La vuelta sin el caudillo

27 abril 1521 - 6 septiembre 1522

Ocho muertos dejaron los españoles en la lamentable escaramuza contra Silapulapu, una cifra insignificante en sí misma. Pero la pérdida del jefe señala aquel día como el de una catástrofe. Con la muerte de Magallanes se extingue el nimbo mágico que hasta entonces elevara a la categoría de una especie de dioses a aquellos hombres blancos. El poder y el éxito de estos conquistadores descansaban, principalmente, en su apariencia de invulnerabilidad. Con toda su valentía, su resistencia, sus virtudes guerreras y la eficacia de sus armas, ni Cortés ni Pizarro hubieran logrado vencer las docenas y centenas de millares de adversarios sin acompañarlos como ángel guardián el mito de la invencibilidad y la invulnerabilidad. Aquellos seres extranjeros, omniscientes, que hacían salir de las bordas el rayo y el trueno, eran invulnerables a los ojos de los aturdidos indígenas; no se podía llegar a su cuerpo, porque sus corazas rechazan las flechas; ni se podía huir de ellos, porque las bestias gigantes de cuatro patas, con las cuales parecían formar un solo ser, corrían más que el hombre más ligero. Nada prueba tan conmovedoramente el poder de este mito como un episodio de aquella jornada de las conquistas. Cuentan que un español murió ahogado en un río. Tres días tuvieron los indios el cadáver en una cabaña; lo miraban, pero sin atreverse a tocarlo, por temor de que el dios forastero se despertara. No recobraron el valor hasta que el cadáver empezó a descomponerse. Entonces se reunieron y estalló la sublevación. Un solo dios blanco que vieran vulnerable, una sola derrota de los invencibles y, desaparecido el mito de la misión divina de aquellos seres, se rompía con todo.

Y ahora se repetía el caso. El rey de Cebú se sometió sin reparo al dueño de rayos y truenos. Adoptó dócilmente su fe, pareciéndole que su dios debía ser más fuerte que los ídolos de madera que hasta entonces había venerado. Abrigó la esperanza de ser dentro de poco el más poderoso monarca de todas las islas adyacentes, por el solo hecho de estrechar lazos de amistad con aquel sobrenatural ser extranjero. Pero ahora ha visto —y han visto también sus mil guerreros— desde las embarcaciones como Silapulapu, un jefe sin importancia, ha vencido a los dioses blancos. Ha visto con sus propios ojos cómo han perdido la fuerza el rayo y el trueno que lamentablemente disponían, y como los supuestos invulnerables huían lamentablemente en sus armaduras centelleantes, perseguidos por los guerreros desnudos de Silapulapu, y como éstos aullaban de júbilo ante el cadáver del señor de los blancos.

Una decisión enérgica hubiera podido, tal vez, salvar en el último extremo el prestigio de los españoles. Un caudillo sin miedo que, con los doscientos hombres, se presentara en Mactán reclamando el cadáver de su eminente jefe e imponiendo al cabecilla desnudo y a su ralea una disciplina de hierro, hubiera producido seguramente en el rey de Cebú un escalofrío saludable. Pero don Carlos Humabon —que ya no llevará más este nombre imperial— ve, por el contrario, que los vencidos mandan al jefe unos emisarios que se humillan hasta pedir el cuerpo de Magallanes a cambio de mercancías y dinero. Y he aquí que el insignificante caudillo de la insignificante isla Mactán provoca a los dioses blancos y despide con cajas destempladas a sus intermediarios.

La pusilánime conducta de los dioses blancos no puede menos de mover al rey Carlos Humabon a singulares reflexiones. Experimentó tal vez algo parecido a la amarga decepción de Calibán con Trínculo, al reconocer que, en su presentación, había tomado por un dios a quien sólo era un pedante y un charlatán. Por lo demás, los españoles dieron motivos bastantes para echar a perder la buena inteligencia que los uniera con los isleños; Pedro Mártir recibe de un testigo ocular (qui omnibus rebus interfuit), probablemente del genovés Martín, noticias harto verosímiles: «Feminarum stupra causam perturbationis dedisse arbitrantur.» No pudo Magallanes, a pesar de emplear la máxima energía, impedir que los marineros, tras la abstinencia de un viaje varios meses, acosaran a las mujeres de sus anfitriones; en vano intentó poner freno a su violencia, y hasta castigar a su propio cuñado Barbosa por quedarse durante tres noches en tierra; sin embargo, el desenfreno parece que se agravó después de su muerte. Lo cierto es que concluyó, por parte del rey, todo respeto a los alardes guerreros de aquellos, a la par que toda consideración para los desmandados intrusos. Algo debieron de barruntar los españoles de la creciente desconfianza, pues se los ve de pronto, impacientes. Cargan lo antes posible con el género y la ganancia y salen aprisa con rumbo a las islas de la especiería. La idea de Magallanes de mantener las islas Filipinas, con paz y amistad, para el reino y para la fe, no tiene con tanto cuidado a sus sucesores, más mercantilizados: sólo piensan en poner punto final a la expedición y apresurarse al regreso. Pero, para cerrar tratos especiales, los españoles necesitan apremiantemente de Enrique, el esclavo de Magallanes, por ser el único que, conociendo el lenguaje, puede servir de intermediario para relacionarse con los indígenas y cambiar artículos; y en este detalle se hará patente la diferencia en el don de gentes gracias al cual, el más humano, Magallanes, consiguió siempre sus mayores éxitos. Hasta el último momento perseveró cerca de él en la lucha el fiel Enrique. Herido, lo han llevado a bordo, y ahora yace inmóvil en su camastro, ya sea a causa de las heridas, o bien porque, con la lealtad de un animal fidelísimo, lamenta la pérdida de su querido amo y se retira tercamente. Pero he aquí que Duarte Barbosa, elevado a jefe supremo por la tripulación, junto con Serrão después de la muerte de Magallanes, comete la necedad de ofender mortalmente al criado de éste en su lealtad canina. Atropéllale, echándole en cara que se crea con derecho a hacer el holgazán, como si no fuera esclavo por el mero hecho de haber muerto su amo. Una vez en España, será entregado a la señora de Magallanes, y, entre tanto, que esté sobre aviso. Si no se pone en pie inmediatamente para ayudar como intérprete en la venta de los géneros, su piel catará el látigo de los perros. Enrique, que es de la peligrosa raza de los malayos, los cuales nunca perdonan una ofensa, oye la provocación con los ojos nublados. No hay duda de que está enterado de que Magallanes le declara libre en el testamento desde el momento de su muerte, además de asignarle un legado. Calla, mordiendo el freno: esos desfachatados sucesores de su gran señor y guía, que le quieren hurtar la libertad y no comprenden su dolor, han de pagar caro el haberle llamado perro y el tratarle como a tal.

