V​E​A​M​O​S​A​L​P​A​D​R​E​E​S​A​L​T​O​Y​F​U​E​R​T​E​P​A​D​R​E​Q​U​I​E​R​E​S​J​U​G​A​R​C​O​N​J​A​N​E​E​L​P​A​D​R​E​S​O​N​R​I​E​S​O​N​R​I​E​P​A​D​R​E​S​O​N​R​I​E​S​O​N​R​I​E

Cuando Cholly tenía cuatro días, su madre le envolvió en dos mantas y un papel de periódico y le dejó sobre un montón de chatarra junto a la vía del tren. Su tía abuela Jimmy, que había visto a su sobrina salir cargada con un bulto por la puerta trasera, le rescató. Dio una paliza a la madre con una correa de afilar navajas y después de aquello no permitió que volviera a acercarse al bebé. La tía Jimmy crió a Cholly por su cuenta, y de vez en cuando se deleitaba explicándole cómo le había salvado. Él coligió de aquel relato que su madre no estaba bien de la cabeza, pero no tuvo ocasión de comprobarlo porque ella se fugó poco después de su experiencia con la correa de afilar y nadie supo nunca su paradero.

Cholly agradecía mucho el haber sido salvado. Excepto en algunas ocasiones. Por ejemplo, cuando veía a la tía Jimmy comer coles con los dedos, o cuando ella llevaba prendida del cuello su bolsa de asafétida, o cuando le hacía dormir con ella para darse calor en invierno y él podía ver sus pechos arrugados y vetustos colgando a la deriva dentro del camisón, entonces dudaba sobre si no habría sido mejor morir entre la chatarra, sobre un neumático viejo y bajo el negro y lustroso cielo de Georgia.

Llevaba ya cuatro años en la escuela cuando tuvo suficiente coraje para preguntar a su tía quién era su padre y dónde estaba.

—El chico Fuller creo yo que era —dijo su tía—. Entonces rondaba por aquí, pero se largó a toda prisa antes de que tú nacieras. Me parece que se marchó a Macón. Él o su hermano, no estoy segura. O quizá los dos. Oí un día que el viejo Fuller decía algo sobre esto.

—¿Cómo le llamaban? —preguntó Cholly.

—Fuller, ya te lo he dicho.

—No el apellido, el nombre.

—Oh. —La mujer cerró los ojos para pensar, y suspiró—. No recuerdo nada más. ¿Sam, acaso? Sí, Samuel. No. No, no era Samuel. Era Samson. Samson Fuller.

—¿Y cómo fue que a mí no me pusisteis Samson? —inquirió Cholly en voz baja.

—¿Para qué? Él ya no estaba aquí cuando naciste. Tu mamá no te puso ningún nombre antes de tirarte al depósito de chatarra. Te lo puse yo cuando te recogí, y fue en memoria de mi difunto hermano, Charles Breedlove. Un buen hombre. Ningún Samson ha tenido buen fin.

Cholly no preguntó nada más.

Dos años después dejó la escuela para emplearse en la tienda de comestibles de Tyson. Allí se ocupaba de la limpieza del local, hacía recados, pesaba bolsas y las cargaba en los carretones de reparto. A veces le dejaban acompañar al repartidor, un amable viejo llamado Blue Jack. Blue solía contarle historias de tiempos pretéritos, especialmente sobre lo ocurrido cuando se concedió la emancipación, cómo los negros gritaban vítores, lloraban y cantaban. También relatos de fantasmas, como el del hombre blanco que le cortó la cabeza a su mujer, arrojó el cuerpo de ésta a un pantano, y el cuerpo decapitado salía del pantano por las noches y andaba tambaleándose por la vecindad, tropezando con todo porque no podía ver y suplicando constantemente que le dieran un peine. Cholly y Blue hablaban asimismo de las mujeres que el segundo había conocido, de las peleas en que había participado cuando era joven, de cómo en cierta ocasión, gracias a sus dotes de charlatán persuasivo, se había librado de un linchamiento del que otros no pudieron escapar.

Cholly apreciaba a Blue. Ya adulto, durante largo tiempo recordó lo bien que lo habían pasado juntos. En particular un Cuatro de Julio, en un picnic organizado por la iglesia y con motivo de que una familia se disponía a abrir una sandía. Varios niños, en el entorno, presenciaban la escena, y en la periferia del círculo estaba plantado Blue, a quien una leve sonrisa de expectación animaba el rostro. El padre de la familia alzó la sandía por encima de su cabeza; sus largos brazos le parecieron a Cholly más altos que los árboles, y la sandía eclipsaba el sol. Alto, con la cabeza hacia delante, los ojos clavados en una roca, los brazos más arriba que los pinos, en las manos una sandía más grande que el sol, el hombre se detuvo un instante para orientarse y asegurar la puntería. Al observar la figura recortada contra el brillante cielo azul, Cholly notó que se le ponía carne de gallina. Se preguntó si Dios tendría una apariencia así. No. Dios era un agradable anciano blanco, de largo cabello cano y barba ondulante, con unos ojitos azules que se entristecían cuando morían las personas y se enojaban cuando éstas se portaban mal. Aquella apariencia debía corresponder al diablo: sosteniendo el mundo en sus manos, a punto de estrellarlo contra el suelo y desparramar sus rojas entrañas para que los negros pudieran saborear su cálida dulzura. Si el demonio tenía aquel aspecto, Cholly le prefería. Nunca había sentido nada pensando en Dios, pero la simple idea del diablo le excitaba. Y ahora el vigoroso diablo negro estaba eclipsando el sol y se disponía a despanzurrar el mundo.

En la distancia, alguien tocaba una armónica: la música se deslizaba por encima de los campos de caña y se colaba en el bosque de pinos, trepaba en espiral por los troncos de los árboles y se confundía con el aroma de la resina, hasta el extremo de que Cholly no alcanzaba a discernir la diferencia entre el sonido y el olor que flotaban entre las cabezas de las personas presentes.

El hombre balanceó la sandía sobre el borde de una piedra y la dejó caer. Un sordo grito de decepción acompañó el chasquido de la corteza al partirse. La ruptura había sido pésima. La sandía se había reventado y los pedazos de corteza y pulpa roja habían quedado esparcidos irregularmente por el suelo.

Blue dio un salto.

—¡Ayayay! —gimió—. ¡Allá va el corazón!

Su voz expresaba a la vez contento y pena. Todos miraron hacia el gran fragmento rojo que correspondía al centro mismo de la sandía, libre de corteza y sin apenas pepitas, que había rodado casi hasta los pies de Blue. Éste se agachó a recogerlo: rojo sangre, la roma superficie una promesa de dulzura, los bordes rezumantes. Demasiado obvio, casi obsceno en el goce que prometía.

—Adelante, Blue —dijo el padre, riendo—. Puedes quedártelo.

Blue sonrió y se alejó con el pedazo de sandía. Los niños se precipitaban atropelladamente a recoger el resto de los trozos que sembraban el suelo. Las mujeres desprendían las semillas de las porciones de los críos de menor edad y partían pedacitos de pulpa para comérselos ellas. La mirada de Blue se posó en Cholly. Le hizo una seña.

—Vamos, chico. Vamos tú y yo a comernos el corazón.

Juntos, el viejo y el muchacho se sentaron en la hierba y compartieron el corazón de la sandía. La dulce y maligna entraña de la tierra.

Fue en primavera, una primavera muy fría, cuando la tía Jimmy murió por culpa de una tarta de melocotón. Asistió a una reunión campestre que tuvo lugar después de una fuerte lluvia, y la humedad de la madera de los bancos le sentó mal. Durante los cuatro o cinco días que siguieron se sintió indispuesta. Las amigas acudieron a interesarse por ella. Unas le prepararon infusiones de camomila, otras le dieron fricciones de linimento. Miss Alice, su mejor amiga, le leía la Biblia. Pero la pobre mujer iba decayendo. Abundaron los consejos, aunque fueran contradictorios.

—No comas claras de huevo.

—Bebe leche fresca.

—Mastica esta raíz.

