Magallanes descubre un reino para sí

28 noviembre 1520 - 7 abril 1521

La historia de esta primera travesía del hasta entonces innominado océano, «un mar tan extenso que apenas el espíritu humano puede abarcarlo» —según dice el informe de Maximiliano Transilvanus—, es una de las gestas inmortales de la humanidad. Ya el viaje de Colón a los espacios sin lindes fue reputado en su época, y lo ha sido después, como un acto de decisión sin igual; y, con todo, este hecho abnegado no puede compararse a la victoria ganada por Magallanes a los elementos, en medio de indecibles dificultades. Porque Colón navega con sus tres barcos, bien carenados y aparejados, treinta y tres días solamente, y ya una semana antes de echar pie a tierra, unas hierbas flotantes y maderas exóticas, y el vuelo de ciertos pájaros, le confirman la proximidad de un continente. Sus tripulantes están sanos y animosos, sus naves llevan tanta provisión que, en el peor caso, podrían volver a puerto sin penuria. Lo desconocido está ante él, y detrás tiene la patria para sacarle a camino, sea como sea. Magallanes viaja en el vacío más completo, y no partiendo de una Europa confidente, con sus puertos y sus hogares, sino de una Patagonia extraña e inhospitalaria. El hambre y la necesidad los acosan, viajan con ellos y se levantan ante ellos amenazadoras. Su indumentaria está fuera de uso, hay desgarrones en el velamen, las cuerdas se desgastan. Hace semanas que no han visto un rostro humano nuevo, no se han acercado a una mujer, no han catado el vino, la carne fresca ni el pan reciente, y, en el fondo del alma, envidian a los camaradas que han desertado a tiempo hacia sus hogares. Y así navegan los tres barcos, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta días, y todavía no se divisa la tierra, ni siquiera un signo de esperanza que les indique su proximidad. Y otra semana, y otra, y otra más; cien días: ¡tres veces el tiempo que empleó Colón en atravesar el océano! Con mil y mil horas vacías avanza la flota de Magallanes en el espacio vacío. Desde el 20 de noviembre, en que vieron alborear en el horizonte el cabo Deseado, de nada han servido tablas medidas. Cuantas distancias calculara Faleiro desde su gabinete se han manifestado erróneas, de modo que cuando Magallanes cree haber dejado atrás Cipango, el Japón, en realidad ha recorrido apenas un tercio del océano desconocido que, por su calma, denomina el Pacífico, como desde entonces se llama para siempre. Pero ¡qué cruel calma, qué martirio el de la monotonía en aquel silencio de muerte! El mar, como un espejo azul, invariable, y siempre el mismo cielo candente y sin una nube, y el aire mudo, y siempre la misma anchura y la misma redondez del horizonte, un corte metálico entre el cielo igual y el agua igual, que poco a poco van grabándose hondamente en el corazón. Siempre la misma nada azul inmensa en torno de los barcos insignificantes, únicos objetos que se mueven en medio de la horrible inmovilidad; y siempre la misma luz cruda del día para ver continuamente lo único, lo mismo; y, por la noche, las mismas estrellas de siempre, frías y calladas, a las que se interroga en vano. Siempre los mismos objetos en el escaso espacio poblado del barco; las mismas velas, el mismo mástil, la misma cubierta, la misma áncora, los mismos cañones, las mismas mesas… Siempre el mismo olor podrido y dulce de lo que se corrompe en las entrañas del barco. Siempre, mañana, tarde y noche, los mismos encuentros, las mismas caras que se miran unas a otras y de día en día desmejoran en la callada desesperación. Húndense más los ojos en las órbitas y su brillo se empaña con cada mañana que amanece sin nada nuevo; demácranse más las mejillas, y, el paso es cada día más flojo y débil. Como espectros circulan ya, surcadas las mejillas sin color, los que hace pocos meses eran unos mozos temerarios, que trepaban por las escaleras y se movían diligentes para defender el barco de la tormenta. Ahora vacilan como enfermos o yacen extenuados sobre el jergón. Cada uno de esos tres barcos que salieron para una de las más osadas aventuras de la humanidad se ve ahora poblado por unos seres en los cuales apenas se reconocería a los marineros, y cada cubierta es un hospital flotante.

