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El viaje al Oeste sería un grata tregua que les permitiría apartarse del caos creado por el salto al vacío del señor Phelan. Su rancho se encontraba en las cercanías de Jackson Hole, en los montes Teton, donde el suelo ya estaba cubierto por una capa de nieve de treinta centímetros de espesor y se esperaban más nevadas. ¿Qué opinaría la señorita Manners de que esparciesen las cenizas sobre una tierra cubierta de nieve? ¿Convendría que esperaran hasta el día siguiente, o las arrojarían sin más? A Josh le importaba un bledo. Él las habría arrojado al rostro de cualquier desastre natural.

Estaban persiguiéndolo los abogados de los herederos Phelan. Los recelosos comentarios que le había hecho a Hark Gettys acerca de la capacidad de testar del viejo habían lanzado una onda expansiva de temor a todas las familias y éstas habían reaccionado con una histeria comprensible. Y con amenazas. El viaje sería como unas pequeñas vacaciones. Él y Durban podrían estudiar las investigaciones preliminares y elaborar sus planes.

Despegaron del aeropuerto en el Gulfstream N del señor Phelan, un aparato en el que Josh sólo había tenido el privilegio de viajar una vez. Era el más nuevo de la flota y, con su precio de treinta y cinco millones de dólares, había sido el juguete más caro del difunto. El verano anterior habían volado con él a Niza, donde el viejo paseaba desnudo por la playa, contemplando embobado a las jóvenes francesas. Josh y su mujer se habían dejado la ropa puesta, al igual que los demás acompañantes norteamericanos, y habían tomado el sol sentados alrededor de la piscina.

Una azafata les sirvió el desayuno y después se retiró a la cocina de la parte de atrás mientras ellos extendían sus papeles sobre la mesa redonda. El vuelo duraría cuatro horas.

Las declaraciones juradas firmadas por los doctores Flowe, Zadel y Theishen eran extensas y minuciosas, llenas de opiniones y redundancias que ocupaban varios párrafos y no dejaban la menor sombra de duda: Troy estaba en pleno uso de sus facultades mentales, era un hombre de inteligencia brillante y sabía muy bien lo que hacía momentos antes de morir.

Stafford y Durban leyeron las declaraciones juradas y les hizo gracia lo irónico de la situación. Cuando se leyera el nuevo testamento, aquellos tres expertos serían despedidos, naturalmente, y se contrataría a otra media docena para que hicieran toda suerte de oscuras y terribles conjeturas acerca de la salud mental del pobre Troy.

En cuanto a la cuestión de Rachel Lane, apenas se había averiguado nada acerca de la misionera más rica del mundo. Los investigadores contratados por el bufete seguían buscando frenéticamente.

Según las primeras investigaciones llevadas a cabo a través de Internet, la sede de las Misiones de las Tribus del Mundo estaba en Houston, Texas. La organización, fundada en Tyzo, contaba con cuatro mil misioneros repartidos por todo el globo que trabajaban exclusivamente con nativos. Su único propósito era divulgar el Evangelio cristiano a las más remotas tribus de la Tierra. Estaba claro que Rachel no había heredado las creencias religiosas de su padre.

Nada menos que veintiocho tribus indias del Brasil y por lo menos diez de Bolivia estaban siendo atendidas en aquellos momentos por los misioneros de la organización. Más otras trescientas en el resto del mundo. Puesto que las tribus en las que centraban sus esfuerzos vivían apartadas de la civilización moderna, los misioneros recibían un exhaustivo entrenamiento en métodos de supervivencia en la selva, lenguas y conocimientos médicos.

Josh leyó con gran interés un relato escrito por un misionero que se había pasado siete años en la jungla, tratando de adquirir los suficientes conocimientos de la lengua de una tribu primitiva como para poder comunicarse con sus miembros. Vivía en un cobertizo y los indios apenas mantenían tratos con él. A fin de cuentas, se trataba de un blanco de Misouri que había sido enviado a su poblado y que todo lo que sabía decir era «hola» y «gracias». Si necesitaba una mesa, se la fabricaba. Si necesitaba comida, cazaba algún animal. Tuvieron que transcurrir cuatro años para que los indios empezaran a confiar en él. Ya llevaba casi seis años allí cuando les contó su primer relato de la Biblia. Le habían enseñado a tener paciencia, a cultivar las relaciones, a aprender la lengua y la cultura de los indígenas y a empezar a contar las historias de la Biblia muy despacio.

