13
A casa por Navidad

Una semana más tarde, estaba en casa de mis padres, contando los segundos con la mirada fija en su árbol de Navidad. Había estado esperando que Kellan viniera a verme desde que llegué a mi ciudad natal, a principios de semana. Por supuesto, iba a tener que encontrar alguna excusa imaginativa para convencer a mi padre de que lo dejara dormir en su casa, pero, aunque hubiera tenido que quedarse en un motel, por lo menos estaría conmigo, y no… Dios sabe dónde.

Sin embargo, los chicos estuvieron ocupados hasta el último momento. En Nochebuena, habían actuado en Nueva York. Fue su concierto más importante hasta la fecha, y Kellan estaba muy emocionado cuando por fin me llamó… a las cuatro de la madrugada. Ahora que estábamos en husos horarios más próximos, me llamaba mientras yo dormía, pero no me importaba responder grogui a sus historias.

Mi hermana llegó y se sentó a mi lado en el sofá plastificado de mi madre, que crujió un poco. Me pasó el brazo por encima de los hombros y me dio una taza de café con especias. La acepté, sonriendo mientras contemplaba las parpadeantes luces de Navidad reflejarse sobre la cerámica blanca. El olor de la canela flotó en el aire, y me trajo muchos recuerdos… Mi madre y yo cocinando juntas, las velas que siempre encendía mi abuela, y, por supuesto, Kellan. Todo lo que llevaba café siempre me recordaba a Kellan.

Anna y yo brindamos con las tazas.

—Feliz Navidad, Kiera. —Me sonrió, feliz.

Incliné la cabeza mientras daba un sorbo.

—Feliz Navidad, Anna.

Ella tembló, mirando al exterior, hacia la suave nieve que empezaba a caer.

—¿Estás nerviosa por volver a ver a Kellan? Han pasado… ¿cuánto, dos meses?

Suspiré y volví a reposar la espalda en el sofá.

—Sí.

En realidad, el tiempo había pasado mucho más rápido de lo que me había temido. La pequeña búsqueda del tesoro de Kellan había aliviado la espera, junto con sus llamadas y sus mensajes regulares. Por lo menos se esforzaba en mantener el contacto. Eso ayudaba. Me convencía de que él también me echaba de menos.

Anna suspiró y se reclinó junto a mí.

—Sí, yo también los echo de menos.

Después de decirlo, frunció el ceño y me acerqué a ella. Aparte de unas pocas llamadas y unas cuantas fotos de cochinadas, Anna no había recibido gran cosa de su pseudonovio. Ni siquiera acudiría a verla en Navidad, cosa que no dejaba de alegrarme. Matt y él estaban visitando a la familia en California, mientras que Evan volvía a casa para ver a Jenny. Rachel iba a tomar un vuelo para ver a Matt en Los Ángeles, pero Anna no había mostrado ningún interés por reunirse con Griffin. Además, apostaba a que él no se lo había pedido.

—Estoy segura de que Griffin te echa de menos, Anna. No seguiría mandándote mensajes si no lo hiciera. —Intenté darle ánimos, pero la verdad es que su relación seguía desconcertándome.

Anna puso los ojos en blanco, sin tomarse en serio mis palabras, y apoyó los pies en el sofá que nuestra madre insistía en mantener limpio compulsivamente.

—Sí, claro… Ya nos veremos cuando sea.

Su voz sonó un poco tensa, y pensé que tenía los ojos un poco empañados… pero no estaba segura.

Me miró, meneando la cabeza, y preguntó:

—¿A qué hora llega Kellan?

Miré al arco que separaba el salón de la cocina, por si mis padres nos estaban oyendo. Mi madre estaba trinchando el pavo, pues el sonido del cuchillo eléctrico llegaba hasta nosotras. De vez en cuando la oía reñir a mi padre para que se alejara de las aceitunas. Sonreí, convencida de que estaban demasiado inmersos en sus actividades para atender a lo que les dijera. No quería mencionarles la llegada de Kellan más de lo necesario.

—No lo sé. —Levanté el teléfono que tenía en la otra mano—. Me llamará cuando lo sepa.

Como si lo hubiera invocado, el teléfono zumbó en mi mano. Parpadeé, mirando el artilugio, y Anna se echó a reír.

Leí el mensaje en la pantalla, sorprendida por el don de la oportunidad de Kellan: «Me muero de ganas de verte. Llegaré sobre las nueve. ¿Voy a casa de tus padres?»

Solté una risita tonta al pensar que estaba a punto de verlo, y le respondí con el mensaje menos práctico imaginable: «No, ven en taxi…»

Le mandé la dirección del parque que más me gustaba del mundo. Sabía que era romántico y tontorrón quedar en un lugar apartado en lugar de hacerle venir a casa, pero llevaba una eternidad sin estar con él, y quería cubrirlo de amor antes de presentárselo a mis padres. Además, él había dicho que quería ver todos los sitios que yo amaba.

