Las ramas primerizas son delgadas, verdes y flexibles. Se curvan hasta formar un círculo completo, pero no se rompen. Su delicada, vistosa y esperanzada forma de brotar en los arbustos de forsitias y lilas significaba sólo un cambio de estilo en los azotes. En primavera éramos golpeadas de manera distinta. En lugar del dolor como embotado de un castigo de invierno conocíamos la acción de aquellas nuevas varas verdes cuya picazón no desaparecía hasta bastante después de que la azotaina hubiera terminado. En aquellas ramas largas se escondía una nerviosa maldad que nos hacía añorar el seco golpe de una correa o el firme pero honesto sopapo de un cepillo del pelo. Incluso hoy, las primaveras llegan para mí cargadas con el recuerdo doloroso de las flagelaciones, y las forsitias para nada me alegran el ánimo.

Acostada sobre la hierba de un solar vacío, un domingo de primavera, yo quebraba los tallos de los algodoncillos y pensaba en hormigas, en huesos de melocotón, en la muerte y en adonde se iba el mundo cuando yo cerraba los ojos. Debí pasar mucho tiempo allí, pues la sombra que tenía delante de mí al salir de casa había desaparecido cuando regresé. Entré en casa porque me pareció que rebosaba una precaria quietud. Luego oí a mi madre cantando algo sobre trenes y Arkansas. Apareció en la puerta trasera trayendo dobladas unas cortinas amarillas que depositó sobre la mesa de la cocina. Yo me senté en el suelo para escuchar la letra de la canción, y observé que ella se comportaba de manera rara. Llevaba todavía puesto el sombrero y tenía mucho polvo en los zapatos, como si hubiera caminado por algún lugar con abundante tierra suelta. Puso agua a hervir y a continuación barrió el porche; luego desplegó el tendedero para las cortinas, pero en lugar de tender las cortinas húmedas volvió a barrer el porche. En ningún momento interrumpió su canción sobre los trenes y Arkansas.

Cuando terminó, me fui a buscar a Frieda. La encontré en el piso de arriba, acostada en nuestra cama, llorando de esa manera cansada y plañidera que sigue a los primeros sollozos: más bien jadeos y temblores. Me tumbé en la cama y miré los ramilletes de rosas silvestres estampados en su vestido. Incontables lavados los habían descolorido y desdibujado sus contornos.

—¿Qué ha pasado, Frieda?

Ella levantó la cara hinchada que ocultaba con el brazo doblado. Todavía temblorosa, se sentó y dejó colgar las flacas piernas por el lado de la cama. Yo me arrodillé y levanté el borde de mi vestido para limpiarle la nariz. A ella no le gustaba limpiar narices con vestidos, pero esta vez me dejó. Era el procedimiento que mamá utilizaba con su delantal.

—¿Te has ganado una zurra?

Sacudió negativamente la cabeza.

—Entonces, ¿por qué lloras?

—Porque sí.

—Vamos, ¿por qué?

—Por Mr. Henry.

—¿Qué ha hecho?

—Papá le ha pegado.

—¿Por qué? ¿Por lo de Línea Maginot? ¿Se ha enterado de lo de Línea Maginot?

—No.

—Bueno, ¿por qué, entonces? Anda, Frieda. ¿Cómo es que yo no puedo saberlo?

—Me ha… me ha molestado.

—¿Molestado? ¿Quieres decir como Soaphead Church?

—Más o menos.

—¿Te ha enseñado su cosa?

—Noooo. Me ha tocado.

—¿Dónde?

—Aquí y aquí.

Frieda señalaba los diminutos senos que, como dos bellotas caídas del árbol, dispersaban en su vestido unas pocas y descoloridas hojas de rosal.

—¿De veras? ¿Y qué has notado?

—Oh, Claudia. —Pareció desconcertada. Mis preguntas no eran las adecuadas, probablemente—. No he notado nada especial.

—¿No? ¿Pero no se supone que sí? ¿No es una cosa que da gusto, quiero decir? —Frieda chasqueó desdeñosamente la lengua—. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Se ha acercado y te los ha pellizcado?

Suspiró.

—Primero me ha dicho que era muy bonita. Después me ha cogido del brazo y me ha tocado.

—¿Dónde estaban mamá y papá?

—Fuera, en el jardín, limpiando las malas hierbas.

—¿Qué has dicho tú cuando te ha hecho eso?

—Nada. He escapado de la cocina y me he ido al jardín.

—Mamá dice que ciertas cosas no debemos decidirlas solas.

