V​E​A​M​O​S​A​L​G​A​T​O​H​A​C​E​M​I​A​U​M​I​A​U​V​E​N​Y​J​U​E​G​A​V​E​N​A​J​U​G​A​R​C​O​N​J​A​N​E​E​L​G​A​T​I​T​O​N​O​J​U​G​A​R​A​J​U​G​A​R​A​J​U​G​A​R​A​J​U​G​A​R​A​J​U​G

Vienen de Mobile. De Aiken. De Newport News. De Marietta. De Meridian. Y el nombre de aquellos lugares, pronunciado por sus bocas, te hace pensar en el amor. Cuando les preguntas de dónde son inclinan la cabeza y dicen: «Mobile», y tú crees que te han besado. Dicen: «Aiken», y tú ves una mariposa blanca que, con un ala rota, elude el choque con una verja. Dicen: «Nagadoches», y tú anhelas decir: «Sí, quiero». Ignoras cómo son aquellos pueblos, aquellas ciudades, pero amas lo que le ocurre al aire cuando ellas abren los labios y dejan escapar los nombres.

Meridian. Su sonido hace que se abran las ventanas de cualquier habitación, como las primeras notas de un himno. Pocas personas pueden pronunciar el nombre de su pueblo natal con semejante afecto mal disimulado. Quizá porque no tienen un pueblo o una ciudad auténticamente suyos, sino sólo lugares donde nacieron. Pero esas muchachas se impregnaron del jugo de su pueblo natal, que nunca las abandona. Son esbeltas muchachas morenas que han mirado mucho las malvarrosas que crecen en los jardines de Meridian, de Mobile, de Aiken, de Baton Rouge. Y que, como las malvarrosas, son prietas, altas y apacibles. Tienen raíces profundas, tallos firmes, y sólo la flor que las corona cabecea al viento. Poseen los ojos de las personas que saben la hora que es por el color del cielo. Esas chicas viven en tranquilos barrios negros donde todo el mundo está bien empleado. Donde en los porches hay balancines colgados de cadenas. Donde el césped se corta con guadaña, donde se yergue el gallo y en el patio crecen girasoles y en los peldaños y los antepechos de las ventanas se alinean tiestos de fucsias, de hiedra, de sensivieras. Esas chicas han comprado sandía y habichuelas en el carretón del verdulero. Han colocado en la ventana el rótulo de cartón que tiene impreso en uno de los bordes «SIN HIELO» y en los otros tres, respectivamente, «10 libras», «25 libras» y «50 libras». Aquellas muchachas morenas en particular, las que vienen de Mobile y Aiken, difieren de algunas de sus hermanas. No son irritables, nerviosas ni chillonas; no tienen adorables cuellos negros, que estiran como para liberarse de un collar invisible; sus ojos no muerden. Esas chicas de Mobile, azúcar moreno, andan por la calle sin meneo ni alboroto. Son tan suaves, tan sencillas como un dulce de nata. Tobillos delgados; largos, estrechos pies. Se lavan con jabón Lifebuoy de color naranja, se empolvan con talco Cashmere Bouquet, se lavan los dientes con un trapo impregnado de sal, se suavizan la piel con loción Jergens. Huelen como la madera, como los periódicos, como la vainilla. Se alisan el cabello con Dixie Peach y se lo peinan con la raya a un lado. Por la noche se lo enrollan con papelitos, se atan un pañuelo estampado en torno a la cabeza y duermen con las manos cruzadas sobre el vientre. No beben, no fuman, no dicen malas palabras y llaman «chumi-chumi» al sexo. Cantan en el coro como segundas sopranos, y aunque sus voces son firmes y claras nunca les encomiendan un solo. Están en la segunda fila, bien almidonadas las blancas blusas, las faldas casi púrpura de tanto planchado. Van a universidades laborales subvencionadas, a escuelas normales, y aprenden cómo hacer con refinamiento el trabajo del hombre blanco: economía doméstica para prepararle la comida; formación pedagógica para instruir en la obediencia a los niños negros; música para complacer a su fatigado señor y alegrar su embotado espíritu. Allí aprenden el resto de las lecciones iniciadas en aquellas tranquilas casas con balancines en el porche y tiestos de fucsias: cómo comportarse. El esmerado desarrollo de la frugalidad, la paciencia, la ética y los buenos modales. En suma, cómo librarse de la bajeza. La espantosa bajeza de la pasión, la bajeza de la condición humana y de su amplia gama de emociones.

