El rostro de mi padre es todo un espectáculo. El invierno se instala en él y lo preside. Sus ojos se transforman en un farallón de nieve que amenaza con derrumbarse en alud; sus cejas se inclinan como ramas negras de árboles sin hojas. Su tez toma el color amarillo pálido y melancólico del sol invernal; por mandíbula tiene los márgenes de un campo nevado punteado por las cerdas de su barba; su amplia frente es la superficie helada del lago Erie, bajo la cual se ocultan corrientes de gélidos pensamientos que se arremolinan en la oscuridad. Matador de lobos transformado en combatiente de halcones, trabaja noche y día para mantener a los unos alejados de la puerta y a los otros del antepecho de las ventanas. Un Vulcano guardián de las llamas, nos da instrucciones sobre qué puertas hay que tener cerradas o abiertas para la adecuada distribución del calor; almacena leña, comenta las calidades de carbón y nos enseña cómo atizar, alimentar y conservar el fuego. Y no se afeitará hasta la primavera.
El invierno nos oprimía la cabeza con una banda de frío y nos licuaba los ojos. Colocábamos pimienta en el pie de nuestras medias, nos untábamos la cara con vaselina y a través de oscuras mañanas de nevera mirábamos las cuatro ciruelas guisadas, las escurridizas y grumosas gachas de avena y el cacao con un tejado de costra.
Pero más que nada esperábamos la primavera, cuando habría jardines.
Por la época en que aquel invierno se había endurecido hasta ser un abominable nudo que nada podía desatar, algo sí lo desató; o mejor dicho, alguien. Alguien que hizo astillas el nudo y dispersó sus hebras de plata de tal modo que nos enmarañaron, nos atraparon en su red, nos hicieron añorar la obtusa morriña del aburrimiento precedente.
Quien fue capaz de interrumpir las estaciones fue una nueva alumna de la escuela llamada Maureen Peal. Una sensacional criatura de ensueño, con largo cabello castaño reunido en dos trenzas que le colgaban por la espalda. Era rica, por lo menos según nuestros patrones, tan rica como la más rica de las niñas blancas, y vivía envuelta en atenciones y comodidades. La calidad de sus vestidos amenazaba con perturbarnos a Frieda y a mí. Zapatos de charol con hebillas, de los que nosotras recibíamos una versión de baratillo por Pascua que a finales de mayo ya se había desintegrado. Mullidos suéters de color limón combinados con faldas plisadas tan bien planchadas que nos dejaban boquiabiertas. Calcetines hasta la rodilla de colores brillantes con el borde blanco, un abrigo de terciopelo marrón ribeteado de piel de conejo blanca, un manguito a juego. Había siempre un asomo de primavera en sus deliciosos ojos verdes, algo veraniego en su complexión y una rica madurez otoñal en su forma de caminar.
Hechizó a la escuela entera. Cuando los profesores la llamaban, sonreían de forma alentadora. Los chicos negros no le hacían zancadillas en el pasillo; los blancos no la apedreaban; las chicas blancas no emitían ruidos de chupeteo cuando se la asignaban como compañera de trabajo; las chicas negras se hacían a un lado cuando quería usar el lavabo en los aseos, y sus ojos, entre parpadeos, parecían anticipar genuflexiones. Nunca tenía que buscar a nadie con quien comer en la cafetería: todos acudían en tropel a la mesa que ella elegía, donde desempaquetaba fastidiosos almuerzos que humillaban nuestro pan y mermelada con sandwiches de ensalada de huevo cortados en apetitosos cuadraditos, pastelitos escarchados de rosa, bastoncitos de apio y zanahoria, oscuras y orgullosas manzanas. Incluso traía, y le gustaba, leche fresca.
A Frieda y a mí nos dejaba perplejas, nos irritaba y nos fascinaba. Le buscábamos defectos con ahínco para restablecer nuestro equilibrio, pero al principio debimos contentarnos con caricaturizar su nombre, que cambiamos de Maureen Peal a Merengue Pija. Más adelante tuvimos nuestra pequeña epifanía al descubrir que uno de sus dientes era raro, como de perro; encantador, sin duda, pero como de perro. Y cuando encima descubrimos asimismo que había nacido con seis dedos en cada mano y que le había quedado un bultito en el punto donde le quitaron el dedo sobrante, sonreímos. Eran pequeños triunfos, pero más valía aquello que nada: podíamos reírnos disimuladamente a espaldas suyas y llamarla Seis-dedos-diente-de-perro-merengue-pija. Teníamos que hacerlo nosotras solas, sin embargo, porque ninguna de las demás chicas se prestaba a participar de nuestra hostilidad. Todas la adoraban.