—Bueno, ¿y qué quieres? ¿Tú qué habrías hecho? ¿Quedarte allí y dejar que te pellizcase?

Me miré el pecho.

—Yo no tengo nada que pellizcar. Supongo que no voy a tenerlo nunca.

—Oh, Claudia, sientes celos de todo. ¿También lo quieres a él?

—No, sólo estoy harta de tenerlo todo después.

—No es verdad. ¿Qué pasó con la escarlatina? Tú la tuviste primero.

—Sí, pero poco duró. En fin, ¿qué pasó en el jardín?

—Se lo conté a mamá, y ella se lo contó a papá, y todos volvimos a entrar en casa, y él se había marchado, así que le esperamos, y cuando papá le vio entrar en el porche le tiró nuestro triciclo viejo a la cabeza y se cayó por los peldaños…

—¿Se mató?

—No. Se levantó enseguida y empezó a cantar Más cerca de Ti, Señor. Entonces mamá le atizó con una escoba y le dijo que se quitara de la boca el nombre del Señor, pero él no paraba, y papá le insultaba y maldecía, y todo el mundo gritaba.

—Oh, qué rabia, siempre me pierdo las mejores cosas.

—Y el señor Buford llegó corriendo con su revólver, y mamá la dijo que se fuera a otra parte y se calmara, y papá dijo que no, que le diera el revólver a él, y el señor Buford se lo dio, y mamá chillaba, y Mr. Henry se calló y empezó a correr, y papá le disparó y Mr. Henry dio un salto que se le cayeron los zapatos y siguió corriendo en calcetines. Entonces salió Rosemary y dijo que papá iría a la cárcel, y yo le pegué.

—¿Fuerte?

—Muy fuerte.

—¿Fue entonces cuando mamá te zurró?

—No me ha zurrado, ya te lo he dicho.

—¿Por qué lloras, pues?

—La señorita Dunion vino cuando ya todo estaba tranquilo, aunque papá y mamá hablaban todavía nerviosos sobre quién había metido a Mr. Henry en casa al fin y al cabo, y ella intervino para decirle a mamá que debería llevarme al médico, porque podía estar perdida, y mamá al oírlo se puso a gritar otra vez.

—¿Contra ti?

—No, le gritaba a la señorita Dunion.

—¿Pues por qué llorabas?

—¡Porque no quiero estar perdida!

—¿Qué es perdida?

—Ya sabes. Como Línea Maginot. Ella es una mujer perdida. Lo dijo mamá.

Volvieron las lágrimas.

Me vino a la mente una imagen de Frieda gorda, enorme. Sus piernas flacas hinchadas como neumáticos, la cara encerrada entre capas de piel pintarrajeadas de colorete. Noté que también a mí iban a saltarme las lágrimas.

—Pero, Frieda, tú podrías hacer ejercicio y no engordar —objeté. Ella se encogió de hombros—. Además, ¿qué me dices de China y Poland? Ellas están igualmente perdidas, ¿no? Y no son gordas.

—Eso es porque beben whisky. Mamá dice que el whisky las consume.

—Podrías beber whisky.

—¿Y de dónde saco yo whisky?

Reflexionamos sobre ello. Nadie nos vendería a nosotras whisky; suponiendo que tuviésemos dinero para pagarlo, que no lo teníamos. En nuestra casa no había whisky nunca. ¿De dónde sacarlo?

—De Pecola —dije yo—. Su padre anda siempre borracho. Ella puede dárnoslo.

—¿Tú crees?

—Seguro. Cholly está borracho siempre. Vamos a pedírselo. No necesitamos decirle para qué lo queremos.

—¿Ahora?

—Claro, ahora.

—¿Qué le diremos a mamá?

—Nada. Marchémonos por la parte de atrás. Primero una, luego la otra. No se dará cuenta.

—Está bien. Tú primero, Claudia.

Abrimos la puerta de la cerca del fondo del jardín trasero y nos alejamos corriendo por el callejón.

Pecola vivía al otro lado de Broadway. No habíamos estado nunca en su casa, pero sabíamos cuál era. Un edificio gris de dos pisos, que había sido un almacén abajo y tenía un apartamento arriba.

