20 septiembre 1519
El 10 de agosto de 1519, un año y cinco meses después de que Carlos, el futuro señor de ambos mundos, firmase el pacto, los cinco barcos dejan, por fin, tras de sí la rada de Sevilla para seguir río abajo hacia Sanlúcar de Barrameda, donde el Guadalquivir desemboca en el mar; aquí ha de tener lugar la última verificación y abastecimiento de la flota. La despedida se ha celebrado en la iglesia de Santa María de la Victoria. Magallanes, después de haber prestado de rodillas el juramento de fidelidad de toda la tripulación reunida, ante una devota multitud, recibe el estandarte real de manos del corregidor Sancho Martínez de Leyva. Tal vez vuelve a su memoria en este instante otro juramento prestado igualmente en una catedral, de rodillas, antes de su primer viaje a Indias. Hacía entonces voto de fidelidad a otra bandera, la portuguesa, y ponía su sangre al servicio de otro rey, Manuel de Portugal, no Carlos de España. Pero, con la misma veneración de entonces al mirar el joven «sobresaliente» al almirante Almeida desplegar la bandera de seda, blandiéndola sobre las cabezas de la multitud arrodillada, miran ahora los doscientos sesenta y cinco hombres a su señor y guía de sus destinos.
En aquel puerto de Sanlúcar, frente al castillo del duque de Medina Sidonia, hace Magallanes su último examen antes de partir hacia lo desconocido. Con el amor solícito y temeroso de un artista que prueba su instrumento, tantea y vuelve a tantear su flota antes de emprender el viaje. Conoce los cinco barcos con la misma exactitud que su propio cuerpo. ¡Qué mala impresión le causaron cuando, recién comprados en un lote, a toda prisa, los vio lastimosos, destartalados, viejos y cansados de navegar! Pero desde entonces se ha hecho muy buena labor; cada uno de los cinco galeones ha sido renovado, sustituido el reblandecido costillaje con nuevas planchas, y, desde la quilla a la punta del palo mayor, encerado y empecinado, calafateado y fregado de nuevo. Magallanes ha golpeado con su propia mano cada pieza, cada tabla, para asegurarse de que la madera no estaba podrida o carcomida, y ha comprobado la calidad y eficacia de cada puerta, cada tornillo, cada clavo. De reforzado lienzo y recién pintadas son las velas que ostentan la cruz de Santiago, patrón de España; renovadas las bisagras, lucientes los metales, y todo limpio y en su lugar; no habría envidioso ni espía que se atreviera ahora a burlarse de los galeones remozados, rejuvenecidos. No se les ha podido prestar una velocidad que no está en ellos, y poco aptos serían para una regata aquellos cúteres panzudos; pero, gracias a su sólida anchura y a su profundo calado, ofrecen mucho espacio para la carga y una cierta seguridad en las travesías difíciles; precisamente por su pesadez pueden arrostrar, según humana previsión, las más crudas tormentas. El mayor entre esa familia de buques reunidos como hermanos es el San Antonio, con sus ciento veinte toneladas. Por algún motivo que desconocemos, Magallanes lo confía al mando de Juan de Cartagena, y elige para sí el Trinidad, que será la nave capitana, a pesar de sus diez toneladas menos. Por orden de magnitud siguen luego el Concepción, con noventa toneladas, al mando de Gaspar Quesada; el Victoria, que hará honor a su nombre, capitaneado por Luis de Mendoza, con ochenta y cinco toneladas: el Santiago, de setenta y cinco, al mando de João Serrão. Magallanes quiso expresamente esa variedad de tipos, porque necesitaba los pequeños, por su menor calado, como embarcaciones de reconocimiento y, a la vez, como avanzada; será preciso, por otra parte, un arte muy marinero para mantener reunida constantemente en mar abierto una escuadrilla de hermanos desiguales entre sí.