Cuando en el vestuario le asignaron un armario contiguo al mío pude cultivar mis celos cuatro veces al día. Mi hermana y yo sospechábamos secretamente que nos dispondríamos a ser amigas suyas si nos lo permitiera, aunque yo sabía que sería una amistad peligrosa, porque apenas mi vista se fijaba en el dibujo de los bordes blancos de aquellos calcetines suyos de un verde luminoso, y yo notaba al mismo tiempo la basta flojedad de mis medias marrones, me entraban ganas de atacarla a puntapiés. Y cuando pensaba en la inmerecida altivez de sus ojos, planeaba la manera de pillarle los dedos con la puerta del armario simulando un accidente.
Como vecinas de armario, no obstante, era natural que nos fuéramos conociendo poco a poco, y así llegué incluso a poder sostener con ella una conversación sensata sin imaginármela cayendo por un precipicio o sin reír tontamente preparando lo que creía que iba a ser un insulto ingenioso.
Un día, mientras yo esperaba a Frieda delante de mi armario, se me acercó.
—Jey.
—Jey.
—¿Esperas a tu hermana?
—Ujú.
—¿Qué camino seguís para ir a casa?
—Bajamos por la calle Veintiuno hacia Broadway.
—¿Por qué no vais por la Veintidós?
—Porque vivimos en la Veintiuno.
—Oh, también puedo ir por allí, supongo. Por lo menos un trecho.
—La calle es libre.
Frieda venía hacia nosotras, con las medias muy tirantes en las rodillas porque había doblado la punta por debajo del pie para esconder un agujero del talón.
—Maureen nos acompañará una parte del camino.
Frieda y yo intercambiamos miradas: sus ojos me pedían que me contuviese, los míos no le prometieron nada.
Era un falso día de primavera que, como Maureen, había perforado la cáscara de un invierno moribundo. Había charcos, barro y un incitante calorcito que nos engañaba. La clase de día en que nos poníamos los abrigos abrochados por encima de la cabeza, dejábamos los chanclos en la escuela y al día siguiente volvíamos arrastrando un catarro. Siempre respondíamos al más leve cambio de clima, a la más mínima variación en la luz diurna. Mucho antes de que las semillas despertaran, Frieda y yo andábamos ya hurgando y peinando la tierra, tragando aire, bebiendo lluvia…
En cuanto salimos de la escuela con Maureen comenzamos a modificar nuestro atuendo. Guardamos las bufandas en los bolsillos de los abrigos y nos los pusimos por encima de la cabeza. Yo me estaba preguntando cómo maniobrar para tirar a alguna parte el manguito de piel de Maureen cuando nos distrajo una conmoción en el campo de juego. Un grupo de chicos rodeaba y tenía acorralada a una víctima, que era Pecola Breedlove.
Bay Boy, Woodrow Cain, Buddy Wilson, Junie Bug: la rodeaban como un collar de piedras semipreciosas. Embriagados por el olor de su propio almizcle, excitados por la pujanza facilona de la mayoría, la acosaban alegremente.
—Negrita. Negrita. Tupapiduermeencueros. Negrita negrita tu papi duerme en cueros. Negrita…
Habían improvisado una estrofa hecha con dos insultos referentes a cuestiones sobre las cuales la víctima no tenía ningún control: el color de su piel y una especulación sobre los hábitos de cama de un adulto, disparatadamente coincidentes en su incoherencia. Que ellos mismos fueran negros, o que sus padres tuvieran las mismas costumbres relajadas era irrelevante. En el desprecio hacia su propia negrura estaba el mordiente del primer insulto. Parecían haber tomado toda su ignorancia, tan delicadamente cultivada, toda su autoaversión, tan exquisitamente aprendida, toda su desesperanza, tan elaboradamente diseñada, para absorberlas en una apasionada piña de desprecio que durante generaciones había fermentado en las profundidades de sus mentes, se había atemperado y se derramaba por encima de los bordes de la afrenta consumiendo cuanto hallaba al paso. Los chicos bailaban una macabra danza en torno a su víctima, a la cual, por el bien de ellos mismos, estaban dispuestos a sacrificar a aquel antiguo ardor.