Me respondió: «Vale, allí nos vemos. Te quiero».

Le dije que también le quería, y me llevé el teléfono al pecho con un suspiro de satisfacción. Dios, cómo lo echaba de menos. Anna se me quedó mirando con una ceja arqueada.

—Ajá —murmuró.

Cambié de postura para no parecer tan infantil, y sacudí la cabeza, diciendo:

—¿Ajá, qué?

Entonces ella sonrió y me besó en la cabeza.

—Nada. Me has entendido mal, Kiera. —Frunció el ceño levemente—. Espero…, espero que consigas lo que quieres.

Iba a preguntarle a qué se refería cuando se levantó y salió de la habitación. Tal vez estaba empezando a tener sentimientos encontrados hacia Griffin, y transfería esas dudas a mi relación con Kellan. Si ella supiera algo, me lo contaría inmediatamente, estaba segura. Así era el código entre hermanas.

El resto del día transcurrió tan despacio que sentí que habían pasado otros dos meses. Estar con Kellan otra vez, aunque sólo fuera por una noche y tuviera que irse al día siguiente, era el mejor regalo de Navidad que se me podía ocurrir. Mejor que todas las posesiones del mundo.

Todos nos pusimos nuestras mejores galas para la cena de Navidad. Sólo estábamos nosotros cuatro, pero siempre nos había gustado vestir la mesa de lujo, como si fuera a venir la reina. Mamá sacaba hasta la porcelana buena. Papá se ponía su chaleco favorito, que le daba un aspecto muy erudito y formal, perfecto para fumar en pipa, sentado en un sillón de cuero y hablando sobre Thoreau. Mamá se puso las perlas, y se enfundó en un vestido perfectamente limpio y planchado. Yo rebusqué entre mi viejo armario, y encontré un sencillo vestido negro. Anna nos superó a todos embutida en un ajustadísimo vestido rojo muy elegante.

Mamá miró el reloj de pared que pendía sobre la comida, dispuesta de forma tan apetitosa que hasta Martha Stewart se hubiera sentido orgullosa.

—¿Esperamos a Kellan, cariño? —preguntó.

Mi padre hizo un gesto de contrariedad, abatido porque un roquero holgazán y drogadicto estuviera a punto de romper sus tradiciones navideñas. No me molesté en repetirle, por enésima vez, que Kellan no era así. En su lugar, suspiré al reloj que marcaba las siete de la tarde frente a mí.

—No, aún le quedan un par de horas. Le guardaré algo para cuando llegue.

Mi madre asintió y comenzó a servir lonchas de pavo. Mi padre enarcó una ceja, mirándome.

—No hemos llegado a hablar de dónde se va a quedar, Kiera… Pero no será aquí.

Miré hacia abajo, suspirando.

—Lo sé, papá… Nada de chicos en casa.

«Caray, ni que tuviera quince años», pensé.

Anna se cruzó de brazos y dijo:

—No seas tonto, papá. ¿Dónde quieres que se quede? —Señaló la ventana con el dedo, en dirección al centro de la ciudad de Athens en la lejanía—. No había sitio para él en la posada por Navidad, ¿recuerdas?

—Anna —le advirtió mi madre, mostrando su desaprobación ante la expresión de mi hermana.

Anna suspiró, encogiéndose de hombros:

—Sólo digo que va a estar todo lleno. No podemos echarlo sin tener donde quedarse. No es una actitud muy navideña.

Sonreí, encantada de que Anna lo defendiera. Por mi parte, prefería quedarme callada, pues a veces Anna era capaz de dominar a nuestros padres mucho mejor que yo. Vi a mi padre arrugar la frente y sopesar las opciones. Se frotó los labios y meditó un rato. Por fin alzó los ojos para mirarme.

—Puede quedarse en la tienda del patio trasero. La prepararé después de cenar.

—¿La tienda? ¡Papá! —exclamé finalmente—. Ahí fuera está nevando… Se moriría de frío. —Cruzándome ahora yo de brazos, añadí—: El año pasado ibas a dejar que Denny se quedara… en mi habitación.

Mi padre lanzó un fuerte suspiro, como si aceptara una gran derrota. En realidad no podía discutírmelo. Mis padres se apresuraron demasiado el año pasado, en un intento por atraerme a su casa cuando pensaban que había decidido irme a Australia con Denny. Al final las cosas no salieron así, pero el ofrecimiento se había hecho. Tenían que atenerse a él, sin importar con quién estuviera yo.

Negó con la cabeza, mascullando:

—Eso era distinto. Conocíamos a Denny… y era un buen chico. Es verdad que se equivocó en algunas cosas, como en dejarte sola cuando no debía, pero… era bueno, creo.

