Había una vez un anciano que amaba las cosas, porque el más leve contacto con las personas le provocaba unas náuseas ligeras pero persistentes. Ya no recordaba cuándo empezó aquel rechazo, ni tampoco recordaba haber vivido alguna época libre de él. De chico le había inquietado en extremo aquella revulsión, que los demás no parecían compartir, pero como había recibido buena educación aprendió, entre otras cuestiones, el significado de la palabra «misántropo». Conocer esta clasificación le proporcionó coraje y alivio moral, pues creía que dar nombre a un mal equivalía a neutralizarlo, si no a aniquilarlo. Con el tiempo, además, leyó gran número de libros y trabó conocimiento con diversos grandes misántropos del pasado, cuya compañía espiritual le halagaba y ponía a su disposición un abanico de patrones para medir sus propios antojos, sus anhelos y sus antipatías. Por añadidura, encontró en la misantropía un medio excelente para desarrollar el carácter: cuando reprimía su revulsión y ocasionalmente tocaba, ayudaba, consolaba o favorecía a alguien, podía considerar generoso su comportamiento y nobles sus intenciones. Cuando alguna acción humana más o menos teñida de imperfección le enfurecía, podía juzgarse a sí mismo como un personaje discriminante, quisquilloso y cargado de necios escrúpulos.
Como era el caso de otros muchos misántropos, su desdén hacia las personas le llevó a ejercer una profesión destinada a servirlas. Se ocupaba de un género de actividades que dependían exclusivamente de su habilidad para ganarse la confianza ajena y en las cuales eran necesarias las relaciones más íntimas. Tras haber coqueteado con el sacerdocio en la Iglesia Anglicana, lo abandonó para ejercer como asistente social. El tiempo y las calamidades, sin embargo, conspiraron contra él, y terminó adoptando un oficio que le aportaba tanta libertad como satisfacción. Se convirtió en «Intérprete y Asesor de Sueños». El oficio le convenía. Disponía de su propio tiempo, la competencia era escasa, la clientela acudía persuadida de antemano y, en consecuencia, era dócil y manipulable, y él tenía numerosas ocasiones de presenciar la estupidez humana sin compartirla ni verse implicado en ella, así como de alimentar sus melindres contemplando la decadencia física de sus congéneres. Aunque sus ingresos eran reducidos, carecía de inclinación al lujo: su experiencia clerical había solidificado su natural ascetismo, a la par que reforzaba su preferencia por la soledad. El celibato era un refugio, el silencio un escudo.
Toda su vida había tenido afición a las cosas; no a la adquisición de riqueza o de objetos preciosos, sino un amor genuino por los trastos viejos: una cafetera que había sido de su madre, un felpudo de bienvenida procedente de la entrada de una casa de huéspedes donde en otro tiempo residió, un cobertor sacado de un depósito del Ejército de Salvación. Se habría dicho que su desdén por el contacto humano se había transformado en aprecio por las cosas que los humanos habían tocado. El residuo del espíritu humano adherido a los objetos inanimados era todo lo que de la humanidad podía soportar. Admirar, por ejemplo, la huella de pisadas humanas en el felpudo; aspirar el olor del cobertor y sumirse en la dulzona certidumbre de que muchos cuerpos habían sudado, dormido, soñado, copulado, estado enfermos e incluso muerto abrigados por aquel cobertor. Dondequiera que fuese, llevaba consigo sus cosas y buscaba constantemente otras. Esta sed de cosas usadas le inducía a practicar fortuitos pero habituales registros de los depósitos de basura en los callejones y de las papeleras en los lugares públicos.
En conjunto, su personalidad era un arabesco: intrincada, simétrica, equilibrada y ajustadamente construida, excepto por un único fallo que ocasionalmente estropeaba este meticuloso ensamblado: unos raros pero agudos anhelos sexuales.
Aquel hombre pudo haber sido un homosexual activo, pero le faltaba osadía. En la bestialidad no había pensado, y la sodomía quedaba descartada porque él no experimentaba erecciones sostenidas y no soportaba la idea de la erección de otro. Además, lo único que le repugnaba más que acariciar y penetrar a una mujer era acariciar a otro hombre y ser acariciado por éste. En cualquier caso, sus anhelos, por intensos que fueran, nunca se solazaban en el contacto físico. Aborrecía la conjunción de carne con carne. El olor corporal, el olor del aliento, le agobiaban. La visión de materia seca en un párpado, la caries o la falta de un diente, la cera de las orejas, los barrillos, los lunares, las ampollas, las costras (todas las excreciones y protecciones naturales que el cuerpo era capaz de producir) le desasosegaban. Sus atenciones, por lo tanto, se centraron gradualmente en aquellos seres humanos cuyos cuerpos eran menos ofensivos: los niños. Y como era demasiado apocado para afrontar la homosexualidad, y como los niños eran insultantes, alarmantes e intratables, más adelante limitó su interés a las niñas. Éstas eran por lo general tratables y frecuentemente seductoras. La sexualidad de él distaba mucho de ser lasciva o depravada: su condescendencia con las niñas olía a inocencia y en su mente se asociaba con el aseo. Él era lo que podríamos llamar un anciano muy pulcro.