El astuto malayo nada deja traslucir de sus pensamientos de venganza. Dócilmente va hacia el mercado, dócilmente cumple su oficio de trujamán en la compra y venta; pero luego emplea en algo más osado su arte de intérprete. Persuade al rey de Cebú de que los españoles ya han tomado las medidas para llevarse a sus barcos las mercancías pendientes de venta y desaparecer a la mañana siguiente, bien henchidos. Si el rey da un golpe de mano rápido, no solamente podrá apoderarse fácilmente de todos los géneros sin tener que dar nada en cambio, sino también saquear los tres magníficos barcos aprovechando la ocasión.

Probablemente, Enrique no hizo más que expresar, con su proposición vengativa, los íntimos deseos del rey de Cebú. Sus palabras son bien acogidas, y entrambos preparan el golpe con toda cautela. En apariencia, el cambio de mercancías va siguiendo activamente su curso; el rey de Cebú se presenta a sus nuevos hermanos de religión más cordial que nunca, y Enrique parece haberse enmendado rápidamente de su pretendida holgazanería desde que Barbosa le ha mostrado el látigo. Tres días después de la muerte de Magallanes, el 1° de mayo, su rostro llega a manifestarse radiante en el acto de comunicar a los capitanes el más halagüeño de los mensajes. Por fin, el rey de Cebú ha recibido las preseas que prometió enviar a su señor y amigo el rey de España. Para festejar la entrega de las mismas tenía ya convocados a sus capitanes y súbditos; que se dignaran, pues, los dos capitanes Barbosa y Serrão preséntanse, junto con los más distinguidos, para recibir los regalos destinados al rey Carlos de España de la propia mano del rey Carlos de Cebú.

Si Magallanes hubiera vivido aún, recordaría, sin duda, sus años de campaña índica, cuando el rey de Malaca le hizo una invitación no menos amable y, a una señal, fueron asesinados los capitanes que, sin temer nada, habían desembarcado, debiéndose a su valor personal la salvación del homónimo de Serrão. Pero ahora, el otro Serrão y Duarte Barbosa caen ingenuamente en la trampa del nuevo hermano. Aceptan la invitación, y una vez más se confirma que los que leen en los astros nada saben de su propio destino. Porque también el astrólogo Andrés de San Martín, olvidado, según parece, de hacer su propio horóscopo, se junta con los otros dos, mientras que a Pigafetta, de por sí tan curioso, le salva el flechazo que recibió en el combate de Mactán. Se queda en su camastro y así escapa de la muerte.

Veintinueve son los españoles que van a tierra, y entre ellos se encuentran, por desgracia, los mejores, los más expertos guiadores y pilotos. Los reciben ceremoniosamente en un bosquecillo de palmeras donde el rey ha concertado un festín. Numerosos grupos de indígenas, en apariencia atraídos por la curiosidad, se han reunido allí y con las mayores muestras de cordialidad rodean a los huéspedes españoles. La asiduidad con que el rey conduce a los españoles a la sombra de las palmeras no es muy grata al piloto Juan Carvalho, que comunica su sospecha a Gómez de Espinosa, maestre de armas de la flota, y van ambos sin tardanza al barco con objeto de que acuda el resto de la tripulación para que, en el caso de una traición, pudieran prestar servicio. Con un ingenioso pretexto se abren paso entre la multitud y van remando hasta sus barcos. Pero no bien llegan a bordo, se elevan unos gritos de horror desde tierra. Exactamente como un día en Malaca, los indígenas se han precipitado sobre los que estaban reunidos en el festín, ajenos a toda malicia, antes de que tengan ocasión de defenderse. El solapado rey de Cebú se ha deshecho, mediante un solo golpe, de todos sus huéspedes, quedando él dueño de las mercancías y armas desembarcadas, así como de las invulnerables cotas de los españoles.

En los barcos, los camaradas, paralizados de miedo en los primeros momentos, obedecen luego a la orden de Carvalho, a quien el asesinato de los otros dos capitanes ha elevado en un minuto al más alto mando. Avanzan hacia la playa y dirigen todos los cañones hacia la ciudad. De un flanco a otro retruenan las descargas. Tal vez Carvalho espera todavía, con esta represalia, salvar al menos un par de camaradas, o bien obedece a una explosión de cólera. Pero apenas las primeras balas han dado contra las cabañas, se desarrolla una de esas escenas terroríficas que a todos los que sobreviven les quedan para siempre grabadas en su pavorosa realidad. Uno solo de los agredidos, el más valiente de todos, João Serrão —misteriosa coincidencia con el caso de Francisco Serrão en la playa de Malaca—, ha logrado escapar de las manos de los asesinos, huyendo hacia el mar. Pero los adversarios le siguen, le rodean, se apoderan de él. Indefenso en medio de sus asesinos, da voces con sus últimas fuerzas para que le oiga la flota y dirijan el fuego de artillería a la ciudad, con lo que sus verdugos le soltarían, tal vez. Y les dice que le manden pronto un bote cargado de mercancías, para su rescate.

