2 abril 1520 - 7 abril 1520
En aquella prisión de invierno de la bahía de San Julián, cubierta de nubes, habrán de chocar las extremadas diferencias con mucha mayor violencia que en pleno mar. Nada hay que dé la medida de la firme intransigencia de Magallanes como el no haber vuelto atrás ante una solución que, dada la tirantez de los ánimos, ha de acrecentar inevitablemente el descontento. Entre todos, únicamente Magallanes sabe que la flota, en el mejor caso, no puede alcanzar las fructíferas tierras tropicales hasta dentro de muchos meses; por eso da la orden de racionar los víveres con mucho más rigor que hasta entonces. ¡Fantástica osadía! ¡Aquí, en un extremo del mundo, el primer día, exasperar a una tripulación, ya mal dispuesta, con la noticia de que desde ahora será bastante más escasa la ración diaria de pan y de vino!
En lo práctico, esta enérgica medida había de salvar más adelante a la flota. La travesía de más de cien días sobre el Pacífico hubiera resultado irresistible si la más estricta ración no hubiera sido impuesta a tiempo. Pero la tripulación, indiferente al proyecto que desconoce, no se muestra dispuesta a aceptar restricción semejante. Un instinto —no del todo fuera de razón— dice a los castigados marineros que, aun en el caso de que el almirante conquiste fama eterna hasta la altura de los astros, lo menos tres cuartas partes de ellos, los tripulantes, habrán de reventar, en medio de hambre, frío, indigencia y fatiga, en aras de su triunfo. Si los víveres escasean —refunfuñaban aquellos hombres—, que se ordene la vuelta. ¡Al fin y al cabo se ha llegado más al Sur de lo que jamás consiguiera otro barco! Nadie podrá reprocharles en su país que no hayan cumplido con su deber. Algunos de ellos han sucumbido ya al frío, y ninguno se había alistado para el mar de hielo, sino para las Molucas.
Como respuesta a estos rebeldes discursos, los historiadores del tiempo atribuyen a Magallanes unas palabras que no se avienen con el estilo ceñido y antipatético de aquel hombre: unas palabras que suenan demasiado a Plutarco y Tucídides para ser legítimas. Le hacen decir que le asombra el que, siendo castellanos, demuestren tal flaqueza y olviden que emprendieron la expedición para servir a su rey y a su patria. Cuando le cedieron el mando, él dio por inconcuso que hallaría en los que le acompañaban el espíritu animoso que ha caracterizado siempre a la nación española. Él está dispuesto, por su parte, a morir antes que volver cubierto de oprobio. Tengan, pues, paciencia y esperen que pase el invierno. Cuanto mayores sean los sacrificios, más magnífica será la recompensa de su monarca.
Pero, en la práctica, nunca un bello discurso ha calmado a un estómago hambriento. No es la retórica lo que salva a Magallanes en aquellos momentos críticos, sino la firmeza de su propósito de no pactar ni ceder en lo más mínimo. Se puede decir que provoca desde luego la oposición, a fin de poder romperla con mano dura: ¡vale más una pronta explicación que aumentar el malestar aplazándola! Es preferible verse ante unos enemigos declarados que dejarse acorralar.
* * *
A Magallanes no se le oculta ya que la explicación debe ser inmediata. La tensión de las últimas semanas, el silencio y el acecho entre él y los capitanes había llegado al extremo y se había hecho insoportable aquel ir y venir de cada día, en medio de la frialdad, en el espacio de un mismo barco. Este silencio tenía que estallar en una u otra forma tumultuosa y violenta.