Negrita Negrita Tu papi duerme en cueros
Chin ta ta chin ta ta
chin ta ta ta ta.
Pecola recorría llorando el interior del círculo. Había dejado caer su libreta escolar y se cubría los ojos con las manos.
Nosotras les observábamos, temerosas de que los chicos se fijaran y desviaran sus energías en nuestra dirección. Entonces Frieda, con los labios apretados y los ojos de mamá, se arrancó el abrigo de la cabeza y lo tiró al suelo. Corrió hacia el grupo y descargó sus libros sobre la cabeza de Woodrow Cain. El círculo se rompió. Woodrow Cain se protegió la cabeza con las manos.
—¡Jey, chica!
—Basta ya de esto, ¿me oyes?
La voz de Frieda nunca había sonado tan fuerte y clara.
Quizá porque Frieda era más alta que él, quizá porque le vio los ojos, quizá porque había perdido su interés por el juego, quizá porque estaba enamorado de Frieda, el caso es que Woodrow pareció asustarse el tiempo suficiente para darle a ella mayores ánimos.
—¡Déjala en paz, o voy a contar a todo el mundo lo que hiciste!
Woodrow no replicó, sólo desvió la mirada.
Bay Boy intervino:
—Tú lárgate, niña. Nadie se ha metido contigo.
—¡Cierra la boca, Cabeza de Melón! —grité yo.
—¿A quién llamas Cabeza de Melón?
—Te llamo Cabeza de Melón a ti, Cabeza de Melón.
Frieda tomó de la mano a Pecola.
—Vámonos.
—¿Quieres que te hinche los morros? —me dijo Bay Boy, amenazándome con el puño.
—¿Por qué no? Así los tendríamos iguales.
Maureen, en aquel momento, se colocó a mi lado, y los chicos parecieron inmediatamente poco dispuestos a continuar bajo la mirada de sus ojos primaverales, muy abiertos por el interés. La confusión se adueñó de ellos. Aquella mirada tan atenta les había quitado las ganas de incordiar a niñas. Escucharon, en cambio, la voz del instinto masculino de camaradería que les decía que fingieran que no éramos dignas de su atención.
—Vámonos, tú.
—Sí, vámonos. No tenemos tiempo para hacer el tonto con ellas.
Refunfuñando unos cuantos epítetos desdeñosos, terminaron por alejarse.
Yo recogí la libreta de Pecola y el abrigo de Frieda, y las cuatro abandonamos el campo de juego.
—Qué afición tiene a fastidiar a las chicas ese Cabeza de Melón.
Frieda estaba de acuerdo conmigo:
—La señorita Forrester dijo que es incorrijable.
—¿De veras?
Yo no conocía el significado de la palabra, pero ésta tenía un sonido lo bastante condenatorio como para ser apropiada para Bay Boy.
Mientras Frieda y yo comentábamos el incidente, Maureen, ahora muy animada, había enlazado con el de Pecola su brazo envuelto en la manga de terciopelo y se comportaba como si ambas fuesen íntimas amigas.
—Vine hace poco a vivir aquí. Me llamo Maureen Peal, ¿y tú?
—Pecola.
—¿Pecola? ¿No se llamaba así la chica de Imitación de la vida?
—No lo sé. ¿Qué es eso?
—Una película, ¿no te acuerdas? Donde una chica mulata odia a su madre porque es negra y fea pero después llora en su entierro. Realmente triste. Todo el mundo llora. No digamos Claudette Colbert.
—Oh —suspiró quedamente Pecola.
—Bueno, creo que se llamaba Pecola. Era muy bonita. Cuando vuelvan a poner la película seguro que la volveré a ver. Mi madre la ha visto cuatro veces.
Frieda y yo caminábamos detrás de ellas, sorprendidas de la cordialidad de Maureen con Pecola, pero complacidas. Quizá no era tan mala persona, a fin de cuentas. Mi hermana se había puesto de nuevo el abrigo en la cabeza, yo también, y las dos, de esta guisa, trotábamos juntas gozando de la tibieza de la brisa y del reciente recuerdo de la heroica gesta de Frieda.
—Tú estás en mi clase de gimnasia, ¿verdad? —preguntó Maureen a Pecola.
—Sí.
—Vaya piernas torcidas las de la señorita Erkmeister, ¿no? Apuesto a que ella cree que las tiene bonitas. ¿Por qué será que lleva siempre pantaloncitos cortos-cortos y a nosotras nos toca llevar esos bombachos prehistóricos? Cada vez que me los pongo querría morirme.