Disminuyen los víveres de un modo espantoso durante esa inesperada travesía, y aumenta la estrechez. Lo que diariamente reparte el jefe de la despensa entre los tripulantes, más bien puede llamarse basura que comida. Se ha agotado el vino, que refrigeraba un poco los labios y el ánimo. El agua dulce, cocida por el sol implacable, puesta en odres y en toneles sucios, despide tal pestilencia que los infelices han de taparse la nariz mientras humedecen la garganta con el único sorbo diario que les dan medido. La galleta de barco, que con los peces pescados por ellos mismos es su único alimento, hace tiempo se ha convertido en un polvo gris y sucio lleno de gusanos y de excrementos de ratas, las cuales, enloquecidas también, se han precipitado sobre los últimos restos miserables de la alimentación humana. Tanto más, por consiguiente, son apetecidos los repugnantes animales, cuya persecución por todos los rincones no conduce solamente a suprimirlos, sino también a procurarse con su muerte un requisito culinario; medio ducado de oro es la recompensa del experto cazador que coja uno de esos chillones animales, y el feliz comprador se traga el repugnante asado con verdadera fruición. Para engañar al estómago, que suele retorcerse en dolorosos espasmos; para acallar de algún modo, por ficticio que sea, el hambre devoradora, la tripulación inventa engaños cada vez más peligrosos: mezclan una pasta hecha de serrín con los desperdicios de la galleta de barco, a fin de aumentar aparentemente la miserable ración. Llega a tal punto la necesidad, que se realizan las palabras proféticas de Magallanes de que llegarían a comer el cuero de las vergas del barco; hallamos en Pigafetta una descripción del recurso a que acudieron, desesperados, los hambrientos, haciendo comestible lo que no lo era: «Llegamos al extremo de comer, para no morir de hambre, los pedazos de cuero con que estaba recubierto el palo mayor para evitar que el cable se deshilara. Expuestos a la lluvia, al sol y al viento durante años, aquellos pedazos de cuero eran tan duros que teníamos que sumergirlos en el mar durante cuatro o cinco días para ablandarlos un poco. Los poníamos entonces sobre la lumbre, y luego los engullíamos.»

No es maravilla que aun los más resistentes entre aquellos hombres de acero acostumbrados a las penalidades no pudieran tolerar semejante nutrición por algún tiempo. A consecuencia de la falta de víveres frescos —hoy diríamos «vitaminosos»— se presenta el escorbuto. Las encías de los atacados empiezan a hincharse y luego se corrompen; y los dientes oscilan hasta desprenderse, se forman tumores en la boca y, por fin, el paladar se hincha y duele de tal manera que, aun cuando tuvieran alimentos, los desgraciados no estarían ya en estado de tragarlos, hasta que sucumben. También a los supervivientes les quita el hambre las últimas energías. Con las piernas lastimadas o estropeadas, andan a duras penas, apoyados en bastones, o se acurrucan en cualquier rincón. No menos de diecinueve, o sea casi un décimo de la tripulación, perecen en este cortejo del hambre, en medio de horribles sufrimientos. Una de las primeras víctimas es el pobre gigante de la Patagonia, a quien habían bautizado Juan Gigante, el que hace pocos meses había sido tan admirado precisamente porque devoraba en un santiamén media caja de galletas de barco y se bebía luego un cubo de agua como si fuera un vaso. Cada día del interminable viaje disminuye el número de los marineros todavía aptos para el trabajo, y atinadamente acentúa Pigafetta que, en tal estado de decaimiento de sus tripulantes, los tres barcos no hubieran podido hacer frente a la menor tormenta: «Si Dios y su bendita Madre no nos hubiesen concedido tan buen tiempo hubiéramos perecido todos de hambre en aquel mar inmenso.»