La tía Jimmy prescindía de todo, excepto de las lecturas de la Biblia por parte de Miss Alice. Movía la cabeza en soñoliento reconocimiento cuando las palabras de la Primera Epístola a los Corintios zumbaban monótonamente alrededor de ella. Sus labios musitaban dulces amenes cuando se le recriminaban sus pecados. Pero su cuerpo no respondía.

Finalmente se decidió recurrir a M’Dear. M’Dear era una mujer sencilla y callada que vivía en una cabaña cerca del bosque. Era una comadrona competente y una experta en hacer diagnósticos. Pocas personas recordaban alguna época en que M’Dear no estuviera allí. Ante cualquier enfermedad que no respondiera a los tratamientos corrientes (curas conocidas, intuición o paciencia), el recurso era: «Traed a M’Dear».

Cuando la mujer llegó a casa de la tía Jimmy, Cholly la miró con asombro. Hasta entonces la había imaginado consumida y gibosa, porque sabía que era muy, muy vieja. Pero M’Dear, erguida, superaba en estatura al reverendo que la acompañaba. Debía medir más de seis pies. Cuatro grandes mechones de cabello blanco daban poderío y autoridad a su apacible cara negra. Tiesa como un palo, parecía necesitar su bastón de nogal no como soporte sino como instrumento de comunicación. Con él golpeaba ligeramente el suelo mientras bajaba la vista hasta el rostro arrugado de la tía Jimmy. Acariciaba la empuñadura con el pulgar de la mano derecha mientras con la izquierda palpaba el cuerpo de la enferma. Apoyó en la mejilla de ésta el dorso de los dedos, y luego la palma de la mano en su frente. Deslizó los dedos entre sus cabellos, rascó suavemente el cuero cabelludo y a continuación examinó lo que le revelaban las uñas. Levantó la mano de la tía Jimmy y la miró de muy cerca: las uñas, la piel del dorso; la carne de la palma la oprimió con las puntas de tres dedos. Después apoyó una oreja sobre el pecho y el vientre de su paciente para auscultarla. A petición de M’Dear, las mujeres sacaron de debajo de la cama el bacín para mostrarle las deposiciones. M’Dear tamborileaba con el bastón mientras las miraba.

—Enterrad el bacín y todo lo que hay dentro —dijo a las mujeres. Y añadió para la tía Jimmy—: Se te ha metido frío en las entrañas. Bebe caldo y nada más.

—¿Pasará? —preguntó la tía Jimmy—. ¿Me pondré bien?

—Eso espero.

M’Dear dio media vuelta y salió del cuarto. El reverendo la subió a su carricoche para acompañarla a casa.

Aquella noche las mujeres llevaron escudillas de caldo hecho con judías, con hojas de mostaza, con repollo, con berzas, con col rizada, con nabos, con remolacha, con alubias verdes. Incluso el caldo de hervir una careta de cerdo.

Dos noches después la tía Jimmy había recuperado muchas fuerzas. Cuando Miss Alice y la señora Gaines se pararon para interesarse por su estado, fueron testigos de su mejoría. Las tres mujeres conversaron a propósito de diversos padecimientos que habían soportado, de cómo los curaron o mitigaron, de qué las había ayudado y qué no. Una y otra vez volvían al estado en que la tía Jimmy se encontraba. Repetían cuál había sido la causa, que podría haberse hecho para prevenir la enfermedad, e insistían en la infalibilidad de M’Dear. Sus voces se confundían en un treno de nostalgia del dolor. Ascendente y descendente, complejo en cuanto a armonía, inseguro en el tono, pero constante en el recitativo del dolor. Las tres abrazaban contra sus pechos los recuerdos de sus dolencias. Se lamían los labios y chasqueaban la lengua al evocar con afecto las penalidades que habían soportado: partos, reumatismo, catarros, luxaciones, dolor de espalda, hemorroides. Todas las magulladuras que habían recolectado a su paso por la tierra (recogiendo, limpiando, cargando, plantando, encorvándose, arrodillándose, picando, mondando), siempre con críos pequeños estorbando entre los pies.

Pero hubo un tiempo en que habían sido jóvenes. La fragancia de sus axilas y de sus grupas tenía un adorable trasfondo almizcleño; sus ojos habían sido furtivos, sus labios estuvieron relajados, y la delicada posición de sus cabezas sobre aquellos esbeltos cuellos negros no podía compararse a otra cosa que a la de una gacela. Sus risas fueron más una caricia que un sonido.

Después maduraron. Se introdujeron en la vida por la puerta trasera. Adquirieron identidad. Todas las personas de su mundo parecían estar en posición de darles órdenes. Las mujeres blancas decían: «Haz esto». Los niños blancos decían: «Dame eso». Los hombres blancos decían: «Ven acá». Los negros decían: «Acuéstate aquí». Los únicos seres de quienes no necesitaban recibir órdenes eran los niños negros y sus propias congéneres. Pero todo aquello lo asimilaban y lo recreaban en concordancia con su misma imagen. Gobernaban las casas de los blancos, y lo sabían. Cuando los hombres blancos apalizaban a sus hombres, ellas restañaban la sangre y se iban a casa a que las maltratase la víctima. Zurraban a sus hijos con una mano y con la otra robaban para ellos. Aquellas manos que talaban árboles también cortaban cordones umbilicales; las manos que retorcían el cuello de los pollos y degollaban cerdos también hacían florecer las violetas africanas; los brazos que cargaban gavillas, balas y sacos acunaban a los bebés hasta que se dormían. Amasaban inocentes pasteles hojaldrados y amortajaban a los difuntos. Araban los campos todo el día y regresaban a casa para acurrucarse dulcemente bajo los miembros de sus hombres. Las piernas que montaban a horcajadas los lomos de una mula eran las mismas que apresaban las caderas del hombre. Y aquélla era la única diferencia que había.

Después envejecieron. Sus cuerpos gruñían, su fragancia se agrió. En cuclillas en un campo de caña, encorvadas en un campo de algodón, arrodilladas a la orilla del río, habían llevado en sus cabezas un mundo. Habían dejado a un lado las vidas de sus hijos para atender a sus nietos. Con alivio, se habían envuelto la cabeza en cuatro trapos, el pecho en franela, y calzado sus pies con fieltro. Se habían acabado para ellas lo mismo la lascivia que la lactancia, estaban más allá de las lágrimas, más allá del terror. Ahora podían recorrer los caminos de Mississippi, las sendas de Georgia, los campos de Alabama, sin que las molestara nadie. Eran lo bastante viejas para encolerizarse donde y cuando quisieran, estaban lo bastante fatigadas para esperar sin angustia la muerte, lo bastante desvinculadas de la carne para aceptar la noción de dolor a la vez que ignoraban su presencia. Eran, de hecho y al fin, libres. Y en sus ojos, en los ojos de aquellas negras viejas, se sintetizaba su propia vida: un puré de tragedia y humor, de perversidad y serenidad, de realidad y fantasía.

Charlaron hasta muy entrada la noche. A Cholly, escuchándolas, le vencía el sueño. El arrullo de aquella retahíla de aflicciones le envolvió, le meció, y finalmente le aturdió. En su sueño, el fétido olor de las deposiciones de una vieja se transformaron en el aroma vivificador del estiércol de caballo, y las voces de las tres mujeres se diluyeron en las agradables notas de una armónica. Era consciente, en su sueño, de estar arrellanado en una silla, con las manos encajadas debajo de los muslos. Pero soñaba que su pene se convertía en un largo bastón de nogal y que las manos que lo acariciaban eran las manos de M’Dear.

Una húmeda noche de sábado, antes de que la tía Jimmy se sintiera lo bastante fuerte como para levantarse de la cama, Essie Foster le llevó una tarta de melocotón. La anciana señora se comió un pedazo, y a la mañana siguiente, cuando Cholly fue a vaciar el bacín, estaba muerta. Su boca dibujaba una pequeña O, y sus manos, aquellos dedos largos de uñas duras como las de un hombre, cumplida su función de toda una vida, reposaban delicadamente sobre la sábana. Uno de sus ojos, abierto, parecía mirar a Cholly como advirtiéndole: «Atento a lo que haces con ese bacín, chico». Cholly sostuvo su mirada, incapaz de moverse, hasta que una mosca se posó en la comisura de la boca de su tía. Entonces la ahuyentó, furioso, captó de nuevo la imperativa mirada del ojo y ejecutó el mandato recibido.

