La muerte ante el triunfo

7 abril 1521 - 27 abril 1521

Al cabo de seis días de mar tranquilo y feliz travesía, la flota se avecina a la isla de Cebú; numerosas aldeas indican ya desde lejos lo muy poblada que es. El leal piloto Calambu gobierna el timón, con mano segura, hacia la capital, y Magallanes queda convencido, con la primera mirada al puerto, de que esta vez habrá de tratar con un rajá o un rey de la más alta categoría y de mayor cultura, pues se ven en la rada embarcaciones extranjeras y numerosas canoas indígenas. Es cuestión de hacer una entrada imponente, manifestándose señor de rayos y truenos. Magallanes manda disparar una salva a todas las naves y, como siempre, este prodigio de una tempestad artificial en tiempo sereno despierta el pánico en los hijos de la Naturaleza; huyen a la desbandada y se esconden. Pero Magallanes les envía enseguida, a título de emisario, a su buen intérprete Enrique, para anunciar diplomáticamente al soberano de la isla que no ha de interpretar el trueno como señal de hostilidad, sino como magna muestra de respeto que el poderoso comandante profesa al poderoso rey de Cebú. El señor de aquellos barcos no es más que el servidor del más grande señor del mundo, a cuyas órdenes él ha cruzado el mar más grandioso de la tierra en busca de las islas de las especias. No ha querido pasar por alto la ocasión de hacer una visita amistosa al rey de Cebú, pues se ha enterado en Massawa de la sabiduría y amabilidad de tal príncipe. El comandante de la nave de los truenos se halla dispuesto a enseñar al monarca de la isla preciosas mercancías nunca igualadas y entrar en tratos para el cambio. No es su intención prolongar la estancia más del tiempo indispensable para el establecimiento de amistosas relaciones. Inmediatamente después saldrá de las islas, sin ánimo de causar la menor molestia al sabio y poderoso rey.

El rey, o más bien rajá de Cebú, Humabon no es ya un inofensivo hijo de la naturaleza como los salvajes desnudos de las islas de los Ladrones y los gigantes de Patagonia. Ya ha catado la fruta del árbol de la ciencia, y sabe qué es dinero y el valor que tiene; este príncipe de tez morena tirando a amarillo, confinado en un extremo de la tierra, es práctico en economía nacional, y pruébalo el que tenga establecido para su puerto la alta conquista cultural de los derechos de tránsito, ya sea por haberlo aprendido de otros o bien por iniciativa propia. Al bragado mercader no le impone el retumbar del cañón ni le ablandan las melifluas palabras del intérprete. Declara a Enrique con toda frialdad que de ningún modo impedirá al desconocido forastero la entrada en su puerto, y que le es grata la proposición de unas relaciones comerciales. Pero todo barco que ancle en su puerto ha de satisfacer sin excepción un derecho portuense. Que se digne, pues, ese gran capitán de los tres barcos extranjeros pagar el derecho corriente si tiene intención de entablar algún trueque comercial.

El esclavo Enrique sabe, sin necesidad de preguntárselo, que su amo, como almirante de una armada real y caballero de Santiago, nunca pagará un derecho portuense a ese jefe de menor cuantía. Porque, por el hecho de pagar tal tributo, reconocería implícitamente la soberanía o independencia de un territorio que España había considerado ya de antemano como provincia suya, de conformidad con la bula pontificia. Enrique insta, pues, al rey Humabon para que renuncie, en este caso particular al tributo, evitando así la enemistad del rey del trueno y del rayo. El rajá, fiel a su negocio, lamentándolo de nuevo, viene a decir que lo indicado se antepone a la amistad. El primer deber era pagar, y en esto no había excepciones. Y, para dar testimonio de lo expresado, hace comparecer a un mercader mahometano que acaba de llegar de Siam y ha pagado el tributo sin el menor reparo.