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Tres meses y veinte días anda, en total la solitaria caravana de los tres barcos a través del infinito desierto liquido, soportando todos los sufrimientos imaginables, hasta el más terrible: el de perder la esperanza. Porque, así como en el desierto los sedientos creen de pronto descubrir un oasis (las palmas meciéndose, las sombras frescas y azules invitándoles en medio de la luz inclemente le deslumbra hace días) y ya creen oír el chorro de la fuente, pero apenas dan unos pasos vacilantes, con sus últimas energías, desparece de súbito la placentera visión y el desierto se extiende de nuevo ante ellos, más hostil que antes asimismo son víctimas de un espejismo los hombres de Magallanes. Una mañana parte de la cofa un ronco clamor. Es que un marino ha visto tierra, tierra por primera vez desde hace tiempo. Una isla. Como locos se precipitan los hambrientos, los sedientos, a cubierta, y hasta los enfermos, que estaban echados en el suelo como guiñapos, se arrastran para ver. Sí; se acercan a una isla. ¡Pronto, vengan los botes! Los sentidos, sobreexcitados, ven ya manar las fuentes, y sueñan con el agua y el reparo a la sombra de los árboles, y saborean, tras tantas semanas de rodeos, el placer de pisar tierra firme y no las eternas tablas vacilantes sobre la vacilante onda. ¡Miserable engaño! Al llegar más cerca, ven que la isla, y otra más allá, que, en su exasperación, las denominan islas Desventuradas, son tierras de rocas inhabitadas e inhabitables, un yermo sin hombres ni bestias, sin fuentes, sin frutos. Sería tiempo perdido un solo día que se detuvieran en medio de aquellas rocas inhóspitas. Sigue el viaje a través del desierto azul, más y más lejos, durante días y semanas: el viaje marítimo tal vez más terrible y lleno de privaciones que registra la eterna crónica del dolor humano y de la humana capacidad de sufrimientos que llamamos Historia.

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Al fin llega el día 6 de marzo de 1521. Más de cien veces se ha levantado el sol sobre el azul igual, vacío e inmóvil, y se ha hundido en el mismo azul implacable; cien veces la noche ha sucedido al día y el día a la noche, desde que la flota navega por el estrecho de Magallanes hacia el mar abierto, cuando vuelve a oírse aquel grito en lo alto de la cofa: «¡Tierra, tierra!» Ya era hora; dos días, tres días más en aquel vacío, y probablemente no hubiera pasado a la posteridad ni rastro de aquel hecho heroico. Con la tripulación famélica, y cual cementerio ambulante, los barcos hubieran errado sin gobierno hasta que una tormenta o el choque duro de una roca hubiese dado cuenta de ellos. Pero esta nueva isla —Dios sea loado— tiene unos pobladores y encontrarán en ella el agua que alivie a los que están consumiéndose. Apenas la flota se aproxima a la bahía, todavía sin echar el ancla ni arriar las velas, ya centellean unas chalupas pintadas, cuyas velas son de hoja de palma. Flexibles como monos, los hijos de la Naturaleza, enteramente desnudos e ingenuos, trepan a bordo, y son tan ajenos a toda idea de conveniencia social que se llevan sencillamente cuanto les viene a mano. En un momento desaparecen los más varios objetos, como si hicieran juegos de manos, y hasta el bote del Trinidad se han llevado, cortando la cuerda. Alegres y despreocupados por completo de toda sospecha de haber obrado mal, riendo al ver cuán fácilmente han adquirido lo nunca visto, se vuelven, remando, con su preciado botín. Porque a aquellos sencillos paganos les parece tan natural y corriente —los hombres desnudos desconocen los bolsillos— meterse entre los cabellos un par de chirimbolos brillantes, como a los españoles, al Papa y al Emperador declarar propiedad legal del Rey cristiano todas aquellas islas, aun sin descubrir, con sus hombres y bestias.