La culpa de esta situación peligrosa recae más bien en Magallanes que en los capitanes españoles, y se ha abusado representando a unos oficiales indómitos, a un pelotón de siniestros traidores, como los eternos envidiosos y enemigos del genio. Los capitanes de Magallanes, en aquellos momentos críticos, no solamente tenían el derecho, sino la obligación de pedirle cuentas de sus propósitos, porque les va en ello no tan sólo su propia vida, sino también la de aquellos hombres que el rey puso a su servicio. Al designar expresamente Carlos V como inspectores de su flota, en Vos cargos de veedor, tesorero y contador, a Cartagena, Mendoza y Antonio de Coca, con el título y el sueldo correspondiente, les imponía la responsabilidad de velar por la hacienda del rey representada en las cinco naves y defender los bienes de la Corona de España, en el caso de que se vieran en peligro. Y en peligro están ahora, en peligro de muerte. Han transcurrido meses y meses y Magallanes no ha encontrado el derrotero prometido, no ha llegado a las Molucas. Nada hay, pues, de ilegal en que, visto el patente abandono de Magallanes, los encargados y asalariados del rey, que se comprometieron con juramento, le exijan, al fin, que levante al menos una punta de su gran «secreto» y ponga los naipes boca arriba entre los oficiales del rey. Lo que exigieron los capitanes del rey era lo más natural: su capitán tenía que acabar, al fin, con tanto secreto, sentarse todos alrededor de una mesa y dilucidar el sucesivo itinerario de la flota, y como resumió más tarde Elcano en el protocolo, «que tomase consejo con sus oficiales e que diese la derrota a donde quería ir».
Pero el desventurado Magallanes —ésta es su pena y su culpa— no puede poner los naipes boca arriba antes de saber si realmente el triunfo está en su mano. No puede ampararse en aquel portulano de Martín Behaim, porque en él se señala el «paso» erróneamente en el grado cuarenta de latitud. No puede confesar, después de haber destituido a Juan de Cartagena, que se ha dejado descarriar por unos informes falsos y los ha llevado, en consecuencia, por falsos derroteros. No puede permitir que le hagan preguntas acerca de la situación del «paso» prometido, porque ni él mismo sabe a aquellas horas la respuesta. Tiene que fingirse ciego, sordo, apretar los labios y tener el puño dispuesto a devolver el golpe, en el caso de que la impertinente curiosidad le presione demasiado. En suma, la situación es ésta: los inspectores del rey están decididos a coger por la manga al tozudo de Magallanes y concluir con sus evasivas, exigiéndole cuenta exacta de sus propósitos en lo sucesivo.
Por su parte, Magallanes no puede reconciliarse consigo mismo, ni permitir que le obliguen a emitir su informe mientras no haya hallado el paso, pues de no obrar así, pierde la autoridad.
Los oficiales tienen, pues, el derecho de su parte y la situación de Magallanes es muy falsa. Si le instan no es por una vana curiosidad, sino por el imperativo del deber. Sea dicho en su honor: los capitanes no atacaron arteramente a Magallanes por sorpresa. Le hacen la última insinuación, dándole a entender que se les acaba la paciencia, y Magallanes pudiera haberlo entendido muy bien. Para atenuar con un gesto sociable y cortesano la exacerbación de los capitanes, los invita solemnemente a oír la misa juntos el domingo de Pascua de Resurrección, y a comer, luego, a su mesa en la nave almirante. Pero los hidalgos españoles no se dejan comprar por una comida. Puesto que el alto señor Fernão de Magelhaes, que se ganó la insignia de caballero de Santiago con puras fanfarronadas, no les ha concedido ni siquiera una entrevista durante nueve meses, haciendo caso omiso de su experiencia de navegantes y de su real empleo, le dan atentamente las gracias sin aceptar la invitación. Mejor dicho, ni las gracias le dan. Queda excluido hasta ese ademán de cortesía. Sin tomarse la molestia de excusarse, los tres capitanes, Gaspar Quesada, Luis de Mendoza y Antonio de Coca, pasan por alto el convite de su almirante, lo olvidan. Las sillas quedan vacías, intactos los platos. Solo, lastimosamente solo, está Magallanes ante la mesa puesta, con su primo Álvaro de Mesquita, a quien, usando de plenos poderes, ha nombrado comandante. Amarga debió de ser aquella comida de Pascua que había preparado como una fiesta de la paz. Los tres capitanes, con su ausencia colectiva, le han arrojado a los pies el guante de desafío. Han declarado abiertamente a Magallanes: «¡El arco está tenso! Ponte en guardia o sé razonable.»
