V​E​A​M​O​S​L​A​M​A​D​R​E​L​A​M​A​D​R​E​E​S​M​U​Y​C​A​R​I​Ñ​O​S​A​M​A​D​R​E​Q​U​I​E​R​E​S​J​U​G​A​R​C​O​N​J​A​N​E​L​A​M​A​D​R​E​R​I​E​R​I​E​M​A​D​R​E​R​I​E

Lo más sencillo habría sido montar un caso en torno a su pie. Y esto fue lo que ella hizo. Pero para descubrir la verdad sobre cómo mueren los sueños una no debería fiarse de las palabras del soñador. El final de su bonita historia fue probablemente la cavidad en uno de sus incisivos. Ella prefería, sin embargo, pensar siempre en su pie. Aunque era la novena de once hermanos y vivía en una loma de arcilla roja en Alabama a siete millas de la carretera más próxima, la completa indiferencia con que fue acogido el clavo oxidado que le atravesó completamente el pie durante el segundo año de su vida salvó a Pauline Williams del anonimato total. La herida la dejó con un pie encorvado, sin el arco anatómicamente normal, que cedía con torpeza cuando andaba. No se trataba de una cojera que con el tiempo le torcería la espina dorsal, sino sólo de una manera peculiar de levantar el pie dañado, como si lo extrajese de un remolino que amenazara con atraerlo hacia su vórtice. Pese a ser ligera, esta deformación explicaba para ella muchas cosas que en otras circunstancias habrían sido incomprensibles: por qué era ella la única entre los hermanos que no tenía apodo; por qué no se contaban anécdotas ni se bromeaba a propósito de cosas divertidas o pintorescas que ella había hecho; por qué nadie comentaba nunca sus preferencias en cuestión de comidas: no se le reservaban el ala o el cuello, no le cocían los guisantes en un pote aparte, sin arroz, porque el arroz no le gustaba; por qué nadie le tomaba el pelo; por qué en ninguna parte se sentía en casa, ni tenía la sensación de ser de allí. Aquella sensación general de separación y de carencia de méritos ella la atribuía a su pie. Restringida en la infancia al seno del tejido familiar, cultivaba placeres tranquilos y de ámbito privado. Le gustaba, más que nada, ordenar cosas —los tarros en los anaqueles cuando se preparaban conservas, huesos de melocotón en un peldaño en la escalera, palitos, piedras, hojas—, y los miembros de su familia la dejaban en paz con sus aficiones. Cuando alguien, accidentalmente, dispersaba sus alineaciones, siempre procuraba recoger lo que había desordenado y devolverlo a su posición anterior, pese a que ella no se enojaba nunca porque así tenía ocasión de ordenarlo de nuevo. Toda pluralidad transportable que encontrase la organizaba en pulcras alineaciones de acuerdo con el tamaño, la forma o los matices de color. De igual modo que nunca alinearía una aguja de pino con una hoja de álamo, jamás colocaría los potes de tomates en conserva junto a los de alubias verdes. Durante los cuatro años que asistió a la escuela la hechizaron los números, mientras que las palabras la deprimían. Echaba de menos —sin saber qué era lo que echaba de menos— lápices de colores y pinturas.

Cercano ya el principio de la Primera Guerra Mundial, los Williams descubrieron, gracias a vecinos y parientes que regresaban, la posibilidad de vivir mejor en otra parte. En grupos, por turnos, por tandas, mezclados con otras familias, emigraron, en seis meses y cuatro etapas, a Kentucky, donde había minas e industrias.

«Cuando nosotros salimos de casa y estábamos en la estación esperando a que el camión llegase, se hizo de noche. Había luciérnagas por todas partes. De pronto se posaban en una hoja, y de vez en cuando yo veía como un destello verde. Aquélla fue la última vez que vi luciérnagas de verdad. Estos bichos de por aquí no son luciérnagas. Son otra cosa. Aquí la gente los llama gusanos de luz. Allá en casa eran diferentes. Pero recuerdo bien aquel destello verde. Lo recuerdo muy bien».

En Kentucky vivieron en una auténtica ciudad, diez o quince casas en una única calle, con tuberías que llevaban el agua directamente a la cocina. Ada y Fowler Williams encontraron para su familia una casa de madera con cinco habitaciones. Rodeaba el jardín una cerca que en otro tiempo fue blanca, junto a la cual la madre de Pauline plantó flores y a cuyo amparo crió unas cuantas gallinas. Algunos de sus hermanos se incorporaron al Ejército, una hermana murió y dos se casaron, con lo cual el espacio vital se incrementó y la experiencia de Kentucky llegó a adquirir un toque casi suntuoso. La nueva situación fue especialmente confortable para Pauline, quien tenía ya edad suficiente para dejar la escuela. La señora Williams consiguió trabajo en casa de un clérigo blanco que vivía al otro lado de la ciudad, donde cocinaba y hacía la limpieza, y Pauline, ahora la mayor de las chicas, tomó a su cargo el cuidado de la casa. Restauró la cerca, enderezando las estacas y asegurándolas con alambre; acopiaba huevos, hacía la limpieza, cocinaba, lavaba la ropa y se ocupaba de los hermanos menores, una pareja de gemelos llamados Chicken y Pie que todavía iban a la escuela. No sólo era una buena ama de casa, sino que disfrutaba siéndolo. Cuando sus padres habían salido hacia el trabajo y el resto de los hermanos estaba en la escuela o en la mina, la casa quedaba en paz. Tanto el silencio como el aislamiento la calmaban y la vigorizaban. Podía limpiar y ordenar sin interrupción hasta las dos, hora en que Chicken y Pie regresaban.