En su difícil situación, Magallanes no puede pararse en consideraciones ni en fórmulas. Le es imposible ceder a los diestros salteadores aquel bote que, según consta en los archivos, costó a Sevilla tres mil novecientos treinta y siete y medio maravedíes, y que allí, a miles de millas lejos, resulta de un valor inestimable. Por eso al día siguiente desembarca Magallanes cuarenta marineros armados para recobrar su bote y dar una lección a los isleños. Un par de sus cabañas se hunden bajo las llamas, pero no se llega a entablar un verdadero combate, porque tan inexpertos son en el arte de matar aquellos pobres hijos de la Naturaleza, que al sentirse hincadas de pronto en el cuerpo sangrante las flechas de los españoles, no comprenden cómo aquellas cosas puntiagudas y aladas llegan de lejos y les causan un dolor tan terrible al clavarse profundamente en la piel. Tiran de las flechas, desesperados, y se precipitan en tumulto hacia los bosques huyendo de los detestables bárbaros de color blanco. Por fin los hambrientos españoles pueden tener agua fresca para los que iban a sucumbir, y emprenden la requisa de productos alimenticios. Con apresurado anhelo arrastran cuanto pueden alcanzar fuera de las abandonadas chozas: aves de corral, cerdos, frutos. Una vez robados mutuamente, los más cultos le ponen este nombre a las islas: «Ladrones».

Es indudable que tal requisa salva a los que estaban a punto de morir de hambre. Tres días de tregua. El acopio de frutos recién cogidos y el agua refrigerante del manantial han sido un reparo para los tripulantes. Mueren todavía algunos marineros de agotamiento, una vez reanudado el viaje; entre ellos, un inglés, el único que llevaban a bordo, y aún hay una porción de enfermos y extenuados. Pero lo peor ha pasado, y las naves hacen rumbo hacia Oeste con nuevos ánimos. Cuando, al cabo de otra semana, el 17 de marzo, vuelve a surgir la silueta de una isla, y otra poco más allá, Magallanes reconoce que el destino se ha apiadado de él. Según sus cálculos, deben de ser las Molucas. ¡Júbilo! ¡Júbilo! Ha alcanzado su objetivo. Pero ni la ardiente impaciencia de asegurarse de su triunfo lo más pronto posible es capaz de llevarle a la precipitación o a la imprevisión. En vez de desembarcar en Suluán, la más grande de las dos islas, Magallanes elige para anclar otra más pequeña, que Pigafetta llamará «Humunu». La elige precisamente porque no tiene pobladores. Magallanes entiende que, por atención a los enfermos, ha de evitar cualquier encuentro con los indígenas. Antes de negociar o luchar, que se restablezcan los tripulantes. Que los enfermos sean bajados a tierra, confortados con el agua pura y la carne de uno de los cerdos que han acogido en las islas de los Ladrones. Ante todo, reposo. Ya quedará tiempo para la aventura. Pero, en la tarde del día siguiente, se acerca, desde la isla más grande, una canoa con unos indígenas que dan señales de confianza y amabilidad. Traen unos frutos que el buen Pigafetta desconocía y que no se cansa de admirar. Son unos plátanos y unos cocos cuya agua lechosa hace efectos benéficos en los enfermos. Un rápido trueque se inicia, que les permite adquirir para los hambrientos unos pescados, aves de corral, vino de palmera, naranjas y toda clase de legumbres y de frutos, a cambio de unas campanillas y unos vidrios de colores. Y, por primera vez desde hacía semanas y meses, los enfermos y los sanos vuelven a comer a su satisfacción.

