Las monjas pasan silenciosas como la lascivia y los borrachos de mirada solemne cantan en el foyer del hotel griego. Rosemary Villanucci, nuestra vecina y amiga, que vive en el piso de arriba del café de su padre, come pan con mantequilla sentada en un Buick del año 39. Baja el cristal de la ventanilla para decirnos a mi hermana Frieda y a mí que no podemos entrar. Ambas la miramos fijamente: nos apetece su pan, pero más que el pan nos apetecería arrancar la arrogancia de sus ojos y aplastar el orgullo de propietaria que frunce aquella boquita suya cuando mastica. En cuanto salga del coche le caerá encima una paliza que dejará marcas rojas en su blanca piel, y llorará y nos preguntará si queremos que se baje las bragas. Le diremos que no. No sabemos lo que sentiríamos ni lo que haríamos si se las bajara, pero siempre que nos lo pregunta pensamos que nos está ofreciendo algo precioso y que debemos reafirmar nuestro amor propio negándonos a aceptarlo.
El curso escolar ha comenzado, y Frieda y yo tenemos medias nuevas de color marrón y tomamos aceite de hígado de bacalao. Los mayores, en tono inquieto y fatigado, hablan de la Compañía de Carbones Zick, y por la tarde nos llevan con ellos a la vía del tren, donde llenamos sacos de arpillera con los trocitos de carbón que se encuentran por todas partes. Después nos vamos a casa, mirando atrás para presenciar cómo las vagonadas de escoria humeante y al rojo son descargadas de golpe en el barranco que bordea la acerería. El fuego que se extingue todavía ilumina el cielo con un deslustrado resplandor naranja. Frieda y yo nos quedamos atrás y contemplamos el parche de color rodeado de negrura. Es imposible no estremecerse cuando tus pies dejan atrás la grava del sendero y pisan la hierba muerta del campo.
Nuestra casa es vieja, fría y verde. Por la noche, un quinqué de petróleo ilumina la única habitación grande. Las otras, a oscuras, están pobladas de cucarachas y ratones. Los adultos no nos hablan: nos dan instrucciones. Imparten órdenes sin facilitar información. Cuando tropezamos y caemos nos echan una mirada; si nos hemos hecho un arañazo o un cardenal nos preguntan si estamos locas. Cuando nos resfriamos sacuden la cabeza, disgustados ante nuestra falta de consideración. ¿Cómo, nos preguntan, esperáis que alguien haga algo si constantemente estáis enfermas? No sabemos qué contestarles. Nuestra enfermedad es tratada con desdén, con el fétido Black Draught y con aceite de ricino, que nos embota la mente.
Un día, después de una excursión a recoger carbón, cuando toso una sola vez, ruidosamente con los conductos bronquiales casi obstruidos por las flemas, mi madre frunce el entrecejo.
—Buen Dios. A la cama enseguida. ¿Cuántas veces habré de decirte que te cubras la cabeza con algo? Tú debes ser la niña más tonta de la ciudad. ¿Frieda? Coge unos trapos y rellena las rendijas de esa ventana.
Frieda embute los trapos en la ventana. Yo camino pesadamente hacia el lecho, llena de culpa y de autocompasión. Me acuesto en ropa interior. El metal de mis ligas negras me molesta en las piernas, pero no me las quito porque hace demasiado frío para meterse en cama sin medias. Mi cuerpo tarda mucho tiempo en calentar el espacio que ocupa. Una vez que he generado una silueta de calor ya no me atrevo a moverme, pues a una distancia de media pulgada en cualquier dirección empieza la zona fría. Nadie me dirige la palabra, no me preguntan ni cómo me siento. Transcurridas una o dos horas viene mi madre. Tiene las manos grandes y ásperas, y cuando me frota el pecho con ungüento Vicks el dolor me pone rígida. En cada operación ella se unta abundantemente dos dedos y me da masaje en el pecho hasta que me siento mareada. Justamente cuando creo que voy a desahogarme con un chillido, mi madre extrae un poquito de ungüento con el dedo índice, lo deposita en mi boca y me dice que lo engulla. Por último me envuelve el cuello y el pecho con un paño de franela caliente. Quedo cubierta de pesadas colchas y se me ordena que sude, cosa que hago sin tardanza.
Más tarde vomito, y mi madre dice:
—¿Por qué vomitas en la ropa de cama? ¿No tienes suficiente sentido común para volver la cabeza? Mira lo que has hecho. ¿Te parece que me sobra tiempo para dedicarlo a limpiar tu vómito?
El vómito se escurre de la almohada a la sábana; es de un color gris verdoso, con partículas anaranjadas. Se mueve como el contenido de un huevo crudo. Conserva obstinadamente su masa propia, se niega a dispersarse y a que lo quiten de donde está. ¿Cómo, me pregunto, puede ser al mismo tiempo tan avieso y tan hábil?
La voz de mi madre va sonando monótonamente. No me habla a mí. Está hablándole al vómito, pero pronuncia mi nombre: Claudia. Al fin, frotando, lo limpia lo mejor que puede y coloca una toalla rasposa sobre la gran mancha de humedad. Yo vuelvo a acostarme. Los trapos han caído de las rendijas de la ventana y el aire es frío. No me atrevo a responder a lo que dice mi madre y me resisto a dejar mi envoltura de calor. Pero el enfado de mi madre me humilla; sus palabras me excorian las mejillas y rompo a llorar. No he entendido que ella no está enojada conmigo, sino con la enfermedad. Creo que desprecia mi debilidad por haber dejado que la enfermedad pueda más que yo. A la larga no enfermaré de verdad: me negaré en redondo. Pero, por el momento, lo que hago es llorar. Sé que así tengo muchos más mocos, pero no puedo contenerme.
