Permanezco sentado y miro a través de las paredes de cristal tintado. Cuando el día es claro, puedo ver la parte superior del monumento a Washington, que está a diez kilómetros de distancia, pero hoy no. Hoy el tiempo es frío y desapacible, sopla el viento y el cielo está encapotado; no es mal día para morir. El viento arranca las últimas hojas de las ramas de los árboles y las dispersa por el aparcamiento de abajo.
¿Por qué me preocupa el dolor? ¿Qué tiene de malo un poco de sufrimiento? He causado más desgracias que diez personas juntas.
Pulso un timbre y aparece Snead. Hace una reverencia y empuja mi silla de ruedas a través de la puerta de mi apartamento que da acceso al vestíbulo de mármol, baja por el pasillo de mármol y cruza otra puerta. Estamos acercándonos, pero no experimento inquietud alguna.
Hago esperar a los psiquiatras más de dos horas.
Pasamos por delante de mi despacho y saludo con una inclinación de la cabeza a Nicolette, mi más reciente secretaria, una joven encantadora por la que siento un profundo aprecio. Con un poco de tiempo, podría convertirse en la cuarta.
Pero no hay tiempo. Sólo minutos.
Una muchedumbre espera: jaurías de abogados y unos psiquiatras que deberán establecer si estoy en mi sano juicio. Se hallan reunidos alrededor de una larga mesa de mi sala de juntas y, cuando entro, su conversación cesa de inmediato y todo el mundo me mira. Snead me sitúa junto a la mesa, al lado de mi abogado, Stafford.
Hay cámaras apuntando en todas direcciones y los técnicos se apresuran a enfocarlas. Todos los murmullos, todos los movimientos, todas las respiraciones serán grabados, pues está en juego una fortuna.
El último testamento que firmé dejaba muy poco a mis hijos. Lo preparó Josh Stafford, como siempre. Lo destruí en la trituradora esta mañana.
Permanezco sentado aquí para demostrar al mundo que poseo la suficiente capacidad mental para hacer un nuevo testamento. En cuanto lo haya demostrado, nadie podrá discutir la forma en que decida disponer de mis bienes.
Frente a mí hay tres psiquiatras, cada uno de ellos contratado por una de las familias. En las tarjetas dobladas que hay delante de ellos alguien ha escrito sus nombres en letras de imprenta: doctor Zadel, doctor Flowe, doctor Theishen. Escruto sus rostros. Puesto que tengo que parecer cuerdo, conviene que los mire a los ojos.
Esperan que esté un poco chiflado, pero me dispongo a comérmelos para el almuerzo.
Stafford dirigirá el espectáculo. Cuando todos se acomodan y las cámaras están preparadas, dice:
—Me llamo Josh Stafford y soy el abogado del señor Troy Phelan, sentado aquí, a mi derecha.
Miro uno a uno a los psiquiatras, con expresión de furia, que ellos me devuelven, hasta que finalmente parpadean y apartan los ojos. Los tres visten traje oscuro. Zadel y Flowe lucen barba rala. Theishen lleva pajarita y no aparenta más de treinta años. A las familias se les otorgó el derecho de elegir a quien quisieran.
—El propósito de esta reunión —prosigue Stafford— es someter al señor Phelan al examen de un equipo de psiquiatras para determinar su capacidad para otorgar testamento. Suponiendo que el equipo médico establezca que se encuentra en pleno uso de sus facultades mentales, el señor Phelan tiene intención de firmar un testamento para el reparto de sus bienes a su muerte.
Stafford golpea con el lápiz un fajo de papeles de casi tres centímetros de grosor que se encuentra delante de nosotros. Estoy seguro de que las cámaras utilizan el zoom para captar un primer plano y de que la mera contemplación del documento hace que un estremecimiento recorra de arriba abajo las columnas vertebrales de mis hijos y de sus madres, diseminados por todo el edificio.
No han visto el testamento y no tienen derecho a hacerlo. Un testamento es un documento privado cuyo contenido sólo se revela después de la muerte del firmante. Los herederos sólo pueden hacer conjeturas acerca de lo que se ha dispuesto en él.
Se les ha inducido a creer que el grueso de mi herencia se repartirá más o menos equitativamente entre los hijos y que habrá generosos regalos para las ex esposas. Lo saben; lo presienten. Se trata de una cuestión de vida o muerte para ellos, pues todos están endeudados. El testamento que tengo ante mí va a hacerlos ricos y acabará con todas las disputas. Stafford lo ha preparado, y en las conversaciones que ha mantenido con los abogados de las tres familias ha trazado, a grandes rasgos y con mi autorización, el presunto contenido del documento. Cada hijo recibirá entre trescientos y quinientos millones aproximadamente, y otros cincuenta millones irán a parar a cada una de las tres ex esposas. Cuando estas mujeres se divorciaron quedaron muy bien provistas, pero eso, como es natural, ya se ha olvidado.