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Magallanes va de un barco a otro para examinar, ante todo, la marcha y el cargamento. Subiendo y bajando escalerillas, todo lo tiene inventariado con la mayor exactitud, y todavía hoy podemos convencernos, gracias a los documentos archivados, de la precisión, de la escrupulosidad con que uno de los más fantásticos aventureros de la Historia universal descendió, en sus cuentas y recuentos, hasta el ínfimo detalle. En las extensas actas hallamos registrado, hasta el último maravedí, lo que costó cada martillo, cada cable, cada saquito de sal o resma de papel, y esas frías y correctas columnas de cifras que podrían ser de mano de cualquier escribiente, con todas sus especificaciones y fracciones, nos parecen más ilustrativas que las palabras patéticas acerca del genio de la paciencia que aquel hombre poseía. Como curtido marinero, conocía exactamente Magallanes la enorme responsabilidad de un viaje a lo desconocido. Sabía que el objeto más insignificante que, por ligereza o falta de memoria, queda olvidado al emprender el viaje, ya no puede recuperarse; en este caso particular, el descuido es irreparable: nada reemplaza al objeto; no hay expiación que lo remedie. En las zonas desconocidas a que con ansiedad se dirige, cada rollo de estopa, cada pedazo de plomo, cada gota de aceite, cada hoja de papel, representan algo que ni con todo el dinero, ni con la propia sangre, podría adquirirse: por una pieza de repuesto olvidada, un barco puede quedar, de pronto, fuera de servicio; y por un solo cálculo equivocado, fracasar toda la empresa.
Por eso, la mirada más exigente, la más cuidadosa de esta última revista general, es para las provisiones. ¿Qué es lo que consumen doscientos sesenta y cinco hombres durante un viaje cuya duración no puede presumirse ni aproximadamente? Operación de las más difíciles, ya que uno de los factores —la duración del viaje— se ignora. Únicamente Magallanes —y se guarda de comunicarlo a los tripulantes— tiene idea de que pueden pasar muchos meses, probablemente años, antes de que les sea dado renovar sus provisiones de boca; es preferible pecar por carta de más, y el volumen es importante en relación con el pequeño espacio de cada embarcación. El alfa y omega de la alimentación lo constituye la galleta de barco: veintiún mil trescientas ochenta libras ha mandado cargar Magallanes, que cuestan, junto con los sacos que la contienen, trescientos setenta y dos mil quinientos diez maravedíes; hasta donde llegue la humana previsión, este colosal racionamiento puede durar dos años. Al leer la lista de provisiones de Magallanes, más bien se imagina un trasatlántico moderno de veinte mil toneladas, que cinco cúteres pesqueros sumando en total unas quinientas o seiscientas toneladas —diez toneladas de aquella época equivalen a once de las actuales—. ¡Qué no habrá amontonado en el espacio estrecho y húmedo! Cerca de los sacos de harina, de judías, lentejas, arroz y todas las legumbres imaginables, hay cinco mil seiscientas libras de carne y de tocino, doscientos barriles de sardinas, novecientos ochenta y cuatro quesos, cuatrocientas ristras de ajos y cebollas; agréguese toda clase de sabrosos requisitos, como mil quinientas doce libras de miel, tres mil doscientas libras de uva de Málaga, pasas y almendras; abundancia de azúcar, vinagre y mostaza. Siete vacas —pero poco vivirían los buenos cuadrúpedos— son subidas a bordo todavía a última hora: con ellas hay leche a discreción para los primeros tiempos, y, para lo sucesivo, carne fresca comestible. Pero a los recios muchachos les importa más el vino como bebida habitual. Para mantener los ánimos de la tripulación, Magallanes mandó comprar en Jerez lo mejor de lo mejor, y nada menos que cuatrocientos diecisiete odres y doscientos cincuenta y tres toneles, con lo que quedaba asegurado teóricamente por dos años la bebida en la mesa de los marineros.