Un antillano de ojos canela y piel moderadamente tostada.
Aunque su nombre aparecía impreso en un rótulo en la ventana de su cocina, así como en las tarjetas profesionales que distribuía, los vecinos le llamaban Soaphead Church. Nadie sabía de dónde procedía la parte «Church», a qué «iglesia» aludía; quizá se refería a sus días de predicador invitado, un pastor sin rebaño, con vocación pero sin parroquia, que constantemente visitaba las iglesias ajenas y se situaba en el altar con el pastor anfitrión. Pero lo que sí sabían todos era el significado de «Soaphead»: si uno se empastaba el cabello con espuma de jabón, le quedaba brillante y ondulado. Un procedimiento primitivo.
Se había criado en el seno de una familia orgullosa de sus logros académicos y de su sangre mestiza; de hecho, la familia creía que lo primero se basaba en lo segundo. Un tal Sir Whitcomb, un noble inglés arruinado que eligió desintegrarse bajo un sol que permitía mayores desahogos que el de su tierra natal, había introducido en la familia en cuestión la cepa blanca a comienzos del siglo XIX. Como caballero que era por nominación real, hizo por su hijo bastardo y mulato lo que civilizadamente correspondía: le dotó con trescientas libras esterlinas, para gran satisfacción de la madre del bastardo, quien pensó que la fortuna le sonreía. También el bastardo se sintió agradecido y consideró como objetivo de su vida el guardar aquella traza blanca. Concedió, pues, sus favores a una muchacha quinceañera de similar ascendencia. Ella, como buena parodia de señorita victoriana, aprendió de su marido todo lo que valía la pena aprender: a separarse en cuerpo, mente y espíritu de cuanto sugiriese la imagen ancestral de África; a cultivar los hábitos, gustos y preferencias que sus ausentes suegros habrían aprobado.
La pareja transfirió esta anglofilia a sus seis hijos y dieciséis nietos. Con excepción de algún ocasional e irresponsable insurgente que elegía una ingobernable pareja negra, todos se casaron «más arriba», aclarando la piel de la familia y estilizando sus rasgos.
Con la confianza nacida de una convicción de superioridad, se portaron muy bien en la escuela. Eran aplicados, ordenados, activos, prestos a demostrar más allá de toda duda la hipótesis de De Gobineau de que «todas las civilizaciones derivan de la raza blanca, ninguna puede existir sin su ayuda, y una sociedad es grande y brillante sólo en cuanto es capaz de preservar la sangre del noble grupo que la ha creado». Por lo tanto, su presencia raras veces fue ignorada por los profesores encargados de recomendar alumnos prometedores para estudios en el extranjero. Los varones estudiaron medicina, leyes, teología, y triunfaron repetidamente en las oficinas gubernamentales (exentas de poder) disponibles para la población nativa. Que fueran corruptos en sus prácticas públicas y privadas, y tan lujuriosos como salaces, era considerado su derecho nobiliario y aprobado sin reservas por la mayoría de la menos dotada población.
A medida que pasaban los años, debido al descuido de algunos de los hermanos Whitcomb, se hizo difícil mantener su blancura, y algunos parientes lejanos y no tan lejanos se casaron unos con otros. De estas mal aconsejadas uniones no se observaron efectos obviamente malos, pero una o dos solteronas y otros tantos hortelanos evidenciaron un debilitamiento de facultades y cierta inclinación hacia la excentricidad en algunos de sus hijos. Alguna tacha al margen de los usuales alcoholismo y libertinaje. Se echó la culpa a los matrimonios consanguíneos, no a los genes originarios del lord arruinado. Sea como fuere, había accidentes. No más que en cualquier otra familia, a buen seguro, pero más peligrosos porque tenían mayor poder. Uno de ellos fue un fanático religioso que fundó su propia secta secreta y engendró cuatro hijos, entre los cuales uno fue un pedagogo conocido por la precisión de su justicia y el control de su violencia. Este pedagogo se casó con una muchacha dulce e indolente, medio china, para quien la fatiga de dar a luz un hijo fue excesiva. Murió poco después del parto. Su vástago, llamado Elihue Micah Whitcomb, abrió ante el pedagogo amplias perspectivas para llevar a la práctica sus teorías sobre educación, disciplina y buena vida. El pequeño Elihue aprendió todo cuanto necesitaba conocer bien, particularmente el bello arte del autoengaño. Leía vorazmente pero asimilaba selectivamente, eligiendo los bocados y porciones de las ideas ajenas que respaldasen cualquier predilección que sintiera en aquel momento. Así, eligió recordar el ultraje de Ofelia por parte de Hamlet, pero no el amor de Cristo por María Magdalena; la frívola política de Hamlet, pero no la sincera anarquía de Cristo. Dedicó su atención a la acidez de Gibbon, pero no a su tolerancia; al amor de Ótelo por la hermosa Desdémona, pero no al pervertido amor de lago por Ótelo. La obra que más admiraba era la de Dante; las que más despreciaba, las de Dostoievski. A pesar de su apertura a las más privilegiadas mentes del mundo occidental, sólo permitía que le afectara su interpretación más restrictiva. A la violencia controlada de su padre respondió desarrollando hábitos inflexibles y una imaginación más bien difusa. Una execración, pero también una fascinación, ante cualquier indicio de deterioro o desorden.