Llega un momento en que parece que las negociaciones prosperan. Ya se ha fijado el precio para el rescate del más valiente de los capitanes: dos bombardas y unas toneladas de cobre. Pero los indígenas exigen que las mercancías les sean puestas en la orilla, y Carvalho teme que los belitres, los cuales ya han desmentido una vez su fidelidad, se apoderen no sólo de los géneros, sino también del bote. Aunque pudiera ser, igualmente, que el ambicioso colega no se avenga a ceder su categoría de almirante, caída del cielo; que no se sienta dispuesto, en fin, a tener que servir como simple piloto a Serrão, luego que le hayan rescatado.

En la playa está sangrando un hombre, mojada la frente con el sudor de la agonía, bajo el ataque mortífero de la banda que le rodea. Su única esperanza son las tres naves españolas bien tripuladas, henchidas de velas, que se levantan a un tiro de piedra. En el pretil del barco abanderado está precisamente su compatricio Carvalho, su compadre y entrañable amigo, con quien ha compartido mil peligros y que lo sacrificará todo antes que dejarlo en el atolladero. Los gritos que al mismo dirige son incesante: le pide que mande los géneros que sirvan para su rescate. Devora con los ojos el bote que se balancea a un lado del barco. Pero, ¿por qué titubea Carvalho y deja pasar tanto rato? De pronto, el navegante Serrão, conocedor de todas las maniobras de a bordo, ve con ojos febricitantes que izan el bote. ¡Traición! ¡Traición! Lejos de salir hacia él con el bote salvador, las naves empiezan a moverse, a dirigir su rumbo al mar abierto. El primer barco ha virado, hinchando el velamen bajo la brisa. El infeliz Serrão no puede, no quiere comprender en el primer momento que los propios camaradas, a un mandato de su entrañable amigo, le dejan cobardemente a disposición de unos asesinos. Con la voz ya más apagada, increpa por última vez a los que le abandonan; suplica, implora, se desespera en una angustia de muerte. Cuando ve que realmente las naves han evolucionado ya hacia la rada y le dejan allí, con el último aliento de su pecho oprimido por las ataduras, levanta un grito desacordado por encima de las ondas, maldiciendo a Juan Carvalho, diciéndole que el día del Juicio le exigirá ante Dios responsabilidades por su villanía.

Esta maldición será su última palabra. Los infieles camaradas han de presenciar desde cubierta como su comandante cae asesinado. Y, cuando no han dejado todavía el puerto, rueda al suelo la cruz monumental entre alaridos de júbilo. Todo lo que había edificado Magallanes durante semanas de la más revisora y paciente labor, se derrumba por la sandez de sus sucesores. Cubiertos de ignominia, con el grito de maldición de su capitán moribundo en los oídos y la provocación de la danza de los salvajes a sus espaldas de fugitivos, aléjanse los españoles, como delincuentes perseguidos, de la isla que pisaron como dioses al mando de Magallanes.

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Triste cortejo el de esos que se salvan ahora del desdichado puerto de Cebú. De todos los golpes del destino que la flota sufrió desde la salida, fue el más infausto el que les cayó encima en aquella isla. Además del insustituible caudillo Magallanes, han perdido los capitanes más calificados: Duarte Barbosa y João Serrão, los cuales, conocedores de la costa Indica oriental, tan útiles hubieran sido en ese viaje de vuelta a España; la muerte de Andrés de San Martín los privó de un nauta experto; la huida de Enrique, de su intérprete. Si se cuenta hombre por hombre la tripulación, quedan solamente ciento quince de los doscientos sesenta y cinco que subieron a bordo en Sevilla, y este escaso equipo ya no permite tripular convenientemente las tres naves. Será, pues, mejor que, para mantener la eficacia náutica de los otros dos galeones, sea sacrificada una de las tres naves. Toca la suerte del preparado naufragio al Concepción, un barco que ha recorrido ya mucha agua y del cual es de temer que no aguantaría el difícil trecho que le queda por hacer. Esta sentencia de muerte se cumple cerca de la isla Bohol. Desde el más ínfimo clavo o cabo de cuerda, todo lo que puede utilizarse es subido a los otros dos barcos. La escueta carabela es pasto de las llamas. Con la mirada sombría, sin pestañear, ven los marinos como la llama, pequeña al principio y vacilante, se ensancha luego en unos brazos de fuego que abarcan toda la nave que fue su hogar y su patria durante dos años, ahora convertida en humo y carbón, hundiéndose en un mar extraño y hostil. Cinco alegres barcos, llenos de gallardetes con su tripulación completa, habían salido del puerto de Sevilla. La primera víctima fue el Santiago, que se estrelló en la costa patagónica. En el estrecho de Magallanes perdieron miserablemente el San Antonio; ahora se consumía el Concepción. Sólo dos barcos, los últimos, navegan al presente en lo desconocido: el Trinidad, un día la nave abanderada de Magallanes, y aquel otro insignificante, el Victoria, cuya gloria será el haber hecho bueno su nombre y haber llevado a la inmortalidad la idea de Magallanes cuando él ya no era de este mundo.

