Según la revista Forbes, Troy Phelan era el décimo hombre más rico de Estados Unidos. Su muerte fue noticia en todos los medios de difusión; la modalidad que había elegido la convertía en un acontecimiento desde todo punto de vista sensacional.
Delante de la mansión de Lillian en Falls Church, un numeroso grupo de reporteros aguardaba en la calle la salida de un portavoz de los deudos. Filmaron a los amigos y vecinos que entraban y salían, haciéndoles intrascendentes preguntas acerca del estado de ánimo de la familia.
Dentro, los cuatro hijos mayores de Phelan se hallaban reunidos con sus esposas e hijos para recibir las condolencias. Su actitud ante los visitantes era de tristeza, pero cuando éstos se iban, el tono cambiaba por completo. La presencia de los nietos de Troy —nada menos que once— obligaba a TJ, Rex, Libbigail y Mary Ross a intentar disimular la alegría que experimentaban. Pero era difícil. Se sirvió vino y champán en abundancia. El viejo Troy no hubiera querido que estuvieran tristes, ¿verdad? Los nietos mayores bebieron más que sus padres.
En el estudio había un televisor sintonizado con la CNN y cada media hora los miembros de la familia se reunían para escuchar las últimas informaciones sobre la dramática muerte de Troy.
Cuando un corresponsal especializado en temas económicos elaboró un reportaje de diez minutos de duración acerca de la magnitud de la fortuna Phelan, todos sonrieron.
Lillian consiguió desempeñar con toda credibilidad el papel de desconsolada viuda. Al día siguiente se dedicaría a adoptar las debidas disposiciones.
Hark Gettys llegó sobre las diez y anunció a la familia que había hablado con Josh Stafford. No habría entierro ni ceremonia de ningún tipo; sólo una autopsia, tras lo cual el cadáver sería incinerado y sus cenizas esparcidas. Las instrucciones figuraban por escrito y Stafford ya estaba preparado para presentar batalla en los tribunales en defensa de la voluntad de su cliente.
Tanto a Lillian como a sus hijos les importaba un bledo lo que hicieran con Troy, pero tenían que protestar y discutir con Gettys. No estaba bien que lo despidieran sin ninguna ceremonia. Libbigail incluso consiguió derramar una lagrimita y hablar con voz entrecortada.
—Yo que ustedes no me opondría —les aconsejó Gettys con expresión muy seria—. El señor Phelan lo puso por escrito poco antes de morir y los tribunales obligarán a que se cumplan sus deseos.
Cedieron rápidamente. Era absurdo perder tiempo y dinero en minutas de abogados, y también lo era prolongar el dolor. ¿Por qué empeorar las cosas? Troy siempre se había salido con la suya, y ellos habían aprendido por las malas a no oponer resistencia a Josh Stafford.
—Cumpliremos sus deseos —dijo Lillian, y los otros cuatro, ubicados detrás de su madre, asintieron tristemente con la cabeza. No se mencionó el testamento ni se hizo la menor referencia a cuándo se enterarían de su contenido, pero la pregunta flotaba en el aire. Convenía que se mostraran debidamente afligidos durante unas horas; después ya pondrían manos a la obra. Puesto que no habría velatorio ni entierro ni ceremonia, quizá pudieran reunirse al día siguiente para analizar la cuestión de la herencia.
—¿Por qué la autopsia? —preguntó Rex.
—No lo sé —contestó Gettys—. Stafford dijo que así lo disponía el señor Phelan por escrito, pero ni siquiera él está muy seguro.
Gettys se fue y ellos bebieron un poco más. Las visitas dejaron de presentarse y Lillian se fue a la cama. Libbigail y Mary Ross se marcharon con sus familias. TJ y Rex bajaron a la sala de billar del sótano, donde cerraron la puerta y bebieron whisky. A medianoche ambos estaban dando tacadas, celebrando su nueva y fabulosa riqueza, borrachos como cubas.
A las ocho de la mañana del día siguiente, Josh Stafford se dirigió a los preocupados directores del Grupo Phelan. Dos años atrás, Troy Phelan lo había hecho miembro del consejo de administración, pero a él no le gustaba aquel papel. En los últimos seis años, el Grupo Phelan había actuado con gran provecho sin haber recibido demasiada ayuda de su fundador. Por algún extraño motivo, probablemente una depresión, Troy había perdido el interés por el día a día de la gestión de su imperio. Se conformaba con seguir la marcha de los mercados y examinar los informes sobre los beneficios.