A los diecisiete años, sin embargo, conoció a su Beatriz, que era tres años mayor que él. Una joven adorable, de risa fácil y piernas firmes, que trabajaba como dependienta en unos grandes almacenes chinos. Velma. Tan fuertes eran el gusto y la afición de ella por la vida que no eliminaron de ésta al frágil y enfermizo Elihue. La enternecieron sus melindres y su absoluta falta de sentido del humor, y deseaba con ansia introducirle en la cultura del deleite. Él se resistía a semejante introducción, pero se casó de todos modos, sólo para que ella descubriese que Elihue padecía, y se solazaba en ello, una melancolía invencible. Cuando tras dos meses de matrimonio Velma se percató de lo importante que era aquella melancolía para su esposo, de que éste se interesaba seriamente en convertir su alegría natural en una tristeza más académica, que equiparaba la cópula amorosa a la comunión y el Santo Grial, simplemente le abandonó. No había vivido todos aquellos años junto al mar y escuchado a toda hora las canciones de los hombres en los muelles para consumir su vida en la silente caverna de la mente de Elihue.
Él nunca se sobrepuso a aquella deserción. Velma tenía que haber sido la respuesta a su nunca formulada y ni siquiera reconocida pregunta: ¿dónde estaba la vida que se opondría a la intrusión de la no-vida? Velma iba a rescatarle de la no-vida que él había aprendido de su padre a cinturonazos. No obstante, la había repelido con tanta destreza que al final ella se vio forzada a escapar del tedio inevitable generado por una existencia tan refinada.
El joven Elihue se salvó del patente desmoronamiento gracias a la mano firme de su padre, quien le recordó la buena reputación de su familia y la cuestionable de Velma. Entonces reanudó sus estudios con más vigor que antes y, al cabo, decidió ingresar en las filas de la clerecía. Cuando le notificaron que no tenía vocación suficiente, se marchó de la isla y se trasladó a los Estados Unidos para estudiar en el campo de la psiquiatría, en aquellos momentos prometedor. Pero la materia requería demasiada sinceridad, demasiadas confrontaciones, y ofrecía muy escaso soporte a un ego desfalleciente. Derivó hacia la sociología, y a continuación hacia la fisioterapia. Esta multiforme educación se prolongó a lo largo de seis años, al término de los cuales su padre rehusó continuar manteniéndole si no se «encontraba» a sí mismo. Elihue, sin saber ya dónde buscar, quedó a merced de sus propios recursos y se «encontró» notablemente incapaz de ganar dinero. Comenzó a abandonarse a una afectación que se deshilachaba rápidamente, puntuada por algunas de las pocas ocupaciones burocráticas asequibles en Estados Unidos a los negros, aunque éstos tuvieran una ascendencia familiar aristocrática: recepcionista en un hotel de Chicago para personas de color, agente de seguros, corredor de una firma de cosméticos con clientela negra. Finalmente se estableció en Lorain, Ohio, en 1936, autoproclamándose ministro del Señor y despertando reverente admiración por su forma de hablar el inglés. Las mujeres de la localidad pronto descubrieron su celibato, e incapaces de comprender su rechazo hacia ellas optaron por creerle sobrenatural en lugar de anormal.