El total de regalos a las familias suma unos tres mil millones de dólares. Después de que el Gobierno arramble con varios miles de millones más, el resto irá a parar a obras benéficas.
Así pues, ya ven ustedes por qué están aquí, lustrosos, repeinados, sobrios (casi todos), contemplando con ansia los monitores a la espera y en la esperanza de que yo, el viejo, pueda conseguir su propósito. Estoy seguro de que les han dicho a sus psiquiatras: «No sean demasiado duros con el viejo. Lo queremos cuerdo».
Si todos están tan contentos, ¿a qué tomarse la molestia de este examen psiquiátrico? Porque voy a joderlos por última vez, y quiero hacerlo bien.
Lo de los psiquiatras ha sido idea mía, pero mis hijos y sus abogados son tan lentos que aún no se han dado cuenta.
Zadel es el primero en lanzarse.
—Señor Phelan, ¿puede decirnos la fecha, el lugar y la hora?
Me siento un escolar de primaria. Inclino la barbilla sobre el pecho como un imbécil y sopeso la pregunta el tiempo suficiente como para que ellos se deslicen hasta el borde de su asiento y murmuren: «Vamos, viejo hijo de puta. No me digas que no sabes a qué día estamos».
—Lunes —susurro—. Lunes, 9 de diciembre de 1996. El lugar es mi despacho.
—¿Y la hora?
—Aproximadamente las dos y media de la tarde —contesto. No llevo reloj.
—¿Y dónde está su despacho? —En McLean, Virginia.
Flowe se inclina sobre su micrófono.
—¿Puede decirnos los nombres y las fechas de nacimiento de sus hijos?
—No. Los nombres puede que sí, pero no sus fechas de nacimiento.
—Muy bien, díganos los nombres.
Me lo tomo con calma. Es demasiado pronto para mostrarme duro. Quiero que suden un poco.
Troy Phelan Jr., Rex, Libbigail, Mary Ross, Geena y Ramble. Pronuncio los nombres como si el solo hecho de pensar en ellos me resultara doloroso.
A Flowe se le permite añadir algo más.
—Hubo un séptimo hijo, ¿no es cierto?
—Exacto.
—¿Recuerda usted su nombre? —Rocky.
—¿Qué le ocurrió?
—Murió en un accidente de tráfico.
Permanezco sentado muy tieso en mi silla de ruedas con la cabeza erguida mientras desplazo rápidamente la mirada de un psiquiatra a otro, proyectando absoluta cordura hacia las cámaras. Estoy seguro de que mis hijos y mis ex esposas se sienten orgullosos de mí, contemplando los monitores con quienes las acompañan, apretando la mano de sus actuales consortes y mirando a sus ávidos abogados con una sonrisa, porque hasta ahora el viejo Troy ha conseguido superar satisfactoriamente el examen preliminar.
Puede que hable en voz baja y algo hueca y que parezca un poco chiflado con mi bata blanca de seda, mi rostro arrugado y mi turbante verde, pero he respondido a las preguntas.
«Vamos, viejo», me dicen en tono suplicante.
—¿Cuál es su actual estado físico? —pregunta Theishen.
—Me encuentro mejor.
—Corren rumores de que padece algún tipo de cáncer.
Vas directamente al grano, ¿eh?
—Yo creía que esto era un examen mental —digo, mirando a Stafford, que no puede reprimir una sonrisa.
Las normas, sin embargo, permiten formular cualquier pregunta. Esto no es una sala de justicia.
—Lo es —dice cortésmente Theishen—, pero todas las preguntas son pertinentes.
—Comprendo.
—¿Está dispuesto a responder?
—¿Sobre qué?
—Sobre la cuestión del tumor.
—Por supuesto que padezco un tumor. Está localizado en la cabeza, tiene el tamaño de una pelota de golf, crece día a día, es inoperable y mi médico dice que no duraré tres meses.
Casi me parece oír el rumor del descorche de las botellas de champán debajo de mí. ¡La existencia del tumor se ha confirmado!
—¿Se encuentra usted en este momento bajo los efectos del alcohol o de algún tipo de droga o medicamento?
—No.
—¿Tiene en su poder alguna clase de medicamento contra el dolor?
—Todavía no.
—Señor Phelan —interviene Zadel—, hace tres meses la revista Forbes reveló que el valor neto de sus bienes alcanza los ocho mil millones de dólares. ¿Le parece un cálculo aproximado?
—¿Desde cuándo Forbes es famosa por la exactitud de sus afirmaciones?
—¿O sea que el cálculo no es exacto?
—Está entre los once mil y los once mil quinientos millones, dependiendo de los mercados.