El entierro de la tía Jimmy fue el primero al que Cholly asistía. Como miembro de la familia, uno de los deudos, era objeto de constantes atenciones. Las señoras habían limpiado la casa, la habían ventilado concienzudamente, habían comunicado la noticia a todo el mundo y cosido lo que parecía ser un vestido de boda blanco para que tía Jimmy, que era soltera, lo luciera cuando fuese al encuentro de Jesús. Incluso aportaron un traje negro, una camisa blanca y una corbata para Cholly. El marido de una de ellas le cortó el cabello. Estaba circundado de fastidioso afecto. Nadie le hablaba; es decir, le trataban como el niño que era, sin implicarle nunca en verdaderas conversaciones; pero anticipaban deseos que no había tenido nunca: agua caliente para la tina de madera donde podía bañarse, comidas que aparecían en el momento oportuno, ropas extendidas a punto para vestirlas. Durante el velatorio permitieron que se durmiera, y unos brazos desconocidos le llevaron a la cama. Sólo el tercer día después de la defunción, que era el día del entierro, tuvo que compartir la notoriedad. Los familiares de la tía Jimmy acudieron de los pueblos y granjas de las cercanías. Su hermano O. V., la esposa y los hijos de éste, y un gran número de primos. Pero Cholly continuaba siendo la figura principal, porque él era «el chico de Jimmy, la última persona a quien ella quiso», y también «quien la encontró muerta». La solicitud de las mujeres, las palmaditas en la cabeza de los hombres, terminaron por complacer a Cholly, y los acaramelados diálogos le fascinaron.

—¿De qué ha muerto?

—De la tarta de Essie.

—¡Qué me dices!

—Ujú. Tenía buen aspecto, yo la vi justamente el día anterior. Dijo que quería que le llevase un carrete de hilo negro para remendarle al chico unas cosas. Debí de haber comprendido, por lo del hilo negro, que era como una señal.

—Seguro que lo era.

—Igual que con Emma, ¿te acuerdas? Insistía en que quería hilo. Murió aquella misma noche.

—Sí. Bueno, ella estaba empeñada en lo del hilo. Me lo recordaba a cada momento. Le dije que tenía un poco en casa, pero no, lo quería nuevo. Así que envié a Li’l June a comprarlo, precisamente aquella misma mañana, cuando ya estaba muerta, la pobre. Yo iba a llevárselo junto con unas mollejas. Ya sabes cuánto le gustaba mi manera de guisarlas.

—Por supuesto. Las elogiaba siempre. Para ti era una buena amiga.

—Eso creo. Bien, apenas me había vestido para salir cuando Sally llamó a la puerta gritando que Cholly acababa de ir a casa de Miss Alice y le había dicho que Jimmy había muerto. Me quedé de piedra, te lo aseguro.

—Imagino que Essie debe de sentirse muy mal.

—Oh, Señor, claro. Pero le dije que el Señor nos da y el Señor nos quita. No era culpa suya, ni mucho menos. Las tartas de melocotón que hace son muy buenas. Pero se ha empeñado en creer que la culpa fue de la tarta, y quién sabe.

—Pues no tendría que tomárselo así. Hacía lo mismo que habría hecho cualquiera de nosotras.

—Sí. Mira, yo había preparado mis mollejas; si se las hubiese llevado, ahora lo mismo podría ser una cosa que otra.

—Lo dudo. Las mollejas son puras. En cambio, dicen que una tarta es lo peor que puede comer una persona enferma. Me sorprende que Jimmy no lo pensara.

—Si lo pensó no hizo caso. Prefirió complacer a Essie. Ya sabes cómo era. Tan, tan buena.

—Y que lo digas. Oye, ¿ha dejado algo?

—Ni un pañuelo. Los dueños de la casa son unos blancos de Clarksville.

—¿Ah, sí? Creí que era suya.

—Quizá lo fue en otra época. Pero ya no. He oído que los de la compañía de seguros han venido a hablar con su hermano.

—¿Cuánto dinero será?

—Ochenta y cinco dólares, según he oído.

—¿Nada más?

—¿La podrán enterrar con eso?

—No sé cómo. Cuando mi papá murió en abril del año pasado, costó ciento cincuenta dólares. Por supuesto, quisimos hacer las cosas bien. Ahora los parientes de Jimmy tendrán que contribuir. Esa funeraria que entierra a los negros no es precisamente barata.

—Una vergüenza. Ella estuvo pagando el seguro toda su vida.

—Si lo sabré yo.

—Bueno, ¿y el chico qué? ¿Qué hará él?

—Pues, como no ha habido manera de encontrar a su madre, parece que se lo llevará el hermano de Jimmy. Dicen que tiene una casa muy bonita, con retrete interior y todo eso.

—Ah, muy bien. A mí me parece un buen cristiano. Y el chico necesita la mano de un hombre.

—¿A qué hora es el entierro?

—A las dos. Hacia las cuatro ya estará bajo tierra.

—¿Y el banquete? He oído que Essie quería que fuera en su casa.

—No, será en la de Jimmy. Lo ha decidido su hermano.

—Bueno, será importante de todos modos. Todos apreciaban a la pobre Jimmy. Seguro que se la echará de menos en la iglesia.

El banquete funerario fue un repiqueteo de alegría después de la atronadora belleza del entierro; éste había sido como una tragedia callejera con la espontaneidad suavemente guardada en los pliegues de una estructura muy formal. La difunta era la heroína trágica, los supervivientes las inocentes víctimas; la naturaleza divina era omnipresente en la estrofa y antistrofa del coro de fieles apesadumbrados guiados por el pastor. Había aflicción por la pérdida de una vida, aturdida extrañeza ante los designios de Dios, y la restauración del orden en la naturaleza que simbolizaba el cementerio.

De esta manera el banquete era el alborozo, la armonía, la aceptación de la flaqueza física, el gozo por el final del sufrimiento. Risas, solaz, una desaforada avidez de comer.

Cholly no tenía aún plena conciencia de que su tía había muerto. Todo era interesante. Incluso en el cementerio no sintió más que curiosidad, y cuando le llegó el turno de acercarse a ver el cuerpo, en la iglesia, tendió la mano para tocarlo y comprobar que realmente estaba frío como el hielo, según todo el mundo decía. Pero retiró la mano rápidamente. La tía Jimmy parecía querer defender su intimidad, y en cierto modo habría sido incorrecto perturbarla. Cholly había retrocedido hacia su asiento, secos los ojos, entre lacrimosos chillidos y gritos de los demás, preguntándose si debía intentar llorar él también.

De regreso a casa, quedó libre para unirse a la diversión y disfrutar de lo que realmente sentía: una especie de espíritu carnavalesco. Comió vorazmente y se confortó lo suficiente para tratar de conocer a sus primos. Existía la duda, según los adultos, de si eran o no sus auténticos primos, puesto que el hermano de Jimmy, O. V., sólo era hermanastro de ésta, y la madre de Cholly había sido hija de la hermana de Jimmy, pero aquella hermana fue fruto del segundo matrimonio del padre de Jimmy, mientras que O. V. lo era del primer matrimonio.

Uno de aquellos primos interesó particularmente a Cholly. Tendría quince o dieciséis años. Cholly salió de casa y encontró al chico parado con otros varios cerca de la tina donde la tía Jimmy solía hervir sus ropas.

Aventuró un incierto «Jey». Ellos le respondieron con otro. El chico de quince años, que se llamaba Jake, ofreció un cigarrillo. Cholly lo aceptó, pero cuando sostuvo el cigarrillo con el brazo extendido y aplicó su extremo a la llama del fósforo, en lugar de ponérselo en la boca y aspirar, todos se rieron de él. Avergonzado, tiró el cigarrillo. Consideró importante hacer algo para rehabilitarse ante Jake. Así, cuando éste le preguntó si conocía algunas chicas, Cholly dijo:

—Claro que sí.