Dondequiera que brote la bajeza, la limpian; donde se incrusta, la disuelven; dondequiera que rezume, florezca o se adhiera, la encuentran y la combaten hasta que muere. Libran esta batalla mientras dura su viaje hacia la tumba. La risa demasiado ruidosa; las palabras demasiado rotundas; el ademán demasiado generoso. Encogen el trasero por temor a que se balancee con excesiva libertad; si usan lápiz de labios, nunca se pintan la boca entera para no mostrar unos labios demasiado gruesos, y se inquietan, se inquietan, se inquietan por el contorno de su cabellera.

No parecen tener nunca novio, pero siempre se casan. Ciertos hombres las observan, sin que se note, y saben que si en su casa hay una muchacha así ellos siempre dormirán entre sábanas inmaculadamente blancas, tendidas a secar sobre matas de junípero y planchadas a conciencia. Lindas flores de papel decorarán el retrato de su madre y habrá una Biblia grande en el cuarto de estar. Se sienten seguros. Saben que sus ropas de trabajo estarán el lunes remendadas, lavadas y planchadas, que sus camisas de domingo colgarán de sus perchas en el quicio de la puerta, perfectamente almidonadas y blancas. Les mirarán las manos y sabrán que van a tratar bien la masa del bizcocho; olerán el café y el jamón frito; verán las blancas palomitas de maíz que humean con su porción de mantequilla encima. Sus caderas les garantizan que parirán los hijos con facilidad y sin dolor. Y no se equivocan.

Lo que ellos no saben es que aquellas sencillas muchachas morenas construirán su nido palito a palito, crearán su propio e inviolable mundo y montarán guardia ante todas y cada una de sus plantas, sus prendas de vestir, sus tapetitos, para defenderlos incluso de ellos. En silencio volverán a colocar la lámpara donde la habían colocado primero; retirarán los platos de la mesa apenas comido el último bocado; restregarán la manija de la puerta cada vez que una mano grasienta la toque. Una mirada de soslayo bastará para decirles a ellos que se vayan a fumar al porche trasero. Los niños sabrán al instante que no pueden entrar en su jardín a recoger una pelota. Pero los hombres no saben estas cosas. Tampoco saben que ellas les entregan sus cuerpos parca y parcialmente. Deberán penetrarlas subrepticiamente, levantando el borde de su camisón sólo hasta el ombligo. Deberán descansar su peso sobre los codos cuando hacen el amor, en apariencia para evitar dañarles los pechos, pero en realidad para que no tengan que tocar o gozar de una porción demasiado extensa de su persona.

Mientras ellos se mueven en su interior, ellas se preguntan por qué las partes necesarias pero privadas del cuerpo no estarán en otro lugar más conveniente; como el sobaco, por ejemplo, o la palma de la mano. Un lugar al que se llegue con facilidad, rápidamente, sin necesidad de desnudarse. Se ponen rígidas cuando notan que uno de los papelitos rizadores se ha soltado a consecuencia de la actividad amorosa; imprimen en su mente cuál de ellos es, a fin de volver a asegurarlo prestamente en cuanto la actividad cese. Confían en que los hombres no sudarán, porque la humedad puede pasar a su cabello; y que ellas conservarán seca la entrepierna: detestan el sonido como de chapoteo que se produce cuando están mojadas. Cuando perciban que un espasmo se apodera del hombre, efectuarán rápidos movimientos con las caderas, le clavarán las uñas en la espalda, contendrán el aliento y simularán que tienen un orgasmo. Probablemente pensarán por enésima vez cómo sería sentir aquello mientras el pene del marido está dentro de ellas. Lo que más se le aproxime sea quizás aquella sensación que tuvieron el día en que caminaban por la calle y se les soltó la compresa higiénica, que se movía suavemente entre sus piernas mientras ellas seguían andando. Suavemente, muy suavemente. A continuación, una ligera y desde luego placentera sensación se había concentrado en su sexo. El placer aumentó de tal modo que fue imprescindible pararse y apretar los muslos para contenerlo. Debe ser algo así, piensan ellas, pero jamás ocurre cuando el pene del hombre se aloja en su interior. Cuando el hombre se retira, ellas se bajan el camisón, se deslizan fuera de la cama y se refugian con alivio en el cuarto de baño.