* * *
Magallanes ha entendido la advertencia. Pero nada es capaz de turbar a este hombre de nervios de acero. Sosegado, sin dar a conocer su amargura, permanece a la mesa con Mesquita; da las órdenes acostumbradas en su nave, y con el mismo sosiego tiende por la noche sus pesados y robustos miembros, disponiéndose al sueño. Pronto se apagan todas las luces; inmóviles como enormes bestias negras, aletargados, se adivinan los cinco barcos a la sombra de la bahía; distínguese difícilmente la silueta de cada uno, tan completa es la oscuridad de aquella larga noche de invierno coronada de nubes. Nadie ha visto en medio de la opresora oscuridad, nadie ha oído entre la resaca que, a la media noche, un bote tripulado por un solo hombre se separa sigilosamente de una de las naves y se acerca, sin dejar oír el golpe de los remos, hacia el San Antonio. Nadie sospecharía que los tres capitanes del rey, Juan de Cartagena, Gaspar Quesada y Antonio de Coca están escondidos en el bote que se desliza como contrabandista. El plan de los oficiales aliados es enérgico y calculado. Saben que para reducir a un adversario del tesón de Magallanes es preciso ser potente y prepotente. A esta prepotencia de los capitanes españoles había aspirado Carlos V muy cuerdamente; una sola de las naves, la almiranta, había sido confiada al portugués Magallanes, y puestas premeditadamente por la corte bajo mando español las cuatro naves restantes. Esta proporción que el rey había querido, Magallanes, en verdad, la alteró a su albedrío al quitar el mando del San Antonio, primero, a Juan de Cartagena, y luego, a Antonio de Coca, por «desconfianza», y poner el mando del mismo en manos de su primo Mesquita. Con los dos buques más grandes a su absoluta disposición se sabe, en caso de apuro, dueño de la flota, aun militarmente. Para romper, pues, el frente de defensa de Magallanes; para restablecer la voluntad imperial, sólo hay una salida: apoderarse de nuevo del San Antonio y reducir a la ineficacia el mando ilegal de Mesquita por cualquier medio incruento. Entre los españoles quedarán de nuevo tres a dos frente a Magallanes y podrán impedir al almirante la partida hasta que se avenga a dar las deseadas informaciones a los funcionarios del rey.
Plan excelente en idea, no lo será menos en la ejecución, conocidas las dotes de los capitanes. Surca el bote precavidamente, con sus treinta hombres armados, hacia el confiado San Antonio, que dormita en el puerto sin un mal centinela a bordo, libre de sospechas adversas. Por medio de la escala de cuerda trepan los atacantes, siendo los delanteros Juan de Cartagena y Antonio de Coca. Conocedores de la nave como antiguos capitanes de la misma, hallan a tientas el camino hasta el sitio donde duerme el comandante. Antes de que pueda incorporarse, aturdido, Álvaro de Mesquita ve unos hombres armados que le rodean, le ponen grilletes en los pies y le empujan hacia la cabina del amanuense. Algunos marineros se han despertado y uno de ellos, el maestre Juan de Elorriaga, sospecha la traición. Pregunta bruscamente a Quesada qué es lo que le lleva allí de noche. Pero Quesada, por toda respuesta, sin vacilación, le asesta seis puñaladas, y Elorriaga se desploma bañado en sangre… Todos los tripulantes portugueses son aherrojados. Con esto se da jaque mate a los más fiados partidarios de Magallanes, y para granjearse al resto de la tripulación, Quesada manda franquear las despensas y permite que todos los marineros puedan tomar esta vez una abundante ración de pan y de vino. A no ser por el enojoso apuñalamiento de Elorriaga, que convierte en rebelión sangrienta aquel simple secuestro, el golpe ha sido a satisfacción de los capitanes españoles. Sin cuidado pueden Juan de Cartagena, Quesada Y De Coca remar hacia sus barcos para ponerlos en disposición de luchar, si conviniera; entre tanto, el San Antonio queda confiado a uno cuyo nombre aparece aquí por primera vez: Juan Sebastián Elcano. En esta ocasión se le llama para impedir que se realice la idea de Magallanes; en una segunda ocasión el destino lo elegirá para dar remate a la idea de Magallanes.
