Los muertos no tienen razón

La impetuosa multitud se reunió en la ribera sevillana «para contemplar —según escribe Oviedo— este último barco famoso; la expedición en que tomó parte representaba la cosa más prodigiosa y el acontecimiento más grande que se hayan visto desde que Dios creó al primer hombre y el mundo». Conmovidos no pueden apartar los ojos de los dieciocho hombres del Victoria que salen del barco y, semejantes a esqueletos, pisan la tierra vacilantes, como contando los pasos, flacos, terroso el color, alotados y enfermos, héroes innominados que han envejecido diez años durante aquellos tres interminables. Rodéanlos, jubilosos y apiadados; les ofrecen manjares y bebidas reparadoras, les invitan en los hogares, les hacen contar una y otra vez sus aventuras, sus penalidades. Pero los repatriados rehúsan. Más tarde habrá tiempo de eso. Ahora han de cumplir la primera obligación, el voto que hicieron hallándose en trance mortal: la peregrinación a la iglesia de Santa María de la Victoria y de Santa María Antigua. El pueblo, guardando respetuoso silencio, forma una doble hilera para ver pasar a los dieciocho supervivientes, descalzos, vistiendo túnicas blancas, con sendos cirios encendidos, hacia la iglesia. Quieren dar gracias a Dios en el mismo sitio donde se despidieron, por la inesperada gracia de haberlos salvado de apuros tan grandes y devuelto a su patria. Vuelve el órgano a elevar sus acordes, levanta nuevamente el sacerdote, por encima de los penitentes arrodillados en la penumbra de la catedral, la custodia, semejante a un diminuto sol radiante. Cuando han dado las gracias al Todopoderoso y a los santos por haberlos salvado, tal vez formulen también los marineros una oración por todos los hermanos y camaradas muertos, a cuyo lado habían rezado, unánimes, tres años antes. ¿Dónde están los que entonces levantaban los ojos hacia Magallanes, su almirante, en el acto de desplegar la bandera de damasco que el rey le confiaba y el sacerdote bendecía? Ahogados en el mar, asesinados por los indios, muertos de hambre y sed, perdidos o prisioneros… Y ahora, ellos solos son los que, elegidos por el destino en sus inescrutables misterios, gozan del triunfo y reciben las bendiciones. En voz baja, y con los labios temblorosos, rezan los dieciocho la oración de los difuntos en memoria del caudillo y de los doscientos muertos de la Armada.

Con alas de fuego rueda, entre tanto, la noticia de su feliz arribo, y despierta en toda España, primero, la atención de todos, y luego la admiración sin límites. Ningún otro acontecimiento desde el viaje de Colón ha entusiasmado hasta tal punto a los contemporáneos. Toda inseguridad ha desaparecido. La duda, esta enemiga encarnizada de toda humana ciencia, ha sido vencida en el campo geográfico. Desde que una nave salió del puerto de Sevilla hasta que ancló de regreso en el mismo puerto, ha sido probado incontestablemente que la Tierra es una esfera giratoria y que todos los mares forman un solo mar continuo. Por fin, la cosmografía de griegos y romanos ha sido superada, y vencida la oposición de la Iglesia, y la fábula ingenua de los antípodas que andan cabeza abajo. Ha que dado fijada para todos los tiempos la medida de la órbita de la Tierra; vendrán todavía otros valientes descubridores a contemplar la afirmación con otras particularidades de la forma terrestre, Pero la afirmación básica se debe a Magallanes y se mantiene incólume hasta nuestros días y para los sucesivos. La Tierra tiene puestos sus lindes y la Humanidad disfruta de su conquista. Con esta jornada histórica queda ensalzado el orgullo de la nación española. Bajo el pabellón español empezó Colón el descubrimiento del mundo, y bajo el mismo pabellón lo ha completado Magallanes. En un cuarto de siglo, la Humanidad ha aprendido más sobre su habitación terrestre que durante los miles y miles de años anteriores. Instintivamente, la generación que en la dicha y la embriaguez de la gloria ha presidido esta transformación en el solo espacio de una vida, se siente poseída de esta realidad: un tiempo nuevo, la Edad Moderna, ha comenzado.

