H​E​A​Q​U​I​A​L​A​F​A​M​I​L​I​A​L​A​M​A​D​R​E​E​L​P​A​D​R​E​D​I​C​K​Y​J​A​N​E​V​I​V​E​N​E​N​L​A​C​A​S​A​V​E​R​D​E​Y​B​L​A​N​C​A​S​O​N​M​U​Y​F​E​L​I​C​E​S​M​U​Y​F​E

Los Breedlove no vivían en la parte delantera de un almacén porque tuvieran dificultades temporales debidas a los reajustes que se producían en la industria. Vivían allí porque eran pobres y negros, y se quedaron allí porque se creían feos. Aunque su pobreza era tradicional y embrutecedora, no era única. Pero su fealdad sí era única. Nadie les habría convencido de que no eran inexorable y agresivamente feos. Con excepción del padre, Cholly, cuya fealdad (resultado de la desesperanza, de la disipación y de la violencia dirigida contra cosas triviales y personas débiles) dependía de su comportamiento, el resto de la familia —la señora Breedlove, Sammy Breedlove y Pecola Breedlove— llevaba su fealdad, por decirlo así, puesta, aunque no les pertenecía. Los ojos, ojos pequeños y muy juntos bajo frentes estrechas. Los bajos e irregulares perfiles del cuero cabelludo, que parecían más irregulares aún en contraste con las rectas y tupidas cejas con las que casi se unían. Narices agudas pero quebradas, con ventanas insolentes. Tenían los pómulos altos y las orejas vueltas hacia delante. Sus bien formados labios llamaban la atención, no hacia ellos mismos sino hacia el resto de la cara. Mirabas a aquellas personas y te preguntabas por qué serían tan feas; las mirabas desde más cerca y no encontrabas razón alguna. Luego te dabas cuenta de que el motivo era la convicción, su convicción. Era como si algún misterioso maestro omnisciente hubiera dado a cada uno un manto de fealdad para que lo llevasen y ellos lo hubiesen aceptado sin rechistar. El maestro había dictaminado: «Sois personas feas». Ellos se habían examinado a sí mismos sin ver nada que contradijera el dictamen; vieron, de hecho, que lo confirmaban todos los carteles de las vallas publicitarias, todas las películas, todas las miradas. «Sí, tiene usted razón», dijeron. Y tomaron en sus manos la fealdad, se la echaron encima como una capa y se fueron por el mundo con ella. Cada uno la manejó a su manera. La señora Breedlove lo hizo como lo haría un actor con un elemento de su vestuario: para la mejor expresión de su personaje, como soporte de un papel, el de mártir, que con frecuencia imaginaba que era el suyo. Sammy utilizó su fealdad como un arma para causar daño a otros. Ajustó a ella su comportamiento, eligió a sus compañeros basándose en ella: personas a las que su fealdad fascinaba, intimidaba incluso. Y Pecola. Ella se escondió detrás de la suya. Disimulada, velada, eclipsada; asomando muy raras veces del amparo del manto, y aun entonces sólo para anhelar la pronta recuperación de su disfraz.

Esta familia, una mañana de sábado, en octubre, empezó, miembro por miembro, a agitarse para pasar de su sueño de riqueza y venganza a la anónima miseria de su almacén.

La señora Breedlove salió de la cama sin hacer ruido, se puso un suéter encima del camisón (que era un vestido viejo), y se encaminó a la cocina. Su pie bueno producía unos sonidos secos y duros; el torcido siseaba arrastrado sobre el linóleo. En la cocina los sonidos fueron de puertas, grifos y cacerolas, ruidos sordos, aunque las amenazas que implicaban eran patentes. Pecola abrió los ojos y se quedó quieta mirando la estufa apagada. Cholly refunfuñó, se revolvió en la cama un minuto y enseguida recuperó su inmovilidad.

Incluso desde donde estaba acostada, Pecola olía la peste a whisky que despedía Cholly. Los ruidos de la cocina se hicieron menos sordos, más sonoros. En los movimientos de la señora Breedlove había una intención y un propósito que nada tenían que ver con la preparación del desayuno. La conciencia de esto, sustentada por múltiples evidencias del pasado, hizo que Pecola contrajera los músculos del estómago y contuviese la respiración.

Cholly había vuelto a casa borracho. Por desdicha estaba demasiado borracho para organizar un altercado, de manera que todo el jaleo tendría que estallar esta mañana. Como no se había producido inmediatamente, a la inminente pelea le faltaría espontaneidad; sería una cosa calculada, sin vida, sin inspiración.

La señora Breedlove entró repentinamente en el cuarto y se paró a los pies de la cama donde estaba tendido Cholly.

—En casa no hay carbón.

Cholly no se movió.

—¿No me has oído?

La señora Breedlove golpeó con la mano el pie de Cholly. Éste abrió lentamente los ojos. Los tenía rojos y amenazadores. Sin excepción, los ojos de Cholly eran los más ruines del lugar.

—¡Ooooh, mujer!