Lo digo muy despacio, pero mis palabras son cortantes y mi voz rezuma autoridad. Nadie duda de la magnitud de mi fortuna.
Flowe decide insistir en la cuestión del dinero.
—Señor Phelan, ¿puede usted describir en general la organización de sus activos empresariales?
—Sí, puedo.
—¿Lo hará?
—Supongo —respondo. Hago una pausa para que suden. Stafford me ha asegurado que no tengo por qué revelar aquí ninguna información de carácter privado. «Limítese a facilitarles una visión de conjunto», dijo—. El Grupo Phelan es una empresa privada que engloba setenta sociedades distintas, algunas de las cuales cotizan en bolsa.
—¿Qué participación tiene usted en el Grupo Phelan? —Aproximadamente un noventa y siete por ciento. El resto está en manos de un puñado de empleados.
Theishen se incorpora al acoso. No han tardado mucho en centrar su atención en el oro.
—Señor Phelan, ¿tiene su empresa intereses en Spin Computer?
—Sí —contesto muy despacio, tratando de localizar Spin Computer en mi jungla empresarial.
—¿Cuál es su participación?
—El ochenta por ciento.
—¿Y Spin Computer cotiza en bolsa?
—En efecto.
Theishen juguetea con un montón de documentos de aspecto oficial y veo desde aquí que tiene el informe anual de la empresa y los estados de cuentas trimestrales, algo que cualquier estudiante universitario semianalfabeto podría obtener.
—¿Cuándo adquirió usted Spin? —pregunta.
—Hace unos cuatro años.
—¿Cuánto pagó por ella?
—Un total de trescientos millones, a veinte dólares por acción.
Quiero contestar a estas preguntas más despacio, pero no puedo. Traspaso con la mirada a Theishen, ansioso de escuchar la siguiente.
—¿Y cuál es su valor en la actualidad? —inquiere.
—Bueno, ayer cerró a cuarenta y tres y medio, un punto menos. Desde que compré la empresa las acciones se han fraccionado, por lo que ahora la inversión gira en torno a ocho cincuenta.
—¿Ochocientos cincuenta millones?
—Exacto.
Llegados a este punto, el examen prácticamente ha terminado. Si mis facultades mentales pueden comprender los precios de las acciones al cierre, no cabe duda de que mis adversarios deben de estar satisfechos. Casi me parece ver sus estúpidas sonrisas. Y casi me parece oír sus silenciosas exclamaciones de satisfacción. Vamos, Troy. Dales duro.
Zadel quiere un poco de historia, en un intento, imagino, de poner a prueba los límites de mi memoria.
—Señor Phelan, ¿dónde nació usted?
—En Montclair, Nueva jersey.
—¿Cuándo?
—El 12 de mayo de 1918.
—¿Cuál era el apellido de soltera de su madre?
—Shaw.
—¿Cuándo murió?
—Dos días antes del ataque a Pearl Harbor.
—¿Y su padre?
—¿Qué desea saber?
—¿Cuándo murió?
—No lo sé. Desapareció cuando yo era pequeño.
Zadel mira a Flowe, que tiene el cuaderno de apuntes lleno de preguntas.
—¿Quién es su hija menor? —pregunta.
—¿De qué familia?
—Mmm…, de la primera.
—Tiene que ser Mary Ross.
—Eso está muy bien…
—Pues claro que lo está.
—¿Dónde cursó ella estudios universitarios?
—En Tulane, Nueva Orleans.
—¿Qué estudió?
—Algo relacionado con la Edad Media. Después se casó muy mal, como todos los demás. Creo que esta habilidad la han heredado de mí.
Advierto que se ponen tensos, y casi me parece ver a los abogados y a los actuales amantes o consortes disimulando unas sonrisitas, pues nadie puede negar que me casé efectivamente muy mal.
Y me reproduje todavía peor.
Flowe termina de repente su tanda de preguntas. Theishen sigue encaprichado con el dinero.
—¿Posee usted intereses predominantes en MountainCom?
—Sí, estoy seguro de que tiene los datos en ese montón de papeles. La empresa cotiza en bolsa.
—¿Cuál fue su inversión inicial?
—Unos diez millones de acciones a dieciocho dólares la acción.
—Y ahora…
—Ayer cerró a veintiuno por acción. Un canje y un fraccionamiento de acciones en los últimos seis años han hecho que ahora la empresa valga unos cuatrocientos millones. ¿Responde eso a su pregunta?
—Sí, creo que sí. ¿Cuántas empresas suyas cotizan en bolsa?
—Cinco.
Flowe mira a Zadel y yo me pregunto cuánto va a durar todo esto. De repente, me siento cansado.
—¿Alguna pregunta más? —inquiere Stafford.