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Que a esa flota tan mermada le falta el verdadero guía, el probado almirante Magallanes, se verá pronto en el indeciso curso que siguen los barcos. Como ciegos, como deslumbrados, andan a tientas por el archipiélago de la Sonda. En vez de dirigirse rectamente al Sudoeste, hacia las Molucas, que están cerca, divagan por el Noroeste en zigzag, ya adelantando, ya retrocediendo. Medio año pasan entre aquellos laberintos que los llevan a Mindanao y hasta Borneo. Pero, con más evidencia aún que en esta inseguridad náutica, se nota la ausencia del guía nato en el relajamiento de la disciplina. Bajo la férula de Magallanes no existían los caprichosos pillajes en tierra, ni piratería alguna en el mar. Manteníase rigurosamente el orden, y de todo se llevaba cuenta: ni un momento dejó Magallanes de considerar que, como almirante de su rey y señor, tenía el deber de mantener el honor del pabellón español hasta en los más remotos extremos de la tierra. En cambio, su lamentable sucesor, Carvalho, que debe únicamente el almirantazgo al asesinato de sus superiores por los rajaes de Mactán y Cebú, no conoce escrúpulos morales. Ejerce descaradamente la piratería y se apodera de lo que se le presenta. Canoa que le pase cerca será sencillamente acosada y saqueada; el dinero que exige Carvalho como rescate en tales ocasiones, se lo mete casi entero en su bolsa, sin reparo. Contador y tesorero a la vez, no lleva contabilidad, y mientras Magallanes, respetuoso con la disciplina, no había admitido nunca a bordo una mujer, él se atribuye nada menos que tres, que iban en una de las lanchas apresadas, con pretexto de llevarlas como presente a la reina de España. Los tripulantes acaban por juzgar harto chocante el proceder de este bajá. «Vedendo the non faceva cosa the Posse in seraitio del re» —o sea: que no miraba por la hacienda de su rey, sino por su lucro personal—. Destituyen al bajá y ponen en su lugar el triunvirato formado por Gómez de Espinosa como capitán del Trinidad, Juan de Elcano como capitán del Victoria, y el piloto Poncero en calidad de gobernador de la Armada.

Pero nada se gana con los insensatos rodeos y zigzags de las dos naves. Es cierto que los extraviados consiguen sin dificultad, con el trueque y el saqueo, renovar sus provisiones en aquellos parajes densamente poblados, pero la misión verdadera que llevó a Magallanes a la travesía cae en olvido; por fin, un golpe de mano feliz les aclara la salida del archipiélago de la Sonda. Uno de los prisioneros hechos en una de las embarcaciones pirateadas es originario de Ternate y, por lo tanto, debe conocer el camino de su patria, el de las ansiadas islas de las especias. Y así es. Conoce también a Francisco Serrão, el amigo de Magallanes. Por fin hallan quien los saque del laberinto. Vencida la última prueba, pueden ir directamente a su objetivo, al cual se acercaron repetidamente durante aquellas semanas locas, rodeándolo como si no tuvieran ojos. Ahora, un par de días de descansada navegación los llevan más adelante que seis meses de desatinados tanteos. El 6 de noviembre ven elevarse a lo lejos unos montes, las alturas de Ternate y Tidore. Las benditas islas están allí.

«El piloto que nos guió —escribe Pigafetta— nos dijo que eran las Molucas. Todos dimos gracias a Dios y, para demostrar nuestro gozo, disparamos la artillería. No es de extrañar nuestra dicha, ya que habíamos empleado casi veintisiete semanas en la busca de las islas, pasando, rodeando y cruzando entre otras innumerables, hasta dar con ellas.»

El 8 de noviembre de 1521 tocan tierra en Tidore, una de las cinco benditas islas con las cuales Magallanes soñó toda la vida. Como el Cid, que, ya muerto, es puesto aún por sus hombres sobre su fiel caballo y gana su última batalla, así alcanza la energía de Magallanes la gesta triunfal más allá de su muerte. Las naves, los tripulantes, están ante aquella tierra que, cual otro Moisés, les había prometido, sin que a él le fuera dado pisarla. Pero tampoco vive el que, a través de los océanos, le había llamado y animado a la realización de la idea. En vano Magallanes hubiera corrido con los brazos abiertos a quien le señaló el camino alrededor del mundo. Serrão había muerto pocas semanas antes, se supone que envenenado. Los dos primeros que pensaron en la vuelta al mundo pagaron con su muerte prematura el galardón de la inmortalidad. Las descripciones entusiastas de Serrão se demostrarán, aparte eso, bien fundadas. No solamente el paisaje es magnífico y rebosante de toda natural riqueza, sino que también los pobladores se prodigan en amabilidad. «¿Qué decir de estas islas? —escribe Maximiliano Transilvanus en su carta famosa—. Aquí todo es sencillo y a nada se da tanto valor como la paz, la comodidad y las especias. La más excelente de estas cosas, sin embargo, y tal vez el mayor bien de la patria, o sea la paz, parece como si, huyendo de la maldad de los hombres de nuestro mundo, se hubiera refugiado aquí». El rey, de quien Serrão había sido amigo y sostén, se acerca diligente en un palanquín de seda y recibe como hermanos a los recién llegados. Cierto que a bordo de la nave, y siendo un creyente mahometano, se tapará las narices para no percibir el olor de la odiosa carne de cerdo; pero esto no impide que ese rey Almanzor abrace a los cristianos con fraternal afecto. «Venid —los consuela— y gozad, después de tanto vagar por las aguas en medio de peligros, los beneficios de la tierra. Reparad vuestras fuerzas y pensad solamente en que habéis llegado al reino de vuestro propio señor.» Voluntariamente reconoce la soberanía del rey de España, y al contrario de los otros caudillos que habían hallado en su ruta, los cuales sólo pensaban en sacar lo que podían de ellos, este generoso príncipe los insta a que cesen en sus dones, pues «no posee nada con que poder corresponder dignamente a sus ofrendas».