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La primera impresión de Magallanes fue el hallarse ya al fin de su ruta, en las «islas de las especias». Pero no son éstas las Molucas. Enrique, el esclavo de Magallanes, entendería su lenguaje. No; éstos no son sus paisanos. La casualidad les ha llevado a estos archipiélagos. Una vez más han resultado erróneos los cálculos de Magallanes, que le hicieron seguir un curso en el océano Pacífico diez grados demasiado hacia el Norte. Con su error ha descubierto otro grupo de islas que ningún europeo había mencionado ni sospechado siquiera: el archipiélago de las Filipinas, ganando así para el emperador Carlos una nueva provincia destinada a permanecer más tiempo en poder de la Corona de España que cualquiera de las que descubrieron y conquistaron Colón, Cortés y Pizarro. Pero también para sí mismo ha asegurado un dominio con este inesperado descubrimiento, porque, según el pacto, tanto él como Faleiro tienen ese derecho sobre dos de las nuevas islas, dado el caso de que descubrieran más de seis. De la mañana a la noche, el que ayer era todavía un pobre aventurero, un desperado a punto de hundirse en el ocaso, ahora es el Adelantado de un territorio propio, partícipe a perpetuidad en todas las ganancias que dimanen de esas nuevas colonias, y, por ello, uno de los hombres más acaudalados de la tierra.

¡Prodigioso tránsito, obra de un solo día, después de centenares y centenares de días sombríos y vanos! No menos que el sustento abundante, fresco y sano, que todos los días traen los indígenas de Suluán a bordo del improvisado sanatorio, es un elixir de vida para los enfermos aquella seguridad al fin encontrada. Al cabo de nueve días de cuidados en la tranquila ribera tropical, casi todos han sanado, y Magallanes puede dar ya como segura la posesión de la próxima isla, Massawa. Un enojoso contratiempo hizo peligrar, en el último instante, el gozo del que, por fin, sentíase dichoso. Su cronista y amigo Pigafetta adelantó excesivamente el cuerpo mientras estaba pescando y cayó al agua, sin que nadie se diera cuenta. Estuvimos a punto de perder en el mar toda la historia de aquella vuelta al mundo, pues el buen Pigafetta, que no sabía nadar, tenía muchas probabilidades a ahogarse. Por fortuna, en el último momento se asió a una cuerda que colgaba del barco y, acudiendo los marineros a sus gritos, izaron a bordo a nuestro tan indispensable cronista.

¡Con qué alegría son arboladas esta vez las velas! Todos saben que aquel océano inmenso llegó a su fin y ya no los oprimirá más aquel vacío pavoroso. Unas horas, un par de días más de viaje les quedan solamente, durante los cuales aparecen ya los contornos de unas islas a derecha e izquierda. Por fin, al cuarto día, el 28 de marzo, un jueves Santo, la flota aborda en Massawa para un descanso antes del último empuje hacia el objetivo tanto tiempo perseguido en balde.

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En Massawa, una isla diminuta, insignificante, del archipiélago filipino, que en los mapas corrientes requiere la lupa para no pasarla por alto, Magallanes vive uno de los más grandes momentos dramáticos de su carrera. En medio de su oscura y penosa existencia, esos momentos felices irrumpen como una llamarada, compensando con su embriagada intensidad la aspereza y pesadumbre de las innumerables horas de paciencia. El motivo exterior se disimula esta vez más que nunca. Apenas los tres barcos forasteros se acercan imponentes, con sus velas hinchadas, a las riberas de Massawa, la población se reúne, curiosa y alegre, en espera de los extraños. Pero Magallanes, antes de desembarcar, tiene la precaución de enviar a su esclavo Enrique como mensajero de paz, pensando, muy cuerdamente, que a los indígenas les inspirará más confianza un hombre de tez tostada que uno de aquellos hombres blancos, barbudos, vestidos de un modo raro y armados.