Y ahí están las naves, impertérritas otra vez, como grandes bestias que dormitan al amparo de la bahía. Ni un rumor, ni un destello de luz dan idea de lo sucedido.
* * *
Tarde y empañada rompe la aurora en el invierno de aquellas zonas inhospitalarias. Los cinco barcos están quietos en el mismo sitio, prisioneros de la glacial bahía. Ningún signo exterior puede dar a entender a Magallanes que su primo, y el más fiel de los amigos, así como todos los portugueses que iban a bordo del San Antonio, están engrilletados y que los manda un capitán rebelde en lugar de Mesquita. La misma flámula que los otros días tiembla en el mástil, y todo parece invariable visto de lejos. Como cada mañana, Magallanes ordena la labor del día y, como de costumbre, manda un bote del Trinidad a tierra para cargar la provisión de madera y de agua indispensables a los barcos. Como todas las mañanas, este bote aborda, ante todo, al San Antonio, el cual manda regularmente un par de marineros con el mismo objeto. Pero, cosa singular, esta vez, al aproximarse el bote, no les echan, como de costumbre, la escala de cuerda del San Antonio, ni asoma ningún marinero, y cuando los remeros dan voces a los de cubierta para que se den prisa, reciben la chocante respuesta de que no se atenderá en aquel barco ninguna orden de Magallanes y sí únicamente las del capitán Gaspar Quesada. Una respuesta así es bastante asombrosa para que el bote vuelva inmediatamente a la nave almiranta y dé la noticia a Magallanes.
Magallanes abarca enseguida la situación: el San Antonio ha caído en manos de los rebeldes. Se le han adelantado. Pero ni esta sorpresa de muerte es capaz de alterar el pulso ni de embrollar un momento la claridad de su raciocinio. Lo primero que hace es procurar formarse una idea panorámica de la extensión del peligro: ¿cuántos barcos le quedan adictos? ¿Y cuántos son los contrarios? Manda sin demora el bote de una a otra nave. Con exclusión del poco considerable Santiago, decláranse a favor de los rebeldes el San Antonio, el Concepción y el Victoria. Tres contra dos, o, mejor dicho, tres contra uno, ya que, en el caso de un combate, el Santiago no contaría. Parece pues, en su disfavor la partida, y otro cualquiera la abandonaría. En una noche ha quedado anulada la empresa a la cual Magallanes ha dedicado años de su vida. Para proseguir el viaje a lo desconocido cuenta ahora solamente con su nave almiranta. Imposible. No puede renunciar a las otras naves, pero tampoco puede contar con ganarse su obediencia. No es de esperar auxilio de nadie en una zona que la quilla de un barco europeo nunca ha surcado todavía. Sólo le quedan a Magallanes, en esta situación terrible, dos soluciones. Una, la más lógica y dada su posición de inferioridad, la más natural, sería doblegar su rigidez y procurar llegar a una transacción con los capitanes españoles; y la otra, descabellada pero heroica: jugárselo todo a una carta y, a pesar de lo cerrado del horizonte, intentar un golpe, por su parte, encaminado a dividir a los rebeldes.