¡Venturosas islas! Todo lo que ansiaron los españoles lo reciben aquí a manos llenas, las más preciosas especias, los víveres y los granos de oro; y lo que el amable rey no puede proporcionarles lo requiere de las islas vecinas. Los marineros se sienten dichosos, después de haber pasado tantas penas y privaciones; compran locamente más y más especias y preciosas aves del paraíso —comperanno garofani a furia—, dando, en cambio, sus camisas y fusiles, ballestas, capas y correajes, porque ya poco tardarán en volver a sus hogares, y serán como ricos, gracias a los tesoros que han pagado ridículamente baratos. No hay duda de que algunos preferirían seguir el ejemplo de Serrão, quedándose en aquel paraíso. Ya a punto de zarpar, buen número de ellos acogen con palmas la noticia de que solamente uno de los barcos parece apto para resistir el viaje de vuelta, y que unos cincuenta marineros del centenar aproximado deberán quedarse en las felices islas mientras se recompone el otro barco.

El condenado a involuntario estancamiento es la vieja nave almiranta de Magallanes, el Trinidad, aquella «capitana» que salió primero de Sanlúcar, la que cató antes el agua del estrecho de Magallanes y del Pacífico, siempre en la delantera, como si se personificara en ella la voluntad de su señor y guía. Ahora que el caudillo no está allí, su barco se resiste a navegar; como perro fiel que no se deja arrancar del pie de la fosa de su amo, el Trinidad se niega a continuar más allá de la meta propuesta por Magallanes. Ya a bordo las provisiones de agua, de comestibles y los numerosos quintales de especias; izada la bandera de Santiago con la inscripción: «Este es el signo de nuestro feliz regreso»; ya tersas las velas, el viejo barco carcomido gime, de pronto, separadas las junturas. Entra el agua en el barco sin que nadie sepa descubrir la vía, y es preciso descargarlo a toda prisa para salvar su contenido. Pero se emplearán semanas y semanas en la reparación, y en tanto, el barco gemelo, único que queda de la vieja Armada, no puede estar ocioso; ahora que les es propicio el viento este, en el tercer año de sus andanzas, es hora de mandar al Emperador el mensaje anunciándole que Magallanes ha cumplido su promesa al precio de la vida y que queda realizado, bajo la bandera española, el hecho cumbre de la historia de la navegación. Se decide unánimemente que el Trinidad intente, una vez reparado, atravesar de regreso el océano Pacífico para alcanzar por el Panamá la España ultramarina, mientras el Victoria, a favor de los vientos favorables, hace rumbo de regreso por Occidente, a través del océano Indico.

Los comandantes de los dos barcos que ahora, al cabo de año y medio de vida común, están frente a frente a punto de darse el adiós —Gómez de Espinosa y Sebastián de Elcano—, lo estuvieron ya otra vez en momentos decisivos. Aquella noche memorable de la sublevación en Puerto San Julián, el entonces maestre de armas Gómez de Espinosa fue el más fiel apoyo de Magallanes; su audaz puñalada reconquistó el Victoria, salvando así la continuación de la ruta. Sebastián de Elcano, entonces un joven «sobresaliente» vasco, se puso, en cambio, aquella noche al lado de los amotinados: con su ayuda, los otros rebeldes dominaron el San Antonio. Agradecido Magallanes, recompensó al fiel Gómez de Espinosa y perdonó, indulgente, a Elcano. Si el destino hiciera justicia, Espinosa debiera ser ahora elegido para dar remate a la gloriosa gesta de Magallanes, puesto que fue quien aseguró el triunfo de su idea. Pero, más generoso que justo, el destino se inclina en favor de los que no lo tienen merecido. Mientras Espinosa con sus compañeros de glorias y fatigas, tripulantes del Trinidad, al cabo de indecibles andanzas y sufrimientos caerá sin fama y la Historia, ingrata, se olvidará de él, coronarán las estrellas con un destello de inmortalidad la frente de quien precisamente quiso poner obstáculo a la acción de Magallanes, del agitador un día contra el almirante: Sebastián de Elcano.

¡Impresionante despedida en el otro extremo de la tierra! Cuarenta y siete hombres, oficiales y marineros, van a emprender el regreso en el Victoria, y cincuenta y uno permanecerán en Tidore al cuidado del Trinidad. Hasta el momento de la partida, los destinados a quedarse alternan con sus camaradas a bordo, dándoles el último abrazo, confiándoles cartas o encomendándoles algo para su hogar. Los años de penas y fatigas en común han hecho de aquella tripulación de la vieja Armada, constituida por individuos de todas las razas y lenguas, un todo indivisible. No hay diferencias ni disputas que los separen. Por fin, cuando el Victoria leva anclas, los que se quedan no se resignan a despedirse todavía. En los botes o en embarcaciones malayas reman junto a la nave que parte pausadamente, para verlos una vez más, para dar voces cordiales. Hasta que llega el crepúsculo y sus brazos desfallecen, no se deciden a volver a la playa, junto a la cual les llega aún el ruido de las salvas de los cañones, último adiós de sus hermanos. Y así empieza el Victoria, única nave que queda de la flota de Magallanes, su inolvidable viaje de regreso.