El director gerente del grupo era Pat Solomon, un hombre de empresa contratado por Troy unos veinte años atrás. Cuando Stafford entró en la estancia, parecía tan nervioso como los demás.
El nerviosismo estaba más que justificado. En la empresa todos estaban al corriente de las actividades de las esposas y los hijos de Troy. La sola insinuación de que la propiedad del Grupo Phelan podría pasar a manos de aquella gente hubiera aterrorizado a cualquier consejo de administración.
Josh empezó por revelarle los deseos del entierro.
—No se celebrará ningún funeral —anunció en tono sombrío—. De modo que no habrá manera de que presenten ustedes sus condolencias.
Asimilaron la noticia sin hacer ningún comentario. En la muerte de una persona normal, semejante ausencia de disposiciones les hubiera parecido estrambótica, pero tratándose de Troy, no era fácil sorprenderse.
—¿A quién pasará la propiedad de la empresa? —preguntó Solomon.
—Eso no puedo decírselo en estos momentos —contestó Stafford, consciente de lo evasiva e insatisfactoria que era su respuesta—. Troy firmó un testamento poco antes de arrojarse al vacío y me ordenó que lo mantuviese en secreto durante cierto tiempo. Bajo ningún pretexto puedo divulgar su contenido. Al menos por el momento.
—¿Cuándo entonces?
—Muy pronto; pero no ahora.
—¿O sea que todo sigue como siempre?
—Exacto. Este consejo de administración se mantiene, todo el mundo conserva su cargo. Mañana la empresa hará lo mismo que hizo la semana pasada.
Todo aquello sonaba muy bien, pero nadie se lo creía. La compañía estaba a punto de cambiar de mano. Troy jamás había creído en la conveniencia de repartir las acciones del Grupo Phelan. Pagaba bien a la gente, pero no aceptaba la tendencia de permitir que los suyos se convirtieran en propietarios de una parte de la empresa. Sólo un tres por ciento de las acciones estaba en manos de unos pocos empleados que habían recibido un trato de favor. Se pasaron una hora discutiendo el texto de un comunicado de prensa y después decidieron suspender las reuniones por espacio de un mes.
Stafford se reunió con Durban en el vestíbulo y juntos se dirigieron en el automóvil de uno de ellos al despacho del forense en McLean. La autopsia ya había finalizado.
La causa de la muerte era evidente. No había restos de alcohol ni de droga de ningún tipo.
Y no había tumor. Ni el menor signo de cáncer. Troy gozaba de buena salud física en el momento de su muerte, aunque estaba ligeramente desnutrido.
Tip rompió el silencio mientras cruzaban el Potomac por el puente Roosevelt.
—¿Te dijo él que padecía un tumor cerebral?
—Sí. Varias veces.
Stafford conducía, pero no prestaba la menor atención a las calles, los puentes o los automóviles. ¿Qué otras sorpresas les tendría reservadas Troy?
—¿Por qué mintió?
—¿Quién sabe? Estás tratando de analizar a un hombre que acaba de arrojarse desde lo alto de un edificio. El tumor cerebral confería carácter apremiante a todas las cosas. Todo el mundo, yo incluido, pensaba que se estaba muriendo. Su excentricidad hizo que la sugerencia de un equipo de psiquiatras pareciera una idea estupenda. Tendió una trampa, ellos acudieron en tropel y ahora sus propios psiquiatras juran que Troy estaba en su sano juicio. Además, buscaba comprensión. Era un viejo solitario.
—Pero estaba loco, ¿no? Al fin y al cabo, pegó un salto.
—Troy era raro en muchas cosas, pero sabía exactamente lo que hacía.
—¿Por qué saltó?
—Padecía una depresión. Ya te he dicho que era un viejo muy solitario.
Se encontraban en la avenida Constitution, detenidos en medio de un intenso tráfico, tratando de entender lo que había ocurrido mientras contemplaban los faros traseros de los vehículos que tenían delante.
—Parece fraudulento —dijo Durban—. Los engaña con la promesa del dinero, satisface a sus psiquiatras y, en el último segundo, otorga un testamento que los deja totalmente arruinados.
—Fue fraudulento, pero eso es un testamento, no un contrato. Según la legislación de Virginia, una persona no está obligada a dejarles un solo centavo a sus hijos.
—Pero ellos lucharán, ¿no crees?
