A TJ la resaca le duró hasta el mediodía. Después se bebió una cerveza y pensó que ya era hora de empezar a ejercer presión. Telefoneó a su principal abogado para que le informara acerca de la situación y el abogado le aconsejó que tuviera paciencia.
—Eso llevará un poco de tiempo, TJ —le dijo.
—Pero es que quizá yo no esté de humor para esperar —replicó TJ, quien sentía que la cabeza estaba a punto de estallarle.
—Démosles unos cuantos días.
TJ colgó el auricular y se dirigió a la parte de atrás de su sucia vivienda, donde, por suerte, no encontró a su mujer. Hacía pocas horas que estaban levantados, pero ya habían reñido tres veces. A lo mejor había salido de compras para gastarse una fracción de su nueva fortuna. Que lo hiciera, a TJ ya no le preocupaban las compras.
—El viejo cabrón ha muerto —dijo en voz alta. No había nadie más en la casa.
Sus dos hijos estaban en el colegio mayor; las matrículas las pagaba Lillian, que todavía conservaba parte del dinero que le había sacado a Troy en el divorcio, varias décadas atrás. De modo que TJ vivía solo con Biff, una divorciada de treinta años cuyos dos hijos vivían con el padre. Biff era agente de la propiedad inmobiliaria y vendía preciosos pisitos para recién casados.
TJ abrió otra cerveza y se miró en el espejo de cuerpo entero del vestíbulo.
—Troy Phelan, junior —proclamó—. Hijo de Troy Phelan, el décimo hombre más rico de Estados Unidos, valor neto once mil millones de dólares, ahora difunto, al que sobreviven sus amantes esposas y sus amantes hijos, todos los cuales lo amarán todavía más después de la legalización oficial del testamento. ¡Pues sí!
Decidió en aquel lugar y momento que, a partir de ese día, abandonaría el apelativo de TJ e iría por la vida como Troy Phelan, Jr. El nombre tenía magia.
La vivienda olía un poco mal, pues Biff se negaba a hacer las tareas domésticas. Estaba demasiado ocupada con sus teléfonos móviles. El suelo estaba cubierto de porquería; las paredes, desnudas. Los muebles eran de alquiler y pertenecían a una empresa que contrataba abogados para recuperar toda suerte de cosas. Propinó un puntapié a un sofá y gritó:
—¡Ya podéis venir a recoger esta mierda! No tardaré mucho en contratar los servicios de unos diseñadores.
Estaba deseando prender fuego a la casa. Como se tomara un par de cervezas más, quizás empezara a juguetear con las cerillas. Se vistió con su mejor traje, el de color gris que se había puesto la víspera, cuando su querido y anciano padre se había enfrentado con los psiquiatras y había interpretado tan maravillosamente bien su papel. Puesto que no se celebraría ningún funeral, no se vería obligado a salir corriendo a comprarse uno nuevo de color negro.
—Ya voy, Armani —canturreó alegremente mientras se subía la cremallera de los pantalones.
Por lo menos tenía un BMW. Aunque viviera en una pocilga, el mundo no lo sabía. En cambio, el mundo sí veía su coche, y por eso él se esforzaba en reunir cada mes los seiscientos ochenta dólares que le costaba el alquiler. Maldijo su miserable vivienda de propiedad horizontal mientras hacía marcha atrás en el aparcamiento. Era una de las ochenta que se habían construido últimamente alrededor de un somero estanque, en una superpoblada zona de Manassas.
Había crecido en un entorno mucho mejor que aquél. Durante sus primeros veinte años había llevado una vida de lujo hasta el momento en que había entrado en posesión de su herencia. Sus cinco millones de dólares habían desaparecido antes de que él cumpliera los treinta años y su padre lo despreciaba por ello.
Ambos discutían acaloradamente cada dos por tres. Junior había tenido distintos empleos en el Grupo Phelan, y todos habían acabado de forma desastrosa. Su padre lo había despedido varias veces. Al viejo se le ocurría un nuevo negocio y dos años después éste valía millones. En cambio, las ideas de Junior terminaban en bancarrotas y pleitos.
En los últimos años, las discusiones ya casi habían terminado. Como ninguno de los dos podía cambiar, ambos se limitaban a ignorarse mutuamente; pero cuando apareció el tumor, TJ volvió a alargar la mano.
¡Oh, qué mansión se iba a construir! Ya tenía pensado incluso el arquitecto, una japonesa que vivía en Manhattan, acerca de la cual había leído un reportaje en una revista.