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Esta vuelta a la patria del humilde y zarandeado velero, al cabo de un viaje de años bordeando la mitad de la tierra, pertenece a las grandes gestas de la navegación; honrosamente expió Elcano su culpa cerca de Magallanes, puesto que convirtió en realidad el proyecto del caudillo muerto. Nada hay muy difícil, a primera vista, en el encargo de gobernar un barco desde las Molucas a España. Porque ya desde principios de siglo, las flotas portuguesas van y vienen periódicamente; un viaje a la India que, hace diez años, bajo Albuquerque y Almeida, era todavía un vuelo a lo desconocido, requiere ahora únicamente el conocimiento de las rutas, y un capitán encuentra, si es necesario, en cada estación de la India o de África, en Malaca, Mozambique y Cabo Verde, unas factorías portuguesas y pilotos y funcionarios portugueses, así como provisiones y material de repuesto. Pero la inmensa dificultad que Elcano ha de arrostrar consiste precisamente en que no sólo debe prescindir de estas estaciones de abastecimiento, portuguesas, sino evitarlas dando grandes rodeos. En Tidore, la gente de Magallanes se ha enterado, por un refugiado portugués, de que el rey Manuel ha dictado orden de apresamiento contra los barcos de Magallanes y que sean hechos prisioneros sus tripulantes, considerándolos como piratas. Elcano tiene, pues, a su cargo aquel viejo barco, cargado de mercancía, del cual, casi tres años antes, en el puerto de Sevilla, había afirmado el cónsul Álvares que no iría en él ni a las Canarias. Ahora irá nada menos que a través de todo el océano Indico de un tirón, y doblará luego el cabo de Buena Esperanza y, después, toda el África, sin hacer escala ni en un Puerto siquiera, propósito que conviene seguir sobre el mapa para comprender en toda su magnitud la importancia del encargo, y que hoy todavía, después de cuatrocientos años, significaría algo extraordinario para un moderno transatlántico equipado con la más perfecta maquinaria.

Este sin par salto de león desde el archipiélago malayo a Sevilla comienza —fecha memorable— en 15 de febrero de 1522. Salen de un Puerto de la isla de Timor. Elcano ha cargado víveres y agua y fiel al espíritu previsor de su difunto maestro, ha mandado calafatear y reparar la embarcación antes de ser juguete incesante de los vientos y de las ondas durante meses y meses. En los primeros días, el Victoria no se aparta todavía de las islas, columbrando allá el verdor tropical y los contornos de las montañas. Pero la estación está muy avanzada para que puedan permitirse un descanso, y Elcano ha de aprovechar el viento que sopla del Este: sin hacer escalas, deja atrás el Victoria aquellas atractivas islas, muy a disgusto del insaciable Pigafetta, que no ha visto aún bastantes «cosas prodigiosas». Para matar el aburrimiento se hace dar noticias de aquellas islas que ven alborear por los indígenas que han tomado con ellos —diecinueve, junto a los cuarenta y siete tripulantes europeos—, y los atezados isleños le refieren los cuentos de Las mil y una noches. En la isla que allá se ve viven unos seres humanos no más altos de un palmo, pero con las orejas tan grandes como todo el cuerpo, una de las cuales les sirve por la noche como de colchón, y la otra, de manta. La islita de más allá tiene mujeres por únicos pobladores y ningún hombre se atrevería a poner el pie en ella, lo cual no impide que tengan hijos, fecundadas por el viento; si el recién nacido era niño le daban muerte, pues sólo dejaban vivir y prosperar a las niñas. Pero, poco a poco, desaparecen en la colina azul hasta las últimas islas descritas por los malayos con adornos de su cosecha, al buen Pigafetta, y sólo el océano abierto rodea la nave con su inmutable azul. Durante semanas y semanas ven, a través del vacío del océano Índico, cielo y mar en una monotonía fastidiosa y terrible. Ni un hombre, ni un barco, ni una vela, ni un sonido; siempre azul, azul, y el vacío, el vacío de una llanura infinita.

Ninguna voz les llega de fuera, ni ven más rostros que los de los compañeros durante semanas y semanas. Pero, de pronto, sale del escondido seno del barco el conocido espectro de ojos hundidos y cara descolorida: el hambre, que ya había sido su compañera terriblemente fiel en el océano Pacífico. Implacable, torturadora y asesina de viejos camaradas, debe de haberse colado a bordo sin ser vista, y ahora aparece entre ellos, provocativa, codiciosa, y escudriña sus semblantes alterados. Se ha presentado la imprevista catástrofe que destruye todos los cálculos de Elcano. Sus hombres han subido a bordo víveres para cinco meses, especialmente mucha carne. Pero no encontraron sal en Timor, y bajo el sol índico abrasador, la carne, insuficientemente salada, empieza a corromperse y se ven obligados, para librarse de la pestilencia de aquella carroña, a echar al agua toda la provisión. Sólo les queda el arroz. Arroz y agua, agua y arroz y siempre igual; cada vez menos arroz, y el agua, más escasa y mala para beber, semana tras semana. Se presenta de nuevo el escorbuto y, una vez más, la muerte se cierne sobre la tripulación. A principios de mayo la plaga se ha hecho tan terrible que una parte de los tripulantes insiste en que se cambie de rumbo y, una vez en el próximo Mozambique, se confíe el barco a los portugueses, antes que continuar un viaje que los hará morir de hambre sin remisión.