Pecola sonreía, pero no miraba a Maureen.
—Jey. —Maureen se paró en seco—. Allí hay un Isaley’s. ¿Quieres un helado? Tengo dinero.
Descorrió la cremallera de un bolsillo oculto en su manguito y sacó un billete de un dólar plegado en infinidad de dobleces. Yo le perdoné aquellos calcetines hasta la rodilla.
—Mi tío demandó a Isaley’s —nos contó Maureen a las tres—. Demandó al Isaley’s de Akron. Ellos decían que era un alborotador y que por eso no querían servirle, pero un amigo de mi tío, un policía, fue a testificar, así que la demanda siguió adelante.
—¿Qué es una demanda?
—Es cuando puedes molerles a palos si quieres y nadie va a hacer nada. Nuestra familia demanda constantemente a quien sea. Tenemos fe en las demandas. —Ya en la entrada del Isaley’s, Maureen se volvió hacia Frieda y yo para preguntar—: ¿Vosotras también compraréis helados?
Nos miramos.
—No —dijo Frieda.
Maureen desapareció en la tienda con Pecola.
Frieda dejó vagar plácidamente la mirada calle abajo; yo abrí la boca, pero volví a cerrarla enseguida. Era extremadamente importante que el mundo ignorase que yo esperaba sin asomo de duda que Maureen nos compraría helados a todas; que durante los últimos ciento veinte segundos yo había estado pensando qué clase de helado elegiría, que Maureen había empezado a gustarme y que ni mi hermana ni yo teníamos un centavo.
Supusimos que Maureen se mostraba amable con Pecola debido a los chicos, y habría sido embarazoso que alguien nos atrapase (aunque fuera la propia hermana) creyendo que también nos invitaría a nosotras, o que lo merecíamos tanto como lo merecía Pecola.
Las chicas salieron de la tienda, Pecola con un cornete de piña y naranja, Maureen con uno de frambuesa negra.
—Tendríais que haberos comprado uno —dijo—. Tienen de todas clases. No comas hasta el final del cornete —advirtió a Pecola.
—¿Por qué?
—Porque allí hay una mosca.
—¿Cómo lo sabes?
—Oh, no es precisamente así. Una amiga me contó que una vez había encontrado una en el fondo del suyo, y desde entonces siempre tira la punta.
—Oh.
Pasamos frente al Dreamland Theater y Betty Grable nos sonrió desde sus carteles.
—¿No os parece fantástica? —preguntó Maureen.
—Ujú —asintió Pecola.
Yo difería.
—Hedy Lamarr es mejor.
Maureen me lo concedió:
—Ooooh sí. Mi madre me contaba que una chica llamada Audrey, allá donde vivíamos antes, fue al salón de belleza y le dijo a la peluquera que la peinara como Hedy Lamarr, y la peluquera respondió: «Claro que sí, cuando tengas un cabello como el de Hedy Lamarr».
Soltó una larga y agradable risa.
—Qué chiflada —dijo Frieda.
—Vaya si lo es. No lo creerías, pero todavía no ha menstreado, y tiene dieciséis años. ¿Y vosotras?
—Yo sí —dijo Pecola, lanzándonos una mirada de reojo.
—Yo también. —Maureen no hizo el menor intento de disimular su orgullo—. Hace dos meses empecé. Una amiga de Toledo, donde vivíamos antes, dijo que ella, cuando empezó, tuvo un susto de muerte. Pensó que no viviría para contarlo.
—¿Tú sabes para qué sirve? —preguntó Pecola, como si albergase la esperanza de aportar ella misma la respuesta.
—Para los bebés. —Maureen enarcó dos cejas como trazos de lápiz ante la obviedad del asunto—. Los bebés necesitan sangre cuando están dentro de ti, y entonces, si esperas un bebé, no menstreas. Pero cuando no esperas ningún bebé no tienes por qué ahorrar la sangre, y la sueltas.
—¿Cómo les llega la sangre a los bebés? —inquirió Pecola.
—Por el cordón balical. Ya sabes. Donde tienes el ombligo. De allí crece el cordón balical y lleva la sangre al bebé.
—Bueno, si los ombligos son para que de allí salgan esos cordones que dan sangre al bebé, y sólo las chicas tienen bebés, ¿cómo es que los chicos tienen ombligos?
Maureen titubeó.