Comparece, al cabo de poco, el mercader moro. No bien ve las naves con la cruz de Santiago en las tensas velas, se pone pálido, pues cree adivinar una mala situación. ¡Hasta aquellos remotos sitios donde, sin miedo a los piratas, se podía ejercer un honrado tráfico han llegado a escudriñar los cristianos! ¡Ahí están, con sus tremendos cañones y sus arcabuces, esos mortíferos enemigos de Mahoma! ¡Se acabaron el negocio pacífico y las buenas ganancias! Apresúrase a susurrar al soberano que tenga cuidado y no se enrede en diferencias con tan enojosos huéspedes. Son los mismos —y aquí toma seguramente a los españoles por portugueses— que saquearon y conquistaron Calicut, toda la India y Malaca. Nadie puede hacer frente a tales diablos blancos.

Otro círculo se ha cerrado con esta casual identificación; en el otro extremo del mundo, bajo otras estrellas, Europa se ha puesto de nuevo en contacto con Europa. Hasta aquí, en su rumbo hacia el Oeste, Magallanes había encontrado, casi en todas partes, territorios no pisados por europeos. Ninguno de los indígenas que se les habían puesto delante conocían ni de oídas a los blancos, ninguno había visto anteriormente ni siquiera un europeo. A Vasco de Gama, al desembarcar en las Indias, se le acercó un árabe hablándole en portugués; Magallanes no vio en dos años a nadie que le diera sensación de ser conocido. Los españoles habían errado en el vacío, como en un astro extraño. A los patagones les parecieron unos seres celestiales, y los habitantes de las islas de los Ladrones se escondieron de ellos en los matorrales como si fueran diablos o espíritus fatídicos. Pero aquí, en otro extremo de la tierra, los europeos vuelven a estar frente al europeo que los conoce. Se ha echado un puente desde su mundo a los mundos nuevos a través de las extensiones oceánicas. El círculo se ha cerrado: unos días, unas pocas millas más y, después de dos años de ausencia, volverá a reunirse con los europeos, cristianos como él, sus camaradas, sus adictos. Si Magallanes dudase todavía de que está cerca de su objetivo, aquí se le presentan los hechos: tócanse esfera y esfera, lo más extraordinario se ha cumplido, se ha dado la vuelta al mundo.

* * *

Las advertencias del mercader moro hacen impresión visible en el rey. Intimidado, renuncia inmediatamente al cobro del derecho portuense. Para dar una prueba evidente de sus disposiciones amistosas, invita a una opípara comida a los enviados de Magallanes. Tercer indicio de que los argonautas están cerca de Argos es que los manjares de esta comida no les son presentados sobre cortezas o bandejas de madera, sino sobre porcelana venida de la China, de la legendaria Catay de Marco Polo. Están, pues, al alcance de la mano Cipango y la India; bordean ya los españoles la cultura oriental. El sueño de Colón, alcanzar la India por el Oeste, es un hecho. Prescindiendo del incidente diplomático, se procede ahora al cambio oficial de cumplidos y de mercancías. Pigafetta es mandado a tierra con todos los poderes; el rey de Cebú se manifiesta muy bien dispuesto a un tratado de paz perenne con el poderoso emperador Carlos, y Magallanes hace cuanto está de su parte para mantener lealmente esa paz. En evidente oposición con los procedimientos de otros conquistadores, que sueltan enseguida sus perros de presa y caen brutalmente sobre los pobladores para darles muerte o hacerlos esclavos, pensando tan sólo en apoderarse cuanto antes y sin escrúpulos del botín, a este descubridor, más humano y de más ancho criterio, lo vemos durante toda la expedición dispuesto a la penetración pacífica. Desde un principio procuró Magallanes conseguir la incorporación de las nuevas provincias con el buen trato y los pactos, no por la sangre y la violencia. Nada presta a Magallanes una tan extraordinaria preeminencia moral sobre los otros conquistadores de la época, como esta inflexible voluntad humanitaria. Magallanes era, por sus disposiciones naturales, duro y reservado; mantenía una disciplina férrea en su flota, como lo probó con su conducta a raíz de la sublevación; no era propenso a tolerancias ni a consideraciones. Pero, aunque severo, nunca fue cruel; ninguno de los actos que empañan las gestas de otros grandes conquistadores oscurece su memoria, ni deshonra su triunfo ningún rompimiento de palabra a que, generalmente, se creían autorizados aquellos con los gentiles. Esta honradez era la mejor arma de Magallanes y perdura incorporada a su fama.