Comparece mi hermana. La pena inunda sus ojos. Me canta: «Cuando la púrpura oscura baja por las paredes del soñoliento jardín, alguien piensa en mí…». Me adormezco pensando en ciruelas, en paredes, en «alguien».
Sin embargo, ¿las cosas eran realmente de aquel modo? ¿Tan dolorosas como yo las recuerdo? Sólo a medias. O mejor dicho, el dolor era productivo y fructificante. El amor, oscuro y espeso como el jarabe Alaga, introducía poco a poco su alivio por aquella ventana agrietada. Podía olerlo, saborearlo, dulce, almizcleño, con un punto de ajoplata en la base, esparcido por toda la casa. Se adhería, junto con mi lengua, a los vidrios empañados. Revestía mi pecho, junto con el ungüento, y cuando, al quedar ya dormida, se me soltaba el paño de franela, las claras, nítidas curvas de aire perfilaban su presencia en mi garganta. Y durante la noche, cuando mi tos era seca y dura, se oían en el suelo del cuarto unos pasos quedos y unas manos reajustaban la franela, reequilibraban la colcha y reposaban un instante sobre mi frente. De manera que cuando pienso en el otoño, pienso en alguien con manos que no quiere que yo muera.
Era también otoño cuando vino Mr. Henry. Nuestro inquilino. Nuestro huésped. Las palabras salían en globitos de los labios y flotaban en el aire sobre nuestras cabezas: silenciosas, desunidas y gratamente misteriosas. Mi madre era toda desenvoltura y satisfacción cuando comentaba su llegada.
—Ya le conocéis —decía a sus amigas—. Henry Washington. Ha estado viviendo en casa de Miss Della Jones, en la calle Trece. Pero ella ya chochea demasiado para tener huéspedes. Así que él se ha buscado otro sitio.
—Oh, sí. —Las amigas no ocultaban su curiosidad—. Yo me preguntaba hace tiempo hasta cuándo iba a quedarse con ella. Dicen que está completamente ida. La mitad de los días no sabe quién es él, ni nadie.
—Pues aquel viejo negro loco con quien se casó no ayudó mucho a que le funcionara bien la cabeza.
—¿Oísteis lo que él contaba cuando la abandonó?
—Nnno. ¿Qué?
—Bueno, se marchó con aquella frívola de Peggy, la de Elyria. Ya sabéis.
—¿Una de las chicas de Old Slack Bessie?
—La misma. Bien, alguien le preguntó por qué dejaba a una mujer decente, amable y piadosa como Della por aquella vaquilla. Ya sabéis que Della siempre fue una buena ama de casa. Y él dijo que juraba que el verdadero motivo era que ya no podía aguantar más aquella loción de violetas que Della Jones usaba. Dijo que quería una mujer que oliese como una mujer. Dijo que Della era, sencillamente, demasiado limpia para él.
—Viejo perro, ¡qué asco de tío!
—Y que lo digas. ¿Qué manera de pensar es ésa?
—No es manera ninguna. Algunos hombres son sólo perros.
—¿Fue por eso que ella tuvo aquellos ataques?
—Debió contribuir. Pero ya sabéis, ninguna de aquellas chicas era demasiado despierta. ¿Os acordáis de Hattie, que siempre sonreía? Nunca estuvo cuerda. Y su tía Julia todavía trota de un lado a otro por la calle Dieciséis hablando sola.
—¿No la han encerrado?
—No. Las autoridades se desentienden. Dicen que no hace daño a nadie.
—Pues me lo hace a mí. Si quieres tener un susto de muerte, levántate a las cinco y media de la mañana como yo y échate a la cara a esa vieja bruja flotando por ahí con su sombrerete. ¡Piedad!
Las amigas ríen.
Frieda y yo estamos limpiando botes de vidrio para guardar conservas. No distinguimos las palabras, pero cuando hablan personas adultas escuchamos y prestamos atención a sus voces.
—Bien, confío en que nadie me deje a mí andorrear de ese modo cuando esté vieja. Es una vergüenza.
—¿Y qué van a hacer con Della? ¿No tiene familia?
—Una hermana suya viene de Carolina del Norte para ocuparse de ella. Imagino que lo que pretende es quedarse con la casa.
—Oh, vamos. Es la idea más perversa que he oído.
—¿Qué te apuestas? Henry Washington dice que la tal hermana no ha visto a Della en quince años.
—Yo había pensado, en cierto modo, que Henry acabaría un día u otro casándose con ella.
—¿Con esa vieja?
—Bueno, Henry ya no es un pollito.
—No, pero tampoco es un buitre.
—¿Ha estado casado alguna vez?
—No.
—¿Cómo es eso? ¿Le dieron calabazas?
—Es un hombre exigente, nada más.
—No es exigente. ¿Tú ves a alguien por aquí con quien valga la pena casarse?
—Bueno… no.
—Simplemente es sensato. Un trabajador formal de costumbres tranquilas. Espero que todo marche bien.
—Marchará bien. ¿Cuánto vas a cobrarle?
—Cinco dólares cada dos semanas.
—Para ti será una buena ayuda.
—Eso diría yo.