—No lo sé —admitió—. Pero los chicos tienen docenas de cosas que no necesitan.
Su risa tintineante era como más sonora que nuestras risitas nerviosas. Su lengua ondulaba siguiendo el borde del cornete y se llevaba gruesos grumos de color púrpura ante los cuales a mí se me hacía la boca agua. Estábamos esperando a que un semáforo cambiase. Observé que, cuando se comía su helado, Maureen nunca mordía el borde del cornete; yo sí lo habría mordido. Ella se limitaba a lamer el contorno. Pecola, por su parte, ya había terminado el suyo. Maureen gustaba evidentemente de que sus cosas le durasen. Mientras yo pensaba en su helado, ella debía haber estado pensando en el último comentario que había hecho, porque de pronto preguntó a Pecola:
—¿Has visto alguna vez a un hombre desnudo?
Pecola pestañeó, luego desvió la mirada.
—No. ¿Dónde iba a verlo?
—No lo sé. Sólo preguntaba.
—Ni siquiera lo miraría si lo viese. Es una porquería. ¿Quién quiere ver a un hombre desnudo? —Pecola estaba agitada—. Ningún padre se quedaría desnudo delante de su hija. A no ser que él también fuera un puerco.
—Yo no he dicho «padre». He dicho simplemente «un hombre desnudo».
—Bueno…
—¿Cómo es que has dicho «padre»? —quiso saber Maureen.
—¿A quién más podría ver, latosa? —intervine yo con enfado.
Me alegraba tener un pretexto para mostrarme enfadada. No sólo por culpa del helado, sino porque nosotras habíamos visto desnudo a nuestro padre y no nos importaba recordarlo ni sentíamos pudor o vergüenza ante el hecho de que no nos produjera vergüenza ni pudor. Él iba por el pasillo una noche, desde el cuarto de baño a su dormitorio, y pasó por delante de la puerta abierta del nuestro. Nosotras estábamos acostadas, con los ojos abiertos de par en par. Él se paró a mirar hacia nosotras, tratando de descubrir en la oscuridad si dormíamos o no, ¿o si eran imaginaciones suyas que unos ojos como platos le devolvían la mirada? Aparentemente, se convenció de que en efecto dormíamos. Continuó su camino, persuadido de que sus niñas no estarían acostadas con los ojos abiertos de aquel modo, mirando, mirando. Cuando se hubo marchado, la oscuridad sólo se lo llevó a él, no su desnudez. Ésta se quedó en el cuarto con nosotras. Amigablemente.
—No hablaba contigo —me dijo Maureen—. Además, tanto me da si ve desnudo a su padre. Por mí puede pasarse el día mirándole. Tanto me da.
—¿Seguro? —dijo Frieda—. Pues no hablas de otra cosa.
—Mentira.
—Verdad. Chicos, bebés, y el papá de quien sea desnudo. Estás obsesionada.
—Tú más vale que calles.
Frieda se plantó ante Maureen con los brazos en jarras, un poco inclinada hacia ella.
—¿Quién va a hacerme callar?
—Todas sois iguales. Niñas de mamá.
—No hables de mi mamá.
—Bueno, pues tú no hables de mi papá.
—¿Quién ha dicho nada de tu papá?
—Tú.
—Tú has empezado.
—Yo ni siquiera hablaba contigo. Hablaba con Pecola.
—Sí, de ver desnudo a su papá.
—¿Y qué pasa si le ve?
Pecola gritó:
—¡Yo nunca he visto desnudo a mi papá! ¡Nunca jamás!
—Tú también —le replicó ásperamente Maureen—. Bay Boy lo ha dicho.
—No le he visto.
—Sí.
—¡No!
—¡Sí, a tu papá también!
Pecola encogió la cabeza; un movimiento extraño, triste, como de indefensión. Fue como si encorvase los hombros y retirase el cuello, como si quisiera taparse las orejas.
—Deja ya de hablar de su papá —dije yo.
—¿Qué me importa a mí ese negro de su padre? —preguntó Maureen.
—¿Ese negro? ¿A quién llamas negro?
—¡A todos vosotros!
—¿Y te crees una preciosidad?
Le tiré un bofetón, pero fallé y le di a Pecola en plena cara. Furiosa por mi torpeza, quise entonces tirarle mi cuaderno escolar. Maureen se volvió a tiempo y el cuaderno chocó tontamente con su trasero, bien protegido por el terciopelo del abrigo. Ella ya se alejaba a la carrera, cruzando la calle sin preocuparse del tráfico.