* * *
Todo habla en favor de la condescendencia. Porque los capitanes españoles no han amenazado todavía personalmente a Magallanes, ni han exigido nada concreto al almirante; sus barcos no demuestran, por ahora, ninguna intención de ataque. Tampoco ellos desean emprender, a miles de millas de su país, una lucha insensata entre hermanos. Se acuerdan muy bien del juramento prestado en la iglesia de Sevilla y conocen perfectamente las infamantes penas impuestas a los actos de rebelión y deserción. Hidalgos como Juan de Cartagena, Luis de Mendoza, Gaspar Quesada y Antonio de Coca, elevados a hombres de confianza del Rey, tienen empeño en volver a España con honor, no manchados con una traición. Por eso no hacen ningún alarde de su mayor número y se declaran, desde luego, dispuestos a la negociación pacífica: con el embargo del San Antonio no han querido iniciar una rebelión sangrienta, sino únicamente obtener, del tan obstinado a callar, una respuesta clara sobre el curso que ha de seguir la flota real en lo sucesivo.
No es, pues, en lo más mínimo, una provocación la carta que Gaspar Quesada, hombre de confianza de los capitanes españoles, manda a Magallanes; es, por lo contrario, una «suplicación»; tal es su humilde título, y empieza con la mayor cortesía justificando las medidas tomadas aquella noche. El mal trato con que los recibió el almirante obligólos a embargar el barco cuyo mando les fue confiado por el Rey. No debía ser interpretado este acto como conculcación del derecho de almirantazgo que Su Majestad confió a Magallanes. Lo único que pretendían era un mejor trato, de tal modo, que si él se aviene a cumplir, como es su deber, este justificado deseo, no solamente le prestarán la obediencia debida, sino que se pondrán a su servicio «con el mayor respeto». Y si hasta allí le habían tratado de «merced», le llamarían en adelante «señoría» y le besarían los pies y manos —dice el texto, con lenguaje grotesco e hinchado.
Tenida en cuenta la evidente superioridad militar de los capitanes españoles, este llamamiento representa una excelente oportunidad. Pero Magallanes ya se ha decidido por lo otro: la solución heroica. Su mirada rápida ha conocido el punto flaco del contrario: la indecisión. Algo debe de haberle revelado, en el tono de la carta, que los jefes de la rebelión no están, en el fondo, dispuestos a jugarse el todo por el todo, y en esta flaqueza ve Magallanes la única inferioridad de los que son superiores en número. Si se saca provecho de esta ventaja, cayéndoles encima como el rayo, tal vez pueda cambiar la suerte y recobrar, gracias a la decisión, lo que se daba por perdido.
Pero es preciso acentuar y repetir que en Magallanes el concepto de decisión tiene un matiz particular. En su caso, obrar con decisión no significa arrojarse sobre algo y atacarlo impulsivamente, sino al contrario: emprender algo en extremo peligroso con el máximo de precaución y cálculo. Los planes más atrevidos de Magallanes son siempre como buen acero, forjado, sí, en la llama de la pasión, pero endurecido luego en la reflexión más moderada; cada vez triunfa de todos los peligros gracias a esta mezcla de fantasía y precaución. El plan queda fijado en un minuto y lo restante del tiempo ha de emplearse exclusivamente en precisar con toda cautela sus particularidades. Magallanes reconoce que debe seguir el mismo procedimiento de los capitanes: ha de apoderarse, al menos, de una nave para volver a ganar ventaja. ¡Pero qué fácil lo tuvieron los capitanes y qué difícil lo tiene Magallanes! Ellos atacaban, en la oscuridad de la noche, a una nave totalmente desprevenida. Dormía el capitán, dormían sus hombres. No había preparada ninguna defensa, ni uno solo de los marineros tenía un arma a su alcance. Ahora es pleno día; recelosos, observan los capitanes desde tres barcos distintos cada movimiento en la nave almiranta de Magallanes, y tienen a punto cañones y bombardas y cargados los arcabuces. Bastante conocen los amotinados el valor de Magallanes para sospechar que muy bien podría intentar un ataque desesperado.