¡Pero aquí de lo inesperado! Los isleños medio desnudos rodean a Enrique entre charlas y risas, y el esclavo malayo se queda atónito. Ha oído primero palabras sueltas y ahora entiende lo que le dicen, lo que le preguntan aquellos hombres. El que fue arrebatado a su hogar, vuelve, al cabo de años, a oír acentos de su propia lengua. Momento memorable, pues la historia de la Humanidad no puede olvidar aquel en que, por primera vez desde que la Tierra se mueve en el universo, un hombre vuelve a su patria después de dar la vuelta al mundo. Es indiferente que sea un simple esclavo. No en el hombre, sino en su destino, hallamos aquí la grandeza. Este insignificante esclavo malayo, del cual sólo conocemos el nombre que como esclavo le pusieron, Enrique; que fue sacado de la isla de Sumatra al chasquido del látigo y arrastrado luego por las Indias y el África hasta Lisboa, es el primero, entre las miríadas de pobladores de la tierra, que a través del Brasil y la Patagonia, de todos los océanos y mares, ha vuelto al lugar donde se habla su misma lengua; a través de cien mil pueblos y razas y estirpes que dan distinta forma fonética a cada concepto, regresa a aquel único pueblo que le corresponde y por el cual es comprendido.

En este momento Magallanes tiene conciencia de que ha logrado su fin. Viniendo del Este vuelve a bordear el círculo de idioma malayo que abandonó doce años atrás con rumbo al Oeste. Pronto le será dado devolver sano y salvo a Malaca al esclavo que en Malaca compró. Si esto sucede mañana o más tarde, o si es otro y no él quien llega a las islas prometidas, es indiferente. Porque lo propio de su empresa queda ya cumplido en este momento único que da testimonio, por primera vez y para todos los tiempos, de que el hombre que avanza perseverante en el mar, ya sea hacia el sol o bien contra su curso, tiene que volver necesariamente al mismo sitio de donde salió. Lo que los más sabios sospechaban hacia miles de años, lo que soñaban los ilustrados, acaba de demostrar que es cierto, con su tesón, un hombre único. La tierra es redonda. Ahí tenéis un hombre que la ha rodeado.

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Aquellos días en Massawa son los más venturosos y los de mayor relajación de todo el viaje. La estrella de Magallanes brilla en el cenit. Dentro de tres días, Domingo de Pascua, se cumple el siniestro aniversario de cuando, en Puerto de San Julián, se vio obligado a defenderse de la conspiración con el puñal y la violencia; y desde entonces, ¡cuánta desgracia, cuánto padecimiento y cuántas dificultades! Deja detrás un sinfín de horrores: los días pavorosos del hambre y de la penalidad, las noches de tormenta en los mares desconocidos… y la mayor tortura: la incertidumbre abominable que le ahogaba el alma durante meses y meses, la duda ardiente de si guiaba o no por buen derrotero la flota que le habían confiado. Ahora ha concluido la horrible lucha interior. El creyente puede en aquella Pascua celebrar una verdadera resurrección, en la cual se le aparece rodeado de gloria el hecho que acaba de coronar, mientras se aleja la turba de las contrariedades. Lo inmortal a que aspiraba con todos sus sentidos y potencias de años acá, se ha cumplido: Magallanes ha encontrado el derrotero occidental de las Indias que en vano buscaron Colón, Vespucio, Cabot, Pinzón y otros navegantes. Ha descubierto tierras y aguas que nadie vio anteriormente, ha cruzado con éxito un océano inmenso antes que otro europeo, antes que hombre alguno de todos los tiempos. Ha llegado más allá de la tierra que ningún otro. ¡Qué pequeño, qué fácil se le aparece lo poco que le falta conseguir en la gloriosa conquista llevada a cabo! Sólo unos días para llegar con sus fiados pilotos a las Molucas, las islas más opulentas del mundo, y se habrá cumplido el voto que hizo al Emperador. Un abrazo de gratitud al amigo Serrão, que allí vive, el que le animó y le señaló el camino, y enseguida, con los barcos repletos de especias, ¡al hogar, por el camino bien sabido: doblando la India y el Cabo, cuyos puertos y bahías tiene grabados en la memoria! Y de allí ¡a España, triunfante y rico, llevando los títulos de Adelantado y Gobernador, ceñida la frente con el laurel inaccesible de la inmortalidad!