Una vez que hubo él aceptado aquella calificación, progresó rápidamente en el mismo sentido y aceptó también el sobrenombre (Soaphead Church) y el papel que ellas le habían asignado. Alquiló a una anciana señora profundamente religiosa, llamada Bertha Reese, una especie de apartamento trasero. La anciana era limpia, sencilla, y estaba muy próxima a la sordera total. El alojamiento era ideal en todos los aspectos excepto uno. Bertha Reese tenía un perro viejo, Bob, que, pese a ser tan sordo y apacible como ella, no era tan limpio. Pasaba la mayor parte del día durmiendo en el porche trasero, que era la entrada al apartamento de Elihue. El perro era demasiado viejo para ser de alguna utilidad, y Bertha Reese no tenía ni la energía ni la presencia de ánimo adecuadas para cuidarle debidamente. Le daba de comer y de beber, y le dejaba a su aire. El animal estaba sarnoso; le bordeaba los ojos una materia de color verde mar que atraía mosquitos y moscas en tropel. A Soaphead le repugnaba verlo y deseaba que se diera prisa en morir. Este deseo de que el perro muriese lo consideraba humanitario, porque él no toleraba, se decía a sí mismo, ningún género de sufrimiento. No se le ocurría que si algún sufrimiento no toleraba, en aquel caso, era el suyo propio, puesto que el perro se había adaptado a la debilidad y la senectud. Soaphead determinó finalmente poner término a las miserias del animal y, para hacerlo, compró una dosis de veneno. Sólo el horror de tener que acercarse iba a impedirle completar su misión. Permaneció a la espera de que algún día un acceso de cólera o una crisis de repugnancia cegadora le espolearan.
Instalado entre sus cosas usadas, Elihue se levantaba temprano cada mañana de un sueño sin pesadillas y aconsejaba a quienes acudían a él en busca de asesoramiento.
Su negocio era el pavor. La gente le buscaba despavorida, le hablaba en susurros despavoridos, lloraba y suplicaba sumida en el pavor. Y era el pavor el objeto de su asesoramiento.
Individualmente tomaban el camino de su puerta, todos ellos envueltos en un velo urdido con ira, anhelos, amor propio, venganza, soledad, padecimientos, derrota y hambre. Le pedían las cosas más simples: salud, dinero y amor. Haz que él me quiera. Dime lo que significa este sueño. Ayúdame a librarme de esta mujer. Haz que mi madre me devuelva mis ropas. Consigue que mi mano izquierda deje de temblar. Expulsa de la cocina el fantasma de mi bebé. Saca de apuros a Fulano. Todas las solicitudes las atendía personalmente. Su método era hacer lo que le pedían; nunca sugerir a nadie que quizá su solicitud era injusta, miserable, difícil, y menos aún imposible.
Gracias a sus ocasionales y cada vez más escasos encuentros con las niñas que podía persuadir para que se dejaran agasajar, vivía de manera bastante pacífica entre sus cosas y cerraba el paso a los remordimientos. Era consciente, por supuesto, de que algo se había torcido en su vida, como en todas las vidas, pero situaba el problema donde correspondía: a los pies del Creador. Creía que si la decadencia, el vicio, la mugre y el desorden lo penetraban todo, era porque eso debía de estar en la Naturaleza de las Cosas. El Mal existía porque Dios lo había creado. Él, Dios, había cometido un desastroso e imperdonable error de juicio: diseñar un universo imperfecto. Los teólogos justificaban la presencia de la corrupción como un medio de inducir a los hombres a esforzarse, de ponerlos a prueba y empujarlos al triunfo. Un triunfo de cósmica elegancia. Pero esta elegancia, la pulcra elegancia de Dante, estaba en el seccionamiento y la segregación metódicos de todos los niveles de maldad y corrupción. En el mundo, ello no ocurría. Las damas de apariencia más exquisita se sentaban en retretes, y las de aspecto más desagradable tenían anhelos santos y puros. Dios había hecho un pésimo trabajo, y Soaphead sospechaba que él mismo lo habría hecho mejor. Era una verdadera lástima que el Creador no le hubiera pedido consejo.
Soaphead reflexionaba una vez más sobre estas cuestiones a última hora de una tarde calurosa cuando oyó un golpecito en su puerta. Al abrirla vio a una niña que le era desconocida. Tendría unos doce años, pensó, y se le antojó penosamente privada de atractivos. Cuando le preguntó qué deseaba, ella, como respuesta, le mostró una de las tarjetas en que él anunciaba sus talentos y servicios: «Si te agobian problemas y circunstancias que no son naturales, yo puedo eliminarlos. Combato Hechizos, Mala Suerte, Influencias Malignas. Recuerda, soy un genuino Espiritualista y un Lector Psíquico, nacido con poderes, y te ayudaré. Satisfacción en una visita. Durante muchos años de práctica he unido en matrimonio a muchas parejas y puesto en contacto a personas que estaban separadas. Si eres desdichado, si estás descorazonado o afligido, puedo ayudarte. ¿La mala suerte parece perseguirte? ¿Ha cambiado la persona que amas? Puedo decirte el porqué. Te indicaré quiénes son tus amigos y quiénes tus enemigos, y si la persona que amas es falsa o sincera. Si estás enfermo, yo puedo enseñarte el camino hacia la salud. Localizo objetos perdidos y robados. Satisfacción garantizada».
Soaphead Church dijo a la niña que entrase.
—¿Qué puedo hacer por ti, pequeña?