Pero, con el mando, se ha infiltrado también, en el que un día fue agitador, algo de la acerada voluntad de Magallanes. El mismo Elcano, que un día, en calidad de subalterno, quiso forzar al regreso a sus conquistadores, hoy exige a los que están bajo sus órdenes que aguanten hasta el extremo de su valentía, y consigue doblegarlos a su voluntad. «Ma inanti determinnamo tutti morir che andar in mano dei portoghesi» —Decidimos antes morir que entregarnos a los portugueses—, como podrá comunicar con orgullo más tarde al Emperador. Un intento de abordaje en las costas africanas del Este resulta inútil; no encuentran ni agua ni frutos en la tierra pelada; sin poder mitigar su necesidad mortal han de reanudar el funesto viaje. En el cabo de Buena Esperanza, al que instintivamente dan el viejo nombre de cabo de las Tormentas, los asalta una furiosa tempestad que arranca el palo de proa y rompe el palo mayor. Reparan laboriosamente el desperfecto lo mejor que pueden los ya vacilantes marineros; lentamente, con dificultad, gimoteando, se arrastra el barco, como un herido, a lo largo de la costa africana, rumbo al Norte. Pero ni en la tempestad ni en la calma, ya sea de día o de noche, se aparta de ellos el hórrido verdugo que los provoca con sus muecas: el espectro gris del hambre. Provocativo, en efecto, porque esta vez ha imaginado otro martirio más diabólico todavía. No están ahora vacías las bodegas hasta las últimas migajas, como cuando, en tiempos, surcaban el Pacifico. Esta vez, el vientre de la nave va henchido hasta los topes. Setecientos quintales de especias lleva el Victoria: setecientos quintales, suficientes para sazonar sus más suculentas comidas miles y millones de hombres. La hambrienta tripulación disponía colmadamente de especias. Pero ¿se pueden mascar granos de pimienta con los labios resecos? ¿Se sustituye el pan con canela y moscada? Así como resulta una ironía cruel padecer sed en medio del mar provocativamente rodeado de moles de agua, de igual modo se convierte en tormento diabólico la miserable muerte de hambre a bordo del Victoria entre montañas de especias. Cada día se arroja al mar algún apergaminado cadáver humano. Treinta y uno de los cuarenta y siete españoles, y tres de los diecinueve indígenas, quedan en total cuando el cansado barco se acerca, por fin, a las islas de Cabo Verde el día 9 de julio, después de cinco meses de navegación ininterrumpida.

Cabo Verde es colonia portuguesa, y el establecimiento de Santiago, un puerto portugués. Echar anclas aquí significa propiamente someterse a los rivales, a los enemigos; significa capitular a un paso de la meta. Pero las raciones durarán, a lo sumo, dos o tres días: el hambre no les deja otra alternativa que arriesgarse a una ficción. Elcano decide recurrir a ella y engañar a los portugueses, de los que no puede prescindir. Pero antes de mandar a tierra, en un bote, dos de sus hombres para la compra de víveres, toma juramento solemne a la tripulación de que no dará el menor indicio a los portugueses de que sean los supervivientes de la flota de Magallanes, en su vuelta al mundo. Se prescribe a los marineros la fábula de que, a consecuencia de una tormenta, su barco se ha visto empujado hacia los dominios españoles. El estado deplorable de la embarcación, el mástil roto, hacen verosímil el cuento, por suerte suya. Sin muchas preguntas, sin mandar a bordo ningún funcionario para comprobar los datos, animados de camaradería hacia los marineros, reciben los portugueses como huéspedes gratos a los que se acercan en el bote. Mandan agua y víveres frescos a los españoles en el bote, que hace varias veces el trayecto con rica provisión. El éxito de la astucia parece asegurado, el descanso, y más todavía la carne y el pan de que tanto tiempo carecieron, han reparado las fuerzas de los tripulantes, y casi pueden asegurar que no les faltará sustento hasta Sevilla. Una vez más, y ésta será la última, Elcano manda salir el bote para cargar arroz y frutas. Luego podrán cantar victoria. Pero ¡qué rareza! La embarcación no vuelve. Elcano se hace inmediatamente cargo de lo que ha sucedido. Alguno de los marineros habrá charlado más de la cuenta, o se le habrá ocurrido trocar algunas especias por aguardiente, del que carecen hace tanto tiempo, y los portugueses habrán reconocido la nave de su mayor enemigo Magallanes. Elcano avista una embarcación que costea, dispuesta a piratear la suya. Sólo con un acto de resuelta temeridad se puede salvar el regreso. Mejor que dejarse pillar, a un palmo de la meta, es dejar a algunos en tierra. ¡Pecho, y a coronar la expedición más osada que conoce la Historia! Aunque el Victoria cuenta solamente con dieciocho hombres a bordo, muy pocos, en verdad, para la entrada en España, Elcano manda levar anclas y montar las velas a toda prisa… Es una huida, pero una huida hacia la gran victoria, la definitiva.

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Corto y arriesgado ha sido el alto hecho en Cabo Verde, pero a él debe Pigafetta, el apto cronista, en los últimos momentos de su estancia, uno de los prodigios por amor a los cuales emprendió la expedición: es el primero en observar allí uno de los fenómenos que por su novedad y significación le absorberá durante mucho tiempo. Los hombres que habían ido a la playa para comprar víveres traen, asombrados, la noticia de que en Cabo Verde es jueves, mientras a bordo les aseguraban que era miércoles. Tampoco Pigafetta sale de su asombro porque, precisamente, durante aquel viaje de casi tres años ha llevado su dietario con toda exactitud. Sin interrupción ha venido contando: lunes, martes, miércoles, etc., semana tras semana, año tras año. ¿Habrá pasado por alto un día? Pregunta a Francisco Albo, el piloto, que registra también todos los días la fecha en su libro de a bordo, y ¡tiene asimismo aquel día registrado como miércoles! En su vuelta al mundo, siempre con rumbo al Oeste, se les habrá escapado un día, por razones inexplicables, a los navegantes, y cuando Pigafetta comunica el singular fenómeno, el mundo ilustrado se admira. Se ha descifrado un secreto que ni los sabios de Grecia, ni Ptolomeo, ni Aristóteles, pudieron concebir, y que el impulso de Magallanes estaba destinado a revelar; al fin se ha probado, por la observación exacta, lo que Heráclito de Ponto había dado como hipótesis cuatrocientos años antes de Jesucristo: que la esfera del mundo no permanece fija en medio del universo, sino que se mueve con ritmo singular sobre su propio eje, y que quien la sigue en su giro navegando hacia Occidente puede arrebatar tiempo a la eternidad. Esta nueva experiencia, o sea que el tiempo y las horas son diferentes según las distintas partes del mundo, ocupa a los humanistas del siglo XVI, como al mundo actual la teoría de la relatividad. Pedro Mártir se hace aclarar inmediatamente el fenómeno por un «hombre docto», y lo comunica al Emperador y al Papa. Así, mientras los otros se contentan con fanegas de especias, precisamente el modesto caballero de Rodas saca de este viaje lo más valioso en la tierra: ¡un nuevo conocimiento!