Suspiré mientras mi madre llenaba mi plato en silencio, y dije:

—Sí, Denny es un buen chico… y Kellan también. —Los miré a ambos y me encogí de hombros—. Tenéis que darle una oportunidad. —Papá suspiró otra vez—. Por favor, lo quiero mucho…

Mi madre dejó de servir, me puso la mano en el hombro, y le lanzó una mirada a mi padre. Él la miró a ella, volvió a suspirar, y después dijo entre dientes:

—De acuerdo, puede quedarse en casa… —me señaló—, pero no puede subir a tu habitación… nunca. ¡Y dormirá en el sofá!

Puse los ojos en blanco, pero no quise tentar a la suerte. El que mi padre accediera a que Kellan se quedara ya era una gran victoria. Anna me sonrió mientras se metía un tenedor lleno de comida en la boca. Levantó las cejas de modo sugerente, y yo supe exactamente lo que quería decir: «No te preocupes, yo te cubriré».

Después de una cena relajada y una buena ración de pastel de pecanas, por fin llegó la hora de encontrarme con Kellan en mi parque favorito. Me emocioné imaginando lo romántico que iba a ser. Después de abrigarme bien para la cita, mi padre me dio las llaves de su coche de mala gana, rezongando que si Kellan fuera un auténtico caballero, vendría a buscarme. Suspirando por enésima vez, le expliqué que había sido idea mía encontrarnos allí para enseñarle una pequeña parte de la Universidad de Ohio.

Mi padre se animó un poco al oírlo, orgulloso de su alma mater. Aun así, no me quitó el ojo de encima mientras tomaba las llaves, y sabía que se quedaría toda la noche esperando a que volviera. Suspiré con tristeza porque la parte íntima de nuestro reencuentro fuera a ser tan breve. Después me subí al Volvo y empecé a conducir.

Las carreteras estaban bastante desiertas, de modo que no tardé mucho en atravesarlas mientras nevaba. A los pocos minutos me encontraba en nuestro punto de encuentro. El aparcamiento estaba vacío cuando lo vi, pero no esperaba otra cosa. Era la noche de Navidad. Casi todo el mundo estaba en su cama calentita, esperando a que llegara el gran día siguiente, en lugar de tener citas románticas en lugares públicos. Eché a andar por el aparcamiento a la vez que empezaba a embargarme la emoción.

La nieve recién caída iba añadiendo una capa blanda sobre los varios centímetros que ya cubrían el suelo. Sentí el impulso de salir corriendo hacia el lugar donde sabía que estaría Kellan, pero logré resistirme. Miré alrededor del parque, esperando que las indicaciones que le había mandado una hora antes le ayudaran a encontrar el lugar preciso. Mis botas fueron dejando un sendero sobre la nieve pura y crujiente, hasta que llegué a un banco junto a un pequeño estanque de patos. Aunque había pasado incontables horas en ese parque cuando iba a la escuela, aquel lugar me recordaba de alguna manera a Kellan y al parque de casa. Era curioso que ya pensara en Seattle como mi «casa». Ese lugar, donde había nacido, era ahora un sitio de visita.

Sacudí la nieve del banco de hierro forjado, me senté y contemplé la clara noche de luna. No había huellas recientes en la nieve. El suelo estaba inmaculado…, hermoso y perfecto. Saqué el teléfono del bolso que llevaba colgado al hombro y miré la hora. Las nueve y media. El aeropuerto no estaba muy lejos. Suponiendo que el vuelo no se hubiera retrasado, había tenido tiempo más que suficiente para llegar hasta aquí. Al mirar hacia las ondulantes colinas blancas, sólo pude ver mi propio rastro camino abajo. Kellan no había llegado todavía.

Intenté ser paciente, pero hacía tanto que no lo veía que estaba ansiosa. Una energía nerviosa me recorría el cuerpo mientras agitaba las piernas de arriba abajo sobre el camino de hormigón cubierto de nieve. Seguían cayendo ligeros copos que se acumulaban en mi pelo y mis pestañas, se fundían y formaban gotas que bajaban rodando por mi gruesa chaqueta. Cuanto más tiempo pasaba sentada, más frío sentía. Sorbiendo un poco por la nariz, empecé a arrepentirme del romántico emplazamiento que había elegido. Debería haberle dicho que fuera a casa de mis padres en coche. Además, así hubiera habido menos posibilidades de que se perdiera, y un parque no era precisamente el mejor lugar para estar esperando sola en mitad de la noche…, aunque fuera en Navidad.

