahora no se trata de un carnaval.
—Me lo imaginaba. ¿Te apetece un café?
—Sí. Solo.
Nate pulsó un timbre de la pared y pidió café a través del interfono. Los mil dólares diarios cubrían también el servicio de habitación. Se sentó de nuevo junto a la ventana y preguntó:
—¿Cuánto tiempo permaneceré fuera?
—Es un poco difícil saberlo, pero yo diría que unos diez días. No hay prisa y puede que te cueste un poco encontrarla.
—¿En qué parte del país?
—En la zona occidental, cerca de Bolivia. La organización para la que trabaja envía gente a la selva, donde ayudan a unos indios que viven como en la Edad de Piedra. Hemos llevado a cabo algunas investigaciones y parece ser que se enorgullecen de localizar a los pueblos más remotos de la Tierra.
—Tú quieres que primero yo encuentre la selva correspondiente, vaya en busca de la correspondiente tribu de indios y después trate de convencerlos de que soy un abogado estadounidense que ha acudido allí en son de paz y necesita que lo ayuden a localizar a una mujer que probablemente no desea que la localicen.
—Algo así.
—Podría ser divertido.
—Considéralo una aventura.
—Además, eso me mantendrá fuera del despacho, ¿no es cierto, Josh? Una maniobra de distracción mientras tú ordenas las cosas.
—Alguien tiene que ir, Nate. Un abogado de nuestra firma tiene que encontrarse cara a cara con esa mujer, mostrarle una copia del testamento, explicarle el contenido de éste y averiguar qué desea hacer. Eso no lo puede hacer un auxiliar jurídico ni un abogado brasileño.
—¿Por qué yo?
—Porque todos los demás están ocupados. Tú sabes de qué va esto. Llevas más de veinte años haciéndolo. La vida en el despacho, los almuerzos en los juzgados, las noches en el tren… Además, podría beneficiarte.
—¿Acaso pretendes mantenerme alejado de las calles, Josh? Porque en ese caso, pierdes el tiempo. Estoy limpio. Se acabaron los bares, las juergas y los traficantes de droga. Estoy limpio, Josh. Para siempre.
Josh asintió con la cabeza porque era lo que se esperaba que hiciera, pero ya había pasado otras veces por la misma situación.
—Te creo —dijo, deseando con toda su alma poder hacerlo.
El conserje llamó a la puerta y entró con el café en una bandeja de plata.
Al cabo de un rato, Nate preguntó:
—¿Qué hay de la denuncia? Yo no puedo abandonar el país hasta que todo esté arreglado.
—He hablado con el juez, le he dicho que era un asunto urgente. Quiere verte dentro de noventa días.
—¿Es simpático?
—Es un auténtico Papá Noel.
—O sea que, si me declaran culpable, ¿crees que dará una oportunidad?
—Falta un año todavía. Ya nos ocuparemos de ello más adelante.
Sentado en torno a una mesita e inclinado sobre su taza de café, Nate reflexionó acerca de las preguntas que necesitaba hacer. Josh estaba ante él, con la mirada perdida en la distancia.
—¿Y si digo que no? —aventuró Nate.
Josh se encogió de hombros, como si le diera igual.
—No pasa nada. Ya encontraremos a alguien. Considéralo unas vacaciones. A ti no te da miedo la selva, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—Pues entonces, que te diviertas.
—¿Cuándo me iría?
—Dentro de una semana. Brasil exige un visado y tendremos que echar mano de ciertas influencias. Además, hay que atar algunos cabos sueltos.
Walnut Hill exigía un período mínimo de una semana de preparación antes de soltar de nuevo a sus clientes a los lobos.
Los habían mimado y desintoxicado, les habían hecho un lavado de cerebro y habían vuelto a ponerlos en forma física, mental y emocionalmente. La preparación antes de la salida los ayudaba a regresar al mundo.
—Una semana, repitió Nate para sus adentros.
—Aproximadamente, sí.
—Y el trabajito me llevará unos diez días.
—Es probable.
—Y yo estaré de vacaciones allí abajo.
—Eso parecerá.
—Se me antoja una idea estupenda.
—¿Quieres saltarte la Navidad?
—Sí.
—¿Y tus hijos?
—Ni una sola palabra, Josh —dijo Nate mientras removía el café con una cucharilla—. Llevo casi cuatro meses aquí y ninguno de ellos me ha dicho ni una sola palabra.
Su voz reflejaba dolor, y tenía los hombros encorvados. Por un instante, su aspecto fue el de una persona muy frágil.
Josh sí había tenido noticias de las familias. Las dos ex esposas tenían abogados que habían llamado para pedir dinero. El hijo mayor de Nate era un alumno de grado en la Universidad del Noroeste, necesitaba dinero para la matrícula y los gastos y había llamado personalmente a Josh, pero no para preguntar por el estado o el paradero de su padre, sino por otra cosa mucho más importante: la participación de éste en los beneficios de la firma del año anterior. Era tan grosero y descarado que Josh lo había mandado a paseo.
—Me gustaría evitar todas las fiestas y el jolgorio —añadió Nate, levantándose, al parecer un poco más animado, para dar un paseo descalzo por la habitación.