Ocasionalmente, algún ser vivo cautiva su afecto. Acaso un gato, que amará su orden, su precisión, su constancia; que será tan limpio y tranquilo como lo son ellas. El gato se instalará pacíficamente en el antepecho de la ventana y las acariciará con los ojos. Podrán tenerlo en brazos, dejando que sus patas traseras tanteen sus pechos en busca de soporte y las delanteras se aferren a su hombro. Podrán friccionar su suave pelaje y notar la carne dócil que hay debajo. Un delicado toque bastaría para que el gato ronronee, se desperece y abra la boca. Y ellas aceptarán de buen grado la extraña y deliciosa sensación que emana del animal cuando se contorsiona bajo su mano y entorna los ojos saciado de placer sensual. Cuando ellas están de pie en la cocina, preparando la cena, el gato describe círculos en torno a sus espinillas, y el cosquilleo de su pelo asciende en espiral por sus piernas hasta los muslos, haciendo que los dedos les tiemblen un poco al mezclar el relleno de la tarta.

O bien, cuando se sientan a leer las «Reflexiones Edificantes» de The Liberty Magazine, el gato sube de un salto a su regazo. Ellas acarician aquella pelambre sedosa y permiten que el calor del cuerpo del animal rezume y penetre hasta la más íntima profundidad de su regazo. A veces la revista cae al suelo, y ellas separan las piernas, sólo un poco, y ambos se quedan muy quietos, juntos, quizá se reacomodan un poco los dos, dormitan juntos, hasta la hora en que el intruso regresa a casa del trabajo, vagamente preocupado por lo que encontrará para cenar.

El gato sabrá siempre que él es el primero entre sus afectos. Incluso después de que ellas tengan hijos. Porque los tendrán, fácilmente y sin dolor. Por lo menos uno. Un hijo varón. Se llamará Júnior.

Una de aquellas muchachas de Mobile, de Meridian o de Aiken, a quien no le sudaban ni los sobacos ni la entrepierna, que olía como la madera y la vainilla, que había aprendido a hacer suflés en el Departamento de Economía Doméstica, se trasladó con su marido, Louis, a Lorain, Ohio. Se llamaba Geraldine. Allí construyó su nido, planchó camisas, plantó fucsias en tiestos, jugaba con su gato y dio a luz a Louis Júnior.

Geraldine no permitía que Júnior, su bebé, llorase. Mientras sus necesidades fueran físicas podía satisfacerlas: bienestar y hartazgo. Siempre estaba cepillado, bañado, halagado y calzado. Geraldine no le hablaba, no le arrullaba ni le mimaba con tandas de besos, pero atendía a cualquier otro de sus deseos. El niño no tardó mucho en descubrir la diferencia entre la conducta de su madre respecto a él y respecto al gato. A medida que crecía aprendió a trasladar al gato la aversión hacia su madre y pasó algunos momentos felices viendo sufrir al animal. El gato sobrevivió porque Geraldine raramente se ausentaba de casa y podía sosegar al felino cuando Júnior lo maltrataba.