Ella estaba parada con las manos cruzadas sobre el vientre, una barriguita ligeramente pronunciada.
—Quizá. Quizá pueda usted hacerlo por mí.
—¿Hacer qué por ti?
—No puedo ir más a la escuela. Y pensaba que quizás usted podría ayudarme.
—¿Ayudarte de qué modo? Cuéntame. No tengas miedo.
—Mis ojos.
—¿Qué pasa con tus ojos?
—Los quiero azules.
Soaphead frunció los labios y se tocó con la lengua un diente de oro. Pensó que estaba ante la petición más fantástica y al propio tiempo más lógica que jamás había recibido. Allí tenía a una niña fea pidiendo belleza. Una oleada de amor y comprensión amenazó con arrebatarle, pero fue rápidamente reemplazada por la ira. Ira por ser impotente para ayudarla. De todos los deseos que la gente le había transmitido —dinero, amor, venganza—, aquél le parecía el más conmovedor y el que más merecía ser satisfecho. Una niña que quería salir del pozo de su negrura y ver el mundo con ojos azules. Su indignación aumentaba y le comunicaba una sensación como de poder. Por primera vez deseó honestamente ser capaz de realizar milagros. Nunca antes había aspirado a la posesión del auténtico y sagrado poder, sino sólo del poder de hacer creer a los demás que lo poseía, Parecía muy triste, muy frívolo quizá, que la mera condición de mortal, no su capacidad de juicio, le privara de poseerlo. ¿O no le privaba?
Con mano temblorosa trazó sobre la cabeza de la niña el signo de la cruz. Sus carnes hormigueaban; en aquel sombrío y caluroso cuartito lleno de trastos viejos, él sentía el frío punzante del desánimo.
—Yo no puedo hacer nada por ti, nena. No soy un mago. Sólo actúo a través del Señor. Él me utiliza algunas veces para ayudar a las personas. Lo único que puedo hacer es ofrecerme a Él como instrumento para que Él realice su obra. Si Él quiere concederte tu deseo, lo hará.
Soaphead se acercó a la ventana, de espaldas a la niña. Su mente corría, vacilaba, volvía a correr. ¿Cómo hilvanar la siguiente frase? ¿Cómo vincularla a la idea de poder? Sus ojos se posaron en el viejo Bob, dormido en el porche.
—Debemos hacer alguna ofrenda, es decir, ponernos en contacto con la naturaleza. Quizás una criatura sencilla será el vehículo de que Él se servirá para hablarnos. Veamos.
Se arrodilló ante la ventana y movió los labios. Transcurrido lo que le pareció un lapso de tiempo razonable, se levantó y se dirigió a la nevera que estaba junto a la otra ventana. Sacó de su interior un pequeño paquete envuelto en el papel rosado propio de las carnicerías. De un anaquel tomó un frasquito marrón y con parte de su contenido salpicó la sustancia que el papel envolvía. Depositó el paquete, abierto a medias, sobre la mesa.
—Coge esta comida y dásela a la criatura que duerme en el porche. Asegúrate de que la come. Y fíjate bien en cómo se comporta. Si no ocurre nada, sabrás que Dios te ha rechazado. Si el animal actúa de un modo extraño, tu deseo se cumplirá el día que siga al de hoy.
La niña levantó el paquete de la mesa; el olor de la carne oscura y viscosa que contenía le dio ganas de vomitar. Se llevó una mano al estómago.
—Valor. Valor, hija mía. Estas cosas no se conceden a corazones timoratos.
Ella asintió con la cabeza y tragó saliva visiblemente, conteniendo las náuseas. Soaphead abrió la puerta y la niña traspuso el umbral.
—Adiós —dijo él—. Que el Señor te bendiga.
Cerró rápidamente la puerta. Fue a observar a la niña por la ventana, fruncidas las cejas en un guiño de compasión, mientras con la lengua acariciaba el oro de su diente postizo. Vio que la niña se inclinaba sobre el perro dormido y que éste, ante su presencia, abría un ojo acuoso orlado de lo que parecía pegamento verde. Ella tendió la mano y palmeó cariñosamente la cabeza del animal. Colocó la carne en el suelo del porche, cerca de su hocico. El olor animó al perro, que enderezó la cabeza y luego se levantó para olfatear mejor el regalo. En tres o cuatro bocados lo engulló. La niña volvió a acariciarle la cabeza y el perro la miró con ojos enternecidos. De pronto, el animal se puso a toser, una tos como la de un viejo asmático, y su cuerpo se estremeció. La niña se apartó de un salto. El perro se agitaba, sacudido por violentas arcadas; su boca parecía estar mascando el aire. No tardó en caer. Intentó levantarse, no pudo, lo intentó de nuevo y bajó tambaleante los peldaños del porche. Ahogándose, a trompicones, se movió por el jardín como un muñeco roto. La niña tenía la boca abierta y mostraba un diminuto pétalo de lengua. Con una mano hizo un gesto torpe y sin sentido y luego, con las dos, se tapó la boca. Se esforzaba en no vomitar. El perro volvió a caerse, recorrido el cuerpo por un fuerte espasmo. Después se quedó inmóvil. Siempre cubriéndose la boca con las manos, la niña retrocedió unos pasos, giró en redondo, echó a correr y escapó del jardín.