Pero sin prisas, sin impaciencia. Es lícito que tenga un descanso y apure el gozo de lo cumplido al cabo de meses de andanzas llenas de sufrimiento. En el bendito puerto, los argonautas victoriosos saborean la paz en el descanso. Magnífico es el paisaje, paradisíaco el clima, acogedores los naturales, que viven todavía la edad de oro, amantes de la paz, en la holganza y sin preocupaciones —Questi popoli viviano con iusticia, peso a misura; amano lo pace, l’otio a la quiete—. Pero además de ser amantes de la ociosidad y la tranquilidad, lo son también, esos hijos de la Naturaleza, de la bebida y de los buenos manjares, de modo que —como en los cuentos— los marineros que hace poco engañaban al estómago hambriento tragando serrín y carne de ratas, creen vivir en Jauja. Tan irresistible es la tentación de los manjares frescos y sabrosos, que cae en ella el mismo piadoso Pigafetta, el cual nunca olvida de dar las gracias a la Madonna y a todos los santos. Es un viernes, y Viernes Santo, el día en que Magallanes lo envía al rey de la isla, Calambu —éste es su nombre— le acompaña a su bote, donde, a la sombra de la cámara de bambúes se está cociendo un suculento trozo de cerdo. Por cortesía al jefe, y tal vez también por gula, Pigafetta comete el pecado: no puede resistir la seducción, y come de aquella rica carne en el más santo y riguroso de los días de ayuno, y bebe después vino de palmera. Pero, a la misma salida del convite apenas los hambrientos emisarios de Magallanes han llenado los estómagos, el rey los invita a un festín en su propia choza de estacas. Sentados sobre las piernas cruzadas —«como los sastres en su faena», cuenta Pigafetta— deben colocarse los invitados. Inmediatamente se ven circular los platos desbordantes de pescados asados, y el jengibre, y el vino de palmera. El pecador cae de nuevo en la tentación. ¡Y no acaba esto aquí! Apenas terminada esta segunda comida, Pigafetta y su compañero reciben la bienvenida del hijo del jefe, a cuya mesa han de sentarse por cortesía. Esta vez, para variar, les presentan pescado en guiso diferente y arroz cargado de especias, con tal profusión rociados, que el compañero de Pigafetta propiamente cebado, tartamudeando y vacilante, ha de ser acompañado bajo el techo de bambú para dormir la primera embriaguez de un europeo en tierras filipinas, durante la cual debe de soñar en el paraíso.