La tribu casi no mantenía contactos con el mundo exterior. Su vida apenas había cambiado en mil años.

¿Qué clase de persona podía tener la fe y el compromiso suficientes para abandonar la sociedad moderna y marchar a semejante mundo prehistórico? El misionero escribía que los indios sólo lo aceptaron cuando se dieron cuenta de que no se iría de allí. Había decidido vivir allí para siempre. Los amaba y quería ser uno de ellos.

O sea, que Rachel vivía en un cobertizo y dormía en una cama que ella misma se había fabricado y se preparaba la comida sobre el fuego, comiendo lo que cultivaba o cazaba, contando relatos de la Biblia a los niños y el Evangelio a los mayores, ajena por completo a los acontecimientos, las inquietudes y las presiones del mundo. Era muy feliz. Su fe la sostenía.

El hecho de ir a molestarla parecía casi una crueldad. Durban leyó el mismo material.

—Puede que jamás la encontremos —dijo—. No hay teléfonos ni electricidad; qué demonios, hay que trepar por las montañas para llegar hasta aquella gente.

—No tendremos más remedio que hacerlo —repuso Josh—. ¿Nos hemos puesto en contacto con Tribus del Mundo?

—Lo haremos hoy mismo, un poco más tarde.

—¿Y qué les dirás?

—No lo sé; pero no puedes decirles que estás buscando a una de sus misioneras porque acaba de heredar once mil millones de dólares.

—Once mil antes de impuestos.

—De todos modos quedará una bonita suma.

—Pues entonces, ¿qué les dirás?

—Les diremos que ha surgido un asunto legal muy urgente y tenemos que hablar directamente con Rachel.

Sonó uno de los faxes que había a bordo del aparato y de inmediato se empezaron a recibir memorandos. El primero era de la secretaria de Josh, con una lista de las llamadas de la mañana, casi todas ellas de los abogados de los herederos Phelan. Dos eran de reporteros.

Los asociados estaban empezando a presentar los informes de sus investigaciones preliminares sobre distintos aspectos de la legislación de Virginia aplicable en el caso que los ocupaba. A cada página que Josh y Durban leían, el testamento precipitadamente garabateado por el viejo Troy iba adquiriendo más fuerza.

El almuerzo consistió en unos bocadillos y fruta, servidos también por la azafata, que permanecía en la parte de atrás del aparato y se las ingeniaba para presentarse sólo cuando sus tazas de café ya estaban vacías.

Tomaron tierra en Jackson Hole con buen tiempo. Las máquinas habían empujado la nieve a los lados de la pista de aterrizaje. Descendieron del aparato, recorrieron una distancia de veinticinco metros y subieron a bordo de un Sikorski S76 C, el helicóptero preferido de Troy. Diez minutos más tarde ya estaban sobrevolando su amado rancho. Un fuerte viento comenzó a zarandear el aparato, y Durban palideció. Josh abrió muy despacio una portezuela y una ráfaga le azotó el rostro.

El piloto empezó a volar en círculo a seiscientos metros de altura mientras Josh arrojaba las cenizas contenidas en una pequeña urna. El viento las dispersó de inmediato en todas direcciones de tal forma que los restos de Troy se desvanecieron mucho antes de alcanzar la nieve que cubría el suelo. Cuando la urna estuvo vacía, Josh metió el brazo entumecido por el frío y volvió a cerrar la portezuela.

La casa era técnicamente una cabaña de troncos, con la suficiente cantidad de madera maciza como para conferirle el aspecto de vivienda rústica. Pero, con sus cuatrocientos metros cuadrados de superficie, lo era todo menos una cabaña. Troy se la había comprado a un actor en decadencia.