Todas las chicas que Cholly conocía estaban en el banquete, y señaló un puñado de ellas que se habían reunido en el porche trasero. Incluida Darlene. Cholly confió en que su primo no se fijaría en ella.

—Vamos a dar un paseo con alguna —dijo Jake.

Los dos chicos deambularon acercándose al porche. Cholly no sabía cómo empezar. Jake se sentó en la desvencijada baranda y se limitó a quedarse allí con la mirada perdida en el vacío, como si las chicas no le despertaran el menor interés. Dejaba que ellas le examinaran detenidamente mientras él, a su vez, las evaluaba con disimulo.

Las chicas fingían no ver a los chicos y continuaban charlando. Su hablar no tardó en tornarse áspero; las bromas amables que se habían gastado unas a otras se deterioraron, derivaron hacia la mordacidad, perdieron alegría. Era el inicio que Jake esperaba: las chicas reaccionaban ante su presencia; les había llegado un soplo de su virilidad y temblaban por llamar de alguna forma la atención.

Jake abandonó la baranda del porche y fue directamente al encuentro de una muchacha llamada Suky, que era la que más agria se había mostrado en sus bromas.

—¿Querrías acompañarme a ver lo que hay por aquí?

Ni siquiera sonreía.

Cholly contuvo el aliento, esperando que Suky despachase a Jake a gritos. Era especialista en ello, bien conocida por su mala lengua. Con enorme sorpresa, sin embargo, vio cómo la chica accedía inmediatamente y, encima, bajaba modestamente las pestañas. Armándose de valor, Cholly se volvió entonces a Darlene y le dijo:

—Ven con nosotros. Iremos sólo hasta el barranco.

Se disponía a ver cómo la chica hacía una mueca y se negaba, o preguntaba para qué, o alguna cosa parecida. Lo que más le inspiraba ella era miedo; miedo a no gustarle y miedo a que sí.

El segundo de sus miedos se materializó. La chica sonrió y bajó saltando los tres peldaños que les separaban para reunirse con él. Sus ojos estaban llenos de compasión, y Cholly recordó su propio papel de protagonista de las ceremonias funerarias.

—Vamos, si quieres —dijo ella—. Pero no demasiado lejos. Mamá ha hablado de marcharnos temprano, y pronto oscurecerá.

Los cuatro se alejaron. Otros chicos habían acudido al porche y se disponían a iniciar la en parte hostil, en parte indiferente y en parte desesperada danza de apareamiento. Suky, Jake, Darlene y Cholly atravesaron los patios traseros de varias casas hasta llegar a campo abierto; luego, más deprisa, siguieron hasta el lecho de un arroyo seco cubierto de vegetación. La meta de su paseo era un viñedo silvestre donde podían encontrarse uvas; todavía demasiado verdes, demasiado duras para tener suficiente azúcar, pero ya comestibles. Ninguno de ellos buscaba en aquel momento la fácil renuncia de los granos a su zumo. La restricción, la contención, aquella promesa de una dulzura aún no desvelada los provocaba más de lo que habría hecho la plena madurez. Por lo menos les afilaba los dientes, y los chicos se divirtieron disparándoles uvas a las muchachas. Sus esbeltas muñecas de adolescentes negros dibujaban claves de sol en el aire cuando ejecutaban los lanzamientos. La persecución apartó a Cholly y Darlene del borde del barranco, y cuando se pararon a tomar aliento Jake y Suky habían desaparecido de su vista. El blanco vestido de algodón de Darlene mostraba manchas de zumo. El gran lazo azul que recogía su cabello se había deshecho y revoloteaba en torno a su cabeza agitado por la brisa del ocaso. Jadeantes, ambos se tumbaron sobre la hierba púrpura y verde de la linde del bosque de pinos.

Cholly, tendido boca arriba, recuperaba la respiración y escuchaba el sonoro roce de las agujas de pino, que parecía anticipar lluvia. Tenía la boca llena de sabor a uva, le aturdía aquella mezcla de aromas: a lluvia cercana, a pino, a uvas verdes. El sol se había puesto y arrastrado consigo sus jirones de luz. Al volver la cabeza para ver dónde estaba la luna, Cholly avistó a Darlene detrás de él, iluminada por su luz. Estaba acurrucada en forma de D: abrazándose las rodillas, sobre las cuales apoyaba la cabeza. Cholly distinguió claramente sus bragas y una porción de sus jóvenes muslos.

—Será mejor que volvamos —dijo él.

—Sí. —Ella extendió las piernas y las apoyó planas sobre el suelo. Comenzó a rehacer su lazo—. Mamá me zurrará.

—Qué va a zurrarte.

—Ujú. Me ha avisado de que me zurraría si me ensuciaba.

—No estás sucia.

—Claro que lo estoy. Mira.

Soltó el lazo y con las manos alisó una zona del vestido donde las manchas de zumo de uva eran mayores y más abundantes.

Cholly lo lamentó por ella; a fin de cuentas, él tenía la culpa. De súbito se dio cuenta de que la tía Jimmy estaba muerta, porque echó de menos el temor a ser castigado. No había nadie con posibilidad de hacerlo, excepto quizá su tío O. V., y éste era también protagonista del luto.

—Déjame a mí —dijo.

Se puso de rodillas frente a Darlene e intentó anudarle la cinta. Ella introdujo las manos por debajo de su camisa abierta y le frotó la húmeda y tersa piel. Cuando él la miró, sobresaltado por la sorpresa, la chica se detuvo y rió. Él sonrió y continuó rehaciendo el lazo. Ella adelantó las manos por debajo de la camisa hasta tocarle la espalda.

—Estate quieta —dijo Cholly—. ¿Cómo quieres que termine esto, si no?

Ella le cosquilleaba ahora las costillas con las yemas de los dedos. Él soltó una risita entrecortada y se llevó nerviosamente las manos a los costados. En un instante estuvieron uno encima del otro. Las manos de Darlene serpenteaban en el interior de las ropas de Cholly. Éste correspondió a su juego investigando el escote de su vestido, y después por debajo de la falda. Cuando su mano alcanzó las bragas, Darlene cesó repentinamente de reír y se puso seria. Cholly, asustado, estuvo a punto de retirar la mano, pero ella le cogió la muñeca para impedírselo. Él la examinó entonces con los dedos y Darlene le besó la cara y la boca, con labios que sabían a uvas y que a Cholly le parecieron turbadores. Ella le soltó la cabeza, desplazó el cuerpo y se bajó las bragas. Tras un pequeño problema con los botones, Cholly consiguió bajarse los pantalones hasta las rodillas. Sus cuerpos comenzaban a tener sentido para él, y al final las cosas no fueron tan complicadas como había pensado que serían. Darlene gimió un poco, pero la excitación que se acumulaba dentro de Cholly indujo a éste a cerrar los ojos y considerar los gemidos más o menos como los suspiros que las ramas de los pinos soltaban por encima de su cabeza. En el preciso momento en que sentía como la amenaza de una explosión, Darlene se inmovilizó y lanzó un grito. Él creyó que le había hecho daño, pero cuando le miró el rostro descubrió que la muchacha miraba alocadamente algo situado más allá de su hombro. Se volvió con una brusca sacudida.

Dos hombres blancos se encontraban de pie detrás de él. Uno sostenía un farol de petróleo, el otro una linterna eléctrica. No había error posible sobre su condición de blancos: Cholly podía olerlos. Se enderezó e intentó arrodillarse, levantarse y subirse los pantalones, todo a la vez. Los hombres llevaban armas largas.

—Ji ji ji jiii.

La risa era una larga tos asmática.

El otro hombre recorrió con el foco de la linterna las figuras de Cholly y Darlene. Dijo:

—Sigue con eso, negrito.

—¿Señor? —preguntó Cholly, pugnando por encontrar un ojal.

—He dicho que adelante. Continúa hasta el final. Y hazlo bien, negrito, hazlo bien.