Segura en la acera contraria, nos gritó:
—¡Soy una preciosidad! ¡Y vosotras sois feas! ¡Feas y negras! ¡Negritas! ¡Yo soy bonita y atractiva!
Se marchó corriendo calle abajo, y los calcetines verdes hacían que sus piernas semejasen disparatados tallos de diente de león que hubiesen perdido las cabezuelas. El impacto de su último comentario nos había aturdido, y pasaron un par de segundos antes de que Frieda y yo nos sobrepusiéramos lo suficiente para vociferar:
—¡Seis-dedos-diente-de-perro-merengue-pija!
Repetimos las palabras, que eran lo más enérgico de nuestro arsenal de insultos, mientras tuvimos a la vista los tallos verdes y la piel de conejo.
Las personas mayores fruncían el entrecejo ante las tres niñas paradas al borde de la acera, dos de ellas con los abrigos cubriéndoles la cabeza, el rostro enmarcado en la abertura del cuello desde las cejas al mentón, como monjas con toca, las ligas negras a la vista, allí donde sujetaban el extremo de unas medias marrones que apenas les cubrían las rodillas, las caras enfurecidas intrincadas como tenebrosas coliflores.
Pecola estaba un poco separada de nosotras, vueltos los ojos en la dirección por donde Maureen había escapado. Parecía replegada sobre sí misma, como el ala de un ave en reposo. Su pena despertaba en mí un sentimiento casi de hostilidad. Quería abrirla, quebrar sus bordes, meterle una estaca a lo largo de aquel espinazo que se curvaba en una estúpida joroba, forzarla a enderezarse y escupir a la calle sus miserias. Pero ella las retenía allí donde sólo pudieran desbordar por sus ojos.
Frieda se quitó el abrigo de la cabeza.
—Vámonos, Claudia. Adiós, Pecola.
Echamos a andar, deprisa al principio, más despacio después, parándonos de vez en cuando para ajustar ligas, atar cordones de zapatos, rascarnos o examinar viejos rasguños. Nos sentíamos aún abrumadas por la cordura, la precisión y la oportunidad de las últimas palabras de Maureen. Si ella era bonita, y por encima de toda sospecha lo era, entonces nosotras no lo éramos. ¿Y qué significaba eso? Que nosotras éramos inferiores. Más simpáticas, más listas, pero a pesar de todo inferiores. Podíamos destruir las muñecas, pero no podíamos destruir las voces melosas de padres, madres, tíos y tías, la sumisión perceptible en los ojos de nuestros semejantes, el fulgor marrullero en los ojos de nuestros profesores cuando encontraban a las Maureen Peal del mundo. ¿Cuál era el secreto? ¿Qué nos faltaba? ¿Por qué era importante? ¿Y qué? Cándidas y desprovistas de vanidad, por entonces todavía teníamos nuestra propia estima. Nos sentíamos a gusto en nuestro pellejo, gozábamos con las informaciones que nos transmitían nuestros sentidos, admirábamos nuestra mugre, cultivábamos nuestras cicatrices y no podíamos comprender aquella indignidad. Entendíamos los celos, que considerábamos naturales: el deseo de tener lo que otros tenían; pero la envidia era un sentimiento nuevo y ajeno a nosotras. Y en todo momento sabíamos que Maureen Peal no era el Enemigo y que no merecía una aversión tan intensa. La Cosa a temer era la Cosa que a ella la hacía hermosa y a nosotras no.
La casa estaba en silencio cuando abrimos la puerta. Un olor picante a nabos cociéndose nos llenó la boca de saliva agria.
—¡Mamá!
No hubo respuesta, aunque sí rumor de pasos. Mr. Henry bajó hasta la mitad de la escalera arrastrando los pies. Una pierna gruesa y lampiña asomaba intermitentemente por la parte delantera de su albornoz.
—Hola, Greta Garbo; hola, Ginger Rogers.
Correspondimos con las risitas tontas a que estaba acostumbrado.
—Hola, Mr. Henry. ¿Dónde está mamá?
—Ha ido a ver a vuestra abuela. Me ha encargado que os diga que quitéis los nabos del fuego y comáis unas galletas hasta que ella llegue. Están en la cocina.
Nos sentamos en silencio a la mesa de la cocina, a desmigajar las galletas formando montículos. Momentos después, Mr. Henry volvió a bajar por la escalera. Ahora llevaba pantalones debajo del albornoz.