Un mayordomo vestido de pana se hizo cargo de su equipaje y una sirvienta les preparó café. Mientras Josh telefoneaba al despacho, Durban se dedicó a admirar los trofeos de caza disecados que colgaban en las paredes. En la chimenea ardían unos troncos y la cocinera les preguntó qué deseaban para cenar.

El asociado se apellidaba Montgomery, llevaba cuatro años en el bufete y había sido elegido personalmente por el señor Stafford. Se había perdido tres veces en las calles de Houston antes de localizar la sede de las Misiones de las Tribus del Mundo en la planta baja de un edificio de cinco pisos. Aparcó su automóvil de alquiler y se enderezó el nudo de la corbata.

Había hablado un par de veces con el señor Trill por teléfono y, aunque llegó a la cita con una hora de retraso, semejante detalle no pareció importar. El señor Trill era afable y cortés, pero no se mostraba demasiado dispuesto a colaborar.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó.

—Necesito cierta información sobre —contestó Montgomery. Trill asintió con la cabeza sin decir nada—. Una tal Rachel Lane —añadió Montgomery.

—El nombre no me suena —dijo Trill, desplazando la como si tratara de localizarla—, pero la verdad es que cuatro mil colaboradores.

—Trabaja cerca de la frontera entre Brasil y Bolivia.

—¿Cuántas cosas sabe usted acerca de ella?

—No muchas, pero tenemos que localizarla.

—¿Con qué objeto?

—Por un asunto de carácter legal —respondió Montgomery, titubeando lo bastante para resultar sospechoso.

Trill frunció el ceño y se cruzó de brazos. Ya no sonreía.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—No, pero el asunto es muy urgente. Tenemos que hablar ella.

—¿No pueden enviar una carta o un paquete?

—Me temo que no. Necesitamos su colaboración y su firma.

—Supongo que es confidencial.

—Extremadamente confidencial.

Trill suavizó la expresión.

—Discúlpeme un momento —dijo.

Trill abandonó el despacho y Montgomery permaneció sentado, estudiando el espartano mobiliario. La única decoración consistía en una serie de fotos ampliadas de niños indios colgadas en las paredes.

Al regresar, Trill parecía una persona distinta; se mostraba rígido, serio y nada dispuesto a colaborar.

—Lo siento, señor Montgomery —dijo sin sentarse—, pero no podremos ayudarle.

—¿Ella está en Brasil?

—Lo siento.

—¿En Bolivia?

—Lo siento.

—¿Existe siquiera?

—No puedo responder a sus preguntas.

—¿A ninguna?

—A ninguna.

—¿Podría hablar con su jefe o supervisor?

—Por supuesto que sí.

—¿Dónde está?

—En el cielo.

Tras cenar unos gruesos bistecs con salsa de setas, Josh Stafford y Tip Durban se retiraron al estudio, donde también había una chimenea encendida. Otro mayordomo, un mexicano con chaqueta blanca y pantalones vaqueros almidonados, les sirvió un whisky de malta muy añejo procedente del armario del señor Phelan. Pidieron puros habanos. Pavarotti cantaba un villancico navideño desde un lejano equipo estereofónico.

—Se me ocurre una idea —dijo Josh, contemplando el fuego de la chimenea—. Tenemos que enviar a alguien en busca de Rachel Lane, ¿verdad?

Tip estaba dando una profunda calada a su puro y se limitó a asentir con la cabeza.

—Y no podemos enviar a cualquiera —añadió Josh—. Tiene que ser un abogado, alguien capaz de explicar las cuestiones legales. Y además ha de ser de nuestra firma, porque se trata de un asunto confidencial.

Con la boca llena de humo, Tip siguió asintiendo tranquilamente con la cabeza.

—¿A quién enviamos? —preguntó Josh.

Tip exhaló lentamente el humo por la boca y la nariz; una nube azul pasó por delante de su rostro y subió hacia el techo.

—¿Eso cuánto tiempo llevará? —dijo finalmente.

—No lo sé, pero no será un viaje rápido. Brasil es un país muy grande, casi tan grande como Estados Unidos. Y estamos hablando de selvas y montañas. Aquellas gentes están tan aisladas que jamás han visto un automóvil.