Conocen su valor, pero no su astucia. No sospechan que el diligente calculador puede llegar a emprender lo inverosímil: un ataque en pleno día con un puñado de hombres, contra tres barcos bien pertrechados. Ya es una maniobra genial la de no escoger para el temerario ataque el San Antonio, donde está encadenado su primo Mesquita. Porque, naturalmente, contra éste el ataque era más de recelar. Precisamente porque se espera el golpe a la derecha, Magallanes cae contra la izquierda, no contra el San Antonio, sino contra el Victoria.
Cada particularidad de este contraataque ha sido objeto de meditación. En primer lugar, Magallanes entretiene a los que en bote a remo le han traído la «suplicación» de Quesada, con lo cual se gana en dos sentidos: primero, debilitar la tripulación de los barcos rebeldes restándoles algunos hombres, y segundo, disponer de dos botes en vez de uno, ventaja que parece insignificante, pero que en el ataque se manifestará muy pronto decisiva. Reservando su propio bote, puede ahora con el otro, como tomado en corso, mandar al Victoria, acompañado de cinco hombres, a su incondicional maestre de armas, el alguacil de la flota Gonzalo Gómez de Espinosa, con una carta para el comandante sublevado Luis de Mendoza.
Sin maliciar nada, ven los rebeldes desde sus bien armados barcos el lejano bote que se acerca a remo. Nada sospechan. ¿Cómo podría un bote tripulado por cinco hombres atacar una nave con sesenta soldados bien armados, disponiendo de bombardas y capitaneada por un hombre de la solvencia de Mendoza? Una cosa no han podido observar, y es que los cinco hombres esconden unas armas debajo del vestido, y que Gómez de Espinosa va con un encargo de importancia. Despacio, muy despacio, con una lentitud tasada de antemano, en la que se ha calculado hasta el segundo, sube a bordo con sus cinco soldados y entrega al capitán Luis de Mendoza la invitación de Magallanes, que le llama a una entrevista en la nave capitana.
Mendoza lee la carta. Se acuerda muy bien de la escena cuando Juan de Cartagena fue prendido por sorpresa en el Trinidad como un delincuente. ¡No sería él, Luis de Mendoza, tan majadero que se dejara coger en la ratonera! «No me pillará allí», sonríe durante la lectura de la carta. Pero su sonrisa acaba en un grito ahogado. El puñal del alguacil le ha dado en la garganta un golpe mortal.
En el mismo instante —y aquí se ve con qué fantástica exactitud había calculado Magallanes cada minuto y cada metro de paso a remo de un barco a otro— trepan a bordo del Victoria sesenta hombres con todas las armas, que Duarte Barbosa ha conducido en el otro bote del Trinidad. Fascinados, miran los tripulantes el cadáver de su capitán, a quien el maestre de armas de la flota ha ajusticiado de un solo golpe, y antes de que hayan tenido tiempo de explicarse lo sucedido y formar una decisión, ya Duarte Barbosa se ha hecho cargo del mando y sus hombres ocupan todos los sitios, dando órdenes que la tripulación, angustiosa, ejecuta. En un momento se ha levado el áncora, se han izado las velas, y antes de que los otros dos barcos rebeldes vean el relámpago iluminar el espacio sereno, el Victoria, apresado por su almirante, se acerca ya a la nave almirante para ponerse a su lado. Tres naves: Trinidad, Victoria y Santiago, se oponen ahora al San Antonio y al Concepción, cerrando la boca de la bahía contra cualquier intento de huida de los rebeldes.