—He dicho que no hay carbón. En esta casa hace un frío de teta de bruja. Con tanto whisky metido en el culo no notarías ni el fuego del infierno, pero yo tengo frío. He de hacer un montón de cosas y no quiero helarme.

—Déjame en paz.

—No hasta que me traigas carbón. Si trabajar como una mula no me da derecho a un poco de calor, ¿para qué lo hago? Tú, por descontado, no contribuyes con nada. Si de ti dependiera estaríamos todos muertos. —Su voz punzaba el cerebro como un dolor de oído—. Si crees que voy a arrastrarme por ahí fuera y traer el carbón yo, más vale que vuelvas a pensarlo.

Una burbuja de violencia reventó en la garganta de Cholly:

—¡Me importa una mierda tu carbón!

—¿Vais a salir tú y tu borrachera de esa cama a traérmelo, o no?

Silencio.

—¡Cholly!

Silencio.

—No me pongas a prueba esta mañana, hombre. ¡Di una palabra más, y te rajo!

Silencio.

—Está bien. Está bien. Pero si estornudo una vez, una sola vez, ¡Dios se apiade de ti!

Sammy ya estaba también despierto, pero fingía dormir. Pecola continuaba con los músculos del estómago contraídos y reteniendo la respiración. Todos ellos sabían que la señora Breedlove podía coger carbón del cobertizo, que lo cogería y que seguramente ya lo había hecho, o que podía enviar a Sammy o Pecola. Pero la disputa pendiente desde la víspera flotaba como la primera nota de un canto fúnebre en la atmósfera lúgubre y expectante de la casa. La aventura de una borrachera, por rutinaria que fuese, tenía su propio ceremonial de clausura. Los ínfimos e inidentificables días que la señora Breedlove vivía se caracterizaban, agrupaban y clasificaban gracias a aquellos altercados. Ellos daban solidez a minutos y horas que de otro modo serían inanes y no dejarían la menor huella. Ellos aligeraban el aburrimiento de la pobreza, introducían esplendor en las míseras habitaciones. En aquellas violentas rupturas de la rutina, que eran a su vez rutina, ella podía desplegar el estilo y la imaginación de la que creía era su genuina personalidad. Privarla de aquellas broncas era quitar todo el sabor y la racionalidad a su vida. Cholly, con su habitual embriaguez y su vileza, proporcionaba a ambos el material que necesitaban para hacer tolerable, además de la vida de ella, la de él. La señora Breedlove se consideraba a sí misma una mujer honesta y cristiana, agobiada por la carga de un marido inútil a quien Dios quería que ella castigara. (Cholly estaba más allá de la redención, por supuesto, aparte que su redención no era lo que contaba: a la señora Breedlove no le interesaba Cristo el Redentor, sino más bien Cristo el Juez). No era raro oírla platicar con Jesús a propósito de Cholly, insistiendo en que Él la ayudase a «arrancarle a aquel bastardo su orgullo de pavo real». Y en una ocasión en que un falso movimiento de borracho catapultó a Cholly contra la estufa calentada al rojo, ella gritó: «¡Cógele, Jesús! ¡Cógele!». Si Cholly hubiera dejado de beber, ella nunca se lo habría perdonado a Jesús. Necesitaba desesperadamente los pecados de Cholly. Cuanto más se hundía él, cuanto más cerril e irresponsable se volvía, más gloriosas se tornaban ella y su misión. En nombre de Jesús.

Cholly no necesitaba menos a su mujer: era una de las pocas cosas aborrecibles para él que podía tocar y en consecuencia lastimar. Sobre ella derramaba la suma de toda su inexpresable furia y sus abortados deseos. Odiándola, se dejaba a sí mismo intacto. Cuando era todavía muy joven, Cholly había sido sorprendido entre unos matorrales por dos hombres blancos en el momento en que iniciaba con ahínco la experiencia de obtener placer sexual de una muchachita campesina. Los hombres habían enfocado una linterna directamente a su trasero. Él se había quedado inmóvil, aterrorizado. Ellos rompieron a reír. El haz de luz de la linterna no cambió de enfoque. «Adelante —dijeron los hombres—. Continúa hasta el final. Y hazlo bien, negrito». El haz de luz mantuvo implacable su posición. Por alguna razón, Cholly no había odiado a aquellos hombres blancos: había odiado y despreciado a la muchacha. El simple recuerdo impreciso de aquel episodio, juntamente con otras innumerables humillaciones, derrotas y castraciones, podía precipitarle a un torbellino de depravación que a él mismo le asombraba; pero sólo a él. Cholly era incapaz de sorprender, únicamente podía sorprenderse. Así que también renunció a ello.

Cholly y la señora Breedlove peleaban entre sí con un tenebroso y brutal formalismo sin otro parangón que el de sus apareamientos amorosos. Tácitamente habían convenido en no matarse uno a otro. Él la combatía de la forma en que un cobarde lucha con otro hombre: con los pies, las palmas de las manos, los dientes. Ella, por su parte, replicaba de una manera puramente femenina: blandiendo sartenes y atizadores, más alguna plancha que ocasionalmente volaba hacia la cabeza de él. No hablaban, gruñían ni se insultaban durante aquellos combates. Sólo se oía el ruido de cosas que caían al suelo o el choque, sin sorpresa, de carne contra carne.