Nadie respondió a nuestra llamada a la puerta delantera, así que rodeamos el edificio hasta encontrar una puerta lateral. Al acercarnos oímos música de radio y tratamos de averiguar de dónde venía. Encima de nosotras estaba la galería del piso alto, con una baranda de balaustres torcidos y carcomidos, y sentada en la galería se encontraba la mismísima Línea Maginot. Cuando levantamos la vista y la descubrimos, nos cogimos automáticamente de la mano una a otra. Como una montaña de carne, la mujer perdida se había derrumbado más que sentado en una mecedora. No llevaba zapatos y había metido los pies, muy separados, entre los balaustres. Pies abultados, y en sus puntas pequeños deditos infantiles; tobillos hinchados donde la piel se alisaba y tensaba; macizas piernas como troncos de árbol, ampliamente separadas las rodillas, más allá de las cuales se extendían las dos autopistas de la cara interior de sus muslos, blandos, flácidos, que se besaban uno a otro al amparo de la sombra de la falda y se fundían en una masa única. De su mano llena de hoyuelos surgía, como un miembro quemado, una botella marrón oscuro de cerveza sin alcohol.

Línea Maginot correspondió a nuestras miradas entre los balaustres y soltó un largo y bronco eructo. Tenía los ojos limpios como la lluvia, y de nuevo recordé yo las cascadas. Ni Frieda ni yo podíamos hablar. Ambas imaginábamos estar viendo lo que mi hermana sería algún día.

Línea Maginot nos sonrió.

—¿Buscáis a alguien?

Yo tuve que despegarme la lengua del paladar para decir:

—A Pecola. ¿Vive aquí?

—Ujú, pero ahora no está. Ha ido al sitio donde su mamá trabaja, a recoger la colada.

—Sí, señora. ¿Volverá?

—Ujú. Ha de tender la ropa antes de que baje el sol.

—Oh.

—Podéis esperarla. ¿Queréis subir y esperarla aquí?

Mi hermana y yo intercambiamos miradas. Yo volví a alzar la mía hacia las anchas autopistas de color canela que se unían en la sombra del vestido.

Frieda dijo:

—No, señora.

—Bien. —Línea Maginot parecía interesada en nuestro problema—. Podéis ir a donde su mamá trabaja, pero está lejos, allá por el lago.

—¿En qué parte del lago?

—En aquella casa blanca, grande, donde hay una carretilla llena de flores.

Era una casa que conocíamos. Habíamos admirado la carretilla blanca inclinada sobre sus ruedas de radios, llena de tierra donde solían plantarse flores de temporada.

—¿No es demasiado lejos para que vayáis a pie? —Frieda se rascó una rodilla. Línea Maginot insistió—: ¿Por qué no la esperáis? Podéis subir aquí. ¿Os apetece tomar un refresco?

Sus ojos de lluvia se iluminaron; y su sonrisa era amplia, no como la sonrisa apretada y reticente de la mayoría de los adultos.

Yo di un paso hacia las escaleras, dispuesta a subir, pero Frieda dijo:

—No, señora, no nos está permitido.

Me quedé atónita ante su coraje y helada ante su insolencia. La sonrisa de Línea Maginot se deterioró un poco.

—¿No os está permitido?

—No, señora.

—¿No se os permite qué?

—Entrar en su casa.

—¿Lo dices en serio? —Las cascadas, ahora, no fluían—. ¿Y cómo es?

—Lo dijo mi mamá. Mi mamá dice que es usted una mujer perdida.

Las cascadas comenzaron de nuevo a fluir. Línea Maginot se llevó a los labios la botella de cerveza y bebió hasta vaciarla. Con un grácil movimiento de la muñeca, un gesto tan rápido, tan breve que casi ni lo vimos, sólo después lo recordamos, nos tiró la botella por encima de la baranda. Se hizo añicos a nuestros pies, y los fragmentos de vidrio marrón nos salpicaron las piernas antes de que pudiéramos saltar hacia atrás. Línea Maginot, apoyada una obesa mano sobre uno de los pliegues de su vientre, reía. Al principio sólo un zumbido profundo, con la boca cerrada, luego un sonido más cálido y fuerte. Una risa a la vez bella y atemorizante. La mujer inclinó la cabeza hacia un lado, cerró los ojos y agitó su corpachón, dejando que la risa cayese como un diluvio de hojarasca a nuestro alrededor. Esquirlas y restos de risa nos persiguieron cuando escapamos a la carrera. El aliento y las piernas nos fallaron simultáneamente. Después de haber descansado contra el tronco de un árbol, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, yo dije:

—Vámonos a casa.

Frieda todavía estaba enojada: luchaba, según creía, por su vida.

—No, ahora tenemos que conseguir el whisky.

—Pero no podemos ir hasta el lago.

—Claro que podemos. En marcha.

—Mamá va a meternos mano.

—Que no. Además, lo único que puede hacer es zurrarnos.