Soaphead Church fue a sentarse a la mesa. Apoyó la frente en las yemas de los pulgares de sus manos entrelazadas. Al cabo de un momento se levantó, se dirigió a una mesilla de noche y de su cajón extrajo papel de escribir y una pluma estilográfica. Sobre el anaquel donde estuvo el veneno había también una botella de tinta. Con aquellas tres cosas regresó a su asiento en la mesa. Lenta, cuidadosamente, regodeándose en la caligrafía, escribió la siguiente carta:
A QUIEN TANTO ENNOBLECIÓ, AL CREARLA, LA HUMANA NATURALEZA.
Amado Dios:
Es propósito de esta carta familiarizaros con ciertos hechos que, o bien han escapado a Vuestra atención, o bien Vos habéis preferido ignorar.
En otro tiempo yo vivía, juvenil e inmaduro, en una de Vuestras islas. Una isla del archipiélago del Océano Atlántico que, entre las Américas del Norte y del Sur, se extiende por el Mar Caribe y el Golfo de México, dividido en Antillas Mayores, Antillas Menores e Islas Bahamas. No en las colonias de las Islas de Barlovento y Sotavento, preciso, pero sí en una de las Mayores de las dos Antillas. (Pese a que la precisión de mi prosa pueda ser, en ocasiones, tediosa, es necesario que me identifique claramente a mí mismo ante Vos).
Ahora bien.
Nosotros, en aquella colonia, nos apropiamos de las más espectaculares y las más obvias entre las características de nuestro patrono blanco, que eran, por supuesto, las peores. Aun conservando la identidad de nuestra raza, nos adherimos rápidamente a aquellas características cuyo soporte era más gratificante, y menos dificultoso su mantenimiento. En consecuencia, no éramos superiores pero sí presuntuosos, no éramos aristócratas pero sí teníamos conciencia de clase; creíamos que autoridad equivalía a crueldad con nuestros inferiores y que educación significaba ir a la escuela. Confundíamos la violencia con la pasión, la indolencia con el ocio, y asimilábamos la imprudencia a la libertad. Criábamos a nuestros hijos y cultivábamos nuestras propiedades; dejábamos que los hijos crecieran y las propiedades prosperasen. Nuestra virilidad la determinaban las adquisiciones; nuestra feminidad, las resignaciones. Y el aroma de vuestro fruto y la laboriosidad de Vuestros días, Señor, los aborrecíamos.
Esta mañana, antes de que viniese la niña negra, yo lloraba. Por Velma. Oh, en silencio; por más que no hay viento capaz de transportar, conducir, o incluso negarse a conducir, un sonido con una tan pesada carga de arrepentimiento. Pero a mi modo solitario y callado, yo lloraba. Por Velma. Vos necesitáis saber de Velma para comprender lo que he hecho hoy.
Ella (Velma) me abandonó de igual forma que una persona se marcha de una habitación de hotel. Una habitación de hotel es un lugar donde uno está mientras hace otra cosa. Por sí misma es marginal con respecto al esquema principal que uno se ha trazado. Una habitación de hotel es conveniente. Pero su conveniencia se limita al tiempo en que la necesitas mientras estás en una ciudad determinada y ocupado en determinado asunto; confías en que sea confortable, pero más bien preferirías que fuese, simplemente, anónima. No es, a fin de cuentas, el sitio donde uno vive.
Cuando ya no la necesitas, pagas una pequeña suma por su uso; dices: «Gracias, señor», y en cuanto concluyes el negocio que te ha llevado a la ciudad te marchas de aquella habitación. ¿Se arrepiente alguien de haber dejado una habitación de hotel? ¿Mira alguien atrás con afecto, o aunque sea con disgusto, al marcharse de una habitación de hotel? ¿Quiere alguien que tenga un hogar, un verdadero hogar en otra parte, quedarse allí? Uno puede únicamente amar o menospreciar lo que ha vivido en aquella habitación. ¿Pero la propia habitación? Quizá te lleves algo como recuerdo. No, oh, no para recordar la habitación. Para recordar, en todo caso, la fecha y el lugar donde fuiste a ocuparte de determinado asunto, para recordar la aventura. ¿Qué puede uno sentir por una habitación de hotel? Uno no siente por una habitación de hotel más que lo que uno espera que la habitación sienta por su ocupante.