La conversación de las personas mayores es como un baile mansamente revoltoso: un sonido encuentra otro sonido, le hace una reverencia, se bambolea y se retira. Entra un tercer sonido, pero es desairado por un cuarto: ambos describen círculos uno en torno a otro y se paran. Unas veces las palabras ascienden en orgullosas espirales, otras hacen cabriolas estridentes, y todo ello es punteado por cálidas modulaciones de risa que son como el latir de un corazón de jalea. El filo, el rizo, el empuje de las emociones de aquellas personas es siempre muy claro para Frieda y para mí. No entendemos, no podemos entender el significado de todas sus palabras, porque sólo tenemos nueve y diez años; así que observamos sus rostros, sus manos, sus pies, y escuchamos el timbre de sus voces para averiguar la verdad.
Por eso, cuando Mr. Henry llegó un domingo por la noche, le olimos. Olía maravillosamente. Como árboles y crema de limón para el cutis, y aceite capilar Nu Nile y salpicaduras de Sen-Sen.
Sonreía mucho, mostrando una hilera de dientes pequeños y regulares con una amigable brecha en medio. A Frieda y a mí no nos presentaron, nos señalaron y basta. Como, digamos, aquí está el cuarto de baño, ahí el armario ropero, y éstas son mis niñas, Frieda y Claudia; cuidado con esta ventana, no se abre del todo.
Nosotras le miramos de reojo, sin decir nada y sin esperar que él dijese nada. Sólo que asintiera con la cabeza, como había hecho ante el ropero, testificando que existíamos. Para sorpresa de ambas, nos habló:
—¡Hola, vosotras! Tú debes ser Greta Garbo, y tú debes ser Ginger Rogers.
Correspondimos con risitas tontas. Incluso a mi padre le hizo sonreír la sorpresa.
—¿Queréis un penique?
Mr. Henry nos tendía una reluciente moneda. Frieda agachó la cabeza, demasiado complacida para responder. Yo hice ademán de cogerla. Él chasqueó los dedos y el penique desapareció. El deleite se sumó a nuestro sobresalto. Le registramos meticulosamente, metimos los dedos en sus calcetines, palpamos el forro de su chaqueta. Si la felicidad es una mezcla de expectación y certidumbre, éramos felices. Y mientras esperábamos que la moneda reapareciese, nos dimos cuenta de que contagiábamos nuestra alegría a papá y mamá. Papá sonreía cada vez más, y los ojos de mamá se enternecían siguiendo la exploración que nuestras manos efectuaban en las ropas de Mr. Henry.
Le quisimos. Incluso después de lo que más adelante ocurriría, no había amargura en los recuerdos que guardamos de él.
Ella dormía en la misma cama que nosotras. Frieda en el lado exterior, porque es valiente: nunca se le ocurre que si mientras duerme su mano cuelga por el borde del lecho «algo» saldrá arrastrándose de debajo de éste y le arrancará los dedos de un mordisco. Yo duermo junto a la pared, porque la idea sí se me ha ocurrido. Pecola, por lo tanto, tenía que dormir en medio.
Mamá nos había dicho dos días antes que venía «un caso»: una chica que no tenía otro sitio adonde ir. Las autoridades la habían colocado en nuestra casa por unos días hasta que decidieran qué hacer o, para decirlo con más exactitud, hasta que se reuniera la familia. Teníamos que ser amables con ella y no pelearnos. Mamá no entendía «lo que le pasaba a la gente», pero aquel viejo Dog Breedlove había pegado fuego a su casa, que se quemó sin que su esposa pudiera impedirlo, y como resultado estaban todos en la calle.
Estar en la calle, lo sabíamos, era la cosa más horrible del mundo. La amenaza de encontrarse en la calle asomaba frecuentemente por aquellas fechas. Con ella se cercenaba cualquier posible exceso. Si alguien comía demasiado, podía terminar en la calle. Si alguien gastaba mucho carbón, podía terminar en la calle. Ciertas personas jugaban hasta quedarse en la calle, bebían hasta quedarse en la calle. En ocasiones las madres echaban a sus hijos a la calle, y cuando esto ocurría, no importa lo que el hijo hubiese hecho, todas las simpatías estaban con él. El hijo estaba en la calle y alguien de su misma sangre tenía la culpa. Ser puesto en la calle por el casero era una desgracia, pero el asunto se refería a un aspecto de la vida sobre el cual no tenías control, dado que no lo tienes sobre tus ingresos. Pero ser lo bastante negligente como para arrojarse uno mismo a la calle, o lo bastante cruel como para arrojar a alguien de tu propio linaje, eso era criminal.
Existe una diferencia entre estar en la calle y salir a la calle. Si sales a la calle, te marchas a otro sitio; si estás en la calle, no tienes sitio adonde ir. La distinción era fundamental. Estar en la calle era el final de algo, un hecho físico irrevocable que definía y completaba nuestra condición metafísica. Siendo una minoría tanto por casta como por clase, nosotros nos movíamos de todos modos en el margen de la vida, pugnando por consolidar nuestra debilidad y permanecer allí, o por trepar sin ayuda hacia la sólida parte central. Habíamos aprendido, sin embargo, a habérnoslas con aquella existencia periférica, probablemente porque era abstracta. Pero la concreción de estar en la calle era una cuestión distinta, algo como la diferencia entre el concepto de muerte y el hecho de estar muerto. La muerte no cambia, y se está en la calle para quedarse.