Esto último era cierto. No nos mataría, ni se reiría de nosotras con una risa horrible, ni nos tiraría una botella.

Recorrimos unas calles flanqueadas de árboles, donde unas casas de color gris uniforme se retrepaban como señoras fatigadas… Las calles cambiaron; las casas parecían ahora más lozanas, su pintura era más reciente, las maderas de los porches estaban más rectas, los jardines eran más grandes. Luego vinieron casas de ladrillo, construidas a mayor distancia de la calle, con jardines delanteros donde había setos de arbustos podados en forma de conos y bolas, de un verde aterciopelado.

Las casas que se alzaban frente al lago eran las más bonitas. Muebles de jardín, ornamentos, ventanas como brillantes espejuelos, y ningún signo de vida. Los jardines traseros de estas casas descendían en verdes pendientes hasta una franja de arena, y a continuación estaba el azul lago Erie, que chapaleaba sin obstáculos hasta el Canadá. El cielo enrojecido de la zona de las acerías nunca alcanzaba esta parte de la ciudad, cuyo cielo era siempre azul.

Llegamos a Lake Shore Park, un parque urbano con rosales, fuentes, céspedes donde se jugaba a bolos, mesas de picnic. Ahora estaba vacío, pero en la gentil expectativa de niños blancos, limpios y bien educados, que en verano jugarían allí con sus padres, a la vista del lago, antes de bajar medio corriendo, medio trompicando, por la pendiente que conducía a las acogedoras aguas. Los negros tenían prohibida la estancia en el parque, así que éste colmaba nuestros sueños.

Justo antes de la entrada al parque se encontraba la gran casa blanca con la carretilla llena de flores. Las cortas hojas de los crocos enfundaban sus corazones purpúreos y blancos, que deseaban tanto ser los primeros que soportaban a gusto el frío y la lluvia de los inicios de la primavera. El camino estaba enlosado con calculado desorden, ocultando la astuta simetría. Únicamente el temor a que nos descubrieran y la conciencia de no pertenecer a aquel ámbito frenaban nuestro deseo de remolonear por el jardín. Rodeamos, pues, la imponente casa en busca de la puerta trasera.

En un pequeño pórtico enrejado estaba sentada Pecola, que vestía un ligero suéter rojo y un vestido de algodón azul. Cerca de ella había un carretón. Pareció contenta de vernos.

—Jey.

—Jey.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

Sonreía, y como eso era raro en ella me sorprendió el placer que me causaba.

—Te buscábamos.

—¿Quién os ha dicho dónde encontrarme?

—Línea Maginot.

—¿Quién es?

—Esa señora alta y gorda que vive encima de vuestra casa.

—Oh, quieres decir Miss Marie. Se llama Miss Marie.

—Bueno, todo el mundo la llama Miss Línea Maginot. ¿No tienes miedo?

—¿Miedo de qué?

—De Línea Maginot.

Pecola pareció genuinamente desconcertada.

—¿Por qué?

—¿Tu mamá te deja ir a su casa? ¿Y comer en sus platos?

—No sabe que voy. Miss Marie es muy buena persona. Todas ellas lo son.

—Oh, sí —dije yo—, ha intentado matarnos.

—¿Quién? ¿Miss Marie? Es incapaz de molestar a nadie.

—Entonces, ¿por qué tu mamá no te deja ir a su casa si es tan buena persona?

—No lo sé. Dice que es mala, pero ninguna de ellas es mala. A mí siempre me regalan cosas.

—¿Qué cosas?

—Oh, montañas de cosas, vestidos bonitos, zapatos. Tengo más zapatos de los que puedo llevar. Y joyas y dulces y dinero. Me llevan al cine, y una vez fuimos al parque de atracciones. China va a llevarme a Cleveland a ver las plazas, y Poland a Chicago, a ver el Loop. Vamos juntas a todas partes.

—Mentira. Tú no tienes vestidos bonitos.

—Sí que los tengo.

—Anda, vamos, Pecola, ¿para qué nos cuentas esas trolas? —preguntó Frieda.

—No son trolas.

Pecola se levantaba, dispuesta a defender sus afirmaciones, cuando la puerta se abrió. La señora Breedlove asomó la cabeza y dijo:

—¿Qué pasa ahí fuera? Pecola, ¿quiénes son estas niñas?

—Son Frieda y Claudia, señora Breedlove.

Salió al pórtico. Yo nunca la había visto tan bonita, con su uniforme blanco y el cabello recogido en un copete sobre la frente.

—¿De quién sois hijas?