Geraldine, Louis, Júnior y el gato vivían cerca del campo de juego de la escuela Washington Irving. Júnior consideraba el campo propiedad suya, en tanto que los colegiales envidiaban su libertad para dormir hasta tarde, ir a almorzar a casa y dominar el campo de juego después del horario escolar. Él detestaba ver los columpios, toboganes, balancines y otros artilugios vacíos y trataba de que los niños se quedaran por allí todo el tiempo posible. Niños blancos: a su madre no le gustaba que jugase con negritos. Le había explicado la diferencia entre personas de color y negritos. Unas y otros eran fácilmente identificables. Las personas de color eran discretas y limpias; los negritos eran sucios y ruidosos. Él pertenecía al primer grupo: vestía camisas blancas y pantalones azules; llevaba el cabello tan corto como era posible para evitar cualquier traza de lanas, y la raya del peinado se la había materialmente grabado el barbero. En invierno, su madre le ponía loción Jergens en la cara para que la piel no se le volviese cenicienta, cosa posible a pesar de que la tenía clara. La línea divisoria entre persona de color y negrito no siempre era concluyente: sutiles signos reveladores amenazaban con difuminarla y había que permanecer constantemente alerta.

Júnior deseaba intensamente jugar con los chicos negros. Más que nada en el mundo quería jugar a Rey de la Montaña y que le empujaran por el montón de arena y rodaran por encima de él. Quería sentirse aplastado por su dureza, oler su fogosa negrura y decir «Jódete» con aquella alegre naturalidad. Quería sentarse con ellos en el bordillo de la acera y comparar el filo de sus respectivas navajas de bolsillo, la distancia que alcanzaban y el arco que describían sus escupitajos. En los lavabos quería compartir con ellos los laureles de orinar más lejos y por más tiempo. Bay Boy y P. L. habían sido en determinado momento sus ídolos. Gradualmente pasó a coincidir con su madre en que ni Bay Boy ni P. L. eran lo bastante buenos para él. Entonces jugaba únicamente con Ralph Nisensky, que tenía dos años menos, usaba gafas y no quería hacer nada. Júnior se divertía cada vez más amedrentando a las niñas. Era fácil hacer que chillaran y echaran a correr. Se mondaba de risa cuando caían al suelo y enseñaban las bragas. Cuando volvían a levantarse, arrugadas las ropas y encendido el rostro, sentía un placer especial. A las niñas negras, sin embargo, las molestaba poco. Solían andar en grupo, y en cierta ocasión, cuando a unas les tiró una piedra, ellas le persiguieron, le alcanzaron y le aporrearon hasta aturdirle. Júnior mintió a su madre diciendo que lo había hecho Bay Boy. Su madre se alteró mucho. Su padre se limitó a seguir leyendo el Journal de Lorain.

Cuando estaba de humor, llamaba a cualquier chico que pasara para que jugase con él en los columpios o el balancín. Si el chico no quería o se marchaba demasiado pronto, Júnior le tiraba puñados de grava. Llegó a tener buena puntería.

Alternativamente aburrido o atemorizado en casa, en el campo de juegos estaba en la gloria. Un día en que se había aburrido más que de costumbre vio a una niña muy negra que para atajar camino atravesaba el campo. Andaba con la cabeza baja. Él la había visto ya muchas veces antes, parada, sola, siempre sola, a la hora del recreo escolar. Nadie jugaba con ella. Probablemente porque era fea, pensaba él.

Ahora la llamó:

—¡Jey! ¿Qué haces paseando por mi jardín? —La niña se detuvo—. Nadie puede atravesar este jardín sin mi permiso.

—No es tu jardín. Es el campo de la escuela.

—Pero yo soy el responsable.

La niña comenzó a alejarse. Júnior añadió:

—Espera. —Se acercó a ella—. Tú puedes jugar si quieres. ¿Cómo te llamas?

—Pecola. No quiero jugar.

—Anda, ven. No voy a molestarte.

—Tengo que irme a casa.

—Oye, ¿quieres ver una cosa? Tengo algo que enseñarte.

—No. ¿Qué es?

—Ven a mi casa. Mira, vivo ahí mismo. Anda, ven. Te lo enseñaré.

—¿Enseñarme qué?

—Unos gatitos. Tenemos gatitos. Puedes quedarte uno si quieres.

—¿Gatitos de verdad?

—Sí. Anda, ven.

Le tiraba con delicadeza del vestido. Pecola dio unos pasos hacia la vecina casa. Cuando él se convenció de que había aceptado, la precedió corriendo excitado y sólo se detuvo para decirle que siguiera adelante. Abrió la puerta de la casa y la sostuvo abierta con una sonrisa alentadora. Pecola subió los escalones del porche y titubeó, asustada. La casa parecía muy oscura. Júnior dijo:

—No hay nadie. Mamá ha salido y mi padre está en el trabajo. ¿Quieres ver los gatitos?