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General es el entusiasmo ante el logro imponente que representa para el espíritu el cumplido viaje. Los mismos empresarios comerciales que armaron la flota, la «Casa de Contratación» y Cristóbal de Haro, pueden regocijarse. Ya daban por perdidos los ocho millones de maravedíes desembolsados para los cinco barcos, y de pronto, el único de éstos que vuelve a sus lares, no solamente nivela con su carga la partida, sino que deja todavía una insospechada ganancia. Los quinientos veinte quintales de especias que ha traído el Victoria de las Molucas dejan una ganancia limpia de unos quinientos ducados oro. El cargamento de un solo barco compensa de la pérdida de los otros cuatro. Una cuenta en la cual, a decir verdad, queda reducida a cero la otra pérdida: doscientas vidas humanas.

En la extensión del mundo, sólo una docena de hombres sienten de pronto oprimido el corazón al saber que un barco de la Armada de Magallanes ha dado la vuelta al mundo y ha vuelto felizmente al hogar. Son estos hombres los capitanes sublevados y su piloto, desertores con el San Antonio, en el cual llegaron a Sevilla un año antes; como toque de difuntos suena en sus oídos el grato mensaje. Se habían mecido en la esperanza de que aquellos peligrosos testigos y acusadores jamás volverían a España, en el protocolo judicial extendieron la papeleta de defunción a los valientes argonautas: «Al juicio y parecer de los que han venido, no volverá a Castilla el dicho Magallanes.» Con tal seguridad habían dado por supuesto que las naves y sus tripulantes se estaban pudriendo en el fondo del océano, que desaprensivamente, callando su rebelión, se alababan ante la Comisión investigadora de un acto de patriotismo y escondían el hecho de que Magallanes había hallado ya el derrotero en el momento crítico en que le abandonaron. Sólo hablaban muy someramente de una bahía en la cual habían entrado y de que la ruta buscada por Magallanes se revelaba «inútil y sin provecho». Eran, en cambio, graves las acusaciones que hacían al ausente. Decían que se había deshecho arteramente de los hombres de confianza del Rey para dejar la flota a disposición de los portugueses, y que si ellos habían conseguido salvar su barco fue gracias a haberse apoderado de Mesquita, el primo de Magallanes, que éste había pasado de contrabando.

No de todo lo que decían los sublevados hizo caso el tribunal del Rey, y con una imparcialidad digna de ser notada declaró sospechosas a ambas partes. Tanto los capitanes sublevados como el fiel Mesquita fueron encarcelados, a la vez que se prohibía salir de la ciudad a la señora de Magallanes, que aún no sabía que fuera viuda. La decisión del tribunal del Rey fue esperar hasta que los otros barcos y el almirante volvieran, como testimonio; pero habiendo transcurrido un año entero, y casi un segundo año sin que tuvieran noticias de Magallanes, los sublevados recobraban los ánimos. Pero las salvas de salutación que anuncian la vuelta de uno de los barcos de Magallanes retumban lúgubremente en sus conciencias. ¡Están perdidos! A Magallanes le ha salido bien la empresa, y su venganza será terrible contra aquellos que, deshonrando el juramento y delinquiendo contra las leyes del mar, le abandonaron cobardemente y, sublevándose contra su capitán lo aherrojaron.

¡Cómo se sienten aliviados al enterarse de que Magallanes murió! El principal acusador enmudece. Y su confianza aumenta cuando les dicen que es Elcano quien ha conducido el Victoria. ¡Elcano es su cómplice, uno de los conjurados de aquella noche en Puerto de San Julián! No se atreverá a presentarse como acusador en un delito en que él tiene parte. No se presentará a ser testigo contra ellos, sino a su favor. Bendita sea la muerte de Magallanes y el testimonio de Elcano. Los acontecimientos les dan la razón. Si, por una parte; Mesquita es sacado de la prisión, ellos salen también libres, gracias a la ayuda de Elcano, y su rebelión queda olvidada en medio de la general alegría; siempre tienen razón los vivos contra los muertos.