Así fue, Padre, Padre celestial, como ella me abandonó; o mejor sería decir que no me abandonó nunca, porque de hecho nunca estuvo allí.
Vos recordáis, ¿no es cierto?, cómo y de qué manera estamos hechos. Permitidme hablaros ahora de los pechos de las niñas. Me disculpo por la impropiedad (¿lo es?), por el desequilibrio que comporta enamorarse de ellos en momentos y lugares inconvenientes y por la insulsez de amar los pechos que pertenecen a miembros de mi familia. ¿Debo disculparme también por amar los de otras criaturas?
Pero aquí habéis errado, Señor. ¿Cómo y por qué permitís que ocurra? ¿Cómo es que yo puedo apartar los ojos de Vuestro Cuerpo y sumirme profundamente en la contemplación del de ellas? Los capullos. Los capullos de algunos de esos retoños. Eran humildes, ya sabéis, humildes y tiernos. Humildes capullitos que se resistían al tacto, que respondían como si fueran de goma. Pero agresivos. Desafiándome a tocarlos. Ordenándome tocarlos. Sin un ápice de timidez, como uno supondría. Se me ofrecían, ¡oh, sí!, se me ofrecían. Jovencitas de esbelto pecho, de pecho juguetón. Señor, ¿las habéis visto? Quiero decir, ¿las habéis visto realmente? Es imposible verlas y no amarlas. Vos que las creasteis debisteis considerarlas adorables incluso como concepto, ¡y cuánto más adorable es la materialización de aquel concepto! Yo no podía, como recordaréis, mantener mis manos, mi boca, apartadas de ellas. Sal dulce. Como fresitas no maduras del todo, recubiertas por el tenue sudor salado de días de corretear y horas de saltar, brincar y bailar.
Amarlas —tocarlas, saborearlas, sentirlas— no era sólo un agradable y lujurioso vicio humano; era, para mí, Una Cosa Que Hacer A Cambio. A cambio de papá, a cambio del clero, a cambio de Velma, y yo elegí no prescindir de ellas. Pero no entré en la iglesia. Por lo menos eso no lo hice. ¿Y qué hay de lo que sí hice? Pues dije a la gente que lo sabía todo sobre Vos. Que había recibido Vuestros Poderes. No era una total mentira, aunque sí una mentira total. Nunca debí, lo admito, nunca debí aceptar dinero en pago de mentiras bien recitadas, bien colocadas, bien presentadas. Pero tened presente que odiaba hacerlo. Ni por un momento me apetecieron ni el dinero ni las mentiras.
Considerad, entonces: La mujer que dejó la habitación de hotel.
Considerad: La infancia y la juventud en el archipiélago.
Considerad: Sus esperanzados ojos, superados únicamente por sus saltarines pechos.
Considerad: Cómo necesitaba yo una maldad confortante que me evitase conocer aquello cuyo conocimiento no soportaría.
Considerad: Cuánto detestaba y desdeñaba el dinero.
Y ahora, considerad: No por razón de mis justos merecimientos, sino en correspondencia a mi compasión y mi piedad, la niña negra que hoy me ha hecho una visita loca. Decidme, Señor, ¿cómo habéis abandonado en su soledad a una muchachita durante tanto tiempo que ha acabado por encontrar el camino hacia mí? ¿Cómo habéis podido? Lloro por Vos, Señor. Y es debido a que lloro por Vos que por Vos tengo que ejecutar Vuestra tarea.