No había lugar donde los ojos de Cholly pudieran refugiarse. Se escabulleron furtivamente de acá para allá en busca de cobijo, mientras su cuerpo permanecía paralizado. El hombre de la linterna bajó el arma que llevaba al hombro, y Cholly oyó el clop del metal. Se dejó caer nuevamente de rodillas. Darlene tenía la cabeza vuelta, sus ojos rehuían la linterna y se extraviaban en la oscuridad del entorno con una expresión casi de indiferencia, como si no participasen en el drama que se desarrollaba a su alrededor. Con una violencia nacida de la desvalidez total, él le subió la falda y se bajó pantalones y calzoncillos.

—Ji ji ji jiii.

Darlene se cubrió la cara con las manos cuando Cholly comenzó a simular lo que antes había ocurrido. No podía hacer otra cosa que fingir. La linterna dibujaba una luna en su trasero desnudo.

—Ji ji ji jiii.

—Vamos ya, negro. Más deprisa. No estás haciendo nada por ella.

—Ji ji ji ji jiii.

Cholly, al tiempo que aceleraba sus movimientos, miró a Darlene. La odiaba. Casi deseó poder hacerlo, y hacerlo dura, larga y dolorosamente, tanto la detestaba. El haz luminoso de la linterna se introdujo como un monstruoso gusano en sus entrañas y convirtió el fresco y dulce sabor a uva en putrefacta y fétida bilis. Fijó la vista en las manos con que Darlene se protegía la cara de la luz de la luna y de la linterna. Parecían dos pequeñas garras.

—Ji ji ji ji jiii.

A cierta distancia aullaron unos perros.

—Son ellos. Son ellos. Reconozco a la vieja Honey.

—Sí —dijo el hombre del farol.

—Vámonos.

El foco de la linterna se desvió, y uno de los hombres emitió un silbido de aviso.

—Espera —objetó el del farol—, el negro todavía no ha terminado.

—Bueno, ya terminará cuando llegue el momento. Buena suerte, negrito.

Los pies de ambos aplastaron las agujas de pino. Cholly continuó oyendo sus silbidos durante un buen rato, y después los perros respondieron, ya no con aullidos, sino con calurosos y excitados ladridos de salutación.

Cholly se levantó y en silencio se abrochó los pantalones. Darlene no se movía. Él habría querido estrangularla, pero en lugar de ello le tocó una pierna con el pie.

—Tenemos que marcharnos, chica. ¡Vamos!

Ella, con los ojos cerrados, tanteó en busca de sus bragas, pero no las encontró. Los dos exploraron al tacto el terreno, apenas guiados por la luz de la luna. Cuando Darlene dio finalmente con ellas, se las puso moviéndose como una vieja. Ambos se apartaron del pinar en dirección al camino; él delante, ella trastabillando detrás. Comenzó a llover. «Tanto mejor», pensó Cholly. «Será una excusa para cómo traemos la ropa».

Al llegar a casa todavía quedaban diez o doce invitados. Jake no estaba, ni tampoco Suky. Algunas personas se habían demorado en torno a nuevas raciones de comida: pastel de patata, costillas. Todas estaban enfrascadas en reminiscencias nocturnas sobre sueños, figuraciones, premoniciones. Su ahíto bienestar actuaba como un narcótico y había provocado tanto los recuerdos como la invención de alucinaciones.

La entrada de Cholly y Darlene causó escasa impresión.

—Venís empapados, ¿no?

La madre de Darlene parecía sólo vagamente molesta. Había comido y bebido demasiado. Tenía los zapatos debajo de la silla y el vestido abierto por los costados.

—Ven aquí, niña. Creía haberte dicho…

Algunos de los presentes pensaban que esperarían a que amainase la lluvia. Otros, que habían venido en carros, opinaban que sería mejor marcharse ahora. Cholly se dirigió al pequeño cuarto trastero que había sido habilitado como dormitorio para él. Tres niños pequeños dormían en su catre. Se quitó las prendas húmedas y sembradas de agujas de pino y se puso un mono de trabajo. No sabía adonde ir. El cuarto de la tía Jimmy estaba excluido, y de todos modos el tío O. V. y su esposa lo utilizarían más tarde. De un baúl sacó una colcha, la extendió en el suelo y se acostó encima. Alguien estaba preparando café, y su aroma le provocó el deseo intenso de beber una taza, justo antes de que se durmiera.

El día siguiente fue jornada de limpieza, de revisar y saldar cuentas, de distribuir las pertenencias de la tía Jimmy. Bocas con las comisuras curvadas hacia abajo, ojos velados, pies inseguros.

Cholly flotaba a la deriva, ocupándose de una que otra tarea cuando se la encomendaban. Todo el encanto y la cordialidad que los adultos le habían demostrado el día anterior cedían ahora su lugar a una brusquedad que concordaba con su estado de ánimo. No podía pensar en otra cosa que no fueran el haz luminoso de la linterna, las uvas y las manos de Darlene. Y cuando no pensaba en ellos, la vacuidad de su cabeza era como el espacio que deja un diente recién caído, consciente todavía de la podredumbre que lo ha llenado. Temeroso de tropezarse con Darlene, no se alejaba de la casa, pero tampoco le era posible soportar la atmósfera del que había sido el hogar de su difunta tía. Las manos que revolvían sus cosas, los comentarios sobre la «condición» de sus pertenencias. Malhumorado, irritable, cultivaba su odio hacia Darlene. En ningún momento se le había ocurrido dirigir su odio contra los cazadores. Semejante emoción le habría destruido. Ellos eran hombres blancos, hombres armados, hombres importantes. Él era negro, insignificante, desvalido. Su subconsciente sabía lo que su mente consciente no sospechaba: que odiarles le habría consumido, le habría quemado como un pedazo de carbón bituminoso, dejando sólo unos copos de ceniza y el signo de interrogación que trazaría el humo en el aire. Con el tiempo descubriría aquel odio hacia los hombres blancos, pero no entonces. No en su estado de impotencia, sino más adelante, cuando el odio encontrase generosa expresión. Por el momento sólo odiaba a quien había creado la situación, a quien había atraído a los testigos de su incapacidad y su fiasco. A quien él no había sido capaz de proteger, de salvar, de abrigar contra el crudo foco de la linterna, contra los ji-jijís. Recordó la cinta del cabello de Darlene, suelta, mojada, oscilando ante su cara mientras regresaban caminando en silencio bajo la lluvia. La aversión que galopaba por su interior le hizo temblar. No había nadie con quien pudiese hablar de aquello. El viejo Blue, por aquellas fechas, solía estar demasiado borracho para que tuviera sentido decirle algo. Por otra parte, Cholly dudaba de la conveniencia de revelarle su vergüenza a Blue. Tendría que mentir un poco para contárselo. Blue, el príncipe de los don Juanes. A su entender, solitario era mejor que solo.

El día en que el tío de Cholly se disponía a partir, cuando ya todo estaba embalado, cuando las disputas a propósito de quién se quedaba qué habían quedado reducidas a una suerte de salsa pringosa que rezumaba de la boca de todos, Cholly se sentó a esperar en el porche trasero. Se le había ocurrido que Darlene podía estar preñada. Era una idea confusa, loca, irracional, pero el miedo que le causó no tenía ni ápice de confuso.

Debía huir de allí. Poco importaba el hecho de que aquel mismo día se marchara. La población vecina o la siguiente no estaban a suficiente distancia, sobre todo teniendo en cuenta que no le gustaba su tío ni confiaba en él, que la madre de Darlene seguramente le encontraría y que a no dudarlo el tío O. V. le entregaría. Cholly sabía que era censurable abandonar a una chica preñada, y recordó con un sentimiento de afinidad que su padre había hecho exactamente lo mismo. Ahora lo comprendía. Supo enseguida cuál iba a ser su objetivo: encontrar a su padre. Su padre se haría cargo de lo que ocurría. La tía Jimmy decía que se había marchado a Macón.