—¿Irás allí abajo?
—¿Eso está por el Amazonas?
—No; está en el área del Pantanal, del mundo.
—¿Pirañas, anacondas y caimanes?
—Naturalmente.
—¿Caníbales?
—No más que en el distrito de Columbia.
—Hablo en serio.
—Estoy seguro de que no les apetecerá cortarte en filetes. Nate, no dramatices. Si yo no estuviera tan ocupado, me encantaría ir. El Pantanal es una gran reserva ecológica.
Jamás he oído hablar de ese lugar.
—Eso es porque dejaste de viajar hace años. Entraste en tu despacho y ya no volviste a salir.
—Más que para desintoxicarme.
—Tomarte unas vacaciones, conocer otra parte del mundo.
Nate bebió un sorbo de café lo suficientemente despacio como para cambiar el rumbo de la conversación.
—¿Y qué ocurrirá a la vuelta? ¿Tengo mi despacho? ¿Sigo siendo socio?
—¿Es eso lo que quieres?
—Pues claro —contestó Nate, pero con tono algo vacilante.
—¿Estás seguro?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—No lo sé, Nate, pero ésta es tu cuarta desintoxicación en diez años. Las recaídas son cada vez peores. Si salieras ahora mismo, te irías directamente al despacho y, durante seis meses, serías el mejor especialista del mundo en pleitos por negligencias médicas. No prestarías ninguna atención a los viejos amigos, los viejos bares, los antiguos barrios. Sólo trabajo, trabajo y trabajo. No tardarías en conseguir un par de sonadas sentencias y sonados juicios y entonces empezarías a experimentar los efectos de la tensión. Apretarías un poco más la tuerca. Al cabo de un año, se produciría una grieta. Podrías tropezar con un viejo amigo, una chica de otra vida. Un mal jurado podría emitir un veredicto desfavorable, y entonces… Yo vigilaría todos tus movimientos, pero nunca puedo decir cuándo empieza el deslizamiento por la pendiente.
—No habrá más deslizamientos, Josh. Lo juro.
—Eso ya lo he oído otras veces, y quiero creerte; pero ¿y si vuelven a salir tus demonios, Nate? La última vez estuviste a sólo unos minutos de matarte.
—No habrá más recaídas.
—La próxima será la última, Nate. Celebraremos un funeral, te diremos adiós y contemplaremos cómo te colocan en la fosa. Y yo no quiero que eso ocurra.
—No ocurrirá, te lo aseguro.
—Pues entonces olvídate del despacho. Allí dentro hay demasiada tensión.
Lo que más aborrecía Nate de la desintoxicación eran los largos períodos de silencio o meditación, tal como los llamaba Sergio. Los pacientes tenían que sentarse como monjes en la semipenumbra, cerrar los ojos y buscar la paz interior. Nate podía sentarse en el suelo y todo lo demás, pero no podría evitar recordar los juicios y el acoso de los inspectores de Hacienda, buscar la manera de maquinar contra sus ex esposas y, por encima de todo, preocuparse por su futuro. La conversación que estaba manteniendo con Josh ya la había ensayado muchas veces.
Sin embargo, sus ingeniosas réplicas y sus rápidas respuestas le fallaban cuando estaba sometido a tensión. Los cuatro meses de soledad casi absoluta le habían embotado sus reflejos. Lo único que podía hacer era inspirar lástima.
—Vamos, Josh. No puedes propinarme un puntapié sin más.
—Llevas más de veinte años pleiteando, Nate. Me parece que ya es suficiente. Creo que ha llegado la hora de que empieces a hacer otra cosa.
—Me convertiré en cabildero y almorzaré con los secretarios de prensa de mil pequeños congresistas.
—Ya te encontraremos un sitio.
—No se me dan bien los almuerzos. A mí lo que me gusta es pleitear.
—La respuesta es no. Puedes quedarte en la firma y ganar un montón de dinero, mantenerte sano y jugar al golf. Tu vida será estupenda, siempre y cuando los inspectores de Hacienda no te metan entre rejas.
Durante unos agradables momentos, Nate se había olvidado de los inspectores de Hacienda, pero ahora habían vuelto a recordárselos. Se sentó y vertió un poco de miel de un pequeño recipiente en el café tibio; el azúcar y los edulcorantes artificiales no estaban permitidos en un lugar tan sano con Walnut Hill.
—Eso de pasar un par de semanas en los humedales brasileños está empezando a sonarme muy bien —dijo.
—¿Significa eso que irás?
—Sí.
Puesto que Nate disponía de mucho tiempo para leer, Josh le dejó un abultado dossier acerca del testamento de Phelan y su misteriosa nueva heredera. Más dos libros sobre los indígenas de remotos parajes de América del Sur.
Nate se pasó ocho horas leyendo sin descanso y se olvidó incluso de cenar. Estaba deseando marcharse e iniciar su aventura. Cuando a las diez Sergio entró a verle, lo encontró sentado como un monje en el centro de la cama, rodeado de papeles y perdido en otro mundo.
—Ya es hora de que me vaya —le dijo Nate.
—Sí —repuso Sergio—. Mañana empezaré a preparar el papeleo.