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En esto, el mensajero de Elcano ha llegado al castillo de Valladolid con la noticia de la feliz vuelta. El emperador Carlos acaba de llegar de Alemania. De un momento histórico importante, pasa a otro que no lo es menor. En la dieta de Worms ha visto rota para siempre la unidad espiritual de la Iglesia por el puño decidido de Lutero; ahora se entera de que otro hombre daba una nueva figura a la Tierra y probaba la unidad espacial de los océanos, pereciendo en la empresa. Impaciente por saber más del glorioso hecho, porque ha colaborado en él y es tal vez el más completo y duradero triunfo de su vida, aquel mismo día 13 de septiembre envía a Elcano la orden de comparecer sin tardanza en la corte con dos de sus hombres, «los más cuerdos y de mejor razón», y que le lleven todos los escritos referentes al viaje.

Los dos hombres que Sebastián Elcano lleva a Valladolid no podían ser otros, por lo probados, que Pigafetta y el piloto Albo; no tan clara aparece la conducta de Elcano en lo tocante al otro deseo del Emperador, que le entregue todos los papeles de la flota. La conducta de Elcano es ambigua, puesto que no entrega ni una sola línea escrita por Magallanes. El único documento de éste redactado durante la travesía debe su conservación a la circunstancia de haber caído, con el Trinidad, en poder de los portugueses. Queda casi fuera de duda que Magallanes, un hombre tan exacto y fanático de su deber, consciente de la importancia de su misión, llevaba un dietario que sólo una mano envidiosa pudo destruir secretamente, de creer que a todos aquellos que durante el viaje se habían levantado contra el caudillo, les pareció harto peligroso que el Emperador pudiera tener noticias imparciales de aquellos sucesos; así, desaparece misteriosamente, después de la muerte de Magallanes, hasta la última línea de su puño, y se pierde también, cosa no menos singular, aquel gran diario del viaje, obra de Pigafetta, y cuyo original ofreció al Emperador en esta circunstancia. «Fra le altre cose li detti uno libro, scritto de mia mano, de tutte le cose passate de giorno in giorno nel viaggio nostro.» Porque este diario oficial no puede identificarse de ningún modo con la narración de viaje posterior que conocemos, y es a todas luces un simple extracto de aquél; buena prueba de ello la da el informe del embajador de Mantua, que hace mención, en 21 de octubre, de un libro en el cual Pigafetta escribió diariamente, «libro molto bello che de giorno in giorno li a scritto el viaggio e pase che anno ricercato». Tres semanas más tarde, el mismo embajador habla de un «breve extracto o summario del libro che anno portato quelli de le Indie»; o sea lo que hoy conocemos como el informe de Pigafetta, al cual pueden unirse, como insuficiente complemento, las anotaciones de los varios pilotos y la carta de Pedro Mártir y de Maximiliano Transilvanus. Por qué razones este diario de Pigafetta desapareció sin que quedara la menor huella, sólo podemos sospecharlo; dolosamente, con el tiempo hubo empeño en oscurecer lo que hacía referencia a la oposición de los oficiales españoles contra el portugués Magallanes, para hacer triunfar más rotundamente a Elcano, el hidalgo vasco. También esta vez, como ocurre a menudo en la Historia, la honrilla nacional pasa delante de la justicia.

Ya el fiel Pigafetta parecía desconcertarse al ver que Magallanes era relevado sistemáticamente a último término. Recelaba que allí no se pesaban los méritos equitativamente. Verdad es que en todo tiempo el mundo ha recompensado al finalista, al afortunado que acaba un hecho, dejando en el olvido a todos aquellos que lo han amasado y llevado a la posibilidad con su espíritu y su sangre. Pero esta vez la repartición lleva lo injusto hasta un grado lamentable. Quien cosecha toda la gloria y los honores y dignidades es precisamente aquel que, en el momento decisivo, quiso poner obstáculos a la realización y se levantó contra Magallanes: Sebastián Elcano. Queda solemnemente expiado su antiguo delito: la venta de un barco a un extranjero, o sea lo que, en cierto modo, le impulsó a refugiarse en la flota de Magallanes, y le es asignada una pensión vitalicia de quinientos florines de oro. El Rey lo eleva a la categoría de hidalgo y le otorga un escudo que señala simbólicamente a Elcano como ejecutor del hecho inmortal. Llenan el campo dos ramas de canela cruzadas, junto con nueces moscadas y clavos de especia, realzado con un casco y la esfera terrestre circundada por la arrogante inscripción: Primus circumdedisti me (fuiste el primero en rodearme). Y la injusticia sube de punto con la recompensa a aquel Estevão Gomes que había desertado en el estrecho de Magallanes, y que ante el tribunal de Sevilla afirmó que no se había hallado el paso y sí únicamente una bahía abierta. Estevão Gomes precisamente, que con tal descaro negaba el descubrimiento de Magallanes, recibe un título de nobleza por el mérito «de haber hallado el paso como guía y primer piloto». Toda la fama, todo el mérito de Magallanes recaen en aquellos que más encarnizadamente intentaron impedir, durante la expedición, la que fue empresa de su vida.