Ese pensamiento hizo que me preguntara qué o quién más podría estar en el parque aparte de mí. Me sobresalté cuando el teléfono vibró en mi mano. El leve tono que lo acompañaba sonó estrepitosamente fuerte en la tranquilidad de la noche. Maldije entre dientes. Al mirar abajo, una bocanada de aire caliente salió de mi boca, empañando la pantalla. Fruncí el cejo, limpié la condensación… y sonreí.

«Nuevo mensaje de texto de Kellan Kyle».

Ésa era una de mis frases favoritas del teléfono. En realidad, la que más me gustaba era «Llamada de Kellan Kyle». Pulsé el icono para abrirlo, y esperé a ver qué tenía que decir, después de casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Entonces me dio un vuelco el corazón: «Lo siento… No voy a poder llegar».

Me mordí el labio, intentando no decepcionarme, pero era difícil. La decepción me azotaba como las tormentas golpeaban ahora la costa este. Me pregunté por qué no podría llegar, abstraída. Tal vez se había quedado aislado por la nieve.

Escribí el siguiente mensaje apretando los dedos: «¿En serio? Pero si es Navidad…»

Deseé que no pensara que estaba gimoteando. Sabía que tenía una agenda muy apretada. Volví a sorber por la nariz, esta vez por un motivo distinto, y me sequé una lágrima rebelde. Tenía tantas ganas de presentarle a mi familia, de pasar las vacaciones con él, de… verlo al menos.

Su respuesta llegó mientras me secaba la nariz con la parte de atrás de la manga de la chaqueta: «Sí, lo sé. Lo he intentado… Lo siento mucho». El teléfono volvió a vibrar y a repicar otra vez mientras trataba de pensar en algo alentador y comprensivo en lugar de infantil y brusco: «¿Estás bien? No estarás llorando, ¿verdad?»

Volví a sorberme y a limpiarme la nariz, molesta porque pensara que iba a ponerme a lloriquear tan rápido. Sí, tenía el estómago revuelto y las mejillas llenas de lágrimas, pero no quería que él lo supiera.

«No… Estoy bien. Sé que lo has intentado. No pasa nada, de verdad».

No pude evitar que se me escapara un sollozo al pensar que no tenía ni idea de cuándo volvería a verlo. Justo después, volvió a zumbar el teléfono. Tuve que pasarme los dedos por debajo de los ojos para poder leer su mensaje.

«Mientes».

Negué con la cabeza a la pantalla mientras sorbía por la nariz y más lágrimas embarazosas me caían por la cara.

—No estoy mintiendo… —Mi voz sonó un poco petulante al responderle al diminuto aparato que no podía oírme ni entenderme.

En el preciso instante en que bajé los dedos para repetirle que estaba perfectamente, aunque no lo estuviera, volvió a sonar el teléfono. Abrí su mensaje, parpadeando:

«Sigues mintiendo».

Me quedé mirando al teléfono como si le acabaran de salir unos labios y me hubiera hablado. Había hecho ese comentario de listilla en voz alta, ¿no? ¿No lo habría enviado también de forma inconsciente? Estaba un poco agotada por el viaje y las vacaciones… y por mis padres. Revisé el buzón de salida, comprobando todos los mensajes.

—¿Cómo lo sabes, Kellan? —pregunté en voz baja al buscar un mensaje que no recordaba haber mandado.

Mi teléfono vibró mientras repasaba los mensajes del día anterior. Volví al buzón de entrada, negando con la cabeza. «Lo sé porque yo lo sé todo». Se me pusieron los ojos como platos. Me había llegado otro mensaje mientras leía el anterior. Lo abrí de inmediato: «Yo también te he mentido… Date la vuelta».

Hice lo que el teléfono me ordenó, con el corazón en un puño. Era como despertarse de un sueño, o tal vez entrar en uno. Surgiendo de la sombra de un roble al pie de la colina, a pocos metros de mí, apareció Kellan bañado por la luz de la luna. Se estaba guardando el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Me levanté del banco al verlo.

Dios mío, qué hermoso era.

Me quedé con la boca abierta y nuevas lágrimas volvieron a rebosar de mis ojos, pero, en este caso, eran lágrimas de felicidad. La nieve se acumulaba sobre su cabello grueso y alborotado, mientras me observaba con una sonrisa pícara.

—Kellan —suspiré.

Entonces salí corriendo hacia él, antes incluso de que mi cabeza registrara el movimiento. Él se rió por lo bajo, con gesto de niño travieso, y echó a andar en mi dirección. A mí no me bastaba con andar. Yo salí volando. No me había abrazado desde hacía semanas. Lo único que había tenido de él era su voz en mis oídos. Ahora necesitaba mucho más que eso.

Salté a sus brazos y acabé tropezando y resbalando hasta llegar a él, que se rió mientras le rodeaba el cuello con los brazos. La calidez de nuestro reencuentro fundió la gelidez de mi cuerpo. Nunca me había sentido tan en paz. Me levantó unos treinta centímetros en el aire, mientras me daba vueltas en círculos. Cuando me bajó, me reía, olvidada ya mi desesperación anterior.