—Probablemente. Tienen muchos abogados. Hay demasiado dinero en juego.
—¿Por qué los odiaba tanto?
—Creía que eran unas sanguijuelas. Se avergonzaba, y ellos no paraban de pelearse con él. Jamás ganaron honradamente un centavo y malgastaron mucho dinero suyo. Troy pensaba que, si eran capaces de despilfarrar millones, también podrían dilapidar miles de millones. Y tenía razón.
—¿Qué parte de culpa le correspondía en esas peleas familiares?
—Una parte muy considerable. No era fácil querer a Troy. Una vez me dijo que había sido un mal padre y un marido pésimo. No podía quitarles las manos de encima a las mujeres, sobre todo a las que trabajaban para él. Se consideraba su propietario.
—Recuerdo algunas denuncias por acoso sexual.
—Lo arreglamos con discreción. Y soltando muchos dólares. Troy no quería pasar por esa humillación.
—¿Cabe la posibilidad de que existan otros herederos desconocidos?
—Lo dudo. Pero ¿qué puedo saber yo? Jamás imaginé que tuviera otra heredera, y esta idea de dejárselo todo a ella es algo que no acierto a comprender. Troy y yo nos pasamos muchas horas hablando de sus bienes y de la forma de repartirlos.
—¿Cómo la encontraremos?
—No lo sé. Aún no he pensado en ella.
Cuando Stafford regresó a su bufete descubrió que todos los que trabajaban en él estaban en ascuas. Según los criterios de Washington, se trataba de una firma de abogados más bien pequeña: sesenta profesionales. Josh era el fundador y el socio principal. Tip Durban y otros cuatro letrados tenían la consideración de socios, lo cual significaba que Josh los escuchaba de vez en cuando y les entregaba una parte de los beneficios. Durante treinta años, el bufete se había caracterizado por la agresividad con que llevaba los casos, pero, cuanto más se acercaba Josh a los sesenta, tanto menos tiempo se pasaba en las salas de justicia y tanto más sentado tras su escritorio atestado de papeles. Habría podido tener cien abogados si hubiera incorporado a ex senadores, cabilderos y analistas de reglamentaciones, algo normal en el distrito de Columbia, pero a Josh le encantaban las salas de justicia y sólo contrataba a jóvenes asociados que hubieran intervenido por lo menos en diez casos con jurado.
La carrera promedio de un abogado especialista en pleitos es de veinticinco años. El primer ataque cardíaco suele inducirlos a tomarse las cosas con la calma suficiente como para retrasar un segundo. Josh había evitado quemarse, ocupándose del laberinto de necesidades legales del señor Phelan: valores, leyes anti monopolio, empleo, fusiones de empresas y docenas de cuestiones de carácter personal.
Tres grupos de asociados esperaban en la sala de recepción de su espacioso despacho. Dos secretarias tendían memorandos y mensajes telefónicos hacia él mientras se quitaba el abrigo y se sentaba detrás de su escritorio.
—¿Qué es lo más urgente? —preguntó.
—Creo que esto —contestó una secretaria.
Era de Hark Gettys, un hombre con quien Josh se había pasado el último mes hablando tres veces a la semana. Marcó el número y Hark se puso inmediatamente al aparato.
Prescindieron de los comentarios intrascendentes y Hark fue directamente al grano.
—Mire, Josh, ya puede imaginarse hasta qué extremo está apremiándome la familia.
—Me lo imagino.
—Quieren ver el maldito testamento, por lo menos conocer su contenido.
Las siguientes frases serían decisivas, y Josh las había preparado con sumo cuidado.
—No tan rápido, Hark.
Tras una breve pausa, Hark preguntó:
—¿Por qué? ¿Ocurre algo?
—Me preocupa la cuestión del suicidio.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
—Mire, Hark, ¿cómo puede un hombre estar en pleno uso de sus facultades mentales segundos antes de arrojarse al vacío?
La tensa voz de Hark se elevó una octava y sus palabras revelaron una ansiedad todavía mayor.
—Ya oyó lo que dijeron los psiquiatras. Qué demonios, lo tenemos grabado.
—¿Siguen manteniendo las mismas opiniones después del suicidio?
—¡Por supuesto que sí!
—¿Me lo puede demostrar? Busco ayuda en esta cuestión, Hark.