—Por cierto, ¿no os apetecerían unos helados?
—Oh, sí, señor.
—Estupendo. Aquí tenéis una moneda de veinticinco. Id a Isaley’s y compraos lo que queráis. Porque habréis sido unas buenas niñas, ¿no?
Sus palabras verde pálido devolvían color al día.
—Sí, señor. Gracias, Mr. Henry. ¿Le dirá a mamá dónde estamos, si vuelve?
—Por supuesto. Pero todavía tardará.
Sin coger los abrigos, salimos de casa, y habíamos ya llegado a la esquina cuando Frieda dijo:
—No quiero ir a Isaley’s.
—¿Qué?
—Es que no quiero un helado. Prefiero patatas chips.
—En Isaley’s tienen patatas chips.
—Ya lo sé, pero ¿por qué ir tan lejos? Miss Bertha también tiene patatas chips.
—Pero yo quiero un helado.
—No, Claudia, no lo quieres.
—Claro que sí.
—Bueno, entonces tú sigues hasta Isaley’s y yo me quedo en casa de Miss Bertha.
—¡Ah, no! Tú tienes el dinero, y yo no voy a ir hasta allí sola.
—Pues vayamos las dos a casa de Miss Bertha. ¿No te gustan sus caramelos?
—Están siempre rancios, si los tiene, porque generalmente se queda sin.
—Hoy es viernes. Los viernes le sirven las cosas que encarga durante la semana.
—Además, allí también vive ese loco de Soaphead Church.
—¿Y qué? Vamos juntas. Escaparemos corriendo si intenta hacernos algo.
—A mí me asusta.
—Mira, sea como sea yo no quiero ir a Isaley’s. Supón que Merengue Pija anda por los alrededores. ¿Tienes ganas de tropezarte otra vez con ella, Claudia?
—Está bien, Frieda. Me conformo con los caramelos.
Miss Bertha tenía una tiendecita donde vendía confites y tabaco. Era una caseta de ladrillo plantada en su patio delantero. Había que atisbar desde la puerta, y si no estaba ir a llamar a su casa, al fondo. Aquel día la vimos detrás del mostrador, donde le daba el sol, leyendo la Biblia.
Frieda compró patatas chips, nos quedamos tres barras de Powerhouse por diez centavos y aún nos sobraron otros diez. Regresamos rápidamente a casa para refugiarnos debajo de las lilas que crecían a un lado. Allí bailábamos siempre nuestra Danza del Caramelo, para que Rosemary nos viese y rabiara de celos. La Danza del Caramelo era una combinación de saltos, cabriolas, pataleos, chupeteo y lamida de confites, palmadas, etcétera, un frenesí especial que se apoderaba de nosotras en circunstancias como la presente. Al deslizamos entre los arbustos y la pared de la casa oímos voces y risas. Miramos por la ventana del cuarto de estar esperando ver a nuestra madre, y vimos, en cambio, a Mr. Henry acompañado de dos mujeres. Con aire juguetón, a la manera en que las abuelas lo hacen con los bebés, él le chupaba a una de las dos los dedos de la mano. La mujer reía por encima de su cabeza. La otra estaba abrochándose el abrigo. Supimos inmediatamente quiénes eran y sentimos un hormigueo en nuestras carnes. Una era China, y a la otra la llamaban Línea Maginot. Noté que me escocía el pescuezo. Aquéllas eran las extravagantes mujeres de uñas pintadas de color rojo oscuro que mamá y la abuela detestaban. Y estaban en nuestra propia casa.
China no era especialmente terrible, o por lo menos no imaginábamos que lo fuese. Era flaca, más bien vieja, distraída y pacífica. Pero Línea Maginot, ¡ah! De ella decía mi madre que «no la dejaría comer en uno de sus platos». Las mujeres que frecuentaban la iglesia evitaban mirarla. Había matado a no sé cuántas personas, las había quemado vivas, las había envenenado, las había cocido en lejía. Aunque a mí me parecía que el rostro de Línea Maginot, debajo de la gordura que lo deformaba, era de hecho bonito y agradable, había oído sobre ella demasiadas barbaridades, había visto demasiadas bocas torcerse en una mueca a la mención de su nombre como para fiarme de cualesquiera rasgos redentores que pudiera poseer.