Con la lista en la mano anda Magallanes de un galeón a otro y de uno a otro objeto. ¡Cuántos afanes le costó reunir, examinar, calcular y pagar todo aquello! ¡Qué de luchas durante el día con las oficinas y los comerciantes, y qué angustias por las noches con la idea de que algo ha quedado olvidado o mal repartido! Pero parece que ya nada falta de lo que necesitarán para el viaje doscientos sesenta y cinco estómagos. Se ha provisto a lo que será el reparo de los hombres. Los barcos son también como seres vivientes y mortales. La tempestad rasga las velas, tira de los cables y los desgaja; el agua de mar muerde la madera y oxida el acero; el sol marchita los colores; la oscuridad gasta el aceite y las velas. Cada pieza del equipo supone otras de recambio; el áncora y el cordaje, la madera, el hierro y el plomo, los troncos para labrar nuevos mástiles, la tela de saco para renovar el velamen. No menos de la carga de madera que cabe en cuarenta carros llevan los barcos para la rápida reparación de cualquier desperfecto, para renovar las planchas y el costillaje, además de alquitrán, pez, cera y estopa a toneladas para tapar las junturas; no falta, naturalmente, el indispensable arsenal de tenazas, sierras y taladros, tornillos, palas y martillos, clavos y picotas. Amontónanse millares de anzuelos, docenas de arpones y abundante reserva de redes para coger los peces que han de ser, al lado del pan el alimento principal de la tripulación. Se ha pensado en hacer frente a las tinieblas con ochenta linternas pequeñas y mil cuatrocientas libras de velas, sin contar los gruesos y pesados cirios para la misa. También se ha calculado para largo plazo en los artículos de utilidad náutica: brújulas y agujas, relojes de arena y astrolabios, cuadrantes y planisferios, preciados instrumentos insustituibles; y se dispone de quince libros en blanco para los empleados que hacen los cálculos —porque, ¿cómo proveerse de papel durante el viaje, a no ser en China?—. Contando con los incidentes desagradables, no faltan las cajas de medicamentos, los aparatos de salvamento, las manillas y cadenas para los insumisos; y también se ha atendido a la diversión, con tambores y tamboriles, a los cuales no dejarían de acordarse un par de violines, pífanos y gaitas.
Es esto una reducida muestra del catálogo, verdaderamente homérico, del equipo naval de Magallanes, que sólo se refiere a algunas cosas esenciales de las mil que los hombres y sus embarcaciones requieren para un viaje cuyas circunstancias escapan a toda previsión. Pero no es por curiosidad únicamente por lo que el futuro dueño de ambos mundos manda hacia lo desconocido una flota que importa, con todo su pertrecho, hacia los ocho millones de maravedíes; estos cinco barcos no han de aportar al Consorcio sólo unos resultados cosmográficos, sino también tanto dinero como sea posible. Es preciso llevar abundantes artículos, y bien elegidos, para trocarlos por las mercancías tan anheladas. Nadie como Magallanes conoce, por sus viajes a Indias, el gusto ingenuo de los hijos de la Naturaleza. Le consta que hay dos cosas que hacen efecto en todas partes: el espejo, dentro del cual el habitante de la tierra, sea negro, moreno o amarillo, ve con asombro su propia cara, y luego, las campanillas y los cascabeles, encanto eterno de las almas infantiles. No menos de veinte mil de esos sonoros chirimbolos lleva la flota consigo, junto con novecientos espejos pequeños y diez grandes —de los cuales, por desgracia llegarán rotos la mayor parte— y cuchillos made in Germany que la lista subraya en estos términos: «400 docenas de cuchillos de Alemania, de los peores», cincuenta docenas de tijeras y, naturalmente, los imprescindibles pañuelos de bolsillo de vivos colores, y las caperuzas encarnadas, los brazaletes de latón, la pedrería falsa y los abalorios. Pónense aparte, así como otros trapos chillones de lana y de terciopelo, un par de trajes turcos; en conjunto, la más infame pacotilla, tan poco apreciada en España como las especias en las Molucas, pero que llena idealmente la función mercantil, de modo que tanto el comprador como el vendedor mejoran en el trueque diez veces el valor de la mercancía que ofrecen, haciendo ambos fuertes ganancias.