Pigafetta está callado y reflexiona. Por primera vez, el que fue hasta entonces de una buena fe encantadora, el joven modelo de fidelidad, sospecha algo de la injusticia eterna que llena nuestro mundo. «Me ne partti de li al meglio Potei» (partí de allí en cuanto pude). Aunque los aduladores cortesanos oculten los hechos de Magallanes, aunque los ineptos presionen para recibir los honores a él debidos, no podrá olvidar Pigafetta lo grande de la idea, el trabajo y los merecimientos que van unidos a la empresa inmortal. Allí, en la corte, no puede hablar, pero por amor a la justicia se propone legar a la posteridad la fama del gran olvidado. Ni una palabra dedicará a Elcano en su narración del regreso: escribe invariablemente: «navegamos», «decidimos», para denotar que Elcano no hizo ni más ni menos que los otros, podía la corte recompensar a los que se lucraron con la casualidad, pero a Magallanes era debida la verdadera gloria, a él, que ya no puede verlo. Con una fidelidad impresionante se pone Pigafetta al lado del vencido, y sale con palabra persuasiva a favor del que ya no puede hablar. «Espero —escribe Pigafetta en la dedicatoria de su libro al gran Maestre de Rodas— que la fama de un capitán valeroso como fue él jamás se borrará de la memoria del mundo. Entre las otras muchas virtudes que le adornaban, sobresalía la de su firmeza, superior a la de los demás, hasta en medio de la mayor des gracia. Soportó el hambre con más paciencia que otro alguno. No había otro hombre en toda la tierra tan entendido en el conocimiento de los mapas y de la náutica. Y la verdad de esto se manifiesta en que llevó a cabo lo que antes nadie supo ni tuvo ánimo para llegar a descubrir.»

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La muerte es quien descifra el último secreto vital de una figura; hasta el postrer momento, en que su idea llega a feliz realización, no se manifiesta la íntima tragedia de aquel hombre solitario, a quien sólo fue lícito llevar la carga de su misión, sin que pudiera gozar del éxito final. Entre la masa de incontables millones, solamente a él lo escogió la suerte para tal proeza, al callado y taciturno, al encerrado en sí mismo, que estaba dispuesto, sin dejarse doblegar, a sacrificar a su idea todo cuanto en la tierra poseía, y su vida además. Lo eligió sólo para el trabajo, no para el goce, y una vez terminado aquél, lo despidió como a un jornalero, sin darle las gracias. Otros cosechan la gloria de su obra, otros echan la mano a la ganancia y disfrutan del festín; el destino fue exigente con ese recio soldado, como él lo había sido en todo y con todos. Solamente le otorga lo que él había anhelado con todas las fuerzas de su alma: encontrar el camino para dar la vuelta a la tierra, la parte más venturosa de su carrera. Lograr ver únicamente la corona de la victoria, tender la mano hacia ella, pero cuando intenta asegurarla sobre su frente, el destino dice: «¡Basta!», y le abate la mano ansiosamente levantada.