Sin reflexionar más de lo que reflexionaría un pollito al salir del cascarón, bajó los peldaños del porche. Había recorrido un breve trecho cuando se acordó del tesoro: la tía Jimmy había dejado algo y él lo había olvidado por completo. En la chimenea de una estufa que hacía mucho tiempo no se usaba, su tía había escondido una bolsita que ella llamaba su tesoro. Cholly se coló en la casa sin encontrar a nadie, localizó la vieja estufa y hurgó en su chimenea; extrajo hollín y telarañas, y finalmente la bolsa. Ésta contenía catorce billetes de un dólar, dos de dos dólares y un puñado de monedas: veintitrés dólares en total, que contó cuidadosamente. Seguro que aquello le bastaría para llegar hasta Macón. Qué bonita palabra, con qué fuerza sonaba: Macón.

Huir de casa no representaba un gran problema para un chico negro de Georgia. Uno se escabullía, simplemente, y empezaba a caminar. Al llegar la noche dormía en cualquier pajar, granero o establo, siempre que no hubiese perros, o en un campo de caña, o en un aserradero vacío. Comía lo que producía la tierra y compraba cerveza sin alcohol y regaliz en tiendecitas de pueblo. Siempre disponía de una historia de calamidades e infortunios que contar a los adultos inquisitivos; a los adultos negros, porque a los blancos no les interesaba, a no ser que quisieran burlarse.

Cuando llevaba ya varios días de camino, podía acercarse a la puerta trasera de las casas ricas y contar a la cocinera negra o a la señora blanca que necesitaba trabajo: desherbar el jardín, cavar, recolectar frutas u hortalizas, limpiar lo que fuere; y que vivía en las cercanías. Una semana o poco más de estancia, y podía reemprender el vuelo. De este modo vivió hasta el final del verano, y sólo el siguiente mes de octubre llegó a una ciudad lo bastante grande para tener una estación regular de autobuses. Con la boca seca por la excitación y la aprensión, se dirigió a la parte del mostrador reservada a las personas de color con el fin de comprar su billete.

—¿Cuánto hasta Macón, señor?

—Once dólares. Cinco cincuenta los niños menores de doce años.

Cholly tenía doce dólares y cuatro centavos.

—¿Tú qué edad tienes?

—Justo doce años, señor, pero mamá sólo me ha dado diez dólares.

—Tú debes ser el chico de doce años más alto que he visto.

—Por favor, señor, tengo que ir a Macón. Mi mamá está enferma.

—Me pareció que decías que tu mamá te había dado diez dólares.

—Figura que es mi mamá, pero la de verdad está en Macón, señor.

—Considero que reconozco a un negrito mentiroso a primera vista, pero por si acaso tú no lo eres, por si acaso una de tus mamás se muere de veras y quiere ver a su cachorrito antes de reunirse con su Creador, voy a hacerlo.

Cholly no oyó nada. Chanzas e insultos formaban parte de las molestias habituales de la vida, como los piojos. Era feliz como no recordaba haberlo sido nunca, excepto aquella vez con Blue y la sandía. El autobús tardaría aún cuatro horas en partir, y los minutos de aquellas horas forcejearon como mosquitos en una tira de papel atrapamoscas: fueron muriendo despacio, exhaustos por la lucha para seguir vivos. Cholly tenía miedo de moverse, ni que fuese para ir al lavabo. El autobús podía marcharse en su ausencia. Finalmente, envarado por el esfuerzo de reprimir sus necesidades, abordó el vehículo con destino a Macón.

Encontró un asiento de ventanilla en la parte trasera, todo para él, y Georgia entera desfiló ante sus ojos antes de que el sol se perdiera de vista. Anhelaba ver incluso en la oscuridad, y sólo tras un tenaz combate por mantenerse despierto se durmió. Cuando despertó era ya pleno día, y una obesa señora negra le daba suaves codazos y le ofrecía un emparedado de bizcocho y tocino frío. Con el sabor del tocino todavía en los dientes entraron apaciblemente en Macón.

Al final del callejón se veían unos hombres arracimados. Un coro de voces exaltadas ascendía en espiral sobre los bultos de sus formas encorvadas. Cuerpos agazapados, hincados de rodillas, inclinados, todos con los ojos puestos en un determinado punto del suelo. Al aproximarse a ellos inhaló un familiar y estimulante olor a humanidad. Los hombres se habían reunido, tal como el encargado de la sala de billares le había dicho, en torno al dinero y los dados. Cada figura aparecía decorada de un modo u otro por los papelitos verdes. Algunos habían separado su dinero, rodeado con los billetes los dedos, doblándolos y cerrando el puño, de manera que los bordes de los billetes asomaban en una mezcla de delicadeza y violencia. Unos cuantos tenían asidos los billetes como si fueran cartas de una baraja que se disponían a repartir. Otros aún habían dejado descuidadamente el dinero en el suelo, unos pocos billetes arrugados. A uno le asomaban los billetes por debajo de la gorra. Otro los sostenía entre el índice y el pulgar. En aquellas manos negras había más dinero del que Cholly hubiera visto nunca. Compartió su excitación, y la aprensión de encontrar a su padre, que le había secado la boca, dio paso al flujo de saliva de la euforia. Examinó uno a uno aquellos rostros, buscando el que pudiese corresponder a su padre. ¿Cómo le conocería? ¿Sería como una versión ampliada de él mismo? En aquel momento Cholly no recordaba su propia apariencia. Sabía únicamente que tenía catorce años, que era negro y que su estatura alcanzaba ya los seis pies. En su examen de las caras allí presentes no vio más que ojos, ojos suplicantes, ojos fríos, ojos deslustrados por la inquina, ojos comprimidos por el temor, y todos ellos fijos en los movimientos de un par de dados que uno de los hombres arrojaba, recogía y volvía a lanzar. Mientras cantaba una especie de letanía, a la que respondían los demás hombres, frotaba los dados como si fueran dos carbones calientes e interrumpía su canto para murmurarles cosas. Luego, con un alarido, expelía los dos pequeños cubos y provocaba un coro de sorpresas y decepciones. A continuación, el lanzador recaudaba dinero, y alguien exclamaba: «¡Cógelo y ahueca, zorro, antes de que nos desplumes!». Sonaban risas y había unos momentos de perceptible distensión, durante los cuales unos cuantos hombres intercambiaban billetes.

Cholly tocó el hombro de un tipo de cabello cano.

—¿Podría decirme si Samson Fuller está por aquí?

—¿Fuller? —El del cabello cano parecía conocer el nombre—. No lo sé, sí, por ahí andará. Es aquél —señaló—. El de la chaqueta marrón.

Un hombre que vestía una chaqueta de color marrón claro, en un extremo del grupo, gesticulaba de una forma pendenciera y agitada ante otro hombre. Los rostros de ambos estaban contraídos por la cólera. Cholly dio un rodeo hacia el lugar donde los dos tipos se habían situado, resistiéndose a creer que había llegado ya al final de su peregrinación. Allí estaba su padre, un hombre como cualquier otro, pero ciertamente allí, con sus ojos, su boca, su cabeza; los hombros encogidos bajo aquella chaqueta, su voz, sus manos, todo real. Existían, era verdad que existían en alguna parte. Allí mismo. Cholly había pensado siempre en su padre como en un gigante, de modo que cuando le tuvo cerca se sobresaltó al descubrir que él era más alto. De hecho, estaba mirando una placa de calvicie en la cabeza de su padre, que súbitamente deseó tocar. Mientras contemplaba fascinado aquella lamentable mancha lampiña rodeada de descuidados manojos de lana, el hombre volvió hacia él un rostro de expresión dura y belicosa.

—¿Qué quieres, chico?

—Oh, esto… ¿Es usted Samson Fuller?

—¿Quién te envía?

—¿Eh?

—¿Eres el hijo de Melba?

—No, señor, yo soy…

Cholly pestañeó. Le era imposible recordar el nombre de su madre. ¿Lo había sabido alguna vez? ¿Qué podía decir? ¿De quién era hijo? No podía responder: «Soy su hijo». Sonaría irrespetuoso.

El hombre se impacientaba.

—¿Se te ha soltado un tornillo de la cabeza? ¿Quién te ha enviado a buscarme?