El saber que el estar en la calle era una cosa tangible engendraba en nosotros hambre de posesión, hambre de propiedades. De la posesión en firme de un patio, un porche, un emparrado, algo. Los propietarios negros consumían todas sus energías y todo su amor en pro de sus nidos. Como pájaros frenéticos, desesperados, lo sobredecoraban todo; se inquietaban, se incomodaban por tonterías a propósito de sus hogares, conseguidos a costa de tanto esfuerzo; envasaban, hacían jaleas y conservas todo el verano para llenar alacenas y anaqueles; pintaban, picaban y repicaban por todos los rincones de sus casas. Y estas casas asomaban como girasoles de invernadero entre las hileras de yerbajos que eran las viviendas alquiladas. Los inquilinos negros lanzaban furtivas miradas a aquellos patios y porches de propiedad, y se hacían el firme propósito de comprarse también ellos «alguna cosita linda». Mientras tanto ahorraban y arañaban lo que podían, y acumulaban soñando con el día de la posesión.
Cholly Breedlove, convertido en inquilino tras haber dejado a su familia en la calle, se había catapultado a sí mismo más allá del alcance del respeto humano. Se había unido a los animales; era, ciertamente, un perro viejo, una serpiente, un negro zarrapastroso. La señora Breedlove residía en casa de la mujer para la cual trabajaba; el chico, Sammy, estaba con otra familia y Pecola vivía con nosotros. Cholly había ido a parar a la cárcel.
Ella vino sin nada. Ni una bolsa de papel con un vestido de repuesto, ni una camisa de dormir, ni un par de bragas de algodón. Simplemente, apareció con una mujer blanca y se sentó.
Nos divertimos aquellos pocos días que Pecola pasó con nosotras. Frieda y yo dejamos de pelearnos y nos concentramos en nuestra huésped, poniendo la mejor voluntad en evitar que se sintiera en la calle.
Cuando descubrimos claramente que no pretendía dominarnos, nos empezó a gustar. Se reía de mis payasadas y sonreía y aceptaba con agradecimiento los obsequios alimentarios que le hacía mi hermana.
—¿Te gustarían unas galletas integrales?
—No sé qué son.
Frieda le trajo cuatro galletas de harina integral en un plato y un poco de leche en una taza blanca y azul con el retrato de Shirley Temple. Pecola se entretuvo mucho rato con la leche y mirando tiernamente los hoyuelos de la cara estampada en la taza. Frieda y ella sostuvieron una amorosa conversación sobre lo monísima que Shirley Temple era. Yo no pude sumarme a su adoración porque odiaba a Shirley. No porque fuera monísima, sino porque bailaba con Bojangles, que era mi amigo, mi tío, mi papá, y que tenía que haber bailado claqué y bromeado conmigo. En cambio, allí estaba él riéndose, disfrutando y montándose un baile encantador con una de aquellas niñitas blancas a quienes nunca los zapatos se les comían los calcetines. Así que dije:
—A mí me gusta Jane Whiters.
Ellas me dedicaron una mirada perpleja, decidieron que era inútil hablar conmigo y volvieron a sus comentarios sobre aquella Shirley de ojos malignos.
Como yo era más pequeña que Frieda y Pecola, no había llegado aún al punto crítico de mi desarrollo psíquico que me permitiera querer a Shirley. Lo que sentía en aquella época era un odio impoluto. Pero antes de aquello ya había sentido algo más extraño y más alarmante que el odio por todas las Shirley Temple del mundo.
Empezó en Navidad con los regalos de muñecas. El regalo supremo, el especial, el más amoroso era siempre un gran bebé de ojos azules. Por los ruidos cloqueantes que emitían los adultos, yo sabía que aquella muñeca representaba lo que ellos creían que era mi más preciado deseo. A mí me dejaba estupefacta tanto la cosa en sí como el aspecto que tenía. ¿Qué se esperaba que hiciese yo con ella? ¿Fingir que era su madre? No me interesaban ni los bebés ni el concepto de maternidad. Me interesaban sólo los seres humanos de mi edad y de mi tamaño, y era incapaz de experimentar el menor entusiasmo ante la perspectiva de ser madre. Maternidad equivalía a vejez y a otras posibilidades remotas. Aprendí rápidamente, no obstante, lo que se suponía que debía hacer con la muñeca: acunarla, inventar historiadas situaciones en torno a ella, incluso dormir con ella. Los libros ilustrados estaban llenos de niñas que dormían con sus muñecas. Generalmente eran muñecas de trapo, pero en mi caso éstas eran inaceptables. Me repugnaban físicamente y, en secreto, me asustaban aquellos ojos redondos y estúpidos, la cara de torta y el pelo de color naranja que parecía compuesto de gusanos.
Las demás muñecas, que en teoría debían proporcionarme un gran placer, coincidían en justamente lo contrario. Cuando me llevaba una muñeca a la cama, sus miembros duros y rígidos repelían mi carne; las yemas ahusadas de sus dedos me arañaban. Si, dormida, me volvía entre las sábanas, la cabeza fría y dura como un hueso colisionaba con la mía. Era la compañía más incómoda y evidentemente más agresiva que una podía tener en el lecho. Y abrazarla no resultaba en absoluto más gratificante. La gasa almidonada o los encajes del vestido de algodón te irritaban la piel. A mí me inspiraba un solo deseo: despedazarla. Ver de qué estaba hecha, descubrir su presunta dulzura, encontrar la belleza, el deseado encanto que a mí se me escapaba, y al parecer únicamente a mí. Adultos, niñas mayores, tiendas, revistas, diarios, escaparates, el mundo entero se había puesto de acuerdo en que una muñeca de piel rosada, cabello amarillo y ojos azules era lo que toda niña consideraba un tesoro. «Mira —decían— lo bonito es esto, y si tú lo mereces debes tenerlo». Yo tocaba con los dedos la cara de la muñeca, intrigada por sus cejas, que eran un simple trazo; le rascaba los nacarados dientes, que asomaban como dos teclas de piano entre los labios rojos. Reseguía el perfil de la nariz respingona, picaba los vidriosos ojos azules, retorcía los pelos amarillos. No podía amarla, pero sí podía examinarla para ver qué era lo que el mundo entero clasificaba como adorable. Había que romper los diminutos dedos, doblar aquellos pies planos, desprender el cabello, retorcerle el cuello para que la cabeza girase, y la muñeca producía entonces un sonido; un sonido que decían que era un dulce y quejumbroso: «Mamá» pero que yo interpretaba como el balido de una oveja moribunda o, más exactamente como el chirriar de las bisagras oxidadas cuando la puerta de nuestra nevera se abría en el mes de julio. Si arrancabas aquellos fríos y estúpidos ojos, la muñeca seguía balando, «Aaaah»; si le quitabas la cabeza, vaciabas a sacudidas el serrín, le rompías la espalda contra la barra metálica de la cabecera de la cama, continuaba balando. Cuando el tendal de la espalda se desgarraba, entonces veías el disco con seis agujeros, el secreto del sonido. Una simple pieza redonda de metal.