Entre tanto, el trueque de géneros ha comenzado con entusiasmo por ambas partes. Maravíllanse principalmente los isleños ante el hierro, ese duro metal que traen los forasteros, de tan magnífica utilidad para las armas, la azada, el arado; en comparación, les parece de poco valor el pálido oro y, como en el bendito año de la guerra de 1914, truecan entusiasmados oro por hierro. Catorce libras de este metal, no muy estimado en Europa, son pagadas con quince libras de oro, y Magallanes se ve obligado a ordenar una rigurosa prohibición de tal comercio a los marineros (que, embelesados ante la loca prodigalidad de los menospreciadores del oro, empezaban a vender, a cambio del precioso metal, ropas y hacienda), para evitar que los indígenas empezaran a sospechar, por la extrema demanda, el valor de aquel metal, lo cual motivaría la depreciación de los objetos de trueque. Además, Magallanes no quiere aprovecharse de la ignorancia de la gente de Cebú. A él, que ha pensado siempre en grande, no le importa las pequeñas ventajas del dinero, pero sí evitar que la posibilidad comercial se estropeara en lo sucesivo y ganar al mismo tiempo el corazón, las almas de la nueva provincia. Y el cálculo se demuestra exacto una vez más: las relaciones de los nativos con los amables y poderosos extranjeros adquieren tal forma de confianza, que el rey, y con él la mayor parte de su séquito, se manifiestan dispuestos a hacerse cristianos. Lo que otros conquistadores pretendían lograr con la tortura, con la inquisición, Magallanes, profundamente religioso y libre de fanatismos, lo consigue en pocos días y sin violencia. Con qué sentimiento humano, con qué libertad de espíritu procedió en el curso de esta conversión, podemos leerlo en Pigafetta: «El capitán les dijo que no habían de hacerse cristianos por temor que nos tuvieran o por complacencia, sino por espontáneo deseo y por amor a Dios. Pero si no querían hacerse cristianos, nada desagradable les sucederla. Los que se hicieran cristianos merecerían, es claro, las mejores atenciones. Como un solo hombre respondieron que si querían hacerse cristianos no era por temor ni por complacencia, sino por su libre voluntad. Se ponían en sus manos y que él los tratara como a sus propios súbditos. En esto el capitán los abrazó con lágrimas en los ojos, tendió las manos al príncipe y al rey de Massawa y les dijo que, tan cierto como creía en Dios y era fiel a su emperador, les prometía que, en adelante, vivirían en paz perdurable con el rey de España; y ellos le hicieron una promesa recíproca.»