En cuestión de un año probablemente se iría a vivir a Malibú, Aspen o Palm Beach, donde podría exhibir su dinero y la gente lo tomaría en serio.
—¿Qué hace uno con quinientos millones de dólares? —se preguntó en voz alta mientras circulaba a toda velocidad por la interestatal—. Quinientos millones de dólares libres de impuestos —añadió con una sonrisa.
Un amigo suyo era dueño del concesionario de la BMW-Porsche donde él había alquilado su automóvil. Junior entró en la sala de exposición pavoneándose como si fuera el rey del mundo. Habría podido comprar todo aquel maldito negocio si hubiera querido. En el escritorio de un vendedor vio el periódico de la mañana, en el que con grandes titulares se anunciaba la muerte de su padre. TJ no experimentó ni una sola punzada de dolor.
Dickie, el gerente, salió de su despacho y le dijo:
—Lo siento mucho, TJ.
—Gracias —contestó Troy junior, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Ha sido mejor para él.
—De todos modos, te doy el pésame.
—No te preocupes.
Ambos entraron en el despacho y cerraron la puerta.
—El periódico dice que tu padre firmó un testamento justo antes de morir —dijo Dickie—. ¿Es cierto eso?
Troy junior ya estaba examinando los relucientes folletos de los últimos modelos.
—Sí. Yo estaba allí. Repartió los bienes en seis partes, una para cada uno de nosotros.
Lo dijo con indiferencia, sin levantar los ojos, como si el dinero ya le quemara en las manos.
Dickie abrió la boca y se sentó en su sillón. Se preguntó si estaría en presencia de un tipo muy rico, si aquel muerto de hambre de TJ Phelan se habría convertido en multimillonario. Como todas las personas que conocían a TJ, Dickie suponía que el viejo lo habría desheredado para siempre.
—A Biff le gustaría un Porsche —dijo Troy junior sin dejar de estudiar los folletos—. Un Carrera Turbo GII de color rojo con dos capotas.
—¿Cuándo?
Troy junior lo miró enfurecido.
—Ahora mismo.
—Pues claro, TJ. Y el pago, ¿cuándo se efectuará?
—Lo pagaré al mismo tiempo que el mío de color negro, también un Sri. ¿Qué precio tienen?
—Unos noventa mil dólares cada uno.
—No hay problema. ¿Cuándo pueden hacernos la entrega?
—Primero he de buscarlos. Tardaré uno o dos días. ¿En efectivo?
—Naturalmente.
—¿Cuándo recibirás el dinero?
—Dentro de un mes aproximadamente. Pero los automóviles los quiero ahora.
Dickie contuvo la respiración y experimentó una sacudida.
—Mira, TJ, yo no puedo entregar dos vehículos nuevos sin alguna forma de pago.
—Muy bien. Pues entonces…
—Vamos, TJ.
—Podría comprar todo tu negocio, ¿sabes? Ahora mismo podría entrar en cualquier banco y pedir diez o veinte millones o lo que pueda valer este negocio y me lo darían en un plazo de sesenta días, ¿comprendes?
Dickie entornó los ojos y asintió lentamente. Sí, lo comprendía.
—¿Cuánto dinero te ha dejado tu padre?
—El suficiente para comprar incluso el banco. ¿Me entregas esos automóviles o voy unas puertas más abajo?
—Deja que los busque.
—Ya veo que eres muy listo —dijo TJ—. Date prisa. Volveré esta tarde. Ya puedes empezar a llamar por teléfono.
Arrojó los folletos sobre el escritorio de Dickie y abandonó el despacho con paso majestuoso.
La idea que tenía Ramble del luto era pasarse el día encerrado en el cuarto del sótano fumando porros y escuchando música rap sin prestar atención a los que llamaban a la puerta. Su madre le había permitido faltar a clase debido a la tragedia; de hecho, le había autorizado a tomarse una semana de vacaciones. No tenía ni idea de que llevaba un mes sin pisar el instituto.
La víspera, mientras salían de la Torre Phelan, su abogado le había dicho que su dinero iría a parar a un fideicomiso hasta que él cumpliera dieciocho o veintiún años, según lo que estipulara el testamento. Y, aunque ahora no pudiese tocar el dinero, sin duda tendría derecho a una generosa asignación.