Cuando terminó la guerra y los gemelos cumplieron diez años, también ellos dejaron la escuela para trabajar. Pauline tenía quince años y continuaba cuidando de la casa, aunque con menos entusiasmo. Las fantasías a propósito de hombres y amor y sentimientos apartaban sus manos de las tareas domésticas. Los cambios de tiempo comenzaban a afectarla, al igual que ciertas imágenes y no pocos sonidos. Aquellas sensaciones tomaban en ella la forma de una extremada melancolía. Pensaba en la muerte de seres recién nacidos, en senderos solitarios, en desconocidos que surgían no se sabía de dónde simplemente para tomarla a una de la mano, en bosques donde el sol siempre estaba poniéndose. En la iglesia, aquellos sueños adquirían una dimensión especial. Los cánticos la acariciaban, y mientras trataba de concentrar la mente en las consecuencias del pecado, su cuerpo temblaba ansioso de redención, de salvación, de un renacimiento misterioso que simplemente ocurriría sin ningún esfuerzo por su parte. En ninguna de sus fantasías era ella una persona agresiva; por lo general, paseaba por la orilla del río, o recogía bayas en un campo, cuando alguien aparecía, alguien de ojos mansos y penetrantes, quien, sin intercambio de palabras, comprendía, y ante cuya mirada su pie se enderezaba y se humillaba su vista. Alguien que no tenía rostro, ni forma, ni voz, ni olor. Era una simple Presencia, una ternura que lo abrazaba todo con fuerza y una promesa de reposo. Nada importaba que ella no tuviese la menor idea de qué hacer ni qué decirle a la Presencia: después del conocimiento sin palabras y del contacto silente sus sueños se desintegraban. Pero la Presencia sí sabría qué hacer. Ella no tenía más que recostar la cabeza en su pecho y él la llevaría consigo al mar, a la ciudad, a los bosques… para siempre.

Había una mujer llamada Ivy cuya boca parecía contener todos los sonidos del alma de Pauline. Situada un poco aparte del coro, Ivy cantaba a aquella misteriosa dulzura para la que Pauline no tenía nombre; cantaba a la muerte seductora que Pauline ansiaba; cantaba al Desconocido que sabía

Bienamado Señor, toma mi mano,

muéstrame el camino y sostenme.

Soy débil, estoy cansada, me consumo.

A través de la tormenta y de la noche

guíame hacia la luz.

Toma mi mano, bienamado Señor,

y muéstrame el camino.

Cuando mi paso se torne melancólico,

bienamado Señor, no te apartes de mí.

Cuando mi vida decline

escucha mi llanto, atiende mi llamada,

toma mi mano y no me dejes caer.

Toma mi mano, bienamado Señor,

y muéstrame el camino.

Por lo tanto, cuando el Desconocido, el Alguien, apareció realmente, no se supo de dónde, Pauline lo agradeció pero no se sorprendió.

Él llegó pavoneándose bajo el sol de Kentucky, justamente el día más caluroso del año. Llegó alto y fuerte, llegó noble, llegó con ojos claros, alerta las ventanas de la nariz, y llegó con su música propia.

Pauline descansaba apoyada en la cerca, cruzados los brazos sobre el travesaño de las estacas. Momentos antes había terminado de amasar la pasta de un bizcocho y ahora se limpiaba de harina las uñas. Oyó silbar a cierta distancia detrás de ella, uno de aquellos arpegios de notas agudas y rápidas que los chicos negros improvisan mientras trabajan en los campos o, simplemente, cuando caminan. Una especie de música espontánea en la cual la risa distorsiona la ansiedad y la alegría es tan corta y recta como la hoja de una navaja de bolsillo. Pauline escuchó atentamente la música y dejó que ésta dibujase en sus labios una sonrisa. El silbido aumentó en intensidad, pero ella no se volvió aún porque quería que el momento se prolongase. Mientras sonreía para sí y se deleitaba en la pausa abierta en sus sombríos pensamientos notó un cosquilleo en el pie. Entonces rió en voz alta y se dio la vuelta para mirar. El dueño del silbido, inclinado hacia el suelo, le hacía efectivamente cosquillas en el pie roto y le besaba la pierna. Ella siguió riendo, sin poder contenerse, hasta que él levantó el rostro y Pauline vio que el sol de Kentucky bañaba, entre los pesados párpados, los ojos claros de Cholly Breedlove.

«Cuando conocí a Cholly, quiero que sepas que fue como cuando todos aquellos pedacitos de color de otro tiempo, allá en nuestra tierra, el día en que los niños fuimos a recoger bayas después de un funeral y yo me guardé unas cuantas en el bolsillo de mi vestido de los domingos y se chafaron y me mancharon las caderas. El vestido se me llenó de manchas púrpura, que por mucho que se lavaron no desaparecieron nunca. Ni del vestido ni de mí. He llevado aquella púrpura muy honda en mi interior. Y aquella limonada que mamá preparaba cuando papi volvía de los campos, fresca y amarillenta, con pepitas que flotaban cerca del fondo del jarro. Y aquel destello verde que las luciérnagas encendían en las hojas de los árboles la noche que nos marchamos de casa. Todos aquellos colores estaban dentro de mí. Simplemente a la espera. Así que cuando Cholly vino y me hizo cosquillas en el pie, fue como aquellas bayas, como aquella limonada, como aquellos destellos verdes que encendían las luciérnagas: todo se juntó. Cholly, entonces, era flaco, con unos ojos muy claros y llenos de luz. Le gustaba silbar, y cuando yo le oía me corrían escalofríos por la piel».