Peinetas y caperuzas, espejos y juguetes, sólo entran en juego, naturalmente, en el caso afortunado de que los indígenas se hallen dispuestos a alternar pacíficamente. Pero también se ha provisto holgadamente para el caso contrario, o sea el de la posible hostilidad. Cincuenta y ocho cañones, siete largos falcones, tres pesados morteros, asoman su adusta facha por las aberturas, y pesan en el vientre de las naves abundantes balas de hierro y de piedra, así como el plomo a toneladas para fundir otras. Mil lanzas, doscientas picas y doscientos escudos expresan una terminante decisión, sin contar con que la mitad de la tripulación tiene su equipo de cascos y corazas. Dos arneses fueron encargados a Bilbao para el almirante, que le visten de acero de pies a cabeza: así puede presentarse a los pueblos extraños como un invulnerable ser sobrenatural. La expedición, pues, considerada militarmente, aunque el plan y el carácter de Magallanes sean ajenos a la intención guerrera, no va peor equipada que la de Hernán Cortés, que conquistaba en el mismo verano de 1519 un vasto Imperio en el otro extremo del mundo, con un puñado de hombres. Un año heroico parecía alborear para España.
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Insistente, y con la vigilancia e imperturbable perseverancia que le caracteriza, Magallanes ha comprobado por última vez las condiciones náuticas la carga y el aderezo de las cinco naves. ¡Una ojeada más a la tripulación! No ha sido fácil reclutarla. Han pasado semanas y más semanas antes de reunirla, cruzando callejas, entrando en las tabernas, siguiendo los más intrincados vericuetos del barrio del puerto. Harapientos, asquerosos, indisciplinados, se arrimaron a él. Hablan el más enmarañado volapuk: español, éste; italiano, aquél; francés, el de más allá; otros, el portugués, el griego, el catalán y el alemán. Ha de pasar tiempo todavía antes de que esté cocido este rancho, antes de formar con la una tripulación dispuesta en la que se pueda confiar. ¡Él los tendrá en un puño al cabo de un par de semanas a bordo! Quien ha sido durante siete años un simple «sobresaliente», marinero y hombre de guerra a la vez, sabe cómo se contenta a los marineros y lo que de ellos puede exigirse. No le preocupa al almirante su tripulación.
Pero cuando ve mandar en los otros barcos a los tres capitanes que le han asignado, experimenta una tirantez que se acerca a la cólera. Instintivamente, sus músculos se ponen más tensos, como los de un luchador inmediatamente antes de empezar el combate. ¡Con qué semblante frío y altanero, con qué mal encubierto desprecio —tal vez con toda intención mal encubierto— le mira, al pasar, el veedor, el real inspector Juan de Cartagena, al cual tuvo que traspasar el mando del San Antonio, en lugar de Faleiro! No hay duda de que Juan de Cartagena es un navegante de categoría y experto y que ni su honorabilidad ni sus ambiciones pueden ignorarse. Pero ¿conseguirá el noble castellano no excederse en esas ambiciones? Primo del obispo de Burgos, investido por el rey con el título de conjuncta persona que tenía Faleiro, ¿le será sumiso a él, a Magallanes, como ha jurado? Lo mira, y no puede menos de acordarse de las palabras que Álvares le susurró: que otros, además de él, llevaban en el bolsillo amplios poderes, de los cuales se enteraría cuando ya sería demasiado tarde para su honor. No es menor la hostilidad con que le mira Luis de Mendoza, que tiene a su mando el Victoria. Una vez, en Sevilla, le negó obediencia descaradamente y, así y todo, Magallanes no pudo despedir al enemigo secreto que el rey le había agregado como tesorero. No, poco significa que todos esos oficiales le hayan jurado solemnemente fidelidad y obediencia en la catedral de Santa María de la Victoria, a la sombra del estandarte; en lo intimo del alma son sus enemigos y le tienen envidia. Conviene guardarse de esos hidalgos españoles.