Formaría un grupo musical y produciría álbumes con su propio dinero. Tenía amigos músicos que no iban a ninguna parte porque no podían permitirse el lujo de alquilar estudios de grabación, pero su grupo sería distinto. Decidió que se llamaría Ramble; él sería el contrabajista y cantante y las chicas lo perseguirían. Sería un rock alternativo con fuertes influencias de rap, una cosa nueva. Una cosa que estaba inventándose.
Dos pisos más arriba, en el estudio de su espaciosa residencia, Tira, su madre, se pasaba el día charlando por teléfono con los amigos que llamaban para darle su más sentido pésame. Casi todos chismorreaban con ella lo suficiente para preguntarle cuánto dinero podría recibir en herencia, pero ella no se atrevía a calcularlo. Se había casado con Troy en 1982 a la edad de veintitrés años y antes de hacerlo, había firmado un voluminoso acuerdo prenupcial en virtud del cual en caso de divorcio sólo recibiría diez millones de dólares y una casa.
Se habían separado seis años atrás. Sólo le quedaban dos millones.
Sus necesidades eran muy grandes. Sus amigos poseían casas en tranquilas calas de las Bahamas mientras que ella tenía que conformarse con hoteles de lujo. Ellos compraban ropa de diseño en Nueva York; ella, en tiendas locales. Los hijos de sus amigos estudiaban en internados y no les daban la lata; en cambio, Ramble estaba en el sótano y no quería salir de él.
Estaba segura de que Troy le habría dejado unos cincuenta millones de dólares. Una cantidad miserable. Hizo el cálculo matemático mientras hablaba por teléfono con su abogado.
Geena Phelan Strong tenía treinta años y estaba sobreviviendo en medio de algo que se había convertido en un tumultuoso matrimonio con Cody, su segundo marido, perteneciente a una acaudalada familia del Este. Sin embargo, hasta la fecha el dinero no había sido más que un rumor y, desde luego, ella no lo había visto ni de lejos. Cody había recibido una educación impecable —Taft, Dartmouth y un máster en Administración de Empresas en Columbia— y se consideraba un visionario en el mundo del comercio. No conseguía conservar ningún empleo. Su talento no podía permanecer encerrado entre las paredes de un despacho. Las órdenes y los caprichos de los jefes no cortarían las alas a sus sueños. Cody sería multimillonario, un hombre hecho a sí mismo, por supuesto, probablemente el más joven de la historia.
El hecho, no obstante, era que al cabo de seis años de vivir con ella Cody aún no había encontrado un hueco. Y no sólo eso, sino que sus pérdidas eran asombrosas. En 1992 había hecho una arriesgada apuesta con futuros de cobre que le había costado más de un millón del dinero de Geena. Y dos años después se había pillado los dedos con unas opciones sin garantía cuando el mercado bursátil cayó espectacularmente. Geena lo abandonó durante cuatro meses, pero regresó siguiendo los consejos de sus asesores. Una empresa de pollos congelados fracasó, y Cody escapó con unas pérdidas de sólo medio millón de dólares.
Gastaban un montón de dinero. Su abogado les había aconsejado que, a modo de terapia, viajaran, y gracias a ello ambos habían recorrido el mundo. El hecho de ser jóvenes y ricos aliviaba muchos de sus problemas, pero el dinero se estaba acabando. Los cinco millones de dólares que Troy le había entregado a su hija al cumplir ésta los veintiún años habían quedado reducidos a menos de un millón, y sus deudas eran cada vez más elevadas. La presión que estaba sufriendo su matrimonio había alcanzado casi el punto límite cuando Troy se había arrojado al vacío desde su terraza.
De ahí que se hubieran pasado la mañana buscando casa en Swinks Mill, el lugar de sus más grandiosos sueños. Éstos habían ido aumentando de tamaño conforme avanzaba el día, y a la hora del almuerzo ya estaban interesándose por casas valoradas en más de dos millones de dólares. A las dos de la tarde se reunieron con una entusiasta corredora de fincas apellidada Lee, una mujer con cabello cardado, pendientes de oro, dos teléfonos móviles y un reluciente Cadillac. Geena se presentó como «Geena Phelan», pronunciando el apellido con toda claridad, pero estaba claro que la tal Lee no debía de leer las publicaciones sobre economía, pues ni se inmutó, y cuando ya iban por la tercera casa Cody se vio obligado a revelarle en voz baja la verdad acerca de su suegro.
—¿Aquel ricachón que se arrojó al vacío? —preguntó Lee, llevándose la mano a la boca.
Geena estaba inspeccionando el armario de un pasillo que en realidad ocultaba una sauna.
Cody asintió tristemente con la cabeza.