Las personas mayores fruncían el ceño y te agobiaban a protestas: «Tú-no-das-valor-a-nada.Jamás-en-mi-vida-tuve-yo-una-muñeca-así-y-me-quemé-los-ojos-llorando-por-tener-la.Ahora-tú-tienes-una-es-preciosa-y-te-dedi-cas-a-romperla-qué-pasa-contigo…».
Qué ardiente era su indignación. Las lágrimas amenazaban con borrar el distanciamiento de su autoridad. La emoción de años y años de anhelos insatisfechos velaba sus voces. Y yo no sabía por qué destruía aquellas muñecas. Lo único que sabía era que nadie me había preguntado nunca qué deseaba por Navidad. Si algún adulto capacitado para satisfacer mis deseos me hubiese tomado en serio y preguntado lo que quería, habría sabido que yo no quería tener nada, no quería poseer ningún objeto. Deseaba más bien sentir algo el día de Navidad. La pregunta adecuada debería haber sido: «Querida Claudia, ¿qué experiencia te gustaría tener por Navidad?». Y yo habría respondido: «Me gustaría sentarme en el taburete bajo de la cocina de la abuela con un montón de lilas en la falda y escuchar al abuelo tocar el violín sólo para mí». El tamaño del taburete adecuado a mi cuerpo, la seguridad y el calor de la cocina de la abuela, el perfume de las lilas, el sonido de la música y, puesto que sería muy agradable que participasen todos mis sentidos, quizá, después, el sabor de un melocotón.
En cambio, saboreaba u olía la acritud de los platos y tazas de estaño reservados para tomar el té en ceremonias que me aburrían. En cambio, contemplaba con aversión los vestidos nuevos que requerían de un odiado baño en una bañera de zinc galvanizado antes de que te los pusieras. El zinc resbalaba, no había tiempo para jugar ni para remojarse porque el agua se enfriaba muy deprisa; no había tiempo para disfrutar de la propia desnudez, únicamente lo había para hacer que entre tus piernas bajaran cascadas de agua jabonosa. Después, las toallas rasposas y la molesta y humillante ausencia de suciedad. La irritante y nada imaginativa limpieza. Adiós a las señales de tinta en piernas y cara a todas mis creaciones y acumulaciones del día que había transcurrido, sustituidas por la carne de gallina.
Yo destruía bebés blancos.
Pero el desmembramiento de muñecas no era horror genuino. Lo genuinamente horrible era la transferencia de los mismos impulsos a las niñas blancas. La indiferencia con que las habría destrozado a hachazos cedía sólo ante mi deseo de hacerlo, de descubrir algo que eludía mi comprensión: el secreto de la magia que ellas ejercían sobre otras personas. Lo que hacía que la gente las mirase y dijera: «Oooh», y no lo dijese al mirarme a mí. La caída de ojos de las muñecas negras cuando se acercaban a ellas en la calle y la posesiva delicadeza de sus manos cuando las tocaban.
Si las pellizcaba, sus ojos —a diferencia del lustre enloquecido de los ojos de los bebés de juguete— se cerraban de dolor, y su grito era un fascinante grito de dolor, no el chirrido de la puerta de una nevera. Cuando descubrí cuan repulsiva era esta violencia desinteresada, y que era repulsiva porque era desinteresada, mi vergüenza deambuló torpemente en busca de refugio. El mejor escondrijo fue el amor; de ahí la conversión del prístino sadismo a la aversión manufacturada y al amor fraudulento. Era un pequeño pasito hacia Shirley Temple. Mucho después aprendí a adorarla, igual que aprendí a deleitarme en la limpieza, sabiendo, incluso cuando ya lo había aprendido, que el cambio era una adaptación, no una mejora.
—Tres botellas de leche. Eso es lo que había ayer en la nevera. Tres botellas intactas. Ahora no hay ninguna. No hay ni una gota. No me importa que la gente venga y coja lo que necesita, ¡pero tres botellas de leche! ¿Para qué demonios necesita nadie tres botellas de leche?
La «gente» a que mi madre se refería era Pecola. Nosotras, Pecola, Frieda y yo, la oíamos lamentarse, abajo, en la cocina, de la cantidad de leche que Pecola había bebido. Sabíamos que Pecola estaba encaprichada con la taza de Shirley Temple y aprovechaba cualquier ocasión para beber leche en ella y de paso, al levantarla, encontrarse frente al dulce rostro de Shirley. Mi madre, a su vez, sabía que Frieda y yo detestábamos la leche y suponía que Pecola la bebía por pura glotonería. Discutírselo no era cosa nuestra. Nosotras nunca iniciábamos conversaciones con adultos; sólo respondíamos a sus preguntas.