Gracias a esta expeditiva maniobra, el platillo de la balanza sube, y la partida es ganada contra toda esperanza. En el espacio de cinco minutos, los capitanes han pasado de nuevo a segundo término; les quedan tres posibilidades: huir, luchar o darse por vencidos. Contra la primera se ha precavido con tiempo el almirante cerrando el paso de la bahía con sus tres naves. En la lucha no hay que pensar, porque el alarde de Magallanes ha hecho trizas el valor de sus contrarios. Son vanos los intentos de Gaspar Quesada, que se presenta de punta en blanco a su gente, en una mano la lanza, y la espada en la otra, para excitarlos al combate. Despavoridos, ya no le siguen. Basta para vencer cualquier resistencia, en el Concepción y en el San Antonio, la sola presencia de un bote tripulado por unos marineros de Magallanes. Al cabo de pocas horas Álvaro de Mesquita anda en libertad y quedan presos los capitanes rebeldes en las mismas cadenas que humillaron al fiel seguidor de Magallanes.
* * *
Rápida como una tempestad estival ha descargado la tensión, y el primer rayo ha aniquilado la sublevación en su raíz. Pero tal vez la lucha visible sea la parte más fácil de la tarea, porque según la ley natural y la guerrera, el hecho no puede quedar sin consecuencias. Un combate terrible se levanta en el ánimo de Magallanes. El Rey le reconoció explícitamente un derecho ilimitado de vida y muerte, pero los principales culpables son también hombres de confianza de la Corona. Si sólo atendiera a la autoridad de que dispone, debería castigar duramente a algunos de los rebeldes, a los cuales no puede castigar. Porque ¿cómo se concibe la continuación de la travesía una vez haya hecho justicia en un quinto de la tripulación? A mil millas del hogar, en un sitio inhospitalario, no puede, como almirante, privarse de cien pobres trabajadores; no tiene más remedio que seguir con los culpables y ganarles el corazón por la bondad, sin que, por otra parte, pueda prescindir de atemorizarlos con un castigo ejemplar.
A fin de manifestar su autoridad con un enérgico escarmiento, Magallanes se decide a sacrificar a uno solo, y elige al único que se había puesto a la cabeza del motín con el acero desnudo: el capitán Gaspar Quesada, que había herido mortalmente a su fiel piloto Elorriaga. El lamentable juicio empieza con todos los requisitos. Son llamados los amanuenses y los testigos para redactar el acta, y con la misma precisión y las mismas formalidades que si estuvieran en una escribanía de Sevilla o de Zaragoza, llenan páginas de un papel que es materia preciosa en aquel desierto que bordea las costas de la Patagonia. Mesquita, como presidente, entabla el juicio, acusando a Gaspar Quesada, ex capitán de la Armada, por homicidio y sedición. Y Magallanes dicta la sentencia. Gaspar Quesada es condenado a muerte, y la única gracia que el almirante otorga al noble español es que la ejecución no sea en garrote, sino bajo el sable. Pero ¿quién será el verdugo? Difícilmente se hallará un voluntario entre los tripulantes. Por fin se improvisa uno, ¡y a qué espeluznante precio! El criado de Quesada puso también sus manos en la agresión a Elorriaga y ha sido declarado culpable. Y ahora se le brinda el perdón en el caso que se halle dispuesto a llevar a cabo la decapitación de Quesada. La alternativa entre ser degollado él mismo o ser el degollador de su patrón debió de levantar un áspero combate en la conciencia de Luis de Molina, el criado de Quesada. Por fin, se declara dispuesto para la ejecución. De un solo golpe separa del tronco la cabeza de su amo para salvar la propia. Los cadáveres de Mendoza y de Quesada fueron descuartizados, siguiendo la costumbre horrible de la época, y los pedazos expuestos en la punta de unas estacas, trasplantando por primera vez al mundo patagónico los escalofriantes usos de la Tower y de otros sitios europeos de ejecución.