—Mire, Josh, anoche sometimos nuevamente a examen a nuestros tres psiquiatras. Se trataba de un ejercicio muy duro, y se mantienen firmes en sus opiniones. Cada uno de ellos firmó una declaración jurada de ocho páginas de extensión, ratificándose en sus opiniones acerca de la salud mental del señor Phelan.
—¿Podría ver esas declaraciones?
—Se las envío ahora mismo.
—Sí, por favor.
Josh colgó y esbozó una sonrisa sin mirar a nadie en particular. Los asociados, tres grupos de brillantes, intrépidos y jóvenes abogados, entraron en el despacho. Se sentaron alrededor de una mesa caoba que había en un rincón de la estancia.
Josh empezó por resumirles el contenido del testamento manuscrito de Troy y los problemas legales a los que probablemente daría lugar. Al primer equipo encomendó la peliaguda cuestión de la capacidad de testar del finado. Le preocupaba el tiempo que había transcurrido entre la lucidez y la locura. Quería un análisis de todos los casos que tuvieran alguna relación, aunque fuera remota, con la firma de un testamento por parte de una persona considerada loca.
Al segundo equipo le encargó una investigación sobre testamentos ológrafos, y, concretamente, sobre la mejor manera de atacarlos y defenderlos.
Cuando se quedó solo con el tercer equipo, se relajó y se sentó. Sus componentes eran los más afortunados, pues no tendrían que pasarse los tres días siguientes en la biblioteca.
—Tenéis que localizar a una persona que, según sospecho, no desea que se la localice.
Les dijo lo que sabía acerca de Rachel Lane. No era mucho. El legajo encontrado en el despacho de Troy contenía muy poca información.
—Primero —añadió—, investigad las Misiones de las Tribus del Mundo. ¿Quiénes son? ¿Cómo actúan? ¿Cómo eligen a sus colaboradores? ¿Adónde los envían? Todo. Segundo, hay unos excelentes investigadores privados en el distrito de Columbia. Suelen ser ex agentes del FBI y tipos del Gobierno especializados en la búsqueda de personas desaparecidas. Elegid a los dos mejores y mañana tomaremos una decisión. Tercero, la madre de Rachel se llamaba Evelyn Cunningham, ya ha muerto. Elaboremos su biografía. Suponemos que ella y el señor Phelan tuvieron una aventura cuya consecuencia fue una hija.
—¿Suponemos? —preguntó uno de los asociados.
—Sí. No damos nada por sentado.
Les indicó que se retirasen y se dirigió a una sala en la que Tip Durban había preparado una pequeña rueda de prensa. Nada de cámaras, sólo reporteros. Una docena de ellos permanecían ávidamente sentados alrededor de una mesa, con los magnetófonos y micrófonos. Pertenecían a grandes periódicos y a famosas publicaciones sobre economía.
Se iniciaron las preguntas. Sí, existía un testamento redactado en el último minuto, pero él no podía revelar su contenido. Sí, se había realizado una autopsia, pero no podía comentarla. La empresa seguiría funcionando sin que se introdujese, por el momento, cambio alguno. No podía revelar quiénes serían los nuevos propietarios.
Estaba claro, y nadie se sorprendió de que así fuera, que las familias se habían pasado el día conversando en privado con los reporteros.
—Corren insistentes rumores de que en el último testamento el señor Phelan reparte su fortuna entre sus seis hijos. ¿Puede usted negar o confirmar este extremo?
—No. Son simples conjeturas.
—¿Acaso no se estaba muriendo de cáncer?
—Eso corresponde a los resultados de la autopsia y no puedo hacer ningún comentario al respecto.
—Hemos oído que un equipo de psiquiatras lo examinó poco de sus facultades antes de su muerte y lo declaró en pleno uso mentales. ¿Puede usted confirmarlo?
—Sí —contestó Stafford—, es cierto.
Se pasaron los veinte minutos siguientes hurgando y husmeando en el tema del examen mental. Josh se mantuvo firme y se limitó a afirmar que, «al parecer», el señor Phelan estaba perfectamente cuerdo.
Los reporteros especializados en temas económicos querían cifras. Puesto que el Grupo Phelan era una empresa privada herméticamente dirigida, nunca había sido fácil obtener información. Se presentaba ahora la ocasión de abrir un resquicio, o eso pensaban ellos. Pero Josh apenas les dijo nada.
Al cabo de una hora se disculpó y regresó a su despacho, donde una secretaria le comunicó que habían llamado del crematorio. Ya estaban preparados para recibir los restos mortales del señor Phelan.