¿Sabéis a qué vino la niña? A por unos ojos azules. Unos ojos nuevos, azules, dijo. Como si se comprara unos zapatos. «Querría un par de ojos nuevos, azules». Os los debe haber pedido a Vos durante mucho, mucho tiempo, y Vos no le habéis respondido. (Un hábito, pude haberle dicho, un antiquísimo hábito que solamente rompió Job, pero nada más). Venía a pedírmelos a mí. Traía una de mis tarjetas. (Incluyo tarjeta). Consta mi nombre, dicho sea de paso, como Micah Elihue Whitcomb. He antepuesto lo de Micah, aunque todos me llaman Soaphead Church. No alcanzo a recordar cómo ni por qué me pusieron este sobrenombre. ¿Acaso una persona es más un nombre que otro? ¿Es una persona sólo lo que su nombre indica? Será por esto que a la más sencilla y amistosa de las preguntas: «¿Cuál es vuestro nombre?», que os dirigió Moisés, Vos no quisisteis responder y dijisteis en cambio: «Yo soy quien soy». ¿Lo mismo que dice Popeye? ¿Yo Soy Lo Que Soy? Temeroso estabais, ¿o no?, de revelar vuestro nombre. ¿Temeroso de que se conociera Vuestro nombre y, en consecuencia, se os conociera a Vos? ¿Y de que entonces no fuerais temido? Es muy correcto. No os enojéis. No lo digo con ánimo de ofender. Lo comprendo. Yo también he sido un mal hombre, y también un hombre desdichado. Pero algún día yo moriré. Fui siempre muy afectuoso. ¿Por qué tengo que morir? Las niñas. Las niñas serán lo único que echaré de menos. ¿Sabéis que al tocar sus tetitas firmes, al morderlas —sólo un poco—, tenía la sensación de que me comportaba amigablemente? No pretendía besar sus bocas o dormir con ellas en mi lecho o unirme a una novia infantil. Juguetón, me sentía, y amistoso. No como decían los periódicos. No como murmuraba la gente. Y a ellas no les molestaba en absoluto. En absoluto. ¿Recordáis cuántas de ellas volvían? Nadie ha intentado siquiera comprender esto. Si yo les hubiera hecho algún daño, ¿acaso habrían vuelto? Dos de ellas, Doreen y Sugar Babe, venían juntas. Yo les daba caramelos de menta, dinero, y comían helados con las piernas abiertas mientras yo jugaba con ellas. Era como una fiesta. Y no había mala intención, no había nada obsceno, y no había ningún olor, y no se oía el menor gemido; sólo la risa blanca y ligera de las niñas y mía. Y después no había miradas, no había largas miradas de extrañeza; después no había las largas miradas de extrañeza de Velma. Ninguna mirada, después, que te hiciera sentir sucio. Que te hiciera desear estar muerto. Con las niñas todo es limpio y bueno y amigable.
Debéis comprender esto, Señor. Vos dijisteis: «Dejad que los niños vengan a mí y no les causéis daño». ¿Lo olvidasteis? ¿Os olvidasteis de los niños? Sí. Os olvidasteis. Permitisteis que cayeran en la indigencia, que se sentaran al borde de los caminos, que llorasen junto a sus madres muertas. Yo los he visto quemados, tullidos, lisiados. Os olvidasteis, Señor. Olvidasteis cómo y cuándo ser Dios.
Por ello cambié en su favor los ojos de la niña negra, y no la toqué; ni un dedo le puse encima. Pero le di aquellos ojos azules que deseaba. No por placer, y no por dinero. Hice lo que Vos no hicisteis, no pudisteis, no quisisteis; miré a aquella niña negra tan fea, y la amé. Desempeñé el papel que a Vos correspondía. ¡Y fue una buena representación!
Yo, yo he hecho un milagro. Le di los ojos. Le di los ojos azules, azules, dos ojos azules. Azul cobalto. Un destello azul venido directamente de vuestro propio cielo. Nadie más verá sus ojos azules. Pero ella sí los verá. Y de ahora en adelante vivirá feliz. Yo, yo decidí que era adecuado y justo proceder de aquel modo.
Ahora Vos estáis celoso. Vos estáis celoso de mí.
¿Veis? También yo he creado. No aboriginalmente, como Vos, pero la creación es un vino embriagador, más para el catador que para quien lo elabora.
Tras haberme embebido, por consiguiente, como así fue, en el néctar, ya no os temo a Vos, ni a la Muerte, ni siquiera a la Vida, y me siento en paz con Velma; y me siento en paz con papá; y me siento en paz con las Antillas Mayores y las Menores. Completamente en paz. Completamente.
Con mis más atentos saludos, quedo
vuestro
Micah Elihue Whitcomb
Soaphead Church dobló las hojas de papel en tres pliegos iguales y las deslizó en el interior de un sobre. Aunque no tenía sello, le acometió el capricho de encontrar lacre. Sacó una caja de cigarros de debajo de la cama y se puso a revolver su contenido. Allí había algunas de sus cosas más preciadas: una astilla de jade que había arrancado de un gemelo en el hotel de Chicago; un pendiente de oro en forma de Y con una incrustación de coral, que había pertenecido a la madre que nunca conoció; cuatro grandes horquillas del pelo que Velma había dejado en el borde de la bañera; una cinta de cordoncillo de seda color azul verdoso que había lucido en la cabeza una niña llamada Joya Preciosa; un ennegrecido grifo de la pileta de una celda de la cárcel de Cincinnati; dos canicas que un bellísimo día de primavera encontró debajo de un banco en el Morningside Park; un viejo catálogo de productos Lucky Hart que aún olía a polvos de maquillaje y un poco a crema de base al limón. Distraído por sus tesoros, olvidó lo que había estado buscando. El esfuerzo de recordarlo era demasiado grande; le zumbaba la cabeza y una ola de fatiga estaba venciéndole. Cerró la caja, se tendió en la cama a descansar y cayó enseguida en un sueño de marfil, desde el cual no pudo oír los débiles quejidos de una anciana señora que había salido de su tienda de caramelos y encontrado el cadáver rígido de un perro viejo llamado Bob.