Pero otra sentencia le toca dictar a Magallanes, no diremos si más benigna o más cruel que la muerte a filo de espada. También Juan de Cartagena, propiamente el cabecilla de la sublevación, y un sacerdote, en los cuales el rescoldo de la rebelión luce todavía, han sido hallados culpables. Tiembla la mano de Magallanes ante la idea de firmar una declarada sentencia de muerte. El almirante no se atrevería a entregar al verdugo a quien el mismo Rey le puso como adjunto, ni a derramar la sangre de un sacerdote, cuya cabeza fue consagrada con los santos óleos, pues su conciencia de católico se resiste a cargar sobre ella un acto tal. Tampoco es hacedero dejar consumir en las cadenas, a través de la mitad de la tierra, a esos dos principales promotores. Magallanes hurta el cuerpo a la decisión. Cuando la flota se haga nuevamente a la vela, ambos serán dejados en la playa de San Julián, proveyéndolos de vino y víveres para algún tiempo, y sea Dios quien decida de su vida o de su muerte.
* * *
¿Estuvo en lo justo Magallanes, en este juicio a muerte de Puerto de San Julián? ¿No se podría objetar algo a los protocolos que su primo Mesquita hizo levantar allí y que no dejaban lugar a la defensa? ¿Son, por otra parte, justas las declaraciones posteriores de los oficiales españoles en Sevilla, pretendiendo que Magallanes había remunerado al alguacil y a sus hombres con doce ducados por haber dado muerte a Mendoza, adjudicándoles además los haberes de los dos hidalgos muertos? Son afirmaciones a las cuales Magallanes ya no puede alegar ni quitar nada. Casi todos los acontecimientos, al ser descritos, se tiñen con el equívoco, y si desde entonces la Historia ha dado la razón a Magallanes, no olvidemos que la da casi siempre al vencedor, en perjuicio del vencido. Hebbel dijo un día esta frase magnífica «A la Historia le es indiferente cómo suceden las cosas. Se pone al lado del que ejecuta, del ganancioso.» Si Magallanes no hubiera encontrado el paso, si no hubiese llevado a cabo su empresa, la eliminación de los capitanes españoles que protestaron contra su arriesgada aventura sería considerada como un asesinato. Pero como los hechos se cuidaron de dar la razón a su empresa, encumbrándolo a perpetua memoria, los muertos sin gloria pasan al olvido, y si no en lo moral, en lo histórico, el buen éxito de Magallanes ha venido a justificar su dureza e inflexibilidad.
Peligroso ejemplo fue, en todo caso, el cruento juicio de Magallanes para el más genial de sus sucesores, Francisco Drake. Cuando, cincuenta y siete años más tarde, este héroe y pirata inglés se ve amenazado, en un viaje no menos arriesgado, por una sublevación no menos peligrosa, al desembarcar en el mismo desdichado Puerto de San Julián, paga siniestro tributo al querer imitar el modo marcial de Magallanes. Francisco Drake conoce muy bien los acontecimientos de la travesía de su predecesor, los protocolos referentes a la implacable justicia de Magallanes; probablemente vio en Puerto de San Julián el bloque sangriento sobre el cual fue cumplida la sentencia en el sedicioso, cincuenta y siete años antes. Su insumiso capitán se llama Tomás Doughty; lo mismo que Cartagena, había sido aherrojado durante el viaje, y, por rara coincidencia, es dictado el fallo en las mismas playas, en el mismo porto negro de San Julián, y también a la última pena. Pero Francisco Drake deja al que fue su amigo la elección entre la muerte rápida y honrosa por el acero, como la que sufrió Quesada, o ser expuesto al azar de los acontecimientos en aquella bahía, como Juan de Cartagena. Doughty, que también había leído la historia de la expedición de Magallanes, sabe que nunca se halló más rastro de Cartagena ni del sacerdote expuestos a la soledad de aquella playa y elige la muerte cierta, pero rápida, la muerte varonil y noble por la espada. Una vez más rueda por la arena una cabeza —destino eterno de la Humanidad, cuyos hechos memorables han sido casi siempre regados con sangre, siendo los más duros los que mayores resultados han conseguido.