Ha tenido la suerte, a pesar de todo, de poder soslayar el rescripto real y la enojada protesta de la «Casa de Contratación», dejando colarse en la flota a treinta portugueses entre ellos un par de fiados amigos y parientes. Ahí está, antes que nadie, Duarte Barbosa, su cuñado, experto en expediciones; Álvaro de Mesquita, también pariente, y Estevão Gomes, el mejor piloto de Portugal. Ahí está João Serrão, que consta como español en la lista y ha estado en la Castilla del Oro, participante en las expediciones de Pizarro y de Pedro d’Arias, pero que por algún lado debe de ser su compatricio, siquiera por el parentesco con Francisco Serrão, el amigo entrañable de Magallanes. También representa una buena adquisición la presencia de João Carvalho, que conoce el Brasil desde muchos años antes, y viene ahora a bordo en compañía de un hijo que le nació allá de una esposa brasileña de tez morena. Ellos pueden ser, gracias a conocer el idioma y el sitio, los más excelentes vanguardistas; si, por otra parte, lograran llegar, por encima del Brasil, a las islas de las especias y a Malaca, en la zona del lenguaje malayo, les haría de intérprete Enrique, el criado esclavo de Magallanes. Éste se encuentra, pues, entre los doscientos sesenta y cinco, con media o una docena de hombres incondicionalmente adictos. No es mucho. Pero quien no puede elegir, ha de correr el riesgo contra el número y las circunstancias del momento.
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Aquilatando severamente en su interior cada particularidad, calculando sin tregua, Magallanes intentaba puntualizar quién estaría a su lado y quién estaría contra él en el caso decisivo. Pero, de pronto, desaparece la tensión y sonríe a pesar suyo. ¡Dios mío! ¡Había estado a punto de olvidarse de aquel excelente, de aquel superfluo que le había llovido del cielo a última hora! Tenía que ser una bendita casualidad que el joven italiano, sosegado y modesto, Antonio Pigafetta, miembro de una familia notable de Vicenza, se escurriera en medio de la abigarrada sociedad de aventureros, buscones, rapiñadores y desperados. Llegado a Barcelona con el séquito del protonotario papal en la corte de Carlos V, el caballero, barbilampiño todavía, oyó hablar de la misteriosa expedición que por unas rutas desconocidas ha de cumplir objetivos y llegar a zonas todavía no alcanzadas. Tal vez en su nativa Vicenza, Pigafetta había leído ya el libro de Vespucio impreso en 1507 sobre los Paese novamente retrovati, en el cual el autor habla del placer que experimenta en andare a vedere parte del mondo a le sue meraviglie. O quién sabe si contribuyó al entusiasmo del joven italiano el muy leído Itinerario de su compatriota Varthema. Muévele poderosamente la idea de poder contemplar por sus propios ojos las cosas grandiosas y escalofriantes del océano. Carlos V, a quien se dirige para rogarle que le deje tomar parte en la misteriosa expedición, lo recomienda a Magallanes, y, de pronto, comparece entre aquellos lobos de mar, codiciosos aventureros, un idealista de los más singulares, que no se arriesga por amor al dinero, sino por una auténtica pasión de trotamundos; que empeña su vida en la aventura como dilettante, en el sentido más bello de la palabra, o sea por su diletto, por el puro goce de ver conocer y admirar.
Pero, en realidad, este excedente, este superfluo, es el que más importa a Magallanes de los que participan en la expedición. Porque, si alguien no lo describe, ¿qué valdrá un hecho? Un hecho histórico no halla su cumplimiento en la ejecución inmediata sino en la circunstancia de ser transmitido al porvenir. Lo que se llama Historia no consiste en la suma de todos los hechos significativos que se han producido en el espacio y en el tiempo; la Historia del mundo sólo abarca el pequeño sector que la expedición poética o sabia logró iluminar. Nada sería Aquiles sin Homero, y toda figura es sombra y los hechos se disuelven como la onda líquida en el mar inmenso si no existe el cronista que los hace permanentes en su descripción o el artista que les da nueva forma. Tampoco de Magallanes y de sus hechos sabríamos gran cosa si no tuviéramos más documentos que la Década de Pedro Mártir, la ceñida carta de Maximiliano Transilvanus y el par de apuntes y las libretas de a bordo de los diversos pilotos. Es este modesto caballero de Rodas, el excedente, el superfluo, quien ha puesto en evidencia para la posteridad la gesta de Magallanes.