Pauline y Cholly se amaban. Él parecía saborear su compañía y deleitarse incluso con sus modales campesinos y su desconocimiento de los usos y costumbres urbanos. Hablaba con ella de su pie, y cuando caminaban por la ciudad o por los campos le preguntaba si estaba cansada. En lugar de ignorar su defecto físico, pretendiendo que no existía, hacía que pareciese algo especial y atractivo. Por primera vez tuvo Pauline la sensación de que su pie deforme era para ella una ventaja.

Y él la tocaba, cierto, con tanta firmeza como suavidad, exactamente como ella había soñado. Aunque sin la melancolía de las puestas de sol y las solitarias orillas del río. Ella se sentía segura y agradecida; él era tierno, animoso y vivaz. Pauline ignoraba que pudiera haber tanta alegría en el mundo.

Decidieron casarse y trasladarse más al norte, donde según Cholly las acererías necesitaban obreros. Jóvenes, enamorados y rebosantes de energía, fueron a parar a Lorain, en Ohio. Cholly, efectivamente, encontró enseguida trabajo en las acererías, y Pauline comenzó a organizar su hogar.

Fue entonces cuando perdió uno de los incisivos. Debió haber existido previamente una manchita, una manchita marrón fácilmente confundible con un resto de comida, pero que no desapareció sino que perduró en el esmalte durante meses, y creció, hasta que perforó la superficie y pasó a la materia que había debajo, y finalmente la destruyó hasta la raíz, aunque sin tocar el nervio, por lo cual su presencia no era perceptible ni molesta. Luego, la debilitada raíz, que se había acostumbrado al veneno, cedió un día ante una indeterminada presión, y el diente se rompió y cayó, dejando un maltrecho raigón en la encía. Sin embargo, incluso con anterioridad a la manchita marrón, debieron de existir las condiciones, el medio que, en primer lugar, permitiría que la mácula se formase.

En aquella ciudad de Ohio, joven y en curso de desarrollo, donde incluso las calles secundarias estaban pavimentadas con cemento, situada a la orilla de un lago tranquilo y azul, que se ufanaba de su afinidad con Oberlin, con la estación subterránea de ferrocarril a sólo trece millas de distancia; en aquel crisol de razas asentado al borde de Estados Unidos y de cara al frío pero receptivo Canadá, ¿qué podía salir mal?

«Cholly y yo, entonces, nos llevábamos bien. Nos fuimos al norte; se suponía que allí había más empleos y esas cosas. Alquilamos dos habitaciones encima de una tienda de muebles y yo me ocupé de la casa. Cholly trabajaba en la planta de acero y todo parecía conforme. No entiendo exactamente lo que pasó. Hubo un cambio. Allí era difícil conocer a gente y hacer amistades, y yo echaba de menos a los míos. No estaba acostumbrada a ver tantos blancos. Los que había visto hasta entonces eran como odiosos, malignos, pero no se nos acercaban demasiado. Quiero decir que no teníamos con ellos mucha relación. Sólo de vez en cuando en los campos o en alguna tienda de comestibles, o en el economato, pero parecían, digamos, por encima de nosotros. En cambio, allá en el norte estaban por todas partes: vivían en la casa de al lado, en el piso de abajo o en el de arriba, llenaban las calles, y personas de color veías pocas y muy separadas. Además, las personas de color, en el norte, eran diferentes. Gente presumida, como de clase alta. No mejores que los blancos en cuestión de mezquindad y mal genio. Podían hacerte sentir como si no fueras nadie, sólo que yo no esperaba de ellas ni eso ni nada. Aquélla fue la época más triste y solitaria de mi vida. Recuerdo las horas que pasaba mirando por la ventana, impaciente porque llegaran las tres de la tarde y Cholly volviera. No tenía ni siquiera un gato con quien hablar».

En su soledad, ella recurría a su marido para que le diera seguridad, para que la distrajese, para que la ayudara a llenar tantos vacíos. El trabajo doméstico no le bastaba: sólo había dos habitaciones y ningún jardín o patio que cuidar o al cual salir a ventilarse un poco. Las mujeres de la ciudad usaban tacones altos, y cuando Pauline trató de imitarlas se encontró con que los tacones agravaban su necesidad de arrastrar el pie y le provocaban una pronunciada cojera. Cholly seguía siendo cariñoso, pero comenzaba a resistirse a la dependencia total que ella tenía de él. Cada día había entre ambos menos cosas que decirse. A él no le costaba encontrar tareas en que ocuparse ni personas con quienes entretenerse: siempre había hombres subiendo por las escaleras a preguntar por él, y Cholly se marchaba con ellos muy contento y dejaba a Pauline sola.

Ella se sentía a disgusto con las escasas mujeres negras que conocía, mujeres que se habían sorprendido burlonamente de que no se desrizara el cabello. Cuando intentó maquillarse como lo hacían ellas, el resultado fue penoso. Sus miradas significativas y sus risitas disimuladas ante su forma de hablar y su manera de vestir le hicieron entrar ganas de tener ropa nueva. Cuando Cholly comenzó a quejarse del dinero que necesitaba su mujer, Pauline decidió ponerse a trabajar. Las faenas por horas que consiguió la ayudaron en lo relativo a la ropa, e incluso pudo comprar unas cuantas cosas para el apartamento, pero no la ayudaron con Cholly. A él no le gustaban sus compras, y no tardó en decírselo. Las discusiones hicieron trizas su matrimonio. Ella era aún poco más que una chiquilla y todavía esperaba aquella planicie de felicidad, aquella mano de un bienamado Señor que, siempre que su paso se tornara melancólico, caminaría a su lado. Sólo que ahora tenía una idea más clara de lo que significaba melancólico. El dinero constituía el foco de todas sus discusiones, para vestidos y aderezos en el caso de ella, para la bebida en el caso de él. Lo más lamentable era que, en realidad, a Pauline no le importaban ni las ropas ni los afeites. Simplemente quería que las demás mujeres la viesen con ojos más favorables.