Avergonzadas por los insultos que se prodigaban a nuestra amiga, nos quedamos donde estábamos: yo sentada, abstraída, Frieda a mi lado limpiándose las uñas con los dientes y Pecola siguiendo con la punta del dedo una cicatriz que tenía en la rodilla, la cabeza inclinarla hacia un lado. Los quejumbrosos soliloquios de mi madre nos irritaban y deprimían siempre. Eran interminables, ofensivos, y aunque indirectos (mamá nunca menciona a nadie por su nombre, sólo hablaba de «gente» y de «ciertas personas»), sumamente dolorosos por su intención. Podía entregarse a ellos durante horas, conectando un lamento con otro hasta haber expulsado de su interior todas las cosas que la mortificaban. Luego, tras haber hablado de todo y de todos, ya desahogada, entonaba una canción y continuaba cantando el resto del día. Pero pasaba mucho tiempo antes de que llegase la etapa de los cánticos. Mientras tanto, oprimidos los estómagos, encendidos los pescuezos, nosotras escuchábamos, evitábamos mirarnos a los ojos unas a otras y nos entreteníamos como podíamos.
—… No sé qué se supone que funciona aquí; una casa de caridad, diría yo. Creo que ya es hora de que pase del bando de los que dan al de los que reciben. Se espera, diría yo, que no he de tener nada, se espera que termine en el asilo de pobres. Parece que nada de lo que hago evitará que termine allí. La gente se pasa el día imaginando maneras de enviarme al asilo. Tengo tantas posibilidades de alimentar una boca más como un gato de que le salgan alas. Como si no me diera ya suficientes problemas ocuparme de mi familia y apartarme del asilo de pobres, ahora hay aquí cierta persona que simplemente se me va a beber. Bien, pues no, no lo hará. No mientras haya fuerza en mi cuerpo y lengua en mi boca. Todo tiene un límite. Esto no lo aguantaré. Nadie necesita tres botellas de leche. Ni siquiera Henry Ford necesita tres botellas de leche. Es absolutamente pecaminoso. Yo estoy dispuesta a hacer lo que pueda por la gente. Nadie se atreverá a decir lo contrario. Pero esto tiene que acabarse, y soy yo quien debe acabarlo. La Biblia dice que vigiles tanto como rezas. La gente simplemente te echa encima a sus hijos y sigue por ahí ocupándose de sus asuntos. Nadie se acerca ni siquiera a mirar si esa criatura tiene una rebanada de pan que llevarse a la boca. Parece que debería importarles saber si yo tengo una rebanada de pan que darles. Pero no. Esa idea ni se les ocurre. Ese sinvergüenza de Cholly lleva dos días fuera de la cárcel y todavía no ha venido a ver si su propia hija está viva o muerta. Por lo que a él le importa, podría estar muerta. Y la madre otro tanto. ¿Qué clase de gente es ésta?
Cuando mamá sacaba a relucir a Henry Ford y a toda aquella gente que no se preocupaba de si tenía o no una rebanada de pan, era momento de marcharse. Queríamos ahorrarnos la parte referente a Roosevelt y sus campamentos cívicos.
Frieda se levantó y comenzó a bajar las escaleras. Pecola y yo la seguimos, y las tres describimos un amplio arco para evitar la puerta de la cocina. Nos sentamos en los peldaños del porche, donde las palabras de mi madre sólo nos llegaban con intermitencias.
Era un sábado solitario. La casa olía a Fels Naphtha y a las legumbres que se estaban cociendo. Los sábados eran siempre días solitarios, jabonosos, tristes, propicios a la irritación. En la escala de las calamidades sucedían inmediatamente a aquellos tensos, rígidos domingos, plagados de pastillas para la tos, de «no» y de «siéntate».
Si mi madre estaba en vena de cantar, la cosa no era tan lúgubre. Sus canciones solían hablar de tiempos difíciles, malos tiempos, tiempos de alguien-me-hizo-algo-y-me-abandonó. Pero su voz era tan melodiosa y sus ojos, cuando cantaba, tan tiernos, que yo llegaba a añorar aquellos tiempos difíciles, a suspirar por el día en que sería mayor «sin tener ni diez centavos a mi nombre». Esperaba con ansiedad el momento delicioso en que «mi hombre» me abandonaría, cuando «odiaría ver ponerse el sol de aquella tarde»… porque entonces sabría que «mi hombre se había marchado de la ciudad». La aflicción coloreada por los verdes y azules de la voz de mi madre se llevaba toda la pena de las palabras y me dejaba con la convicción de que el dolor no sólo era soportable, sino grato.
Sin canciones, no obstante, aquellos sábados pesaban sobre mi cabeza como un balde de carbón, y si mamá se excedía en sus jeremiadas, como ocurría ahora, mi sensación era de que alguien, además, estaba apedreando el balde.
—… y aquí estoy, pobre y charlatana. ¿Quién se creen que soy? ¿Una especie de Sandy Claus? En este caso mejor será que descuelguen sus calcetines, porque no habrá Navidad…
Nosotras nos impacientábamos.
—Hagamos algo —dijo Frieda.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté yo.
—No lo sé. Nada.
Frieda tenía la mirada perdida entre las copas de los árboles. Pecola se miraba los pies.
—¿Queréis que subamos al cuarto de Mr. Henry y fisguemos sus revistas de chicas desnudas?
Frieda hizo una mueca. No le gustaban las fotos guarras.