En las reacciones de los niños ante aquellas batallas existían diferencias. Sammy maldecía un rato, o se marchaba de la casa, o se incorporaba a la refriega. Era conocido, cuando tenía alrededor de catorce años, por haberse escapado del hogar no menos de veintisiete veces. En una ocasión llegó hasta Buffalo y se quedó tres meses. Sus regresos, lo mismo forzados que circunstanciales, eran sombríos. Pecola, en cambio, coartada por la edad y el sexo, experimentaba con métodos de resistencia. Aunque éstos variaban, el dolor era tan consistente como profundo. Ella se debatía entre un deseo incontenible de que uno matara al otro y el hondo anhelo de su propia muerte. En aquellos momentos susurraba: «No lo hagas, señora Breedlove, no». Pecola, como Sammy y Cholly, siempre llamaba a la madre señora Breedlove.

—No lo hagas, señora Breedlove, no.

Pero la señora Breedlove lo hizo.

Por la gracia, a no dudarlo, de Dios, la señora Breedlove estornudó. Una sola vez.

Inmediatamente corrió al dormitorio con una cazuela llena de agua fría y le arrojó a Cholly el agua a la cara. Él se enderezó, tosiendo y escupiendo. Desnudo, enfurecido, saltó de la cama y casi en un vuelo agarró a su esposa por la cintura y ambos cayeron a tierra. Cholly levantó a la mujer para golpearla con el dorso de la mano. Ella cayó de nuevo en posición sentada, apoyada la espalda en la armazón de la cama de Sammy. No había soltado la cazuela, con la cual se puso a lanzar golpes contra los muslos y el escroto de Cholly. Éste le plantó un pie en el pecho y ella dejó caer la cazuela. Apoyada una rodilla en tierra, él le pegó varias veces en la cara, y la mujer habría sucumbido rápidamente de no ser porque Cholly estrelló su mano contra la armazón metálica del lecho cuando su esposa agachó la cabeza. La señora Breedlove aprovechó la momentánea interrupción de los golpes y se escabulló para situarse fuera de su alcance. Sammy, que había presenciado en silencio la pelea a los pies de su cama, comenzó repentinamente a pegar a su padre con ambos puños, mientras gritaba una y otra vez: «¡Desnudo como un animal!». La señora Breedlove, que se había apoderado de la tapadera redonda y plana de la estufa, se acercó de puntillas a Cholly cuando éste trataba de enderezarse sobre sus rodillas y le descargó con la tapadera dos tremendos golpes que le devolvieron de inmediato al estado de inconsciencia del que ella le había sacado antes con sus provocaciones. Jadeando, la mujer le tiró por encima una colcha y le dejó tendido donde estaba.

Sammy vociferó:

—¡Mátale! ¡Mátale!

La señora Breedlove miró a su hijo con sorpresa.

—Calla la boca, chico —dijo. Devolvió a su sitio la tapadera de la estufa y se dispuso a regresar a la cocina. En el hueco de la puerta se detuvo el tiempo suficiente para añadir, con destino a su hijo—: Levántate de ahí, de todos modos. Necesito carbón.

Ahora ya sin contener el aliento, Pecola se tapó la cabeza con la colcha. La sensación de náusea que había tratado de evitar encogiendo el estómago reapareció rápidamente a pesar de sus precauciones. Surgió en su interior el deseo de vomitar, pero, como siempre, sabía que no podía hacerlo.

—Por favor, Dios mío —susurró en la palma de su mano—. Por favor, hazme desaparecer.

Cerró los ojos con fuerza. Pequeñas porciones de su cuerpo parecían difuminarse. Ahora lentamente, después deprisa. Otra vez despacio. Sus dedos se marcharon uno a uno; luego desaparecieron completamente sus brazos, hasta el codo. Ahora los pies. Sí, aquello estaba bien. Las piernas, todas de golpe. Por encima de los muslos era más difícil. Tenía que estar perfectamente quieta y empujar. Su vientre no quería marcharse. Pero, finalmente, también él se borró. A continuación el pecho, el cuello. La cara volvía a ser difícil. Casi había terminado, casi. Sólo quedaban sus ojos cerrados. Bien cerrados. Los ojos siempre quedaban.