No era, en verdad, nuestro bravo Pigafetta ni un Tácito ni un Livio. Como en el arte de la aventura, tampoco pasó de aficionado en el de la pluma. Simpático él, no se puede decir que sea su fuerte el conocimiento de los hombres. Como si hubiera estado durmiendo en medio de la tensión de ánimo trascendental entre Magallanes y los otros capitanes de la flota. Pero precisamente porque le importan poco esas correspondencias, Pigafetta observa más cuidadosamente las particularidades y las apunta con la vigilante pulcritud del muchacho a quien dan como deber la descripción de su paseo dominical. No siempre podemos fiar en él, porque a veces, en su ingenuidad, los viejos pilotos, que adivinan enseguida en sus trazos al bisoño, le dan gato por liebre; pero de ese poco de fábula y de inexactitud nos compensa de sobra Pigafetta con la curiosidad solícita que le guía en la descripción de cada pormenor; el haber llegado a tomarse la molestia de interrogar, estilo Berlitz, a los patagones, reservó al modesto caballero de Rodas, sin que él mismo lo sospechara, la gloria histórica de haber redactado el primer vocabulario de expresiones americanas. Pero un honor más alto le esperaba: el de que nada menos que Shakespeare echara mano, para su Tempestad, de una escena del libro de viaje de Pigafetta. ¿Qué suerte mejor puede caber a un escritor mediocre que la de instar al genio a tomar de su obra efímera un destello para la suya imperecedera, levantando así, en su vuelo de águila, un nombre insignificante a las esferas eternas?
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Magallanes ha terminado su ronda de inspección. Con la conciencia tranquila puede decir: «Todo lo que un mortal es capaz de calcular y prever, lo tengo calculado y previsto.» Pero la aventura de un viaje de descubrimiento exige poderes más altos que todo lo que puede ser medido y pesado. El hombre que intenta fijar con la mayor exactitud todas las posibilidades del éxito, ha de tomar también en consideración el final más probable de un viaje tal, o sea: no volver de él. Por eso Magallanes, luego que ha convertido en acción su propósito, redacta su última voluntad dos días antes de la partida.
No puede menos de sentirse conmovido quien lea ese testamento de Magallanes. Porque, generalmente, el que dicta su última voluntad conoce, al menos aproximadamente, la extensión de sus bienes. ¿Cómo podía Magallanes calcular, ni siquiera aproximadamente, lo que dejaría en herencia? Aún guardan los astros el secreto de si dentro de un año será un mendigo o uno de los hombres más ricos de la Tierra. Todo su haber consiste en aquel pacto con la Corona. Si el viaje es venturoso, si Magallanes da con el legendario «paso», alcanza las islas de la especiería y vuelve de allí con rico cargamento, este que ahora zarpa como pobre aventurero volverá al solar sevillano convertido en un Creso. Y si por el camino descubre unas islas, sus hijos y nietos podrán añadir a tanta riqueza un título hereditario; serán gobernadores y adelantados. Pero si se equivoca en la ruta, si los barcos se estrellan, su esposa y sus hijos levantarían las manos en las puertas de las iglesias implorando la caridad de los fieles para no morirse de hambre. Sólo unos poderes superiores, los mismos que guían el viento y las olas, pueden decidir. Y Magallanes, fervoroso católico, se humilla ante la voluntad inescrutable de Dios. Por eso, antes que a los hombres y a los poderes terrenales, ese testamento conmovedor se dirige «al alto y omnipotente Dios Nuestro Señor, que no tiene principio ni fin». Hablan en este testamento, primero, el cristiano; luego, el hidalgo; y sólo al final, el marido y el padre.