—No seré yo quien vaya.

—Podemos contratar guías locales y aun así el viaje llevaría una semana.

—¿No hay caníbales por allí abajo?

—No.

—¿Ni anacondas?

—Cálmate, Tip. No irás.

—Gracias.

—Pero comprendes el problema, ¿verdad? Tenemos sesenta abogados, todos ellos terriblemente ocupados y abrumados por más trabajo del que podemos llevar a cabo. Ninguno de nosotros está en condiciones de dejarlo todo de golpe para ir en busca de esa mujer.

—Envía a un auxiliar.

A Josh no le gustaba la idea. Bebió un sorbo de whisky, dio una calada al habano y prestó atención al chisporroteo de las llamas en la chimenea.

—Tiene que ser un abogado —dijo casi hablando para sí.

El mayordomo regresó con más bebidas. Preguntó si deseaban postre y café, pero ya habían tomado todo lo que les apetecía.

—¿Qué tal Nate? —preguntó Josh cuando ambos quedaron otra vez a solas.

Era evidente que Josh había estado pensando en Nate desde el primer momento, lo cual irritó ligeramente a Tip, que preguntó:

—¿Bromeas?

—No.

Se pasaron un rato estudiando la posibilidad de enviar a Nate mientras cada uno de ellos trataba de superar sus iniciales reparos y temores. Nate O’Riley era un socio de veintitrés años de antigüedad en la firma que en aquellos momentos se encontraba confinado en un centro de desintoxicación en los montes Azules, al oeste del distrito de Columbia. Se había pasado los últimos diez años visitando centros como aquél, y cada una de las veces se había curado, había superado sus hábitos y se había acercado cada vez más a las más altas cotas de poder, entregado por entero a su bronceado y a sus partidos de tenis y firmemente dispuesto a librarse de sus adicciones de una vez por todas. Pero a pesar de insistir en que cada una de sus caídas sería la última y de afirmar que ya había tocado fondo, la que seguía a la anterior era aún más dura. Ahora, a la edad de cuarenta y ocho años, O’Riley estaba arruinado, se había divorciado dos veces y acababa de ser denunciado una vez más por fraude fiscal. Su futuro distaba mucho de ser brillante.

—Era muy aficionado ¿verdad?

—Pues sí. El submarinismo, el montañismo y todas estas bobadas, pero cuando empezó la cuesta abajo se limitó a trabajar.

La cuesta abajo había comenzado a los treinta y tantos, coincidiendo con el período en que consiguió una impresionante serie a las actividades al aire libre, de sonadas condenas contra médicos acusados de negligencia en el ejercicio de su profesión. Nate O’Riley se convirtió en una estrella en esa clase de juego y empezó a beber y a consumir cocaína. Descuidó a su familia y se obsesionó con sus adicciones: los grandes veredictos, la bebida y la droga. Se las arreglaba en cierto modo para conservar el equilibrio, pero siempre estaba al borde del desastre. De pronto perdió un juicio y se despeñó por primera vez.

La firma lo escondió en un elegante balneario hasta que estuvo suficientemente recuperado y pudo protagonizar una rutilante reaparición. La primera de muchas.

—¿Cuándo sale? —preguntó Tip.

Ya no estaba sorprendido y la idea le gustaba cada vez más.

—Pronto.

Nate se había convertido en un adicto irremediable. Podía pasarse meses e incluso años sin probar la droga, pero siempre acababa recayendo. Las sustancias químicas le habían destrozado la mente y el cuerpo. Su conducta se volvió excéntrica y los rumores acerca de su locura fueron filtrándose a todos los ámbitos de la firma, hasta que acabaron por propagarse a través de la red de chismorreos del mundillo de la abogacía.

Casi cuatro meses atrás se había encerrado en una habitación de motel con una botella de ron y una bolsa de pastillas en lo que muchos de sus compañeros interpretaron como un intento de suicidio.

Josh lo confinó en un centro de desintoxicación por cuarta vez en diez años.

—Puede que sea beneficioso para él —apuntó Tip—. Me refiero a eso de alejarse de aquí durante un tiempo.