Encendió las luces. Pecola cruzó la puerta.

Qué bonito es esto, pensó. Qué casa más bonita. Sobre la mesa de la sala de estar había una gran Biblia encuadernada en rojo con profusión de adornos dorados. Por todas partes se veían tapetitos de encaje: sobre los brazos y respaldos de los sillones, en el centro de una amplia mesa de comedor, en otras mesas más pequeñas. En todos los antepechos de las ventanas había tiestos con plantas. Una lámina en colores de Jesucristo colgaba de una pared con bellísimas flores de papel aplicadas al marco. Pecola habría querido verlo todo despacio, muy despacio. Pero Júnior la apremiaba:

—Jey, tú. Anda, vamos. Vamos.

La condujo a otra habitación, más bonita incluso que la primera. Más tapetes. Una gran lámpara de pie verde y dorado y pantalla blanca. Hasta una alfombra en el suelo, decorada con enormes flores de color rojo oscuro.

Pecola admiraba absorta las flores cuando Júnior dijo:

—¡Aquí está!

Ella se volvió.

—¡Aquí está tu gato! —chilló él.

Y le tiró un corpulento gato negro directamente a la cara. A Pecola le cortaron la respiración el susto y la sorpresa, y notó el pelo del animal en la boca. El gato le arañó la cara y el pecho en su esfuerzo por enderezarse, luego saltó al suelo con agilidad.

Júnior reía y corría alrededor de la habitación apretándose satisfecho el vientre. Pecola se tocó el arañazo del rostro y notó que llegaban las lágrimas. Cuando se volvió hacia el hueco de la puerta, Júnior se situó frente a ella de un brinco.

—No puedes marcharte —dijo—. Eres mi prisionera.

Tenía en los ojos una expresión alegre, pero dura.

—Déjame pasar.

—¡No!

La rechazó de un empellón, cruzó rápidamente la puerta que separaba las dos habitaciones, la cerró y la mantuvo cerrada con ambas manos. Los golpes que Pecola descargaba en ella aumentaron sus jadeantes y agudas risotadas.

Las lágrimas brotaron enseguida, y Pecola se cubrió el rostro con las manos. Algo suave y peludo se agitó entonces acariciando sus tobillos; dio un brinco, alarmada, y vio que era el gato, que se enroscaba a sus piernas. Momentáneamente distraída de su miedo, Pecola se agachó para tocarlo con las manos mojadas de lágrimas. El gato se restregó contra su rodilla. Era completamente negro, de un negro profundo y sedoso, y tenía los ojos, inclinados hacia el hocico, de un color verde azulado. La luz ponía en ellos reflejos como de hielo. Pecola le acarició la cabeza; el animal emitió un gemido y sacó una lengua temblorosa de placer. Sus ojos, muy azules en contraste con la faz negra, estaban fijos en los de la niña.

Júnior, a quien el silencio había despertado la curiosidad, abrió la puerta y vio a Pecola acariciar, agachada, el lomo del gato. Vio que el gato estiraba el cuello y entornaba los ojos. Había visto aquella actitud muchas veces, siempre que el animal respondía al toque de su madre.

—¡Dame mi gato!

Se le quebró la voz. Con un ademán a un tiempo torpe y seguro atrapó al gato por una de las patas traseras y comenzó a voltearlo en círculo por encima de su cabeza.

—¡Para, para ya! —gritó Pecola.

Las patas libres del animal estaban rígidas, sus garras prestas a asir cualquier cosa para recobrar el equilibrio, la boca abierta, los ojos dos rayas azules que despedían horror.