Pero no es menor que la de sus hambrientos huéspedes la exaltación de los isleños. ¡Qué hombres extraordinarios les ha traído el mar! ¡Con qué magníficos regalos los han obsequiado! ¡Cristales bruñidos en que se ven su misma cara, cuchillos relucientes y hachas pesadas que derriban una palma de un solo golpe! ¡Y qué preciosidad de caperuza colorada y el traje turco con que ahora se está pavoneando su jefe! ¡Y qué cosa increíble el arnés luciente que hace invulnerable a quien va revestido de él! A una orden del almirante, uno de los marineros se endosa la acerada armadura, y los indígenas lo golpean o hacen blanco en él con sus miserables flechas de hueso, y tienen que oír cómo se ríe y se burla de ellos el invulnerable soldado en su vestidura de hierro. ¡Qué brujos! Ese Pigafetta, por ejemplo, coge una especie a palillo o una pluma de cualquier ave y, cuando oye hablar, garabatea unos signos negros con la pluma sobre la hoja blanca, ¡y al cabo de dos días puede repetirle a uno, exactamente, lo que le dijo entonces! ¡Y qué magnifico lo que hacen en el domingo que llaman de Pascua! Montan una cosa rara, una especie de armario que llaman altar, y ponen encima una cruz y brilla al sol. Luego, llegan todos, de dos en dos, el almirante y cincuenta hombres con sus mejores vestidos, y mientras se arrodillan ante la cruz, salen unos relámpagos de los barcos y, estando el cielo sereno, retumba el trueno sobre el mar. En la creencia de que ha de tener efectos mágicos lo que aquellos extranjeros blancos, que tanto pueden, practican durante la ceremonia religiosa, los indígenas imitan sus actitudes, entre respetuosos e intimidados. Se arrodillan, besan la cruz. Y dan las gracias al capitán, regocijados, cuando éste les declara que está dispuesto a hacer construir para ellos una cruz más grande todavía que la suya, una cruz que se divise desde todos los puntos del mar. El jefe de la isla no es ya solamente un aliado del rey de España, es asimismo un hermano en la fe cristiana. No sólo ha sido ganado un territorio para la Corona, sino también las almas de aquellos hijos de la Naturaleza para la Iglesia católica y su Salvador.

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¡Días espléndidos, idílicos, los de esta semana en Massawa! ¡Pero basta de descanso, Magallanes! Los marineros están repuestos, animados: déjalos ir con rumbo al hogar. ¿Para qué demorarlo? ¿Qué importa el descubrimiento de una isla insignificante más o menos, ahora que has llevado a feliz término el descubrimiento más grande del siglo? Basta llegar a las islas de las especias y quedarán cumplidos tu misión y tu voto. Y, enseguida, hacia el hogar, donde te espera una esposa que ansía mostrar al padre el segundo hijo, nacido durante tu ausencia. ¡Al hogar, para convencer a los rebeldes que te calumnian cobardemente! ¡Al hogar, para que el mundo conozca lo que pueden el valor de un hidalgo portugués, la decisión y la resistencia de unos navegantes españoles! ¡No hagas esperar más a tus amigos, no dejes en la turbación a los que confiaron en ti! ¡Gula hacia el hogar, Magallanes!

Pero el más íntimo peligro de un hombre está en su propio genio, y el genio de Magallanes era la paciencia: su gran capacidad para esperar y para callar. Más fuerte que el anhelo de la entrada triunfal y de la gratitud que le exprese el dueño de ambos mundos es en él la idea del deber. Todo lo que hasta ahora ha emprendido fue objeto de la más escrupulosa preparación, y llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias. Y ahora tampoco saldrá Magallanes del archipiélago filipino que ha descubierto sin haber comunicado primeramente, por el medio que sea, al emperador Carlos el dominio sobre la nueva provincia y el haber consolidado este dominio para España. A su sentimiento del deber no le bastan la visita y la anexión de una pequeña isla; ya que no dispone de una tripulación suficiente para dejar allí representantes y factores, concertará con los príncipes más poderosos de ese reino isleño los mismos pactos que ha concertado con el insignificante jefe Calambu, y levantará sobre todo el archipiélago la bandera española y la cruz católica como duraderos emblemas de señorío.

A sus preguntas, el jefe le señala como la más grande de las islas la de Cebú —Zubu—. Y cuando Magallanes le pide un piloto, el jefe recaba humildemente el honor de guiarle y acompañarle él mismo. Este honor real será un factor de retraso, pues el buen Calambu ha hecho tales excesos en la comida y la bebida que la flota no puede ser confiada al pantagruélico piloto hasta el día 4 de abril. Parten los barcos de la bendita playa que los salvó del peligro extremo. Avanzan por el mar en calma bordeando una porción de islas e isletas que les sonríen, hospitalarias, hasta llegar a la que ha elegido el mismo Magallanes, pues así lo quiso su desdichada suerte, «cosi voleva la sua infelice sorte»; según lo expresa con duelo el fiel Pigafetta.