Esto es lo único que le fue concedido a Magallanes, el hecho, mas no su áurea sombra: el triunfo y la gloria temporal. Nada tan conmovedor, en este instante en que el propósito de su vida llega a realizarse, como la lectura de su testamento. Todo lo que, a punto de regresar, fue su anhelo, se lo niega la suerte. Nada le responde de lo que en aquella «capitulación» quiso legitimar como suyo y de los suyos. Ni una sola disposición —literalmente, ni una siquiera— de las que con tanta previsión y tino asentó en su última voluntad, se cumple, después de su heroico tránsito, con sus sucesores, y le es negado despiadadamente hasta el más puro y santo de sus deseos. Magallanes había precisado el sitio de su entierro en la catedral de Sevilla, y el cadáver se corrompe en una playa remota. Treinta misas dispuso que fueran rezadas sobre su tumba, y, en vez de esto, se oyen los aullidos triunfales de la horda de Silapulapu alrededor de su cuerpo mutilado ignominiosamente. Tres pobres debían recibir vestidos y comida el día de su entierro, y ni uno solo tendrá la comida, ni el par de zapatos, ni el vestido gris. Nadie será llamado —ni el más humilde mendigo— «para rezar por el bien de su alma». Los reales de plata que destinaba a la Santa Cruz, y las limosnas para los presos, y los legados a los conventos y asilos, no serán satisfechos. —Porque nada ni nadie se presta al cumplimiento de sus últimas voluntades, y aun en el caso de que sus camaradas hubiesen trasladado su cuerpo al hogar, no hubieran encontrado en éste un maravedí para pagar la mortaja.

¿Pero no son ricos, al menos, los herederos de Magallanes? ¿No va a la sucesión, según el pacto, un quinto de todas las ganancias? ¿No es su viuda una de las señoras de más posición de Sevilla? ¿No son sus hijos, nietos y bisnietos, los Adelantados y Gobernadores hereditarios de las islas recién descubiertas? No; nadie hereda de Magallanes pues nadie de su sangre vive ya para exigir la herencia, durante aquellos tres años han muerto su esposa Beatriz y los dos hijos, todavía menores. Queda extinguida la descendencia de Magallanes. Ni hermano, ni sobrino, ningún consanguíneo vive para recoger su escudo. ¡Ni uno tan sólo! Fueron vanos los cuidados del hidalgo, del esposo y del padre, y baldío el piadoso deseo del creyente cristiano. Le sobrevive su suegro, Barbosa, pero ¡cómo debe maldecir el día en que aquel huésped sombrío, aquel «holandés errante» entró en su casa! Hizo suya a la hija, y esta hija ha muerto; se llevó a su hijo en la expedición, el único hijo que tenía, y no ha vuelto con los supervivientes. ¡Qué terrible atmósfera de desdichas en torno al hombre único! A, quien fue su amigo y su apoyo lo ha arrastrado a su mismo destino siniestro, y quien en él confiaba lo ha pagado caro. A todos los que estaban con él y por él, les ha sorbido la felicidad, como un vampiro, en los azares de su acción: Faleiro, su asociado un tiempo, se ve preso al llegar a Portugal. Aranda, que le allanó el camino, envuelto en infamantes inquisiciones, pierde todo el dinero que por Magallanes había arriesgado. Enrique, a quien había prometido la libertad, vuelve a ser tratado como esclavo. Mesquita, su primo, es aherrojado tres veces por haberle sido fiel; Serrão y Barbosa le siguen en la muerte con pocos días de diferencia, como arrastrados por el mismo sino, y únicamente el que le ha sido contrario, Sebastián Elcano, se hace con toda la gloria y la ganancia de los que murieron fieles.