A juzgar por cómo exhibía sus dientes parduscos, China parecía pasárselo la mar de bien con Mr. Henry. La visión de él lamiéndole los dedos me trajo a la mente las revistas de chicas desnudas que guardaba en su cuarto. En alguna parte dentro de mí sopló un viento frío que revolvía una hojarasca de terror y deseos oscuros. Creí ver que una expresión de mansa soledad asomaba al rostro de Línea Maginot. Pero debió haber sido mi propia imagen lo que vi en el ligero temblor de las ventanas de su nariz, o en aquellos ojos suyos que me recordaban las cascadas que aparecían en las películas sobre Hawai.
Línea Maginot bostezó y dijo:
—Vámonos, China. No podemos quedarnos aquí todo el día. Esta gente no tardará en volver.
Se acercó a la puerta.
Frieda y yo nos tiramos al suelo, mirándonos alarmadas. Luego, cuando las dos mujeres hubieron salido y estaban ya a cierta distancia, entramos en casa. Encontramos a Mr. Henry abriendo una botella de gaseosa en la cocina.
—¿Ya de vuelta?
—Sí, señor.
—¿Se acabó el helado?
Sus dientecitos parecían inofensivos y bondadosos. ¿Era realmente nuestro Mr. Henry quien le chupaba los dedos a China?
—En lugar de helado hemos comprado confites.
—Confites, ¿eh? Greta Garbo es muy golosa.
Limpió con la palma de la mano el gollete de la botella y se lo llevó a la boca, un gesto que me produjo una sensación de incomodidad.
—¿Quiénes eran esas mujeres, Mr. Henry?
Se atragantó con la gaseosa y miró a Frieda.
—¿Qué dices?
—Esas mujeres —repitió ella— que acaban de salir. ¿Quiénes eran?
—¡Ah! —rió él. Era la risa típica del adulto que se dispone a decir una mentira, un «ji-ji» que conocíamos muy bien—. Esas señoras participan en los cursos de lectura de la Biblia. Leemos las Escrituras juntos, y hoy han decidido venir a leerlas aquí conmigo.
—Oh, ya —dijo brevemente Frieda.
Yo tenía la mirada fija en sus zapatillas de estar por casa, para no verme obligada a presenciar cómo aquellos amables dientes formulaban una mentira.
—Mejor que no se lo comentéis a vuestra madre. Ella no aprecia demasiado los estudios bíblicos ni tampoco le gusta que reciba visitas, aunque sea de buenas cristianas.
—No, señor, Mr. Henry. No lo haremos.
Él subió rápidamente las escaleras.
—¿Tendríamos que hacerlo? —pregunté yo—. ¿Decírselo a mamá?
Frieda suspiró. No había abierto aún su barra de Powerhouse ni la bolsa de patatas, y ahora, pensativa, reseguía con un dedo las letras del rótulo del envoltorio del caramelo. Súbitamente levantó la cabeza y comenzó a mirar en derredor de la cocina.
—No, supongo que no. No han sacado platos.
—¿Platos? ¿De qué hablas?
—No han sacado platos. Línea Maginot no ha comido en ninguno de los platos de mamá. Además, mamá nos fastidiaría todo el día con sus tonterías si se lo dijéramos.
Nos sentamos y contemplamos los montoncitos de migas de galleta que habíamos hecho momentos antes.
—Mejor que quitemos los nabos del fuego —sugirió Frieda—. Se quemarán, si no, y mamá nos lo hará pagar a azotes.
—Ya lo sé.
—Pero si dejamos que se quemen no tendremos que comérnoslos. —Yo pensé: «Jey, qué buena idea»—. ¿Qué prefieres? ¿Azotes sí y nabos no, o nabos sí y azotes no?
—Es difícil. Quizá podríamos dejar que se quemaran sólo un poco, lo justo para que papá y mamá se los comieran y nosotras dijéramos que no, que nos iban a sentar mal o algo así.
—De acuerdo.
Yo convertí mi montículo de migas en una especie de volcán.
—¿Frieda?
—¿Qué?
—¿Qué fue lo que hizo Woodrow y que tú ibas a contar?
—Pis en la cama. La señora Cain le dijo un día a mamá que se hacía pis en la cama y que no había manera de quitarle la costumbre.
—Qué marrano.
El cielo se oscurecía; miré por la ventana y vi que caían copos de nieve. Metí el dedo, de punta, por el cráter del volcán, y éste se vino abajo y las migas doradas se dispersaron entre pequeños remolinos. La cazuela de los nabos emitió un crujido sordo.