—Nadie. —A Cholly le sudaban las manos. Los ojos del hombre le atemorizaban—. Sólo pensaba… O sea, simplemente pasaba por aquí, eso, me llamo Cholly…

Pero Fuller había devuelto su atención a la partida de dados que estaba a punto de reanudarse. Se agachó para dejar un billete en el suelo, y esperó la tirada. Una vez hecho el juego, se enderezó y con voz irritada y gimoteante le gritó a Cholly:

—¡Dile a esa bruja que tendrá su dinero! ¡Y ahora vete a incordiar a otro sitio!

A Cholly le costó mucho levantar un pie del suelo. Intentaba retroceder y alejarse. Sólo con extrema dificultad consiguió que el primer músculo cooperase. Cuando esto se produjo, pudo echar a andar por el callejón y salir de la penumbra a la intensa luz de la calle. Ya a pleno sol, sintió que algo cedía en sus piernas. En la acera había volcada una banasta de naranjas vacía, con una lámina que mostraba dos manos entrelazadas pegada en un costado. Cholly se sentó sobre su base. Los rayos solares se derramaban como miel sobre su cráneo. Pasaba el carromato de un vendedor de fruta, tirado por un caballo. El conductor cantaba: «¡Directa de la parra, dulce como el azúcar, roja como el vino!».

Los ruidos parecían aumentar de volumen. El clic-cloc de los tacones de las mujeres, las risas de los hombres ociosos en los quicios de las puertas. Por alguna parte circulaba un tranvía. Cholly continuaba sentado. Sabía que si permanecía muy quieto se sentiría bien. Pero entonces un indicio de dolor bordeó sus ojos y tuvo que apelar a todos sus recursos para alejarlo. Si seguía inmóvil, se repitió, y fijaba la mirada en una sola cosa, las lágrimas no vendrían. Por ello aguantaba sentado bajo el sol que derramaba miel, aplicando cada nervio y cada músculo a contener la cascada que amenazaba con brotar de sus párpados. Mientras se violentaba de este modo, concentrando en sus ojos hasta el último átomo de energía, su vientre cedió de improviso y, antes de que se diera plena cuenta de lo que ocurría, heces líquidas se le escurrieron piernas abajo. En la boca del callejón donde estaba su padre, encima de una banasta de naranjas abandonada al sol, en una calle llena de hombres y mujeres adultos, se había emporcado como un crío.

Presa del pánico se preguntó si debía esperar allí, sin moverse hasta que cayera la noche. No. Su padre seguramente saldría del callejón por aquel extremo, le vería y se reiría de él. Oh, Señor, se reiría. Todo el mundo se reiría. Sólo podía hacer una cosa.

Cholly corrió calle abajo, consciente únicamente del silencio. De pronto, las bocas de la gente se movían, se movían sus pies, los vehículos iban y venían por la calzada, pero sin producir el menor sonido. Una puerta se cerró violentamente en absoluto silencio. Sus propios pasos eran inaudibles. El aire parecía sofocarle, sujetarle. Se abría camino a través de un mundo de invisible savia de pino que amenazaba con asfixiarle. Pero prosiguió su carrera, viendo sólo cosas que se movían en silencio, hasta que llegó al punto donde terminaban las edificaciones y aparecía el campo abierto, desde donde descubrió el río Ocmulgee, que discurría un poco más allá. Bajó a toda prisa por una pendiente pedregosa hasta un espigón que se proyectaba sobre las poco profundas aguas. Buscó bajo el espigón la sombra más densa y allí se agazapó al amparo de uno de los pilares. Permaneció en aquel lugar, en posición fetal, paralizado, cubriéndose los ojos con los puños, durante mucho tiempo. Sin oír ni ver nada, a solas con la penumbra y el calor y la presión de sus nudillos contra los párpados. Olvidado incluso del miserable estado de sus pantalones.

Llegó la noche. La oscuridad y la quietud encerraron a Cholly como la piel y la pulpa de la baya del saúco protegen la semilla.

Cholly extendió brazos y piernas. Lo único que sentía era dolor de cabeza. Pronto, como brillantes esquirlas de vidrio, le hirieron los acontecimientos de aquella tarde. Al principio sólo vio dinero entre dedos negros, luego pensó que estaba sentado en una silla muy incómoda, pero cuando miró resultó ser la cabeza de un hombre, una cabeza con una placa de calvicie del tamaño de una naranja. Cuando estas imágenes terminaron fundiéndose en un recuerdo concreto, Cholly comenzó a olerse a sí mismo. Se puso en pie y se sintió débil, tembloroso y aturdido. Se apoyó unos momentos en el pilar del espigón, y a continuación se quitó los pantalones, los calzoncillos, los calcetines y los zapatos. Restregó éstos con puñados de tierra; después reptó hasta la orilla del río. Tuvo que tantear con las manos para localizar dónde empezaba el agua, porque no veía con suficiente claridad. Despacio, revolvió las ropas dentro de la corriente y las refregó hasta que consideró que estarían limpias. De regreso junto al pilar, se quitó la camisa y se la anudó a la cintura. Finalmente, extendió las demás prendas en el suelo. En cuclillas, escarbó distraídamente la carcomida madera del espigón, y de sopetón le vino a la mente el recuerdo de la tía Jimmy, de su bolsa de asafétida, de sus cuatro dientes de oro y del trapo de color púrpura con que se ceñía la cabeza. Con una añoranza que casi le desgarró el corazón, evocó el gesto con que ella solía ofrecerle una porción de jarrete ahumado que tomaba de su plato. Recordaba exactamente cómo lo sostenía en el aire: quizá con torpeza, apresado entre tres dedos, pero con cuánto cariño. Sin palabras, simplemente un pellizco a un trozo de carne y una ofrenda. Y entonces las lágrimas bajaron a chorros por sus mejillas para formar un ramillete debajo del mentón.

Tres mujeres están asomadas a dos ventanas. Ven el esbelto e ingenuo pescuezo de un muchacho nuevo y le llaman. Él va a donde ellas se encuentran. Dentro, es oscuro y cálido. Ellas le ofrecen limonada en un bote de vidrio. Mientras bebe, las miradas de las mujeres flotan hacia él a través del fondo del bote, a través del agua levemente dulzona. Ellas le devuelven su virilidad, que él retoma sin proponérselo.

Los fragmentos de la vida de Cholly sólo tendrían coherencia en la mente de un músico. Sólo quienes se expresan mediante el oro del metal curvado, o con el tacto de rectángulos blancos y negros y de tensos parches y de cuerdas que despiertan ecos en las maderas de los pasillos, podrían dar forma auténtica a su vida. Sólo ellos conocerían la manera de conectar el corazón rojo de una sandía con la bolsa de asafétida y con las uvas verdes, con la luz de una linterna en su trasero y los puñados de billetes y la limonada en un bote de vidrio y un hombre llamado Blue, para dar una idea de lo que todo aquello significaba en cuanto a alegría y dolor, en cuanto a amor, en cuanto a ira, y a darle como culminación el ansia penetrante de libertad. Sólo un músico percibiría, comprendería, sin ni siquiera percatarse de ello, que Cholly era libre. Peligrosamente libre. Libre de experimentar cualesquiera de las sensaciones que le acometían: miedo, culpa, vergüenza, amor, pesadumbre, lástima. Libre para ser tierno o violento, para silbar o para llorar. Libre para dormir en los quicios de las puertas o entre las sábanas blancas de una mujer cantarina. Libre para aceptar un empleo, libre para dejarlo. Podía ir a la cárcel y no sentirse preso, porque ya había visto la expresión de disimulo de los ojos de su carcelero; libre para decir: «No, señor», y sonreír, porque ya había matado a tres hombres blancos. Libre para soportar los insultos de una mujer, porque su cuerpo ya había conquistado el de ella. Libre incluso para golpearla en la cabeza, porque ya antes había acunado aquella cabeza entre sus brazos. Libre para ser solícito cuando ella estaba enferma, o para fregarle el suelo, porque ella sabía cuál era su virilidad y dónde estaba. Era libre para beber hasta caer en una ridícula desvalidez, porque ya había sido bracero itinerante, cumplido treinta días de trabajos forzados y extraído de su propia pantorrilla la bala disparada por una mujer. Era libre para vivir sus fantasías personales, libre hasta para morir, el cómo y el cuándo de lo cual no le merecía el menor interés. Por aquellas fechas Cholly era auténticamente libre. Abandonado sobre un montón de chatarra por su madre, rechazado por su padre a cambio de una partida de dados, no tenía nada más que perder. Estaba solo con su propia conciencia y sus apetitos, y éstos eran lo único que le importaba.