Le di un empujón en el hombro justo cuando empezaba a acercarme las caderas. Puede que ya no estuviera desesperada, pero la cosa seguía sin tener gracia.

—¿Ha sido una broma? Eres un imbécil.

Él se rió por lo bajo y enarcó una ceja. Sus ojos parecían aún más azules bajo la luz azul que se filtraba entre los árboles.

—Creía que era un capullo.

Le tomé las mejillas y acerqué su cara a la mía, negando con la cabeza. Podíamos debatir la definición de su estupidez más tarde. En ese momento necesitaba algo más que palabras. Kellan me rodeó la cintura con los brazos a la vez que nuestros labios se fundían en un beso. Nuestras bocas, frías y calientes al mismo tiempo, se exploraron la una a la otra con suavidad. El vapor de nuestro aliento flotaba entre nosotros cuando dijo en voz baja:

—Siento llegar tarde.

Levanté las manos para estirarle el pelo. Los mechones largos de arriba estaban mojados por la nieve derretida.

—Con que estés aquí me basta.

Después de nuestro beso suave pero intenso, Kellan apoyó su cabeza sobre la mía. Repasó mi rostro con rapidez, estudiándome, viendo quizá cómo había cambiado en las últimas semanas.

—Te he echado tanto de menos…

Sonreí de oreja a oreja y volví a besarlo en los labios.

—Yo también te he echado de menos.

Nos besamos bajo la suave nieve, a unos metros del lago de patos congelado sobre el que patinaban los estudiantes cuando se helaba lo suficiente. Nos besamos hasta que dejé de sentir los dedos con los que rodeaba sus espesos mechones; pero eso no me detuvo. Necesitaba sentir sus labios sobre los míos. Necesitaba oprimir su cuerpo contra el mío. No me importaba convertirme en una estatua de hielo viviente… siempre que él estuviera a mi lado.

Sin embargo, él me apartó cuando volví a buscar su boca.

—Será mejor que nos vayamos, estás helada. —Sentí cualquier cosa menos frío cuando sus ojos recorrieron mi cuerpo.

—Estoy bien —balbucí, más entumecida de lo que mi mente creía.

Una nube de vapor escapó de su boca al sonreír con suficiencia.

—Te castañean los dientes.

Yo me alcé de puntillas, intentando volver a atraer su cabeza hacia mí con los dedos adormecidos.

—No me importa…

Él volvió a reírse y me agarró de la cintura, dándome la vuelta. Acercó su cuerpo a mis caderas y me abrazó desde detrás, para calentarme. Entonces me susurró al oído:

—Pues a mí sí.

Cerré los ojos y me acomodé en su abrazo; había echado tanto de menos estar así. Sentí su cálido aliento junto a la nuca cuando añadió:

—Además, no puedo hacerte el amor aquí fuera…

Abrí los ojos al oírlo y avancé un paso. Tomándolo de la mano, empecé a alejarlo de mi lago favorito.

—Tienes razón… Ya hace mucho frío.

Él miró hacia abajo, sacudiendo la cabeza. Según se ensanchaba su sonrisa, iban cayendo unas pequeñas gotas de nieve fundida de su pelo. Cuando volvió a mirarme, le cayó una gota en la mejilla, que fue deslizándose hasta su cuello… Era una gota con suerte.

Mientras tiraba de él, su amplia sonrisa se volvió traviesa al decirme:

—Sé que ha sido una broma un poco pesada, pero ha demostrado algo muy importante.

Dándome la vuelta para caminar a su lado, enlacé su brazo con él mío y lo miré a la cara.

—¿Además del hecho de que no has cambiado nada y sigues siendo un capullo?

Soltó una risita y asintió.

—Sí, aparte de eso. —Sus ojos buscaron los míos mientras lo miraba con una leve sonrisa, y negó con la cabeza—. Que me has echado de menos —me susurró, con expresión casi… sorprendida por la noticia.

Yo me paré en seco y lo miré a los ojos. Él mantuvo mi mirada y tragó saliva. Le apoyé la mano en la mejilla, perpleja.

—Por supuesto que te he echado de menos. Cada día, cada hora…, casi cada segundo.

Esbozó una sonrisa muy fugaz y entonces apartó la mirada, como si le avergonzara haberlo mencionado.

—Sí, lo he visto —afirmó, sin mirarme aún—. Es que… nunca me habían echado de menos…

Apenas oí su voz, pero identifiqué claramente la emoción que transmitía. Le puse la mano en la barbilla y lo obligué a mirarme otra vez.