Por mucho que lo intentase nunca conseguía que sus ojos desaparecieran. ¿Qué sentido tenía, entonces? Los ojos lo eran todo. Todo estaba allí, en ellos. Todas aquellas imágenes, todos aquellos rostros. Había renunciado hacía tiempo a la idea de escaparse para ver nuevas imágenes, nuevos rostros, como Sammy había hecho con tanta frecuencia. Él nunca la llevó consigo, ni tampoco había pensado con antelación en escaparse: se marchaba por las buenas, sin haberlo planeado. De todos modos, tampoco habría salido bien. Mientras ella tuviese la apariencia que tenía, mientras fuese fea, debería quedarse junto a aquellas personas. En cierto sentido les pertenecía. Pasaba largas horas mirándose al espejo, esforzándose en descubrir el secreto de su fealdad, la fealdad que hacía que en la escuela la ignorasen o la menospreciasen tanto maestros como condiscípulos. Era la única alumna de su clase que se sentaba sola en un pupitre doble. La inicial de su apellido la obligaba a sentarse siempre en los primeros puestos del aula. ¿Pero qué pasaba con Marie Appolonaire? Marie estaba por delante de ella, pero compartía el pupitre con Luke Angelino. Los maestros, a ella, siempre la habían tratado así. Procuraban no mirarla nunca, y sólo la solicitaban para alguna cosa cuando la llamada era general. También sabía que si una de las colegialas quería mostrarse especialmente ofensiva con un chico, o buscaba obtener de él una respuesta inmediata, solía decir: «¡Bobby está enamorado de Pecola Breedlove! ¡Bobby se ha enamorado de Pecola Breedlove!», y no fallaba nunca: provocaba las risotadas de quienes la oían y la mofa iracunda del acusado.

A Pecola se le había ocurrido hacía algún tiempo que si sus ojos, aquellos ojos que retenían las imágenes y sabían ver, si aquellos ojos fueran diferentes, es decir, bellos, toda ella podría ser diferente. Sus dientes estaban bien, y su nariz por lo menos no era grande y aplastada como las de algunas a quienes pese a ello se consideraba atractivas. Si tenía un aspecto diferente, bonito, quizá Cholly sería diferente, y la señora Breedlove también. Quizá los dos dirían: «Oye, fíjate en Pecola, qué lindos ojos tiene. Delante de unos ojos tan lindos no podemos hacer cosas malas».

Ojos lindos. Lindos ojos azules. Corre, Jip, corre. Jip corre, Alice corre. Alice tiene los ojos azules. Jerry tiene los ojos azules. Jerry corre. Alice corre. Ambos corren con sus ojos azules. Cuatro ojos azules. Cuatro lindos ojos azules. Ojos azul celeste. Ojos del color de la blusa azul de la señora Forrest. Ojos de un azul como el de las campánulas. Ojos de Alice y Jerry, de un azul de libro de cuentos.

Cada noche, sin falta, ella rezaba para tener los ojos azules. Había rezado con fervor un año entero. Aunque un poco descorazonada, no había perdido la esperanza del todo. Lograr que ocurriese algo tan maravilloso como aquello requeriría mucho tiempo, muchísimo.

Atrapada, pues, en la restrictiva convicción de que sólo un milagro podía socorrerla, no percibiría nunca su propia belleza. Sólo vería lo que tenía delante: los ojos de las demás personas.

Camina por la avenida Garden hacia una tiendecita de comestibles que vende caramelos a granel. Dentro de un zapato lleva tres monedas, que se deslizan adelante y atrás entre el calcetín y el interior de la suela. A cada paso nota la presión de los centavos contra el pie. Una presión agradable, soportable, incluso acariciante, llena de promesas y de delicada certidumbre. Hay tiempo de sobra para meditar lo que comprará. Ahora, sin embargo, recorre una avenida gentilmente surtida de imágenes familiares y en consecuencia amadas. Los dientes de león en la base del poste telefónico. ¿Por qué, se pregunta, los llama la gente malas hierbas? A ella le parecen bonitos. Pero los adultos dicen: «¡Qué bien cuida la señora Dunion su jardín! No se ve ni un diente de león». Mujeres con pañolones negros en la cabeza deambulan por los campos llevando cestos para recogerlos. Pero no les interesan las cabezuelas amarillas, sólo las hojas dentadas. Con ellas hacen sopa de diente de león. Vino de diente de león. A nadie le interesan las cabezuelas de diente de león. Quizá porque hay tantas, quizá porque son tempranas y robustas.

En la acera había una grieta en forma de Y, y otra que levantaba el cemento de la tierra que lo sustentaba. Frecuentemente, su caminar descuidado la hacía tropezar con la segunda. Los patines rodarían bien sobre aquella acera, porque era vieja y se había alisado: las ruedas se deslizarían con facilidad, producirían un zumbido apacible. Los pavimentos nuevos eran desiguales e incómodos, y el sonido de las ruedas de los patines agresivo y chirriante.

Éstas y otras cosas inanimadas experimentaba y veía. Para ella eran reales. Las conocía. Constituían los códigos y referencias del mundo, susceptibles de interpretación y asimilación. Ella poseía la grieta que la hacía trastabillar; poseía las matas de dientes de león cuyas cabezuelas blancas, el otoño anterior, había dispersado a soplidos, cuyas cabezuelas amarillas veía despuntar este otoño. Y poseerlas hacía de ella una parte del mundo, y del mundo una parte de ella.

Sube los cuatro peldaños de madera que conducen a la puerta de la tienda de Yacobowski, verduras frescas, carnes y artículos diversos. Cuando la abre suena una campanilla. Parada delante del mostrador, examina la colección de golosinas. Todo Mary Janes, decide. Tres por un penique. La cobertura dulce que al final se rompe para soltar la manteca de cacahuete, la grasa y la sal que compensan la enérgica dulzura del caramelo. Un cosquilleo de expectación estremece su estómago.