Al cabo de varios meses de hacer faenas diversas encontró empleo fijo en casa de una familia de limitados medios y nerviosas, presuntuosas maneras.

«Cholly se volvía más y más ruin y se empeñaba en discutir conmigo día tras día. Yo se lo daba todo. Tenía que hacerlo. Parecía que servir a otra mujer y pelearme con Cholly iba a llenar toda mi vida. Una pesadez. Pero yo cumplía con mis obligaciones, a pesar de mis pocas ganas de trabajar para aquella mujer. Y no debido a su mal genio ni nada parecido, sino porque era tonta. Toda su familia lo era. A ningún precio podían llevarse bien unos con otros. Una pensaría que con una casa tan bonita como aquélla y el dinero que tenían se lo pasarían en grande. Pues ella se salía de madre y se echaba a llorar por la más mínima cosa. Si una de sus amigas cortaba pronto la comunicación cuando hablaban por teléfono, iba y lloraba. Debería haberse alegrado de tener teléfono. Yo todavía no lo tengo. Recuerdo una vez que su hermano pequeño, que había ido a una escuela de dentistas, no les invitó a una especie de gran fiesta que daba. Por aquello hubo un terrible alboroto. Todos hablaron por teléfono días y días, agitados, dando voces. Incluso a mí me preguntó: “Pauline, ¿qué harías si tu propio hermano diera una fiesta y no te invitase?”. Le contesté que si de veras tenía ganas de ir, iría y basta. No me importaría lo que él quisiera. Me pareció que no le gustaba, como si yo hubiera dicho una idiotez. Mientras tanto, yo pensaba que la idiota era ella. ¿Quién le había metido en la cabeza que su hermano tenía que ser su amigo? A las personas no han de gustarles otras personas sólo porque hayan nacido de la misma madre. Yo misma procuraba que me gustase aquella mujer. Era buena dándome cosas, pero aun así no podía gustarme. En cuanto llegaba a tener hacia ella buenos sentimientos se portaba como una ignorante y empezaba a decirme cómo limpiar y hacer esto y lo otro. Si la hubiese dejado actuar por su cuenta, la mierda se la habría tragado. Nunca tuve que andar detrás de Chicken y Pie como tenía que andar detrás de aquella gente. Ninguno de ellos sabía siquiera lo que era limpiarse el culo. Puedo decirlo porque era yo quien lavaba la ropa. Y ni para salvar la vida habrían meado como hay que mear. Su marido no acertó nunca a la taza del retrete. Los blancos repulsivos son lo más repulsivo que existe. Pero yo habría continuado con ellos, de no ser porque Cholly se presentó una vez cuando yo estaba trabajando y lo echó todo a perder. Vino borracho y quería dinero. Cuando aquella mujer le vio, se puso roja. Intentó parecer enérgica, pero estaba aterrorizada. De todos modos, le dijo a Cholly que se fuera o llamaría a la policía. Él replicó de mala manera y comenzó a meterse conmigo. Yo no me habría cruzado de brazos, pero no quería tratos con la policía, así que recogí mis cosas y me marché. Más adelante traté de volver, pero ella ya no me quería si continuaba con Cholly. Dijo que me admitiría otra vez si le dejaba. Lo pensé un tiempo. Finalmente, decidí que no sería bueno para una negra dejar a un hombre negro por una mujer blanca. Por otra parte, ella tampoco me pagó los once dólares que me debía. Aquello me dolió mucho. El cobrador del gas me cortó el suministro y me quedé sin poder cocinar. Supliqué a la mujer que me diese mi dinero. Fui a verla expresamente. Estaba furiosa, más que furiosa. Me gritó que yo le debía mis uniformes y una vieja cama rota que me había dado. Yo no sabía si le debía aquello o no, pero necesitaba mi dinero. No cedió ni cuando le di mi palabra de que Cholly jamás volvería a presentarse allí. Entonces estaba tan desesperada que le pregunté si querría prestarme los once dólares. Se quedó un momento callada y después me dijo que no debería consentir que un hombre se aprovechara de mí de aquel modo. Que tenía que respetarme más a mí misma y que era obligación de mi marido pagar las facturas, y que si no lo hacía yo debía divorciarme y el juez le haría pagar por la ley. Todo muy sencillo. ¿Y por qué ley iba él a pagar nada? Vi muy claro que no entendía que lo único que necesitaba de ella eran mis once dólares para pagar al cobrador del gas y poder cocinar. Tampoco aquello le cabía en la cabeza. “¿Le vas a dejar o no, Pauline?”, seguía diciendo. Se me ocurrió que me pagaría el dinero si le daba la razón, así que dije: “Sí, señora”. “Perfectamente”, dijo ella. “Sepárate de él, luego vuelve a tu trabajo aquí, y lo pasado, pasado”. “¿Puedo cobrar hoy mismo?”, pregunté enseguida. “No”, dijo ella. “Sólo cuando te separes. Pienso únicamente en ti y en tu futuro. ¿Qué tiene de bueno él, Pauline, qué puede él tener de bueno para ti?”. ¿Qué le cuenta una a una mujer como aquélla, que no sabe qué tiene de bueno un hombre y te dice con toda la cara que está pensando en tu futuro pero no te da un dinero que es tuyo para que en casa puedas comer algo caliente? Por lo tanto, le dije: “De bueno no tiene nada, señora. De bueno para mí no tiene nada. Pero me da lo mismo, creo que a pesar de todo seguiré con él”. Ella se levantó y yo me marché. Cuando salí de la casa noté unos dolores en la entrepierna, de tanto apretar las rodillas en mis esfuerzos para que aquella mujer comprendiese. Pero hoy reconozco que era imposible, que ella no podía comprender. Se había casado con un hombre que en lugar de la boca tenía una cuchillada en la cara. Y así, ¿qué iba a entender?».