—Te echo de menos cuando no estás. Siento que no puedo respirar si estás lejos. Pienso tanto en ti que rozo la obsesión. —Incliné la cabeza hacia un lado y le acaricié la mandíbula con mis gélidos dedos—. Te quiero… muchísimo.

Volvió a tragar saliva y a sonreír, con un temblor en la barbilla. Sólo afirmó con la cabeza, sin poder responder.

Después de recoger su mochila junto al roble donde la había dejado, nos encaminamos hacia el coche de mi padre. Pusimos la calefacción al máximo y condujimos despacio de vuelta a casa. Kellan sonreía beatíficamente, reposando la cabeza sobre el asiento y tomándome de la mano. Yo sonreí por haber conseguido que sonriera así. Por fin sentía lo que era ser amado por alguien. Que se preocuparan por él. Que lo echaran de menos. Las cosas sencillas que todos damos por sentadas… y de las que él paladeaba cada momento, porque nunca las había tenido.

Era mucho más tarde de lo que esperaba cuando aparcamos en la entrada. Observé la modesta casa de dos pisos donde había crecido, y miré hacia arriba, a la ventana de mis padres. Todas las luces estaban apagadas, lo que era buena señal. Sin duda, mi padre habría querido quedarse toda la noche esperando a que volviera con mi perjudicial novio, pero mi madre debía de habérselo impedido. O quizás habría sido Anna. No se dejaba intimidar por ellos y, si la ocasión lo requería, le habría explicado a mi padre lo absurdo de su comportamiento. No me habría extrañado que lo hubiera mandado a su habitación castigado, como si él fuera un niño y ella la adulta.

Anna… Era imposible no quererla.

Apagué el motor y me giré hacia Kellan, riéndome como una colegiala. Levantó la cabeza, miró a la casa, y luego otra vez a mí.

—¿Quieres ver mi habitación?

Me sonrojé, como si volviera a tener dieciséis años… aunque entonces jamás había colado a un chico a escondidas en mi habitación.

Él inclinó la cabeza y sonrió.

—Me encantaría.

Sacó la mochila del maletero y entramos en silencio a la casa que parecía desierta, pero yo sabía que no lo estaba, y le advertí de que no hiciera ruido. Él sonrió, ahogando una risa, y negó con la cabeza. Tal vez le parecía gracioso tener que entrar en mi casa por primera vez a hurtadillas, como si fuéramos a robar, pero lo habría entendido si hubiéramos despertado a mi padre. En ese caso, Kellan se habría visto sometido a un interrogatorio hasta el amanecer.

Por suerte, mis padres acostumbraban a acostarse pronto y levantarse temprano. Me quedé quieta, intentando escuchar algún sonido, cuando oí claramente a mi padre roncar como una locomotora desde el piso de arriba. Imaginé que estaría dormido en su sillón de lectura, con el libro en la mano como si el sueño lo hubiera vencido mientras esperaba a que yo volviera. Pobre hombre. Seguro que se enfurecería consigo mismo por haberse quedado dormido en el cumplimiento de su deber. Sonriente, me pregunté si Anna habría entrado en silencio para apagarle la luz una vez que se hubo quedado dormido, para indicarme que podía… reunirme con mi novio a salvo.

Señalé el sofá con el dedo y le susurré a Kellan que podía dejar la mochila, dado que iba a dormir ahí. Él me miró con una ceja enarcada. Su mirada no mostraba la menor alegría por tener que dormir tan lejos de mí. Le di un beso rápido con una sonrisa, antes de ajustar la almohada y la manta afgana que mi madre había sacado para él. Él movió la cabeza con disgusto ante el armatoste forrado de plástico y se quitó los zapatos. Sin la chaqueta, parecía a punto de meterse en la cama en la que mis padres esperaban que durmiera.

Pero justo cuando iba a sentarse, tiré de él para que se pusiera en pie.

—No vas a dormir aquí de verdad, tonto —le susurré al oído.

Miró hacia la planta de arriba sonriendo como un niño travieso.

—¿Estás segura? No quiero causarte problemas…

Asentí mientras me alejaba de su cama de mentira.

—Sí… Te vienes conmigo.

Su sonrisa se hizo más ancha, y se abalanzó sobre mí para tomarme de las mejillas y atraerme hasta darnos un profundo beso.

Di un traspié al golpear las escaleras con los talones. Casi me caigo, pero él me agarró, manteniéndome erguida. Se rió por lo bajo mientras me aferraba a él.

—Cuidado —cuchicheó.

Asentí con una risita nerviosa, antes de volver a buscar sus labios. De alguna manera logramos subir las escaleras sin despertar a nadie. Las pocas veces que separábamos los labios, respirábamos con dificultad. Exploré cada curva de su boca y la calidez de su lengua. Había pasado semanas imaginando besarlo, pero eso no era nada en comparación con la realidad. Supuse que aquella era una ventaja del pasado salvaje de Kellan… Besaba muy bien. No, en realidad, besaba de una forma increíble. Cuando abrí la puerta de mi habitación, no había un solo centímetro de mi piel que no ardiera de deseo.