Fue hallándose en aquel estado semidivino cuando conoció a Pauline Williams. Y fue Pauline, o más bien el casarse con ella, lo que hizo por él lo que no había hecho el haz de luz de la linterna. La continuidad, la invariabilidad, el mero peso de la monotonía le sumían en la desesperanza y congelaban su imaginación. La exigencia de dormir siempre e indefinidamente con la misma mujer era para él una idea tan curiosa como inhumana, y otro tanto que se esperase de él que manifestara entusiasmo por hechos del pasado o por diversiones rutinarias: le maravillaba la arrogancia femenina. Cuando conoció a Pauline en Kentucky, ella estaba apoyada en una cerca y se rascaba con un pie que tenía maltrecho. La pulcritud, el encanto, la alegría que él despertó en ella le hizo desear anidar a su lado. Y no había descubierto aún qué fue lo que destruyó aquel deseo. Pero tampoco se entretenía en averiguarlo: tendía a pensar más en lo que podía haberle ocurrido a la curiosidad que antes solía sentir. Nada, nada le interesaba ahora. Ni su propia persona ni las personas ajenas. Únicamente en el alcohol había para él una nimia vía de escape, un destello de luz; y cuando aquello acababa, sólo el olvido.

Pero el aspecto de la vida conyugal que le dejó pasmado fue la aparición de los niños. Sin la menor idea de cómo se criaban los hijos, y no habiendo tenido nunca unos padres que le criaran a él, no alcanzaba a concebir cómo podía desarrollarse aquella relación. Si se hubiera interesado en la acumulación de cosas, podría haber pensado en ellos como sus herederos materiales; si hubiese necesitado afirmar su personalidad ante unos anónimos «otros», habría querido que ellos realzaran y prestigiaran su imagen. De no haber estado solo en el mundo desde los trece años y no haber conocido sino a una vieja moribunda que se sentía responsable de él, pero cuya edad, sexo e intereses estaban muy lejos de los suyos, podría haber creado una conexión estable entre padre e hijos. Siendo lo que eran las circunstancias, reaccionaba contra ellos, y sus reacciones se basaban en lo que sentía en cada instante.

Así pues, una tarde de sábado, en la fluida luminosidad de la primavera, Cholly llegó a su casa haciendo eses, borracho, y vio a su hija en la cocina.

Ella estaba fregando platos. Su frágil espalda se encorvaba sobre el fregadero. Cholly la veía confusamente y no habría sabido decir ni lo que vio ni lo que sintió. Luego se dio cuenta de que estaba incómodo; a continuación notó que su incomodidad se diluía en placer. La secuencia de sus emociones pudo ser: revulsión, culpa, lástima, y finalmente amor. Su revulsión era una reacción contra la presencia juvenil, desvalida y desesperanzada de ella. Su espalda encorvada de aquel modo; su cabeza inclinada hacia un lado como encogida ante la permanente amenaza de un golpe. ¿Por qué había de tener siempre aquel aspecto vapuleado? Era una niña, la vida no la había quemado aún, ¿por qué no era feliz? La clara manifestación de su infelicidad era una acusación. Él habría querido partirle el cuello, pero tiernamente. La culpa y la impotencia se alzaron en un dúo bilioso. ¿Qué podía él hacer por ella? ¿Qué podía darle? ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía un negro arruinado y consumido decirle a la espalda encorvada de su hija de once años? Si la miraba a la cara vería aquellos inquietos y cariñosos ojos. La inquietud le irritaría; el cariño le empujaría hacia la furia. ¿Cómo se atrevía ella a quererle? ¿Tan poco juicio tenía? ¿Qué se suponía que haría él al respecto? ¿Corresponderle? ¿Cómo? ¿Qué podían dar sus manos callosas que la hiciese sonreír? ¿Qué parte de su conocimiento del mundo y de la vida podía serle útil a ella? ¿Qué podían hacer sus pesados brazos y su aturdido cerebro que a él le devolviera el respeto de sí mismo y que a su vez le permitiese aceptar el cariño de ella? La aversión le enfangó el estómago y amenazó con convertirse en vómito. Pero justo antes de que la arcada pasara de la anticipación a la sensación, ella desplazó el peso de su cuerpo para sostenerse sobre un solo pie y acariciarse la pantorrilla con la punta del otro. Era un gesto apacible y triste. Sus manos daban vuelta tras vuelta a una sartén, rascando restos de comida ennegrecidos que caían en el agua fría y grasienta. Aquella condición como tímida y mimosa del pie cuya punta rozaba la pantorrilla contraria, aquello era lo que Pauline hacía cuando él la vio por primera vez en Kentucky. Apoyada en una cerca y sin mirar nada en particular. La cremosa junta de su pie desnudo rascando una pierna de terciopelo. Era un gesto muy sencillo, completamente trivial, pero que a él le llenó entonces de una milagrosa morbidez. No la avidez usual por separar con la suya las dos piernas juntas, sino un impulso hacia la solicitud y la protección. Un deseo de cubrir aquel pie con su mano y mordisquear amorosamente la pantorrilla con sus dientes. Lo había hecho entonces, y el sobresalto impulsó a Pauline a reír. Lo hizo ahora.

La ternura fluía ascendente en su interior, y él se hincó de hinojos, prendida la mirada del pie de su hija. Avanzó a gatas hacia ella, levantó la mano y asió el pie cuando éste se movía hacia arriba. Pecola perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al suelo. Cholly levantó la otra mano hasta su cadera para que no se inclinara. Bajó la cabeza y mordisqueó la cara trasera de su pierna. Le tembló la boca al encontrar la firme dulzura de la carne. Cerró los ojos, dejando que los dedos se afanaran en su cintura. La rigidez de su cuerpo paralizado, el silencio de su garganta atontada eran mejores de lo que la risa fácil de Pauline había sido. La confusa mezcolanza entre los recuerdos que él tenía de Pauline y la comisión de un acto demente y prohibido le excitó, y un relámpago de deseo recorrió sus genitales dando magnitud a su pene y ablandando los labios de su ano. En torno a su apetito carnal parecía existir una frontera como de cortesía: quería joder, pero tiernamente. La ternura, sin embargo, no duraría. La estrechez de aquella vagina era mayor de lo que él podía soportar. Su alma pareció escurrirse vientre abajo y colarse en la angosta envoltura, y la gigantesca embestida con que él consumó su entrada provocó el único sonido que emitiría: una sorda succión de aire en el fondo de su garganta. Como la rápida pérdida de aire de un globo circense.

Después de la desintegración, del cese del deseo sexual, él descubrió que tenía aferradas a sus muñecas las manos mojadas y jabonosas de ella, crispados los dedos, pero era incapaz de discernir si aquello era consecuencia de un desesperado pero tenaz esfuerzo de la niña por liberarse, o fruto de otra emoción.

Salir de ella le resultaba tan doloroso que lo abrevió asiéndose el pene por la base y sacándolo de un tirón del reseco amparo de su vagina. Pecola, aparentemente, se había desmayado. Cholly se puso en pie y solamente pudo ver sus bragas grisáceas, flácidas y melancólicas en torno a sus tobillos. De nuevo la aversión se mezcló con la ternura. La aversión no le dejaría levantarla del suelo; la ternura le forzó a taparla.

Por ello, cuando la niña recobró el conocimiento, estaba tendida en el suelo de la cocina debajo de una gruesa colcha e intentaba relacionar el dolor que sentía entre las piernas con el rostro de su madre, que vislumbraba confusamente por encima del suyo.