—De la señora MacTeer, señora.

—Oh, sí. ¿Vivís allá por la calle Veintiuno?

—Sí, señora.

—¿Y qué hacéis tan lejos?

—Hemos venido paseando. Sólo a ver a Pecola.

—Bueno, será mejor que volváis. Pecola puede acompañaros. Entrad mientras recojo la colada.

Entramos en la cocina, que era muy espaciosa. La piel de la señora Breedlove lucía como el tafetán con los reflejos de la porcelana blanca, el enmaderado blanco, las pulidas vitrinas y las brillantes cacerolas de cobre. Aromas de carne, de verduras frescas y de algo recién cocido al horno, mezclados con perfume de Fels Naphtha.

—Voy a buscar la ropa. Os estaréis aquí sin mover un dedo y no revolveréis nada, ¿entendido?

Desapareció por una puerta batiente blanca, y pudimos oír sus pasos hacia abajo, sin duda por una escalera que conducía al sótano.

Se abrió otra puerta y entró una niña más bajita y pequeña que nosotras. Llevaba un vestido rosa y zapatillas de estar por casa también rosa, cada una adornada en la punta con unas orejitas de conejo. Tenía el cabello de color maíz recogido con una cinta ancha. Cuando nos vio, el miedo le asomó a la cara por un segundo. Miró ansiosamente alrededor de la cocina.

—¿Dónde está Polly? —preguntó.

La violencia que yo bien conocía despertó dentro de mí. Que llamara Polly a la señora Breedlove, cuando incluso Pecola la llamaba señora Breedlove, parecía motivo suficiente para arañarla.

—Ha ido abajo —dije yo.

—¡Polly! —llamó ella.

—Mira —me susurró Frieda—, mira eso.

Sobre el aparador, cerca del horno, en un recipiente plateado, había un estupendo pastel de fruta, cuya corteza rezumaba acá y allá un tentador jugo púrpura. Nos acercamos más.

—Todavía está caliente —dijo Frieda.

Pecola tendió la mano para tocar con cuidado el recipiente y comprobar si estaba caliente o no.

—¡Polly, ven! —volvió a llamar la niña.

Debieron ser los nervios, o la torpeza, pero el recipiente se balanceó cuando lo tocaron los dedos de Pecola, y cayó al suelo. Una lluvia de arándanos negruzcos se dispersó en todas direcciones. Buena parte del líquido fue a parar a las piernas de Pecola, y la quemadura debió ser dolorosa porque ella lanzó un grito y comenzó a saltar. En aquel preciso momento entraba la señora Breedlove con la bolsa de la ropa repleta. Galopó inmediatamente hacia Pecola y de un revés de la mano la derribó al suelo. Pecola resbaló en el jugo del pastel, una pierna doblada debajo del cuerpo. La señora Breedlove la levantó tirando violentamente de su brazo, volvió a abofetearla, y con voz ahogada por la cólera nos insultó, a Pecola directamente y a Frieda y a mí por implicación.

—Locas perdidas… mi suelo, qué porquería… mirad lo que… tanto trabajo… fuera de aquí… ahora sí que… mi suelo, mi suelo… mi suelo…

Sus palabras eran más negras y ardientes que los humeantes arándanos, y nosotras retrocedimos llenas de pavor.

La niña vestida de rosa rompió a llorar. La señora Breedlove se volvió hacia ella.

—Chito, nenita, chito. Ven, acércate. Oh, Señor, cómo te han puesto el vestido. No llores, no llores… Polly lo arreglará todo.

Fue al fregadero y empapó un paño en agua del grifo. Por encima del hombro nos escupió a nosotras unas palabras como pedazos de manzana podrida:

—Recoged la colada y marchaos de aquí para que pueda limpiar esta inmundicia.

Pecola cargó con la bolsa, que pesaba mucho debido a la humedad de la ropa, y las tres nos escabullimos apresuradamente por la puerta del jardín. Mientras Pecola colocaba la bolsa de la colada sobre el carretón oímos a la señora Breedlove apaciguando y restañando las lágrimas a la niña del vestido rosa y el cabello color de maíz, que entre sollozos le preguntaba:

—¿Quiénes eran, Polly?

—No te preocupes, no ha sido nada, nenita.

—¿Vas a hacer otro pastel?

—Naturalmente que sí.

—¿Quiénes eran, Polly?

—Chito. No te preocupes, no llores, déjalo —murmuraba la señora Breedlove, y la miel de sus palabras venía a ser el complemento de la puesta de sol que se derramaba sobre el lago.