Después de haberme quitado la chaqueta por las escaleras, la tiró a un lado sin mirar. Cerré la puerta sin hacer ruido, demorándome un momento para apretujarlo contra ella. Inspiró con rapidez mientras estrechaba mi cuerpo con el suyo.

—Te he echado de menos —musitó.

Gemí algo en respuesta, mientras enredaba los dedos ya templados entre su espeso cabello. Me acarició la espalda con las manos, hasta llegar a mi trasero. Se agachó un poco, me agarró de los muslos y me levantó en el aire mientras se alejaba de la puerta.

Me llevó hasta la cama sin despegar nuestros labios un solo instante. Una intensa excitación nerviosa me recorrió el cuerpo. Nunca había desobedecido a mi padre tan abiertamente. Le habría salido humo de las orejas si hubiera sabido que Kellan estaba conmigo en mi habitación, a punto de… bueno, de hacerme una mujer, puesto que sin duda seguía siendo virgen a sus ojos.

Cuando sus piernas chocaron contra la cama, se inclinó y me depositó con delicadeza sobre ella. Sujetándole la cabeza, me deslicé por el colchón para dejarle entrar. Entonces se tumbó encima de mí con un suave gemido de satisfacción. Ambos nos quedamos sin respiración y nos separamos el uno del otro.

Bajó la vista hacia mi cama, frunciendo el ceño. Se apoyó sobre las manos, que sostenían casi todo su peso, y apretó el colchón. Se oyó un crujido… muy alto. Me mordí los labios. Nunca me había dado cuenta de que mi cama hiciera eso. Claro que nunca había estado con un chico en ella mientras mi padre dormía en la habitación de al lado. Kellan torció el gesto al volver a hacerlo. El sonido atravesó la noche… Un sonido inconfundible. Parecía decir a gritos: «¡Eh, atención todo el mundo, vamos a hacer el amor!»

Él me miró y levantó una ceja.

—¿Tu padre te ha comprado la cama más chirriante del mundo a propósito?

Me encogí con un suspiro.

—Probablemente.

Maldita sea, mi padre era demasiado protector. Donde no podía detenernos con ojo vigilante, lo hacía con tecnología anticuada.

Me retorcí bajo sus caderas, deseando poder hacer más, pero hasta ese leve movimiento producía un sonido penetrante. Con la mente más despejada, se me ocurrió que habríamos hecho ruido hasta al arrastrarnos por la cama. Dejé de moverme en el acto, temiendo haber despertado ya a mi padre.

Kellan negó con la cabeza, con una sonrisa deliciosa en los labios; me hizo estremecer de deseo.

—Es evidente que tu padre no me conoce si piensa que puede detenerme con eso.

La cama lanzó un lastimero crujido cuando él se apartó de encima de mí y se puso detrás de ella. Me indicó que me levantara con el dedo. Le obedecí con curiosidad. Ya de pie, agarró todas las mantas y las colocó en el suelo al otro lado de la cama. Después tendió algunos cojines para que estuviéramos un poco más cómodos. Se echó hacia atrás, sonrió y, abriendo los brazos, dijo:

—Su nidito de amor la espera.

Alcé una ceja y me crucé de brazos, divertida. Él se mordió el labio y avanzó hacia mí. Tomándome de la mano, me condujo al otro lado de la chirriante cama. Mi corazón latía más rápido con cada paso que dábamos hacia el rincón que había preparado para nosotros.

Una vez que estuvimos sobre las mantas, me atrajo hacia su cuerpo y dijo en voz baja:

—¿Kiera? —Se inclinó para darme un suave beso en el cuello, justo debajo de la oreja. No pude responderle porque empecé a temblar. Él no esperó a que lo hiciera. Depositó otro beso debajo del primero, ligero como una pluma, y preguntó—: ¿Quieres…? —Se detuvo para besarme más abajo del cuello. Ladeé la cabeza y cerré los ojos, aturdida, como si todo me diera vueltas. Me dio un último beso electrizante en el punto justo de la clavícula, y deslizó la nariz desde mi cuello hasta la oreja. Al llegar ahí, terminó su pregunta—: ¿Hacer el amor conmigo?

Creo que me derretí literalmente.

Lo besé con pasión, volviendo a respirar entre jadeos. Nos quitamos las múltiples capas de ropa que había entre nosotros, rápido pero en silencio. Cuando los dos estuvimos desnudos, y el tacto de sus dedos me abrasó la piel, nos tumbamos sobre mi colcha de margaritas. Echamos la pesada manta encima de nosotros y nos fundimos en un abrazo.