El domingo siguiente, 17 de abril de 1521 —el ocaso de la felicidad de Magallanes está próximo—, los españoles celebran su mayor triunfo. Levántase en la Plaza Mercado de la ciudad un baldaquín. Se han traído unas alfombras de a bordo y se han colocado sobre ellas dos sillones de terciopelo uno para Magallanes y otro para el rey. Delante del baldaquín, el altar, que se ve lucir desde lejos, está rodeado de centenares y millares de atezados indígenas en espera de lo anunciado. Magallanes, que con sagaz propósito no había tocado tierra todavía, confiando a Pigafetta todas las anteriores negociaciones, entra ahora en escena apoteósicamente. Precédenle cuarenta soldados de punta en blanco y, tras ellos, el abanderado hace ondear el estandarte de seda del Emperador Carlos, el mismo que en la iglesia de Sevilla había sido confiado al Almirante, desplegado ahora por primera vez en el nuevo dominio de la Corona. Sigue luego Magallanes, pausado, severo y solemne, con sus oficiales. En el momento que echa pie a tierra, saliendo del bote, la voz de saludo de los cañones retumba en las naves. En un primer movimiento de miedo, los espectadores se dispersan en todas direcciones. Pero al ver que su rey —avisado de antemano— se mantiene en su sillón sin inmutarse, vuelven a sus sitios y miran entusiasmados cómo es erigida una cruz gigante, al pie de la cual el rey, con los hederos del trono y muchos otros, inclinan la cabeza para recibir el bautismo. Magallanes, su padrino, le da, en sustitución del de Humabon, el nombre cristiano de Carlos, que es el de su señor. La reina, que es bonita y podría alternar con la mejor sociedad, pues lleva pintados los labios y enrojecidas las uñas (anticipándose en cuatro siglos a sus hermanas europeas y americanas), recibe el nombre de Juana, y las princesas son bautizadas con los nombres cortesanos de Catalina e Isabel. Ya es de suponer que la restante haute volée de Zubu y todas las islas vecinas no quiso quedar atrás de sus reyes y jefes. Hasta muy entrada la noche, el sacerdote de a bordo estuvo ocupado en bautizar a los centenares de personas que se agolpaban. Las noticias acerca de los extraordinarios forasteros cunden pronto. Al día siguiente acuden en tropel los naturales de las islas restantes, que han oído hablar de las mágicas ceremonias del extranjero prodigioso; en pocos días casi todos los jefes de las islas vecinas han sellado el pacto de fidelidad con España y bajado la cabeza para recibir el agua del bautismo.

Raras veces se habrá llevado a cabo una empresa con mayor plenitud. Magallanes lo ha alcanzado todo. El paso se ha encontrado y se ha tocado el otro extremo de la tierra. Se han ganado para la Corona de Castilla nuevas islas riquísimas, y para Dios innumerables almas de infieles, todo esto —triunfo sobre triunfo— sin haber derramado una sola gota de sangre. Dios ha asistido al creyente. Lo ha sacado de dificultades como no las ha conocido peores ninguna criatura humana; Magallanes se encuentra penetrado de un sentimiento religioso de seguridad. Después de las dificultades vencidas, ¿puede venir algo más que ponga en peligro su empresa, aureolada de un esplendor triunfal? Con una fuerza ultra terrena, se siente poseído de una fe humilde y está dispuesto a arriesgarlo todo por Dios y por su Rey. Y a este fervor seguirá su desgracia.

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Todo le ha salido finalmente bien a Magallanes, como si los ángeles le hubieran iluminado el camino. Ha ganado un nuevo reino para la Corona de España. Pero ¿cómo conservará lo ganado para su rey? No puede permanecer más tiempo con Cebú, ni tampoco ir sometiendo todo el archipiélago, isla por isla. Magallanes —que calcula siempre por extensas etapas— no ve más que un camino para consolidar un poder de España en las Filipinas lo más duradero posible: elevar a soberano sobre los otros jefes al único caudillo católico, Humabon. Como aliado del Rey de España, el rey Carlos de Cebú ha de tener desde ahora un prestigio superior al de todos los otros. No fue ligereza, sino calculada política el ofrecimiento que Magallanes hizo al rey de Cebú de asistirle militarmente si alguien se atrevía a sublevarse contra su autoridad. Casualmente, la ocasión de demostrarlo se presentó pronto. En una diminuta isla, Mactán, opuesta a Cebú, gobierna un rajá llamado Silapulapu, obstinado rival de Humabon. Ahora prohíbe a sus siervos que procuren víveres a los singulares huéspedes de Carlos Humabon, y tal vez esta actitud hostil tenga su explicación. En una de las islitas de este rajá, probablemente porque los marineros, al cabo de larga abstinencia, corrían locamente tras las mujeres, se llegó a una escaramuza en medio de la cual fueron incendiadas un par de cabañas de los indígenas. No es extraño, pues, su deseo de que los extranjeros salgan de allí cuanto antes. Pero a Magallanes esta actitud arisca contra los huéspedes de Humabon le parece propicia para responder con una demostración de fuerza. No solamente el rey de Cebú, sino todos los jefes de las islas circundantes se enterarán de lo conveniente que es ponerse al lado de los españoles y cuán caro lo paga todo el que se opone al señor de los truenos y los rayos. Esta demostración, no muy sangrienta, puede ser más convincente que todas las palabras. Magallanes expone, pues, a Humabon que se propone dar una lección militar a aquel jefe recalcitrante, a fin de imponer el respeto, en lo sucesivo, a los otros jefes. El caso curioso es que el rey de Cebú no participa del entusiasmo de Magallanes, temiendo tal vez que, no bien los españoles hayan partido, volverán a levantarse contra él las tribus sometidas. Serrão y Barbosa, por su parte, desaconsejan al almirante una expedición guerrera tan innecesaria.