Se quita el zapato y retira las tres monedas. La cabeza gris del señor Yacobowski se inclina por encima del mostrador. El tendero insta a sus ojos a que se alejen de otros pensamientos para concentrarse en ella. Ojos azules. Empañados y adormecidos. Lentamente, como el veranillo indio que se transforma imperceptiblemente en otoño, la mirada llega a su destino. En alguna parte entre retina y objeto, entre visión y vista, sus ojos retroceden, vacilan y quedan en suspenso. En algún punto fijo en el tiempo y el espacio él intuye que no necesita desperdiciar el esfuerzo de una mirada. No ve a Pecola, porque para él no hay nada que ver. ¿Cómo puede un tendero blanco, un inmigrante de cincuenta y dos años, con sabor a patatas y cerveza en la boca, la mente esmerilada por la Virgen María de ojos de gacela, la sensibilidad embotada por una permanente conciencia de pérdida, ver a una niña negra? Nada en su vida había sugerido jamás que tal acto fuera posible, por no decir deseable o necesario.

—¿Sí?

Ella le mira y descubre un vacío donde debería haber curiosidad. Y algo más. La ausencia total de reconocimiento humano, como un vidrio separador. Ella no sabe qué es lo que mantiene en suspenso su mirada. Quizá se deba a que él es un adulto, o a que es un hombre, y ella una niña pequeña. Pero ella ha visto interés, desagrado, incluso ira, en ojos de hombres adultos. Aun así, aquel vacío no es una novedad. Tiene un cierto regusto: en algún lugar, muy en su fondo, subyace la aversión. Ella la ha adivinado al acecho en los ojos de todas las personas blancas. Eso es. La aversión debe de ser hacia ella, hacia su negrura. Todo en ella es fluido y expectante. Salvo su negrura, que es pavorosamente estática. Y es la negrura lo que cuenta, lo que crea aquel vacío con regusto a aversión en los ojos de los blancos.

Ella señala con el dedo las Mary Janes, con un dedo que es como una varita negra cuya punta se aplasta contra el vidrio del expositor. La modesta e inofensiva aserción del intento de una niña negra de comunicarse con un blanco adulto.

—Ésas.

La palabra es apenas un suspiro.

—¿Qué? ¿Éstas? ¿Aquéllas?

Cachaza e impaciencia se mezclan en la voz del tendero.

Ella sacude negativamente la cabeza y mantiene la punta del dedo fija en el lugar que, desde su perspectiva, identifica de todos modos las Mary Janes. El no comparte su perspectiva: su propio ángulo de visión y el sesgo del dedo de la niña le desorientan. No comprende. Su torpe mano rojiza se desploma acá y allá dentro del expositor de vidrio como la cabeza de un pollo recién decapitado.

—Cristo, ¿no puedes hablar?

Los dedos del hombre rozan las Mary Janes.

Ella mueve afirmativamente la cabeza.

—Bien, ¿por qué no lo dices? ¿Una? ¿Cuántas?

Pecola abre el puño para mostrar las tres monedas. Él le tiende apresuradamente tres Mary Janes, tres envoltorios que a su vez contienen cada uno tres rectángulos amarillos. Ella, por su parte, le tiende el dinero. El titubea porque no quiere tocar su mano. Ella no parece saber cómo separar el dedo de su mano derecha del expositor ni cómo deshacerse de las monedas que tiene en la mano izquierda. Finalmente, él se inclina a través del mostrador y coge los peniques de su mano, rozándole la húmeda palma con las uñas.

Fuera, Pecola nota que su inexplicable sensación de vergüenza disminuye.

Dientes de león. Un dardo de afecto salta de su corazón a aquellas plantas. Pero las plantas ni la miran ni le devuelven su afecto. Piensa: «Son feas. Son yerbajos». Preocupada por la revelación, tropieza en la grieta de la acera. La cólera se aviva, resucita en su interior; abre su boca y, como un cachorro mimoso, lame los restos de su vergüenza.

La cólera es mejor. Estar cabreada tiene sentido. Es una realidad, comporta una presencia. El reconocimiento de una valía. Es una pulsación exquisita. Los pensamientos de Pecola retornan a los ojos del señor Yacobowski, a su voz flemosa. La cólera no durará, el cachorro se harta enseguida. Satisfechas demasiado pronto sus necesidades, duerme. La vergüenza vuelve a fluir, sus fangosos riachuelos se infiltran hasta desembocar en sus ojos. Qué hacer antes de que broten las lágrimas. Pecola se acuerda de las Mary Janes.

Cada envoltorio amarillo pálido muestra una ilustración. Es una imagen de la pequeña Mary Jane, de la cual recibe su nombre el producto. Cara blanca y sonriente. Cabellos rubios en gracioso desorden, ojos azules que la miran desde un mundo de pulcritud y comodidades. Los ojos son petulantes, maliciosos. Para Pecola son simplemente bonitos. Se come las golosinas, y su dulzura es buena. Comérselas es un poco como comerse aquellos ojos, comerse a Mary Jane. Amar a Mary Jane. Ser Mary Jane.

