Aunque nadie diga nada, en el otoño de 1941 no hubo caléndulas. Creímos entonces que si las caléndulas no habían crecido era debido a que Pecola iba a tener el bebé de su padre. Una ligera inspección y un punto menos de melancolía nos habrían demostrado que no fueron nuestras semillas las únicas que no germinaron: no lo hicieron las semillas de nadie. Ni tan siquiera los jardines que dan frente al lago tuvieron aquel año caléndulas. Pero tan profundo era nuestro interés por la salud y el alumbramiento sin problemas del bebé de Pecola que no podíamos pensar en otra cosa que nuestra propia magia: si plantábamos las semillas y proferíamos las palabras adecuadas, brotarían y todo marcharía bien.

Transcurrió bastante tiempo antes de que mi hermana y yo admitiéramos que de nuestras semillas no iba a salir planta alguna. Una vez que lo reconocimos, sólo mitigamos nuestro sentimiento de culpa peleándonos y acusándonos mutuamente de lo que había pasado. Durante años yo creí que era mi hermana quien tenía razón: la culpa era mía. Había depositado las semillas en tierra a demasiada profundidad. A ninguna de las dos se nos ocurrió que la tierra misma pudo haber sido improductiva. Habíamos dejado caer nuestras semillas en nuestra parcelita de tierra negra exactamente igual que el padre de Pecola depositó su simiente en su propia parcela de tierra negra. Nuestra inocencia y nuestra fe no resultaron más productivas que su lascivia o su desesperación. Lo que está claro hoy es que de todos aquellos temores, esperanzas, lujuria, amor y pesadumbre, no queda nada con excepción de Pecola y de la tierra improductiva. Cholly Breedlove ha muerto; nuestra inocencia también. Las semillas se secaron y murieron; el bebé también.

En realidad nada más habría que decir, salvo por qué. Pero, dado que el porqué es difícil de manejar, será mejor refugiarse en el cómo.