—Está bien —añadí yo al cabo de un momento—, podemos mirar su Biblia. Es bonita, ¿no? —Frieda emitió un ruido de chupeteo, seguido de un ffftt hecho con los dientes y los labios—. Pues entonces iremos a enhebrarle agujas a esa señora medio ciega. Nos dará un penique.
Frieda soltó un resoplido.
—Tiene los ojos como de moco. No me atrevo ni a mirárselos. ¿Qué quieres hacer tú, Pecola?
—Lo mismo me da —dijo la aludida—. Cualquier cosa que se os ocurra.
Yo tuve otra idea.
—Podemos ir por el callejón y ver lo que hay en los cubos de basura.
—Ya lo hemos hecho demasiadas veces —replicó Frieda, cada vez más aburrida e irritable.
—O entrar a preparar un pastel o algo así.
—¡Tú estás de broma! ¿Con mamá despotricando en la cocina? Cuando empieza a fastidiar hasta a las mismas paredes ya sabes que seguirá igual todo el día. No nos dejaría, además.
—Pues no sé, vayamos al hotel griego y escuchemos hablar a todos aquellos tíos.
—Oh, ¿y a quién le interesa eso? Dicen siempre las mismas cosas, siempre repiten las mismas bromas, con las mismas palabras.
Agotado mi repertorio de ideas, procedí a concentrarme en las motas blancas de las uñas de mis dedos. El total significaba el número de novios que tendría. Siete.
El soliloquio de mamá se deslizaba hacia el silencio:
—… dice la Biblia que des de comer al hambriento, y eso está bien, es correcto. Pero yo no tengo por qué alimentar elefantes… Quien necesite tres botellas de leche para vivir, que salga de esta casa. Se ha equivocado de sitio. ¿Qué es esto? ¿Una granja lechera, quizá?
Súbitamente, Pecola hizo un movimiento brusco, se levantó y se quedó tiesa, desorbitados los ojos por el terror. De su boca salía, apagado, un relincho lastimero.
—¿Qué te pasa? —inquirió Frieda, sobresaltada, levantándose también.
Ambas miramos entonces hacia donde miraba Pecola. Por las piernas de ésta corría sangre. Unas cuantas gotas habían caído en los peldaños.
Salté, dispuesta a ayudarla.
—¡Oye! ¿Te has hecho algún corte? Mira, tienes el vestido lleno de manchas.
Una mancha en particular, grande y de color marrón, se extendía por la parte trasera de la falda. Pecola seguía relinchando, de pie y con las piernas muy abiertas.
Frieda exclamó:
—¡Oh, Señor! Ya lo sé, ¡ya sé lo que es eso!
Pecola se llevó las manos a la boca.
—¿Qué?
—Es la ministración.
—¿Es qué?
—Ya me entiendes.
—¿Voy a morirme?
—Nooo. No vas a morirte. ¡Sólo significa que puedes tener un hijo!
—¿Qué?
—¿Y tú cómo lo sabes? —intervine yo, hastiada de que Frieda lo supiera siempre todo.
—Mildred me lo dijo. Y mamá también.
—No me lo creo.
—No tienes por qué creerlo, imbécil. Mira. Espera aquí. Y tú siéntate, Pecola, ahí. —Frieda era toda autoridad y energía—. Ahora —me dijo a mí—, ve a buscar agua.
—¿Agua?
—Sí, estúpida. Agua. Y no armes estrépito, o mamá te oirá.
Pecola volvió a sentarse, al parecer un poco menos asustada. Yo me dirigí a la cocina.
—¿Qué quieres, niña?
Mamá enjuagaba unas cortinas en el fregadero.
—Un poco de agua, señora.
—Justo donde yo estoy trabajando, naturalmente. Vamos, coge un vaso. No uno limpio. Usa este bote.
Tomé uno de los botes de vidrio donde se guardaban las conservas, que llené con agua del grifo. Me pareció que tardaba una eternidad en llenarse.
—Aquí nadie quiere nada hasta que me ve en el fregadero. Entonces todo el mundo necesita beber agua…
Con el bote lleno me dispuse a salir de la cocina.
—¿Adónde vas?
—Ahí fuera.
—¡El agua te la beberás aquí!
—No romperé nada.
—Tú nunca sabes lo que harás.
—Sí, señora, sí lo sé. Deja que me lo lleve afuera. No me caerá ni una gota.
—Mejor será que no te caiga.
Llegué al porche, y allí me paré con el bote de agua en la mano. Pecola lloraba.
—¿Por qué lloras? ¿Te duele? —Sacudió negativamente la cabeza—. Pues basta de mocos, anda.
Frieda asomó por la puerta trasera. Llevaba algo plegado debajo de la blusa. Me miró con sorpresa y señaló el bote.
—¿Para qué es?
—Tú me lo has pedido. Has dicho que trajera un poco de agua.
—¡Pero no un botecito! ¡Mucha más! ¡Para fregar los peldaños, tonta!
—¿Cómo querías que lo supiera?
—Sí, cómo ibas a saberlo. Oh, Señor, vamos. —Tiró del brazo a Pecola—. Vámonos ahí detrás.
Ambas echaron a andar hacia el lado de la casa donde los arbustos eran más espesos.
—¡Jey! ¿Y yo qué? Quiero ir con vosotras.
—Caaaalla —susurró teatralmente Frieda—. Mamá puede oírte. Tú limpia los peldaños.
Desaparecieron las dos por la esquina.