Tres peniques le han proporcionado nueve orgasmos deliciosos con Mary Jane. Encantadora Mary Jane, que ha dado su nombre a un caramelo.

En el apartamento que había encima del almacén de los Breedlove vivían tres putas: China, Poland y Miss Mane. Pecola las quería mucho, las visitaba y les hacía recados. Ellas, en correspondencia, no la menospreciaban.

Una mañana de octubre, la mañana del triunfo de la tapadera de la estufa, Pecola subió las escaleras del apartamento.

Antes incluso de que la puerta se abriera en respuesta a su llamada oyó cantar a Poland con una voz dulce y dura como fresas nuevas:

Guardo tristeza en el barril de harina

Tristeza en el anaquel

Guardo tristeza en el barril de harina

Tristeza en el anaquel

Guardo tristeza en mi cama

Porque he de dormir sin él

—¡Jey, pastelito! ¿Dónde están tus calcetines?

Marie raramente llamaba a Pecola la misma cosa dos veces, pero invariablemente sus epítetos eran cariñosos y correspondían a golosinas o comestibles apetitosos que guardaba en lugar preferente de su memoria.

—Hola, Miss Marie. Hola, Miss China. Hola, Miss Poland.

—Ya me has oído. ¿Dónde están tus calcetines? Llevas las piernas más desnudas que una perra de corral.

—No he podido encontrar ninguno.

—¿No has podido encontrar ninguno? Debe de haber en vuestra casa algún alma aficionada a los calcetines.

China ahogó una carcajada. Siempre que se extraviaba una cosa, Marie atribuía su desaparición a «algún alma en la casa aficionada a…» lo que fuere. «En esta casa hay algún alma aficionada a los sujetadores», diría, alarmada.

Poland y China preparaban sus galas para la noche. Poland, siempre planchando, siempre cantando. China, sentada en una silla de cocina de color verde pálido, rizándose el cabello una y otra vez. Marie nunca estaba a punto.

Las mujeres eran amigables, pero lentas en comenzar a hablar. Pecola solía tomar la iniciativa con Marie, quien, una vez inspirada, era difícil de detener.

—¿Cómo es que tiene usted tantos novios, Miss Marie?

—¿Novios? ¿Novios? Salchichita, no he tenido un novio desde 1927.

—No lo tuviste ni entonces —dijo China.

Metió los rizadores calientes en una lata de Nu Nile. El aceite siseó al contacto del metal.

—¿Cómo es, Miss Marie? —insistió Pecola.

—¿Cómo es qué? ¿Cómo es que no tengo novio desde 1927? Porque no ha habido hombres jóvenes desde entonces. Fue entonces cuando se terminaron. La gente empezó a nacer vieja.

—Quieres decir que fue entonces cuando te hiciste vieja —apuntó China.

—Yo nunca me he hecho vieja. Sólo he engordado.

—Es lo mismo.

—¿Te figuras que porque estás flaca se te ve joven? Tú harías comprar una faja a un esqueleto.

—Y tú pareces el lado norte de una mula que mira al sur.

—Lo único que sé es que esas patizambas piernecitas tuyas son exactamente tan viejas como las mías.

—No te preocupes por mis piernas. Son lo primero que ellos apartan.

Las tres mujeres rieron. Marie echaba atrás la cabeza. De las profundidades de su interior, la risa brotaba espontánea como el rumor de múltiples ríos, ríos caudalosos y turbulentos que buscaban su espacio en el mar abierto. China emitía una risita entrecortada, de la que cada resuello parecía arrancado de un tirón por una mano invisible que sacudía una invisible cuerda. Poland, que apenas hablaba si no estaba borracha, reía en silencio. Cuando estaba sobria, generalmente tarareaba o cantaba blues, y se sabía muchos.

Pecola manoseó el fleco de un chal tendido sobre el respaldo de un sofá.

—Nunca vi a nadie que tuviera tantos novios como usted, Miss Marie. ¿Cómo es que todos la quieren?

Marie abrió una botella de cerveza sin alcohol.

—¿Qué otra cosa van a hacer? Saben que soy rica y guapa. Quieren meter mano a mis rizos y quedarse con mi dinero.

—¿Es usted rica, Miss Marie?

—Budín, el dinero me llega a sacos.

—¿De dónde? Usted no trabaja.

—Sí —intervino China—, ¿dónde lo consigues?

—Hoover me lo da. Una vez le hice un favor, para el FBI.

—¿Qué le hiciste?

—Le hice un favor, digo. Querían atrapar a ese fullero, ya sabéis. Se llamaba Johnny. Un tipo de lo más bajo, para qué os cuento.

—Cuenta —replicó China, arreglándose un rizo.