Un invierno, Pauline descubrió que estaba preñada. Cuando se lo dijo a Cholly, éste la sorprendió mostrándose complacido. Comenzó a beber menos y a ir a casa con más frecuencia. Entre ambos se restableció una relación más parecida a los tiempos iniciales de su matrimonio, cuando él le preguntaba si estaba cansada o si quería que le trajese algo de la tienda. En este ambiente de sosiego, Pauline renunció a trabajar fuera y retornó al cuidado de su propio hogar. Pero la soledad no había desaparecido de aquellas dos habitaciones. Cuando el sol invernal tocaba la maltrecha pintura verde de las sillas de la cocina, cuando el jarrete ahumado hervía en el puchero, cuando lo único que ella oía era el camión que descargaba muebles en el almacén de abajo, pensaba en su tierra natal, en cómo allí había estado también sola la mayor parte del tiempo, pero que la soledad de ahora era distinta. Entonces dejaba de prestar atención a las sillas verdes y al camión del almacén, y se marchaba al cine. En la oscuridad de la sala se refrescaba la memoria y sucumbía a sus sueños de antaño. Juntamente con la idea del amor romántico, otro concepto se le reveló: el de la belleza física. Ambas ideas eran probablemente las más destructivas de la historia del pensamiento humano. Ambas nacían de la envidia, medraban en la inseguridad y terminaban en la desilusión. Equiparando belleza física con virtud, Pauline desgarró su mente, la trabó, y recogió a montones el desprecio hacia sí misma. Olvidó el placer carnal y el simple cariño. Pasó a considerar el amor como un apareamiento posesivo y la ilusión romántica como la meta del espíritu. Sería para ella el manantial de donde extraería las emociones más destructivas, engañando al amante y procurando aprisionar al ser amado, cercenando la libertad por cualquier medio.

Ya nunca fue capaz, tras su educación en las salas de cine, de mirar una cara y no asignarle una determinada categoría en la escala de la belleza absoluta, escala que se regía íntegramente por las imágenes de la pantalla. Allí estaban por fin los bosques sombríos, los caminos solitarios, las orillas del río, los tiernos y comprensivos ojos. Allí los tarados perdían sus taras, los ciegos veían, los lisiados y los cojos tiraban sus muletas. Allí la muerte estaba muerta y las personas modulaban sus gestos envueltas en una nube de música. Allí las imágenes en blanco y negro se agrupaban para formar un conjunto magnífico, proyectadas por un rayo de luz que venía de más arriba y de atrás.

Era en realidad un placer sencillo, pero a ella se lo enseñó todo sobre el amor y sobre el odio.