Pero Magallanes no piensa en un verdadero combate. Si el rebelde mozo se somete voluntariamente, mejor para él y para todos. Enemigo jurado del derramamiento de sangre, verdadero antípoda de todos los otros conquistadores, Magallanes manda primeramente a su esclavo Enrique y al mercader moro a Silapulapu para que le ofrezcan una honrada concordia. Sólo le pide que reconozca la soberanía del rey de Cebú y el dominio protector de España. Si el jefe consiente, los españoles están dispuestos a vivir en la mejor avenencia con él. Si negara el acatamiento al poder supremo, le harán saber cómo muerden las lamas españolas.

Pero el rajá responde que también sus hombres empuñan lanzas y, aunque son de caña de bambú, las puntas se han templado al fuego, de lo cual podrían muy bien convencerse los españoles. Ante la altiva contestación, a Magallanes, que simboliza el poder de España y le incumbe el defenderlo, no le queda otra elección que el argumento de las armas.

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En la preparación de esta pequeña acción guerrera parecen haberle faltado por primera vez a Magallanes sus más evidentes cualidades: la cautela y la visión de conjunto. Por primera vez, el que parecía calcular con precisión se precipita hacia un peligro. El rey de Cebú se ha manifestado dispuesto a reforzar la expedición de los españoles con mil de sus guerreros. Magallanes podía sin dificultad mandar ciento cincuenta de sus hombres a la isla. No hay duda de que el rajá de la diminuta isla, difícil de encontrar en un mapa corriente, hubiera sufrido una completa derrota. Pero Magallanes no está para matanzas. En esta expedición persigue algo más importante: el prestigio de España. A un almirante del Emperador de ambos mundos le parece que rebajaría su dignidad sacando al campo un ejército contra aquel majadero de tez morena, que no tiene una mala alfombra remendada en su cabaña infecta, y usar de su poder contra una triste pandilla de isleños. Todo lo contrario persigue Magallanes, o sea hacer patente que un solo español bien armado, con su cota puesta hace frente a cien de aquellos miserables. Esta expedición de escarmiento iba, pues, exclusivamente a propagar a todas las islas el mito de la invulnerabilidad y de la cualidad semidivina de los españoles. Lo que pocos días antes fue mostrado como una diversión a los reyes de Massawa y Cebú, allá en su barco, esto es, que sobre una buena cota española podían dirigir sus golpes con miserables lanzas y dagas veinte indígenas a la vez sin herir al español, iba ahora a ser demostrado en mayor escala al rajá rebelde. Con esta mira psicológica sale ahora el tan previsor con sólo sesenta hombres y admite la colaboración del rey de Cebú únicamente como espectador, rogándole que no se muevan de las embarcaciones él y sus guerreros, desde donde podrán presenciar cómo cinco docenas de españoles desbaratan a todos los jefes, rajás y reyes de aquellas islas.