Todavía gritando, Pecola intentó cogerle la mano a Júnior. Oyó que, debajo de su brazo, se le rasgaba el vestido. Júnior procuró apartarla, pero ella logró hacer presa en el brazo con que él volteaba el felino. Ambos cayeron al suelo y, al caer, Júnior soltó el animal. Éste, liberado en pleno movimiento, salió disparado contra la ventana. Allí resbaló hacia abajo y cayó sobre el radiador que había detrás de un sofá. Excepto por algunos estremecimientos, se quedó quieto. Únicamente se percibía un levísimo olor a pelo chamuscado.

Geraldine abrió la puerta.

—¿Qué es esto? —Su voz era apacible, como si formulara una pregunta perfectamente razonable—. ¿Quién es esta chica?

—Nos ha matado el gato —dijo Júnior—. Mira.

Señalaba el radiador donde el animal yacía. Cerrados los azules ojos, su faz era sólo una mancha negra, inexpresiva e inútil.

Geraldine fue al radiador y recogió el gato. Éste quedó flácido en sus brazos, pero ella le rozó la pelambre con una mejilla. Miró a Pecola. Vio el vestido sucio y roto, las trenzas que sobresalían de su cabeza, el cabello deslustrado allí donde las trenzas se habían deshecho, los zapatos enfangados con la capa de goma asomando entre las suelas baratas, los calcetines manchados, uno de los cuales, caído, se había doblado hasta cubrir el tacón del zapato. Vio el imperdible que sostenía el dobladillo de la falda. La miraba por encima del lomo del gato. Había visto a aquella niña toda su vida. Asomada a las ventanas superiores de las tabernas de Mobile, holgazaneando entre los porches de las largas casas de vecindad del extrarradio de la población, sentada en estaciones de autobús sosteniendo bolsas de papel y llorando a una madre que grita una y otra vez: «¡Cierra el pico!». Despeinada, el vestido cayéndole a pedazos, los zapatos desatados y rebozados en polvo. Había captado la mirada de sus ojos que parecían no entender nada. Ojos que no cuestionaban nada y lo preguntaban todo. Ojos que, sin pestañear, descarados, permanecían fijos en los suyos. El fin del mundo metido en sus ojos, y el principio, y toda la inmensidad intermedia.

Aquellas niñas estaban por todas partes. Dormían seis en la misma cama, mezclados los orines de todas, incontenidos durante la noche, mientras cada una de ellas soñaba su propio sueño de caramelos y patatas chips. Durante los largos y calurosos días deambulaban ociosas, arrancando el yeso de las paredes y escarbando la tierra con palos. Se sentaban en hilera en las aceras de las calles, se aglomeraban en los bancos de la iglesia quitándoles espacio a los primorosos y pulcros niños de color; hacían payasadas en los campos de juego, rompían cosas en las tiendas de baratillo, corrían delante de ti en la calle, resbalaban sobre el hielo invernal de las aceras en pendiente. Las chicas crecían sin saber nada de fajas ni corsés, y los chicos anunciaban su virilidad poniéndose las gorras con la visera hacia atrás. Donde ellas vivían no crecía la hierba. Morían las flores. Se cerraban las persianas. Donde ellas vivían proliferaban las latas vacías y los neumáticos viejos. Se nutrían de fréjoles fríos y refrescos de naranja. Revoloteaban como moscas y como moscas se posaban. Y aquélla se había posado en su casa. Por encima del lomo del gato la estaba mirando.

—Vete —le dijo con la misma voz tranquila—. Perversa borrita negra. Vete enseguida de mi casa.

El gato se estremeció y agitó la cola.

Pecola salió por la puerta caminando hacia atrás, mirando fijamente a aquella bonita dama de tez como de café con leche que le hablaba entre el pelo del gato en aquella preciosa casa verde y oro. Las palabras de la bella dama hacían que la pelambre del gato se moviese; el aliento de cada palabra separaba los pelos. Pecola se volvió para localizar la puerta de entrada y vio a Jesús que la miraba con ojos tristes que no expresaban la menor sorpresa; vio su largo cabello castaño ondulado a lado y lado de su cabeza, así como las alegres flores de papel que rodeaban su cara.

Fuera, el viento de marzo se coló por el desgarrón de su vestido. Bajó la cabeza para resguardarse del frío. Pero con ello no pudo evitar la visión de los copos de nieve que caían y morían sobre el pavimento.