«Los únicos momentos en que era feliz parecían ser como cuando estaba en el cine. Iba siempre que tenía tiempo. Iba temprano, antes de que empezara la sesión. Apagaban las luces y todo se ponía oscuro. Luego se iluminaba la pantalla, y yo me metía de lleno en la película. Hombres blancos que cuidaban amorosamente de sus mujeres, y todos ellos muy bien vestidos en casas grandes y limpias con la bañera justo en el mismo cuarto que el retrete. Las películas me daban muchísimo placer, pero hacían muy dura la vuelta a casa, y muy duro mirar a Cholly. No sé. Recuerdo una vez que fui a ver a Clark Gable y Jean Harlow. Me peiné igual que la había visto peinada a ella en una revista. El cabello hacia un lado, con un ricito en la frente. Igual que ella. Bueno, casi igual. El caso es que me senté en aquella sala con el peinado de aquella manera, y lo pasé muy bien. Pensé que me quedaría a ver otra vez la película y me levanté para comprarme un dulce. Cuando volvía sentarme le di un gran bocado al dulce y, no sé cómo, se me cayó un diente delantero, que el dulce me quitó de la boca. Habría llorado. Yo tenía buenos dientes, no se me había estropeado antes ninguno. Creo que aquello nunca lo superé. Allí estaba yo, preñada de cinco meses, tratando de parecerme a Jean Harlow y sin uno de mis dientes más visibles. Todo se fue a rodar. Parecía que después de lo que había pasado ya no me importase nada. Me dejé crecer el cabello, me lo trencé y me decidí a ser simplemente fea. Continué yendo al cine, sin embargo, pero la indignidad aumentó. Yo quería recobrar el diente. Cholly se burlaba de mí y empezamos otra vez a pelearnos. Intenté matarle. Él no me pegó demasiado fuerte, supongo que porque estaba preñada, pero las peleas, una vez empezadas, ya no pararon. Él me ponía más furiosa de lo que yo habría imaginado nunca, y no podía quitarle las manos de encima. Bien, tuve el niño, un chico, y después volví a quedar preñada. Pero las cosas no eran como yo había pensado que serían. Yo quería a los niños y todo eso, supongo, pero quizás era porque no teníamos dinero, o quizás era por Cholly, pero bien cierto es que me amargaban la vida. A veces me sorprendía a mí misma gritándoles y pegándoles, y me daban mucha pena, pero parecía como si no pudiera contenerme. Cuando tuve el segundo hijo, una niña, recuerdo que dije que la querría sin importarme como fuera. Parecía una bola de pelo negro. No recuerdo haber procurado quedar preñada la primera vez. Pero la segunda vez lo busqué adrede. Quizá porque ya había tenido un hijo y no me asustaba repetir la cosa. Fuera como fuese, me sentía bien y no pensaba en el embarazo, sólo en el bebé que vendría. Hablaba a cada momento con él mientras estuvo en mi vientre. Como si fuéramos buenos amigos. Ya me entienden. Yo tendía la ropa de la colada y sabía que levantar pesos no era bueno. Le decía que aguantase, que ahora iba a colgar cuatro trapos; no protestes, termino enseguida. No pataleaba ni nada. O también hablaba con él mientras preparaba algo en la cocina para el otro niño. Ya me entienden, charlas amistosas, corrientes. Hasta el final me sentía gusto con aquel hijo. Y cuando llegó el momento me fui al hospital. Para estar más tranquila. No quería tenerlo en casa, como había hecho con el chico. Me pusieron en una habitación muy grande con una infinidad de mujeres. Los dolores me venían, pero no demasiado fuertes. Un viejo médico bajito se encargó de examinarme. Tenía toda clase de materiales. Se enguantó la mano, untó el guante con una especie de jalea y embistió con la mano entre mis piernas. Cuando él se marchó vinieron más médicos. Uno mayor y unos cuantos jóvenes. El mayor enseñaba a los jóvenes cosas sobre los bebés. Les demostraba cómo hacerlo. Al llegar a mi lado dijo que con estas mujeres nunca tendréis problemas. Paren deprisa y sin dolor. Como yeguas. Los jóvenes sonrieron un poco. Me miraron el vientre y entre las piernas. En ningún momento me dijeron nada. Solamente uno me miró. Me miró a la cara, quiero decir. Yo le devolví la mirada. Él bajó los ojos y enrojeció; deduzco que sabía que quizá yo no era una yegua parturienta. Pero los otros. Los otros no sabían nada. Seguían su camino. Les vi hablando con mujeres blancas. “¿Cómo se siente? ¿Va a tener gemelos?”. Naderías, por supuesto, pero afectuosas. Palabras amistosas y amables. Me intranquilicé, y cuando los dolores se hicieron más fuertes me alegré. Me alegré de tener otra cosa en que pensar. Me quejé con un grito horrible. Los dolores no eran tan fuertes como para gritar de aquel modo, pero yo tenía que hacer saber a la gente que dar a luz un hijo era algo más que un retortijón de tripas. A mí me dolía exactamente igual que a las mujeres blancas. Simplemente porque hasta entonces no hubiera chillado ni aullado ello no significaba que no sintiera dolor. ¿Qué se pensaban? ¿Que por el hecho de que yo sabía cómo se tiene un hijo sin alborotar mi trasero no tiraba ni dolía como los de las demás? Por otra parte, aquel médico no sabía de qué hablaba. No debía haber visto nunca parir a una yegua. ¿Quién dice que las yeguas no sufren? ¿Es porque no lloran? ¿Porque no lo cuentan con palabras? Si se las mira a los ojos y se observa cómo los vuelven hacia arriba, si se ve su mirada acongojada, una lo sabe. En fin, el caso es que el bebé llegó. Grande y saludable. Supongo que, como ya había hablado tanto con él, tenía en mi mente una imagen especial de cómo sería. Así que, al verle, fue como mirar una foto de tu mamá cuando era niña. Una sabe quién es, pero no parece la misma persona. Me trajeron el bebé para que lo amamantase y enseguida se cogió al pecho. Aprendió deprisa. No como Sammy, que fue de lo más difícil de alimentar. La niña, Pecola, se habría dicho que sabía de antemano lo que había que hacer. Vaya si era un crío listo. Me gustaba mirarla, observarla; ya saben, esos sonidos glotones de los bebés. Los ojos tiernos y húmedos. Como una mezcla de cachorrito y persona moribunda. Sin embargo, yo sabía que era fea. La cabeza cubierta de un cabello precioso, pero, Señor, qué fea era».

Cuando Sammy y Pecola eran todavía pequeños, Pauline tuvo que volver a trabajar fuera de casa. Ahora, con más edad, no le quedaba tiempo para sueños y películas. Era hora de juntar todas las piezas, poner un poco de coherencia donde antes no había habido ninguna. Los niños le crearon esta necesidad; ella misma ya no era una niña. En consecuencia, se forjó una personalidad, y su proceso para forjarla fue similar al de la mayoría de nosotros: desarrolló una aversión concreta por las cosas que la confundían o la estorbaban; adquirió virtudes que eran fáciles de mantener; se asignó a sí misma un papel en el esquema de su entorno, y se remontó a otras épocas menos complejas para hallar complacencia y satisfacción.