¿Acaso el experto calculador se equivocó esta vez en sus cálculos? No hay tal. Históricamente considerada, no era de ningún modo un absurdo la proporción de sesenta españoles bien armados contra mil indios desnudos y con lanzas de hueso. Cortés y Pizarro conquistaron reinos enteros con cuatrocientos o quinientos hombres contra millares y millares de mejicanos y peruanos; al lado de tales empresas, la expedición de Magallanes a una isla del tamaño de la cabeza de un alfiler es, en verdad, un paseo militar. Que salió al campo de la lucha tan sin cuidado del peligro como otro gran nauta, el capitán Cook, que sucumbió en un combate con isleños no menos insignificantes, lo prueba sobradamente la circunstancia de que el fervoroso Magallanes antes de emprender una acción decisiva hacia comulgar a la tripulación, y nada semejante dispone esta vez. Con un par de tiros y otro par de mandobles, los pobres muchachos de Silapulapu volverán grupas como tímidos conejos. Sin verdadero derramamiento de sangre, la intangibilidad del señorío hispánico quedará gloriosamente asentada para siempre.

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En esta noche de un viernes, el 26 de abril de 1521, al embarcarse Magallanes con sus sesenta hombres para atravesar el brazo de mar que separa ambas islas, los isleños pretenden haber visto sobre un tejado un pájaro negro desconocido, semejante a una corneja. Lo cierto es que de pronto, sin que nadie sepa por qué, todos los perros empiezan a aullar y los españoles, no menos supersticiosos que los hijos de la Naturaleza, se persignan, atemorizados. Pero, ¿cómo había de volver atrás, frente a un jefe desnudo y su pandilla, un hombre que había osado el viaje marítimo más grande, sólo porque se pone a graznar un cuervo?

Por desgracia de Magallanes, aquel jefe sin importancia tiene un aliado de primera calidad en la configuración de la playa. A causa de las apretadas rocas coralíferas, los botes no logran acercarse a la orilla, con lo cual no pueden los españoles, desde el principio, poner en juego lo más importante de su acción: el fuego de mosquetes y ballestas, que suele dispersar con un solo ruido a los indígenas. Sin pensar en cubrir su retaguardia, los sesenta hombres, con sus pesadas armaduras, saltan al agua. Los restantes permanecen en los botes. “Magallanes va al frente, porque como buen pastor, no quería abandonar a su grey”, escribe Pigafetta. Andan con agua hasta la cintura el largo espacio hasta la costa, donde la horda numerosa de los indios les espera aullando, dando voces y blandiendo los escudos. Y pronto chocan los dos frentes.

La más fidedigna de las diferentes descripciones del combate puede ser la de Pigafetta, que, seriamente herido por una flecha, perseveró cerca de su amado capitán. «Saltamos al agua —dice— que nos cubría hasta el lomo, y tuvimos que chapotear hacia la playa, que estaba a dos buenos tiros de arco, mientras nuestros botes tenían que quedar atrás a causa de los arrecifes. En la playa encontramos mil quinientos de los isleños repartidos en tres grupos que, en medio de una gritería horrible, se precipitaron hacia nosotros. Dos de los grupos nos envolvieron por los flancos, y el tercero nos atacó de frente. Nuestro capitán dividió sus hombres en dos grupos. Nuestros mosqueteros y ballesteros hicieron fuego durante media hora desde los botes, pero nada consiguieron, porque sus balas, flechas y picas no podían, desde tan lejos, llegar a atravesar los escudos de madera y a lo sumo, herían en los brazos al enemigo. El capitán, viendo esto, dio en voz alta la orden de no tirar más —es evidente que para ahorrar municiones en previsión del ataque final, pero no le oyeron. Al ver los isleños que nuestros disparos les causaban poco daño o ninguno, ya sólo pensaron en el avance. Gritando cada vez más alto, saltando de un lado a otro para evitar nuestros tiros, resguardados por sus escudos, se nos acercaron en masa, arrojándonos flechas, picas y lanzas de madera con la punta endurecida al fuego, piedras y lodo hasta el punto de no darnos lugar para defendernos. Algunos de ellos llegaron a arrojar alabardas con puntas de bronce contra nuestro capitán.