Circunstancia más trágica todavía: el mismo hecho a que Magallanes lo ha inmolado todo, incluso él mismo, resulta vano, al parecer. Magallanes quiso ganar, y ganó, las islas de las especias para España, poniendo su vida en la empresa, y he aquí que lo que él empezó como gesta heroica acaba en mísero mercado: por trescientos cincuenta mil ducados revende el emperador Carlos a Portugal las islas Molucas. El camino de Occidente que encontró Magallanes es poco frecuentado, el estrecho que él inauguró no reporta dinero ni ganancia alguna. Hasta después de su muerte persiguió la desdicha a quienes en Magallanes confiaron, pues casi todas las flotas españolas que quieren emular su arrojo de navegante naufragan en el estrecho de su nombre, y los españoles y los navegantes, temerosos, preferirán arrastrar sus cargamentos en largas caravanas por el estrecho de Panamá, antes que correr el riesgo de cruzar los sombríos fiordos de la Patagonia. Tan general se hace al fin la reputación de peligroso del estrecho de Magallanes —cuyo descubrimiento tan universalmente fue festejado—, que cayó en olvido dentro de la misma generación, convirtiéndose en un mito, como antes. Treinta y ocho años después de la travesía de Magallanes, en el famoso poema La Araucana se manifiesta abiertamente que el estrecho de Magallanes ya no existe, que se ha hecho difícil de hallar e intransitable, ya sea porque un monte lo ataje o porque una isla se le interponga.

Esta secreta senda descubierta quedó

para nosotros escondida,

ora sea yerro de la altura cierta,

ora que alguna isleta removida

del tempestuoso mar y viento

airado encallando en la boca la ha cerrado

Tan desechado queda, tan legendario se hace, que el osado pirata Francis Drake lo utilizará, medio siglo más tarde, como escondrijo, para, desde allí, irrumpir en las colonias españolas de la costa occidental y saquear los barcos que llevan la plata. Hasta entonces no vuelven a acordarse los españoles de la existencia del estrecho, y construyen a toda prisa una fortificación para impedir el paso a otros filibusteros. Pero la desdicha persigue a todos cuantos son seguidores de Magallanes. La flota que Sarmiento conduce al estrecho por encargo del Rey, naufraga; la fortaleza que ha construido se derrumba lastimosamente y el nombre «Puerto del Hambre» perpetúa los horrores sufridos por sus colonizadores. Unos pocos balleneros que van y vienen son los únicos barcos que frecuentan el estrecho de Magallanes, el que éste había soñado como la gran vía comercial de Europa a Oriente. Y cuando un día de otoño del año 1913 el presidente Wilson aprieta en Washington el botón eléctrico que abre las compuertas del canal de Panamá, y con ello une para siempre ambos océanos, el Atlántico y el Pacífico, queda el estrecho de Magallanes reducido a la inutilidad absoluta. Sellado su destino, desciende a la categoría de puro concepto histórico, de simple idea geográfica. No es ya el tan buscado paso la ruta de millares y millares de barcos, ni el más próximo y rápido camino de las Indias; ni es más rica España ni más poderosa Europa por su descubrimiento; hoy mismo, de todas las zonas del mundo habitables, las costas entre Patagonia y Tierra del Fuego cuentan como las más abandonadas y pobres de la tierra.

Pero, en la Historia nunca la utilidad práctica determina el valor moral de una conquista. Sólo enriquece a la Humanidad quien acrecienta el saber en lo que le rodea y eleva su capacidad creadora. En este sentido, la hazaña de Magallanes supera a todas las de su tiempo y significa para nosotros una gloria singular en medio de sus glorias: la de no haber inmolado, como ocurre la mayor parte de las veces, la vida de miles y centenares de miles por su idea, sino solamente la propia vida.

Por la gracia de tal heroísmo perdurará la proeza magnífica de esos cinco endebles y solitarios barcos que salieron para la guerra santa de la Humanidad contra lo ignoto; e inolvidable será también el nombre del primero que defendió la idea osada de la vuelta al mundo hasta la última de sus naves. Porque con la medida del circuito de nuestro planeta, perseguida en vano desde hacía mil años, la Humanidad adquiere una nueva idea de su capacidad, puesto que, en la magnitud del espacio ganado, se le revela, acrecentando su gozo y su valor, la propia grandeza. El hombre da lo mejor de sí con un ejemplo, y si hay un hecho que pruebe algo es el de Magallanes, que, contra todo olvido, traspasará los siglos para dar testimonio de que cuando una idea vuela con las alas del genio, cuando se lleva adelante denodadamente y con pasión, es más fuerte que todos los elementos de la Naturaleza; y que está destinado siempre al hombre único, a un individuo con su menguada vida fugaz, el poder convertir en realidad y en verdad perdurable lo que ha sido un deseo soñado durante las cien generaciones que le precedieron.

Fin