—El FBI, le quería a toda costa. Mató a más gente que la tuberculosis. ¿Y si te enfrentabas a él? ¡Jo, Jesús! Te perseguía hasta el fin del mundo. Bien, yo era entonces pequeña y bonita. No pesaba más de noventa libras calada hasta los huesos.

—Tú nunca has estado calada hasta los huesos —dijo China.

—Muy bien, y tú nunca has estado seca. Cierra el pico. Deja que te lo cuente a ti, confiturita. A decir verdad, yo era la única que podía manejarle. Él iba y robaba un banco o mataba a unas personas, y yo le decía, así, suavecito: «Johnny, no tendrías que hacer eso». Y él decía que era sólo porque tenía que regalarme cosas bonitas. Muy bonitas. Bragas de encaje, de todo. Y cada sábado comprábamos una caja entera de cerveza y freíamos pescado. Lo freíamos rebozado en harina y yema de huevo, ya sabéis, y cuando estaba bien tostado y crujiente, pero no duro, ¿eh?, entonces destapábamos la cerveza…

Los ojos de Marie se enternecían a medida que el recuerdo de aquellas comidas, en otra época y en otra parte, la iba transfigurando. Todos sus relatos tendían a culminar en descripciones gastronómicas. Pecola vio cómo los dientes de Marie se hincaban en un crujiente filete de rodaballo; vio los gruesos dedos devolviendo a su boca pequeñas hojuelas de pescado blanco y caliente que habían escapado de sus labios; oyó el «pop» del tapón de la botella de cerveza; olió el aroma acre y picante del primer soplido de vapor espumoso; sintió en la lengua la caricia fría del líquido. Su ensueño terminó bastante antes que la evocación de Marie.

—¿Y qué hay del dinero? —preguntó.

China ululó burlonamente.

—Quiere hacernos creer que ella era como la Dama de Rojo que delató a Dillinger, algo así. Bueno, Dillinger no se te hubiera ni acercado, a no ser que estuviese cazando en África y te confundiera con un hipopótamo.

—Pues no se lo pasaba poco bien este hipopótamo allá en Chicago. ¡Jo, Jesús, noventa y nueve!

—¿Por qué dice usted siempre «¡Jo, Jesús!» y un número?

Hacía tiempo que Pecola quería saberlo.

—Porque mi mamá me enseñó a no blasfemar.

—¿Y no te enseñó a no quitarte las bragas? —preguntó China.

—Yo no tenía bragas —dijo Marie—. Vi unas bragas por primera vez cuando cumplí quince años y me marché de Jackson. En Cincinnati trabajaba de día en casa de una señora blanca, que me dio algunas suyas, ya viejas. Creí que eran una especie de gorro. Me las ponía en la cabeza para quitar el polvo, y la señora me vio y casi se desmaya.

—Pues vaya si debías de ser tonta.

China puso a enfriar los rizadores y encendió un cigarrillo.

—¿Cómo iba a saberlo? —Marie hizo una pausa—. Además, ¿qué utilidad tiene ponerse algo que has de estar quitándote constantemente? Dewey nunca me las dejó llevar el tiempo suficiente para que me acostumbrase.

—¿Qué Dewey?

El personaje era nuevo para Pecola.

—¿Qué Dewey? ¡Tortillita! ¿No te he hablado de Dewey?

Marie parecía asombrada de su propia negligencia.

—No, señora.

—Oh, requesón, hasta ahora has desperdiciado tu vida. Jo, Jesús, ciento noventa y cinco, ¡qué delicado era! Le conocí cuando yo tenía catorce años. Nos fugamos y vivimos juntos como mando y mujer los tres años siguientes. Ninguno de los machos fanfarrones que hoy ve una por ahí le llegaría a Dewey Prince ni al tobillo. Oh, Señor, ¡cómo me quería aquel hombre!

China organizaba su cabello para peinarse con flequillo.

—Entonces, ¿por qué dejó que salieras a venderte el culo?

—Chica, cuando descubrí que podía venderlo, que alguien pagaría dinero en efectivo por él, por poco me caigo redonda.

Poland comenzó a reír. Silenciosamente.

—Yo también. Mi tía me vapuleó en serio mi primera vez, cuando me preguntó cuánto dinero le había pedido al tipo y yo le dije: «¿Dinero? ¿Por qué? Él no me debía nada». Y ella gritó: «¡Y un cuerno no te debía!».

La risa se contagió a todas.