Estaba a punto de perderme algo. Una vez más. Iba a ocurrir algo importante, y yo tenía que quedarme atrás y no ver nada. Derramé el agua sobre los peldaños, los restregué un par de veces con la suela del zapato y salí corriendo a reunirme con Pecola y Frieda.
Encontré a Frieda arrodillada, con un rectángulo de algodón blanco a su lado, en el suelo. Le estaba quitando las bragas a Pecola.
—Vamos, vamos. Levanta un pie, sácalo, ahora el otro. —Cuando tuvo las sucias bragas en la mano me las tiró a mí—. Toma.
—¿Qué se supone que he de hacer con esto?
—Entiérralas, tonta.
Frieda dijo a Pecola que se aguantara la cosa de algodón entre las piernas.
—¿Cómo va a andar así? —pregunté yo.
Mi hermana no contestó. En silencio, desprendió dos imperdibles del dobladillo de su falda y comenzó a fijar los extremos de la cosa al vestido de Pecola.
Yo recogí las bragas con los dedos y miré en torno buscando algo con que cavar un agujero. Un rumor de hojas en los arbustos me sobresaltó, y al volverme vi un par de ojos fascinados en una cara como de masa blanca. Rosemary nos observaba. Eché mano a su cara y conseguí arañarle la nariz. Ella chilló y retrocedió de un salto.
—¡Señora MacTeer! ¡Señora MacTeer! —vociferó—. ¡Frieda y Claudia están aquí fuera jugando a porquerías! ¡Señora MacTeer!
Mamá abrió la ventana y se asomó a mirarnos.
—¿Qué?
—Juegan a porquerías, señora MacTeer. Fíjese. ¡Y Claudia me ha pegado porque las he visto!
Mi madre cerró la ventana de golpe. Acudió corriendo por la puerta trasera.
—¿Qué estáis haciendo? Oh. Ujú. Ujú. Jugando a porquerías, ¿eh? —Se acercó a los arbustos y arrancó una rama—. Preferiría criar cerdos antes que niñas repulsivas, ¡por lo menos podría enviarlos al matadero!
Nosotras empezamos a dar alaridos.
—No, mamá. No, señora. ¡No hemos hecho nada malo! ¡Rosemary es una mentirosa! ¡No, señora, mamá! ¡No, señora, mamá!
Mamá agarró a Frieda por el hombro y le hizo dar media vuelta y le azotó tres o cuatro veces las piernas con la rama.
—Conque juegos sucios, ¿eh? ¡Pues ya se han acabado!
Frieda estaba destrozada. Los azotes la insultaban tanto como la herían.
Mamá miró a Pecola.
—¡Y tú también! —dijo—. ¡Hija mía o no!
Agarró a Pecola y le dio media vuelta como había hecho con Frieda. En aquel momento se soltó uno de los imperdibles de la cosa de algodón, y mamá vio que ésta caía por debajo del vestido. La temible rama se detuvo en el aire, y mamá pestañeó.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Frieda sollozaba. Yo, que había quedado en segundo término, decidí explicarlo:
—A Pecola le salía sangre. ¡Sólo procurábamos parar la sangre!
Mi madre miró a Frieda como esperando su confirmación. Ella asintió con la cabeza.
—Está ministrando. Queríamos ayudar.
Mamá soltó a Pecola y se quedó un instante inmóvil, mirándola. Luego las atrajo a las dos hacia sí, apretó sus cabezas contra su vientre. Tenía los ojos llenos de aflicción.
—Está bien, está bien. Ahora basta de lloros. No lo sabía. Vamos, vamos. Entrad en casa. Tú vete a la tuya, Rosemary. La fiesta ha terminado.
Entramos en tropel, Frieda conteniendo los sollozos, Pecola con una cola blanca, yo transportando las bragas de la niña convertida en mujer.
Mamá nos llevó al cuarto de baño. Empujó a Pecola al interior, me quitó las bragas de la mano y nos ordenó que esperásemos fuera.
A través de la puerta oímos el rumor del agua en la bañera.
—¿Piensas que va a ahogarla?
—Oh, Claudia, qué boba eres. Sólo va a lavarla y a lavarle la ropa.
—¿Te parece que salgamos a pegar a Rosemary?
—No, déjala en paz.
El agua borboteaba, y por encima de los borboteos podíamos oír la música de la risa de mi madre.
Aquella noche, en la cama, las tres estábamos muy quietas. Nos sentíamos llenas de admiración temerosa y de respeto hacia Pecola. Estar acostadas junto a una persona de verdad que realmente ministraba era en cierta manera algo sagrado. Ella era ahora distinta a nosotras, como mayor. Pecola misma percibía la distancia, pero rehusaba tratarnos con altanería.
Al cabo de mucho rato dijo en voz baja:
—¿Será verdad que ya puedo tener un hijo?
—Seguro —respondió Frieda, soñolienta—. Seguro que puedes.
—Pero… ¿cómo?
En la voz de Pecola se mezclaban el pasmo y la curiosidad.
—Oh —dijo Frieda—, alguien tiene que amarte.
—Ah.
Hubo una larga pausa, durante la cual Pecola y yo reflexionamos sobre lo que acabábamos de oír. Implicaría, supuse yo, a «mi hombre», quien, antes de abandonarme, me amaría. Pero no nacían niños en las canciones que mi madre cantaba. Quizá por esto las mujeres estaban tristes: los hombres las abandonaban antes de que pudieran hacer un bebé.
Después Pecola preguntó una cosa que a mí no se me había ocurrido nunca:
—¿Pero cómo se hace? Quiero decir, ¿cómo hace una que alguien la ame?
Pero Frieda ya se había dormido. Y yo no lo sabía.