Asumió la completa responsabilidad y el reconocimiento de ser el sostén de la familia y retornó a la iglesia. Primero, no obstante, se trasladó de las dos habitaciones al espacioso primer piso de un edificio que había sido construido para almacén. Se forzó su nueva personalidad entre las mujeres que la habían menospreciado siendo más virtuosa que ellas; se vengó de Cholly forzándole a entregarse a las debilidades que ella desdeñaba. Se sumó a una comunidad religiosa donde las vociferaciones eran mal vistas, sirvió en la Junta de Administradoras N°. 3 y pasó a ser miembro del Círculo de Damas N°. 1. En las asambleas de rezos gemía y suspiraba a propósito del comportamiento de Cholly, y confiaba en que Dios la ayudaría a preservar a sus hijos de los pecados del padre. Mejoró notablemente el nivel de su lenguaje. Dejó que le cayese otro diente, y la indignaban las mujeres pintarrajeadas que sólo pensaban en vestidos y hombres. Ella, considerando a Cholly un modelo de pecado y fracasos, le soportaba como una corona de espinas, y soportaba a sus hijos como una cruz.

Tuvo la buena fortuna de encontrar empleo permanente en el hogar de una familia acomodada cuyos miembros eran afectuosos, generosos y agradecidos. Contemplaba su casa, olisqueaba su ropa blanca, tocaba la seda de sus tapicerías, y le gustaba todo. El camisoncito rosa de la niña, las pilas de fundas de almohada con sus delicados bordados, las sábanas en cuyo doblez superior destacaban azules florecillas de aciano. Se convirtió en lo que suele llamarse la sirvienta ideal, porque este rol satisfacía prácticamente todas sus necesidades. Cuando bañaba a la niña de los Fisher lo hacía en una bañera de porcelana con grifos plateados que proporcionaban infinitas cantidades de agua clara y caliente. La secaba con esponjosas toallas blancas y la acostaba entre lienzos acariciantes. Cuando cepillaba su rubio cabello, gozaba rozando y atusando con los dedos sus rizos. Allí no había bañeras de zinc, ni baldes de agua calentada a medias sobre la estufa, ni toallas escamosas, tiesas, grisáceas, lavadas en el fregadero de la cocina, secadas en un patio polvoriento; ni tampoco enmarañadas borlas de hirsuta lana negra que peinar. Pronto cesó en sus intentos de cuidar adecuadamente de su propia casa. Las cosas cuya compra podía permitirse no duraban, carecían de belleza y de estilo, y su efímero brillo se apagaba tras el vidrio empañado del ventanal. Descuidaba más y más la atención, no ya a la casa, sino a sus hijos y a su hombre; ellos eran como las vagas ocurrencias que acuden a la mente de una instantes antes de dormirse, los difusos contornos matinales y nocturnos de su jornada, los bordes oscuros que hacían su vida diurna con los Fisher más luminosa, más delicada, más bella. Aquí podía ordenar cosas, limpiar cosas, alinear cosas en impecables hileras. Aquí su pie se arrastraba de un lado a otro sobre gruesas alfombras y no había ruidos intempestivos. Aquí encontraba belleza, orden, limpieza, y sobre todo elogios. El señor Fisher decía: «Ganaría más vendiendo sus tartas de arándano que vendiendo fincas». Ella reinaba sobre alacenas repletas de alimentos que no se comerían en semanas, o ni siquiera en meses; era la reina de conservas vegetales compradas por cajas, de bases de pastelería especiales escrupulosamente distribuidas en bandejitas de plata. Los proveedores y el personal de servicio que la humillaban cuando acudía a ellos por cuenta propia, la respetaban e incluso se intimidaban ante ella cuando actuaba por cuenta de los Fisher. Rechazaba la carne de buey ligeramente oscura o cuyos bordes no hubieran sido cortados a la perfección. El pescado no del todo fresco que aceptaba para su propia familia, no habría dudado en arrojárselo a la cara al pescadero si éste lo hubiera enviado a casa de los Fisher. Poder, alabanzas y lujo eran suyos en esta mansión. Allí recibió hasta una cosa que no había tenido nunca: un sobrenombre cariñoso, el de Polly. Su mayor placer era pararse en la cocina al final del día y supervisar los resultados de su propia labor. Comprobar que había pastillas de jabón por docenas, lonjas de tocino en abundancia, y recrearse en el brillo de sus pucheros y cacerolas y en el fulgurante pulido de los suelos. Escuchar: «Nunca dejaremos que se vaya. Nunca volveríamos a encontrar a nadie como Polly. No sale de la cocina hasta que todo está en orden. Es realmente la sirvienta ideal».

Pauline se reservaba este orden, esta belleza, para sí misma, eran su mundo particular, y jamás los introducía en el apartamento del almacén ni los acercaba a sus hijos. A éstos los encauzaba hacia la respetabilidad, y haciéndolo les inculcaba el temor: temor a ser torpes, temor a ser como su padre, temor a perder el amor de Dios, temor a caer en la locura como la madre de Cholly. Así infundió a su hijo el irrefrenable deseo de escapar, y a su hija el miedo a crecer, el miedo a las demás personas, el miedo a la vida.

El único sentido que tenía su existencia era el trabajo. Porque sus virtudes seguían intactas. Era una mujer religiosamente activa, no bebía, no fumaba, no andaba de juerga, se defendía enérgicamente contra Cholly, se elevaba por encima de él en todos los aspectos, y creía que desempeñaba plena y concienzudamente el papel de madre cuando señalaba a sus hijos los defectos del padre para impedir que cayeran en ellos, o cuando les castigaba por su dejadez, por su pereza, aunque el motivo fuera nimio, puesto que ella trabajaba de doce a dieciséis horas diarias para mantenerlos. Y el mundo le daba la razón.

Sólo de vez en cuando, muy de vez en cuando, y raramente después, pensaba en los viejos tiempos, o en lo que se había convertido su vida. Eran abstracciones, pensamientos erráticos, tocados en ocasiones por los ensueños del ayer, pero no el género de reflexiones en que le agradara demorarse.