Su piel caliente contra la mía, en natural comunión, me hizo sentir como si estuviera hecha de satén. Sus labios dejaban un rastro de humedad sobre la piel sedosa, y yo me sentí sensual, seductora, adorada. Él me gimió suavemente al oído mientras mis dedos recorrían la parte más sensible y privada de él. Me invadió el deseo, mezclado con el amor y los restos de soledad de nuestra separación forzada.

Con cuidado de no hacer ruido, tiré de sus caderas, suplicándole que me tomara. Me miró fijamente, con la respiración acelerada y los labios entreabiertos. Me acerqué a ellos hasta chuparle uno y sus ojos se cerraron en un espasmo. Al separarnos, asentí, retorciendo las caderas debajo de él. Deseaba que sucediera.

Sus ojos, ensombrecidos en la oscuridad de mi habitación, repasaron mis rasgos al tiempo que bajaba la mano por mi cuerpo, hasta la rodilla. Me levantó un poco la pierna alrededor de su cadera, y se colocó encima de mí. El corazón me latió más deprisa, expectante. Apoyó su cabeza en la mía y sentí su ligera respiración por un instante, apretándose contra mi cuerpo pero sin entrar todavía. Su olor tan cercano me abrumaba, preparándome todavía más para él, para nosotros, para esto.

Dejó escapar una erótica exhalación, cubriéndome con su aliento cálido y dulce.

—No hay nada… como esto…

Le acaricié las mejillas con los dedos. Me pregunté qué querría decir, pero cerró los ojos y se metió dentro de mí, frustrando cualquier intento de hablar por mi parte. Me así con fuerza a su hombro, cerrando los ojos mientras tragaba saliva repetidas veces, intentando por todos los medios no gritar a pesar de la asombrosa intensidad del momento. Oí cómo sofocaba él sus propios gemidos al dejar caer la cabeza sobre mi hombro.

Empezamos a movernos juntos, retorciéndonos con mesura, aspirando el aire en respiraciones cortas. Era todo tan intenso, tras las semanas de espera, las llamadas incitantes, la anticipación de todo el día, que mi cuerpo llegó al límite mucho más rápido de lo que hubiera creído posible. Luché contra la creciente presión, deseando que él la sintiera conmigo. Él me agarró de la mejilla, manteniendo el ritmo lento y constante. Me hizo mirarle mientras combatía conmigo misma y negó con la cabeza.

—No te reprimas… Déjate llevar…

Yo también me negué mientras él se inclinaba sobre mi oído.

—No te preocupes por mí… Déjame que haga esto por ti…

Él presionó un poco más fuerte y yo perdí el poco control que me quedaba. Sentí un estallido de euforia mientras arqueaba la espalda, jadeando con dificultad para no dejarme llevar también verbalmente. La explosión contenida me dejó temblorosa, y enterré los dedos en su hombro. Poniendo los ojos en blanco, pensé que nunca había sentido nada tan perfecto y maravilloso.

Me pasé la mano por la cara, recuperándome de mi estupor. La suya era un poema de amor y de deseo mientras me clavaba la mirada y seguía deslizándose con suavidad sobre mi cuerpo. Parecía cautivado ante la satisfacción que él me había otorgado y que yo había experimentado ante sus ojos. Me dio un ligero beso en los labios. Yo me sentía blanda como la melaza.

—Dios, Kiera… Dios…, ha sido…

Él se hundió un poco más y yo cerré los ojos. Para mi sorpresa, mi fuego empezó a resurgir. Uní su boca a la mía, preguntándome si podría volver a alcanzar aquella culminación con él, pero juntos esta vez. Conteniendo nuestros suaves jadeos con los labios, lo animé a que moviera su cuerpo a una velocidad que lo satisficiera. Soltó un gimoteo al alcanzar el punto justo, y yo gemí suavemente, necesitándolo incluso más que antes.

Él bajo la cabeza, con la boca abierta. Le acerqué la mano a la mejilla, para obligarlo a mirarme. Él me apretó mi mano en la suya, cerrando los ojos. Observé cómo la euforia inundaba sus rasgos. Se encogió al detener las caderas, en un gesto casi de dolor, que se borró mientras emitía un sonido gutural suave pero profundo. Se mordió los labios para ahogarlo, pero aquel sonido, mezclado con la expresión de puro placer de su cincelado rostro, me llevó al límite otra vez.

Con los ojos bien abiertos para poder contemplar cada segundo de su placer, sentí cómo me invadía el mío a mí también. No fue tan intenso como la primera vez, pero sí más plácido, más perfecto. Mientras su cuerpo caía exhausto sobre mí, cerré por fin los ojos, dejándome arrastrar por el momento de éxtasis compartido.