Al anochecer ya estaban visitando una casa vacía valorada en cuatro millones y medio de dólares y considerando seriamente la posibilidad de hacer una oferta. Lee raras veces trataba con clientes tan ricos, motivo por el cual ambos estaban volviéndola loca.
Rex, de cuarenta y cuatro años, hermano de TJ, era, en el momento de la muerte de Troy, el único de sus hijos sometido a una investigación criminal. Todos sus males se debían al hundimiento de un banco y a toda la serie de pleitos e investigaciones a que ello había dado lugar. Varios auditores bancarios y el FBI llevaban tres años haciendo exhaustivas investigaciones.
Para costear su defensa y su lujoso estilo de vida, Rex había comprado, de la herencia de un hombre muerto en el transcurso de un tiroteo, una cadena de bares topless y clubes de striptease de la zona de Fort Lauderdale. El negocio de la carne era muy lucrativo; la clientela siempre era buena y el dinero en efectivo podía ocultarse fácilmente. Sin ser demasiado codicioso, Rex se embolsaba unos veinticuatro mil dólares al mes libres de impuestos, aproximadamente cuatro mil de cada uno de sus seis clubes. Éstos figuraban a nombre de su mujer, Amber Rockwell, una bailarina de striptease a la que una noche había visto hacer su número en un bar. De hecho, todos sus bienes estaban a nombre de su mujer, lo cual le producía una considerable inquietud. Con un poco más de ropa, un poco menos de maquillaje y zapatos más discretos, Amber se hacía pasar por una mujer respetable en los círculos que frecuentaban en Washington. Pocas personas conocían su pasado, pero en su fuero interno ella era una puta, y el hecho de que fuese la propietaria de todo hacía que el pobre Rex se pasara muchas noches sin dormir.
En el momento de la muerte de su padre, Rex estaba enfrentándose con varios embargos preventivos y demandas judiciales de acreedores, socios e inversores del banco por valor de más de siete millones de dólares. Y la suma seguía aumentando. Los juicios, sin embargo, habían sido inútiles, pues los acreedores no tenían a qué agarrarse. Rex no era dueño de nada, ni siquiera de su coche. Él y Amber habían alquilado una vivienda en un edificio en régimen de propiedad horizontal y un par de Corvette idénticos, con todos los documentos a nombre de ella. Los clubes y bares eran propiedad de una empresa registrada en paraísos fiscales, organizada por Amber sin la menor huella de su marido. Hasta entonces, Rex se había mostrado demasiado escurridizo para que lo atraparan.
El matrimonio era todo lo estable que cabía esperar de dos personas con un amplio historial de inestabilidad; ambos celebraban muchas fiestas y tenían amigos muy turbulentos, todos ellos atraídos por el apellido de Phelan. La vida era divertida a pesar de los apuros económicos, pero Rex estaba tremendamente preocupado por Amber y los bienes que ésta tenía a su nombre. Una desagradable discusión podía bastar para que ella desapareciera.
Las preocupaciones se habían terminado con la muerte de Troy. El columpio se había inclinado y de repente su apellido valía una fortuna. Vendería los bares y los clubes, pagaría las deudas de golpe y después se dedicaría a jugar con el dinero. Pero, como hiciera un solo movimiento en falso, Amber volvería a bailar sobre las mesas con unos mojados billetes de dólar en el taparrabo.
Rex se pasó el día con su abogado Hark Gettys. Necesitaba desesperadamente el dinero y había insistido en que Gettys llamara a Josh Stafford y le pidiera echar un vistazo al testamento. Rex había hecho planes muy importantes y ambiciosos para cuando se reuniese con aquellos millones, y Hark estaría a su lado en todas las etapas. Quería hacerse con el control del Grupo Phelan. Su parte de las acciones, unida a las de TJ y sus dos hermanas, le daría sin duda una mayoría de títulos con derecho a voto. Pero ¿estaban las acciones en un fideicomiso, en cesión directa o bien inmovilizadas de cualquiera de las cien tortuosas maneras que Troy habría ideado para reírse de ellos desde la tumba?
—¡Tenemos que ver ese maldito testamento! —estuvo gritándole a Hark a lo largo de todo el día.
Hark lo calmó con un prolongado almuerzo regado con un excelente vino y, a primera hora de la tarde, ambos comenzaron a beber whisky. Amber pasó por allí y los encontró a los dos borrachos, pero no se enfadó. Ahora le era imposible enfadarse con Rex. Lo amaba más que nunca.