«Un día estuve a punto de abandonarle, pero algo ocurrió. Un día, después de que él intentara prender fuego a la casa, me decidí muy en serio a marcharme. Hoy ya ni recuerdo lo que me retuvo. Por descontado que la vida que él me había dado no valía mucho. Pero no todo era malo. A veces las cosas no eran feas del todo. Él solía venir tranquilamente a la cama, no demasiado borracho. Yo hacía como que dormía, porque era tarde, porque aquella mañana me había quitado tres dólares del bolso, o por lo que fuera. Le oía respirar, pero no me volvía a mirarle. Mentalmente le veía con los brazos cruzados detrás de la cabeza, los músculos como grandes cuescos de melocotón esmerilados, las venas corriendo como riachuelos hinchados por sus antebrazos. Sin necesidad de tocarlos notaba aquellos salientes en las puntas de mis dedos. Veía las palmas de sus manos, callosas, como granito, y los largos dedos doblados y quietos. Pensaba en el vello espeso e intrincado de su pecho, en los músculos de aquel pecho y la forma en que abultaban. Quería restregar con fuerza mi cara contra su pecho y sentir que el vello me cortaba la piel. Sabía exactamente dónde el espesor del vello disminuía, antes del ombligo, y cómo volvía a aumentar después y se extendía. Puede que nos moviéramos un poco y su pierna tocase la mía, o que su flanco raspase mi trasero. Pero no era yo quien se movía. Todavía no. Entonces él levantaba la cabeza, se giraba y me ponía una mano en la cintura. Si yo tampoco me movía, él adelantaría la mano para apretarme y sobarme el vientre. Suavemente, como despacio. Yo continuaría sin moverme porque no querría que parase. Me gustaba fingir que dormía, y que él insistiera en acariciarme el vientre. Entonces él inclinaba la cabeza y me mordisqueaba un pezón. Y yo ya no quería que me sobase más el vientre, quería que pusiera la mano entre mis piernas. Simulaba despertar y me volvía de cara a él, pero sin abrir las piernas. Esperaba que me las separase él. Lo hacía, y sus dedos descubrían mi suavidad y mi humedad. Más suave que nunca. Todo mi vigor en su mano. Mi mente se arrugaba como una hoja marchita. En mis manos noté entonces una extraña sensación de vacío. Necesitaba coger algo, así que me aferré a su cabeza. Su boca estaba debajo de mi barbilla. Ahora ya no quería que su mano siguiera entre mis piernas, porque pensaba que iba a derretirme. Extendí y separé las piernas, y él se colocó encima de mí. Demasiado pesado para retenerle y demasiado ligero para no hacerlo. Me puso su cosa dentro. Dentro de mí. Dentro. Le apresé con los pies para que no pudiera escapar. Su cara junto a la mía. Los muelles de la cama sonaban como solían hacerlo los grillos allá en mi tierra. Él entrelazó sus dedos con los míos y los dos extendimos los brazos como Jesús en la cruz. Aguanté con todas mis fuerzas. Mis dedos y mis pies resistieron, porque todo lo demás se iba, se iba. Sabía que él quería que yo me corriese primero. Pero no podía. No hasta que se corriese él. No hasta que yo notase que me amaba. Solamente a mí. Hundiéndose en mí. No hasta que yo supiera que mi carne era lo único que había en su mente. Que ya no podía parar aunque se lo propusiera. Que moriría antes que sacar su cosa de mí. De mí. Antes de haber soltado todo lo que tenía y habérmelo dado a mí. A mí. A mí. Cuando lo hiciese yo me sentiría poderosa. Sería fuerte, sería bonita, sería joven. Esperé. Él se estremeció y sacudió la cabeza. Ahora yo era lo bastante fuerte, lo bastante bonita y lo bastante joven como para dejarle que me hiciese llegar al final. Separé mis dedos de los suyos y apoyé las dos manos en su trasero. Mis piernas volvieron a caer sobre la cama. Callé, ni el menor sonido, porque los niños podían oírlo. Comencé a entrever aquellos pedacitos de color que flotaban en mí, muy dentro de mí. Aquella traza verde de la luz de las luciérnagas, el púrpura de las bayas que se escurría por mis muslos, el amarillo de la limonada de mamá extendiéndose dulcemente por mi interior. Después sentí como si estuviera riéndome entre las piernas, y la risa se mezcló completamente con los colores, y yo temí que me correría y temí que no podría correrme. Pero sabía que sería que sí. Y fue que sí. Y dentro de mí fue todo un arco iris. Y duró y duró y duró. Quise darle las gracias a él, pero no sabía cómo, de modo que le acaricié con unas palmaditas, igual que una hace a los bebés. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí. Se separó de mí y se tumbó, dispuesto a dormirse. Yo quería decir algo más, pero no lo hice. Preferí no alejar de mi mente el arco iris. Debí haberme levantado e ido al lavabo, pero tampoco. Además, Cholly se había dormido con una pierna cruzada sobre mi cuerpo. No podía moverme, ni lo deseaba.

»Pero hoy ya no es como entonces. La mayoría de las veces, ahora, se agita dentro de mí antes de que yo despierte, y cuando despierto termina. Aunque la verdad es que casi nunca puedo ni acercarme a él, porque está borracho y apesta. Pero no me importa. Mi Hacedor cuidará de mí. Sé que lo hará. Sé bien que lo hará. Por otra parte, no cambiaría en nada este sucio mundo. Es seguro que habrá una gloria. La única cosa que alguna vez echo de menos es aquel arco iris. Aunque, como digo, ya raramente me acuerdo de él».