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Pero la nave no ha abordado todavía en las costas patrias. Se arrastra con sus gimientes junturas, lenta, cansada, prodigando las últimas fuerzas. ¡Pobre Victoria! De los camaradas que salieron en ella de las islas de las especias sólo quedan a bordo dieciocho, y de los ciento veinte brazos sólo treinta y seis trabajan, precisamente ahora que tanta falta hacen los puños vigorosos. Porque ya a punto de llegar al término, les amenaza una nueva catástrofe. Las viejas tablas del barco se desencajan y el agua se filtra sin interrupción. Intentan remediarlo por medio de una bomba. Pero no les sirve. Lo más eficaz sería echar al agua, como lastre inútil, algo de los setecientos quintales de especias, para evitar el calado excesivo. Pero Elcano no quiere desperdiciar los bienes del Emperador. Relévanse día y noche, al pie de las dos bombas, los hombres cansados en su áspera labor de presidiario, pero al mismo tiempo las velas exigen que alguien las cuide, y el timón alguien que lo gobierne, y alguien que ocupe los sitios de los vigías, y así sucesivamente las cien ocupaciones cotidianas. Llega el agotamiento. Los tripulantes andan titubeando como sonámbulos después de noches y más noches en sus puestos sin conocer el sueño, «tanto debizi quanto mai uomzni furono» —cansados como jamás lo estuvieron seres humanos—. Así escribe Elcano al Emperador. A pesar de lo cual, cada uno ha de hacer doble o triple servicio. Lo hacen, exhaustos, con la esperanza de la llegada. El 13 de julio salieron de Cabo Verde los dieciocho héroes; por fin, el 4 de septiembre de 1522, casi tres años después de haber salido del hogar, un grito ronco de júbilo parte de la gavia. Alguien ha avistado Cabo San Vicente. Para nosotros acaba la tierra europea en este cabo, mas para ellos, los navegantes que han rodeado el mundo, empieza allí Europa, el hogar. Va brotando de las ondas el áspero peñasco, a la par que el ánimo en su corazón. ¡Adelante! ¡Sólo les falta soportar dos días y dos noches! ¡Sólo dos noches y un día! ¡Sólo una noche y un día! ¡Sólo una noche, una sola noche… y por fin, todos se precipitan y se apiñan con un escalofrío de felicidad! Se ve una franja plateada que surca la tierra; el Guadalquivir, que desemboca en el mar junto a Sanlúcar. De aquí zarparon hace tres años los barcos conducidos por Magallanes: los cinco barcos con sus doscientos sesenta y cinco hombres. Ahora es un solo barco de poca monta el que llega. Ancla en la misma orilla, y dieciocho hombres salen de él dando traspiés, doblándoseles las rodillas, y besan la tierra patria, la bondadosa, la firme. En este 6 de septiembre del año 1522 fue coronado el hecho más grande de la navegación. El primer deber que cumple Elcano al pisar tierra es mandar una carta al Emperador con la mala noticia. Sus hombres cogen, entre tanto, con manos codiciosas el pan caliente y tierno que les brindan; hacía años que no habían sentido el tacto blando de la miga del bendito pan, ni gustado el vino, la carne, los frutos de su tierra. Mirábanlos todos impresionados, como si los vieran llegar del Hades. No quieren creer el prodigio. Pero apenas se han confortado caen pesadamente sobre la cama y duermen, duermen por primera vez toda una noche, como antaño, sin cuidados, con el corazón apretado contra el de su patria.

A la mañana siguiente, un remolcador arrastra al vencedor, al Victoria, Guadalquivir arriba, hacia Sevilla. Una vez rodeado el mundo, ya no tiene fuerzas el Victoria para luchar contra la corriente. Parten miradas y voces de sorpresa de los otros barcos, pues nadie tenía ya recuerdo del barco que, unos años atrás, había salido para lejanas tierras. Hacía tiempo que Sevilla, España, el mundo, creían naufragada, perdida, la flota de Magallanes, y ¡he aquí que el barco victorioso, trabajosamente, pero con orgullo, va hacia el triunfo! Ya resplandece allá la Giralda, el campanario blanco. ¡Sevilla! ¡Sevilla! Ya se dibujan la ribera, el Puerto de las Muelas, del cual salieron. Elcano da orden de hacer unas salvas de artillería, y éste será el último mandato de la expedición. Retumban las salvas anchamente sobre el río. Por las mismas bocas de acero fue saludada su partida de la patria. Los mismos cañones solemnizaron el descubrimiento del estrecho de Magallanes y el ignoto océano Pacífico; ellos elevaron voces de triunfo a la vista del desconocido archipiélago de las Filipinas y anunciaron con júbilo tronitoso el cumplimiento del proyecto de Magallanes a su llegada a las islas de las especias; ellos dieron el saludo de despedida a los camaradas de Tidore, cuando se vieron obligados a dejar atrás, en la lejanía mortal, el barco hermano. Pero nunca sus voces férreas sonaron con tal diafanidad y júbilo como ahora, que propagan este mensaje: «¡Estamos de vuelta! ¡Hemos cumplido lo que nadie alcanzó antes que nosotros! ¡Somos los primeros hombres de todos los tiempos que han dado la vuelta al mundo!»