Tres gárgolas jocosas. Tres alegres brujas. Divertidas rememorando una etapa de ignorancia ya muy alejada en el tiempo. Ninguna de las tres pertenecía a aquellas generaciones de prostitutas creadas por los novelistas, mujeres de gran y generoso corazón, dedicadas, ante el horror de las circunstancias, a mejorar la malaventurada y árida vida de los hombres, y que si aceptaban dinero humilde e incidentalmente era a cambio de su «comprensión». Tampoco se incluían en aquella sensible casta de jovencitas maltratadas por el hado, forzadas a cultivar una fragilidad superficial con el fin de proteger la primavera de sus vidas de adicionales golpes, pero con la plena conciencia de estar hechas para mejores cosas y de poder brindar la felicidad al hombre adecuado. Ni tampoco eran unas putas sentimentales e inadaptadas que, incapaces de vivir únicamente de la prostitución, se entregaban al consumo y tráfico de drogas o acudían a los proxenetas para que las ayudaran a completar su esquema de autodestrucción, eludiendo el suicidio sólo para castigar el recuerdo de algún padre ausente o sostener la miseria de alguna madre taciturna. Con excepción del fantasioso amor de Marie por Dewey Prince, aquellas mujeres odiaban a los hombres, a todos los hombres, sin vergüenza, sin excusas y sin discriminación. Denostaban a sus parroquianos con un sarcasmo que se había hecho mecánico con el uso. Hombres negros, blancos, portorriqueños, mexicanos, judíos, polacos, lo que fueran; todos ineptos, todos débiles, todos caídos ante sus ojos displicentes y reducidos a recipientes de su desinteresado odio. Su gran deleite era engañarles. En una ocasión, hecho bien conocido en el lugar, engatusaron a un judío, se lo llevaron escaleras arriba, allí cayeron sobre él, las tres, le colgaron cabeza abajo sosteniéndole por los pies, le sacudieron para extraer cuanto llevaba en los bolsillos de los pantalones, y finalmente le tiraron por la ventana.

No tenían mayor respeto por las mujeres que, aun no siendo colegas suyas, por decirlo así, embaucaban a sus maridos; que lo hicieran habitual o excepcionalmente no establecía ninguna diferencia. «Putas recubiertas de azúcar», las llamaban, y no deseaban ciertamente estar en su lugar. Su respeto lo reservaban exclusivamente para las que ellas describían como «buenas mujeres cristianas de color». La mujer cuya reputación era inmaculada, que cuidaba de su familia, que no bebía ni fumaba ni rondaba por ahí. Aquellas mujeres merecían su imperecedero, aunque disimulado, afecto. Ellas se acostaban con sus maridos, tomaban su dinero, pero siempre con espíritu de venganza.

No se mostraban, por lo demás, ni protectoras ni solícitas en cuanto concernía a la inocencia juvenil. Consideraban, mirando atrás, su propia juventud como un período de ignorancia, y lamentaban no haberle sacado más provecho. No eran muchachas vestidas de puta, ni putas que llorasen la pérdida de su virtud. Eran putas en hábito de puta, putas que nunca habían sido jóvenes y que de la palabra inocencia no sabían ni que existiese. Con Pecola se comportaban tan libremente como entre ellas. Marie urdía historias para la niña porque era una niña, pero las historias eran joviales y crudas. Si Pecola hubiese anunciado su intención de adoptar la misma vida que ellas llevaban, no habrían intentado disuadirla ni expresado ninguna alarma.

—¿Tuvieron hijos usted y Dewey Prince, Miss Marie?

—Sí. Sí. Tuvimos algunos.

Marie se inquietaba un poco. Se quitó una horquilla del cabello y comenzó a escarbarse con ella los dientes. Ello significaba que no quería hablar más.

Pecola fue a la ventana y miró abajo, a la calle desierta. Un penacho de hierba se había abierto camino por una grieta de la acera, sólo para encontrarse con el nuevo viento de octubre. Pecola pensó en Dewey Prince y en cómo había amado a Miss Mane. ¿A qué se parecería la sensación de amar?, se preguntó. ¿Cómo actuaban dos adultos que se amaban uno a otro? ¿Comían pescado juntos? Acudió a su mente la imagen de Cholly y la señora Breedlove en la cama. Él hacía ruidos como si le doliese algo, como si algo le tuviese asido por la garganta y no quisiera soltarle. Por terribles que fueran sus ruidos, sin embargo, no eran ni de lejos tan malos como el silencio total de su madre. Se habría dicho que ella ni siquiera estaba allí. Quizás aquello era el amor. Ruidos estrangulados y silencio.

Pecola apartó la vista de la ventana y miró a las mujeres.

China había mudado de parecer respecto al flequillo y se organizaba un pequeño pero robusto copete. Era adepta a crear una gran variedad de estilos de peinado, pero cada uno de ellos la dejaba con la misma apariencia desolada y afligida. Luego se aplicaba copiosos afeites. En aquel momento se dibujaba cejas como puntos de interrogación y se pintaba la boca en forma de arco de Cupido. Más tarde las cejas serían orientales y la boca un tajo perverso.

Poland, con su dulce voz de fresa, inició otra canción:

Conozco a un chico de piel morena

lisa como el cielo

Conozco a un chico de piel morena

lisa como el cielo

La tierra salta de alegría

cuando sus pies tocan el suelo

Camina como un pavo real

Sus ojos son cobre candente

Su sonrisa es melaza de sorgo que gotea

lenta, dulce hasta el fin

Conozco a un chico de piel morena

lisa como el cielo

Marie estaba ahora mondando cacahuetes, que sucesivamente disparaba hacia el interior de su boca abierta. Pecola miraba y remiraba a las mujeres. ¿Eran reales? Marie eructó suavemente, con una especie de ronroneo amoroso.