No vamos a apremiarlos porque queremos que queden enteramente satisfechos.
—¿Tiene usted intención de firmar hoy un nuevo testamento? —pregunta Zadel.
—Sí, ése es mi propósito.
—¿Eso que tiene delante en la mesa es el testamento?
—Lo es.
—¿Otorga este testamento una considerable parte de sus bienes a sus hijos?
—Sí.
—¿Está usted preparado para firmar el testamento en este momento?
—Sí.
Zadel deposita cuidadosamente su pluma sobre la mesa, cruza las manos con aire pensativo y mira a Stafford.
—En mi opinión, el señor Phelan se halla en estos momentos en suficiente uso de sus facultades mentales para disponer libremente de sus bienes. —Lo dice con gran esfuerzo, como si todos estuviesen perplejos tras mi actuación.
Los otros dos se apresuran a intervenir.
—No abrigo la menor duda acerca de la salud mental del señor Phelan —le dice Flowe a Stafford—. Me parece una persona increíblemente perspicaz.
—¿Ninguna duda? —pregunta Stafford.
—Ninguna en absoluto.
—¿Doctor Theishen?
—No nos engañemos; el señor Phelan sabe exactamente lo que hace. Su mente es mucho más rápida que la nuestra.
Vaya, hombre, muchas gracias. Eso significa mucho para mí. Sois unos pobres psiquiatras que ganáis con gran esfuerzo cien mil dólares al año. Yo he ganado miles de millones y, sin embargo, vosotros me dais palmaditas en la cabeza y me decís que soy muy listo.
—¿De modo, pues, que la opinión es unánime? —pregunta Stafford.
—Sí. Totalmente.
Los tres asienten enérgicamente con la cabeza.
Josh Stafford empuja el testamento hacia mí y me entrega una pluma.
—Éstos son la última voluntad y el testamento de Troy L. Phelan —digo—, que anulan todos los anteriores testamentos y codicilos.
Tiene noventa páginas de extensión y lo ha preparado Stafford con la ayuda de alguien de su bufete. Comprendo la idea, pero la letra impresa se me escapa. No lo he leído ni pienso hacerlo. Paso a la última página, garabateo un nombre que nadie puede leer y después lo cubro momentáneamente con las manos.
Los buitres jamás lo verán.
—Se levanta la sesión —dice Stafford.
Todos se apresuran a recoger sus cosas. Siguiendo mis instrucciones, las tres familias son desalojadas a toda prisa de sus respectivas estancias e invitadas a abandonar el edificio.
Una cámara sigue enfocándome; sus imágenes no irán a parar más que a los archivos. Los abogados y los psiquiatras se retiran a toda prisa. Le digo a Snead que se siente junto a la mesa. Stafford y Durban, uno de sus ayudantes, permanecen en la habitación, también sentados. Cuando estamos solos, busco bajo la orla de mi bata, saco un sobre y lo abro. Extraigo de él tres páginas de amarillo papel de oficio y las deposito delante de mí sobre la mesa. Sólo faltan unos segundos, y un leve estremecimiento de temor recorre mi cuerpo. Este testamento me exigirá más fuerza de la que he tenido en muchas semanas.
Stafford, Durban y Snead contemplan las hojas de papel amarillo, absolutamente desconcertados.
—Éste es mi testamento —anuncio, tomando la pluma—. Un testamento ológrafo que he redactado hace apenas unas horas. Lleva la fecha del día de hoy y ahora lo firmo.
Vuelvo a garabatear mi nombre. Stafford está demasiado aturdido para reaccionar.
—Anula todos mis anteriores testamentos —añado—, incluido el que acabo de firmar hace menos de cinco minutos.
Vuelvo a doblar los papeles y los introduzco en el sobre.
Hago rechinar los dientes y recuerdo lo mucho que estoy deseando morir. Empujo el sobre hacia Stafford y, al mismo tiempo, me levanto de mi silla de ruedas. Me tiemblan las piernas. El corazón me palpita con fuerza. Ahora faltan sólo unos segundos. Seguro que habré muerto antes de estrellarme contra el suelo.
—¡Eh! —grita alguien, creo que Snead. Pero ya me estoy apartando de ellos.
El inválido camina, casi corre, pasando por delante de la hilera de sillones de cuero, por delante de uno de mis retratos, uno muy malo encargado por una de mis esposas, por delante de todo, y se dirige hacia la puerta corrediza que no está cerrada con llave. Lo sé porque lo he ensayado hace unas horas.
—¡Deténgase! —grita alguien mientras todos me siguen.
Nadie me ha visto caminar desde hace un año. Tomo el tirador y abro la puerta. El aire es amargamente frío. Salgo descalzo a la estrecha terraza que rodea el último piso del edificio. Sin mirar hacia abajo, me encaramo a la barandilla.