»Éste, para meterles el miedo en el cuerpo, envió alguno de los nuestros con orden de incendiar sus cabañas, lo cual los enfureció más. Acudieron algunos de ellos al incendio, que devoró veinte o treinta viviendas, y mataron a dos de nuestros hombres. Los isleños restantes, acrecentada su cólera, se precipitaron hacia nosotros. Al darse cuenta de que nuestro busto quedaba defendido bajo la cota, pero no las piernas, fueron éstas el objeto de sus golpes. Al capitán le atravesaron el pie derecho con una saeta envenenada. Enseguida dio la orden de retroceder al paso. Pero casi todos nuestros hombres huían a la desbandada, de modo que sólo quedaron con él seis u ocho, y como cojeaba desde hacía años, nuestra retirada era más lenta. Expuestos por todos los lados a las lanzas y piedras que el enemigo arrojaba sobre nosotros, no había resistencia posible. No nos servían las bombardas que teníamos en los botes, porque lo superficial del agua en aquel sitio los obligaba a quedarse demasiado lejos. Íbamos retirándonos paso a paso, sin dejar de luchar un momento, y estábamos ya a un tiro de arco de la playa, con agua a la rodilla; pero los isleños no dejaban de seguirnos tercamente, cogiendo a su paso los venablos que antes nos habían lanzado; de manera que podían servirse de los mismos cinco o seis veces habían notado la presencia del capitán y él era su blanco preferido; dos veces dieron en su casco, que rodó al suelo. Pero él, con los pocos que le rodeábamos, mantenía su puesto sin intentar ya retroceder; Y así luchamos más de una hora, hasta que uno de los indios logró dar en la cara al capitán con un proyectil de caña. Encendido en cólera, Magallanes atravesó el pecho del atacante con su lanza; pero ésta quedó clavada en el cuerpo del muerto, y al intentar el capitán desenvainar la espada no pudo acabar su acción, porque una pica que le lanzaron le hirió en el brazo. Cuando los contrarios se dieron cuenta, precipitáronse a la vez contra él, y uno de ello le abrió tal herida de un lanzazo en la pierna izquierda, que le hizo caer de bruces. Enseguida, todos los indios se le echaron encima y le acribillaron con lanzas y otras armas. Y así quitaron la vida al que era nuestro espejo, nuestro consolador y fiel caudillo.»

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De este modo insensato acaba, en el momento más alto y magnífico de sus realizaciones el navegante más grande de la Historia, en una miserable escaramuza contra una horda de isleños desnudos. ¡Un genio que, cual Próspero, ha dominado a los elementos, venciendo todas las tempestades y sometiendo a los hombres, es vencido por un ridículo insecto humano llamado Silapulapu! Pero tan torpe desdicha sólo puede quitarle la vida, no la victoria; porque, estando ya coronada su empresa, después de un logro tan por encima de los demás, su destino individual es casi indiferente. Por desgracia, sigue de cerca la sátira a la tragedia: los mismos españoles que pocas horas antes miraban endiosados, por encima del hombro, al principejo de Mactán, se humillan ahora hasta tal punto que, lejos de ir por refuerzos y arrebatar el cadáver de su capitán a los que le mataron, mandan tímidamente un intermediario a Silapulapu para que tenga a bien devolverles el cuerpo, que pretenden recuperar a cambio de un par de cascabeles y de unos trapos de colores llamativos. Pero con gesto más airoso que el de los no muy heroicos compañeros de Magallanes, el desnudo triunfador desecha el tráfico. No será él quien venda por unos espejillos, abalorios y terciopelo de colores el cadáver de su enemigo. El trofeo vale más. A través de todo el archipiélago se ha divulgado ya que Silapulapu el Grande ha derribado al extranjero señor de rayos y truenos con la misma facilidad que se coge un pájaro o un pez.

Nadie sabe lo que hicieron aquellos míseros salvajes con el cadáver de Magallanes, a qué elemento dieron su parte mortal: si al fuego, a las olas o al aire devorador. Ningún testigo, ningún rastro de su tumba. Todo vestigio de aquel hombre que arrebató al océano infinito su último misterio, desapareció en el misterio de lo desconocido.