Pero un Magallanes nunca será oscuro o embrollado ni aun en medio de las piadosas disposiciones, y dedicará a la vida de más allá el mismo arte de previsión asombrosa que en las cosas de la vida terrenal. Todas las probabilidades están calculadas y escalonadas cuidadosamente. «Cuando esta mi vida actual acabara y empezara la eterna», desea «que lo entierren con preferencia en Sevilla, en el convento de Santa María de la Victoria, en su tumba de propiedad». Si le alcanza la muerte durante el viaje y no fuera posible trasladar su cuerpo al hogar, «den el último descanso a mi cuerpo en la iglesia más próxima dedicada a la Madre de Dios». Con tanta precisión como piedad, reparte el creyente cristiano los legados religiosos. Un décimo de aquella quinta parte del contrato ha de ser dividido en partes iguales entre el convento de Santa María de la Victoria, el cenobio de Santa María de Montserrat y el de Santo Domingo, en Oporto; mil maravedíes a la capilla sevillana donde recibió la sagrada comunión antes de la partida, y en el cual, Dios mediante, pensaba recibirla también a su regreso; un real de plata a la Santa Cruzada, otro real de plata para la Redención de Cautivos Cristianos en manos de los infieles, otro real de plata al Hospital de San Lázaro y un cuarto y quinto reales al Hospital de las Bubas y a la Casa de San Sebastián, a fin de que los que reciban las limosnas «rueguen allí a Dios Nuestro Señor por mi alma». Treinta misas han de ser rezadas ante su cadáver, y otras tantas, treinta días después de su sepultura en Santa María de la Victoria. Aparte esas honras, dispone «que en este día de mi sepultura tres pobres sean vestidos, recibiendo cada uno un traje de tela gris, una gorra, una camisa y un par de zapatos, para que recen a Dios por mi alma. Y deseo que en tal día sea dada comida no tan sólo a esos tres pobres, sino a otros doce, para que recen igualmente a Dios por mi alma, y que sea repartido un ducado de oro como limosna para las ánimas del purgatorio».
Una vez que la Iglesia ha tenido piadosa parte en su herencia, se espera que su última voluntad se dirigirá por fin a la esposa y al hijo. Pero el hombre profundamente religioso dispone todavía antes, de modo conmovedor, del destino de su esclavo Enrique. Tal vez ya anteriormente su conciencia se había detenido en considerar si a un verdadero cristiano le es licito tener como de su propiedad un esclavo, ni más ni menos que si se tratara de un pedazo de tierra o de una prenda de vestir, mayormente si ha recibido el bautismo cristiano, convirtiéndose así en un hermano de religión, un ser con alma inmortal. Magallanes no quiere presentarse ante Dios con semejante inquietud espiritual; por eso dispone que «desde el día de mi muerte, mi cautivo y esclavo Enrique, nacido en la ciudad de Malaca, de unos veintiséis años de edad, quede libre de todo oficio de esclavitud o sujeción y proceda a su albedrío. Deseo además que de mi herencia sean destinados diez mil maravedíes en dinero constante a su sostenimiento. Le aseguro esta herencia porque se hizo cristiano, y a fin de que rece a Dios para la salud de mi alma».
Hasta después de considerar tan fervorosamente lo de la otra vida y dispuesto «las buenas obras que aun para los más pecadores pueden ser intercesoras en el juicio final», no pasa Magallanes a referirse, en el testamento, a su familia. Pero también en este punto precede al cuidado de los bienes una disposición acerca de algo inmaterial: la conservación de sus blasones y el nombre de su estirpe; hasta el segundo y el tercer miembro dispone Magallanes —¡oscuro presentimiento!—, los sucesores de su hijo en los títulos, en el caso que éste no le sobreviviera. Como el cristiano, el hidalgo demuestra también, en esta voluntad íntima, el anhelo de inmortalidad.
Después de todo esto, procede Magallanes a la partición de los bienes —meciéndose éstos, inciertos todavía, entre las olas y el viento— a su esposa y a su hijo: con un carácter de letra seguro y rígido como él mismo, firma el almirante: «Hernando de Magallanes». Pero el destino no se deja atar con una rúbrica ni apaciguar con Juramentos. Su voluntad dominadora es más fuerte que el más fervoroso anhelo humano. Ninguna de las disposiciones de Magallanes llegó a realizarse; su última voluntad queda reducida a una hoja baldía, sin la menor eficacia. Los que nombró como herederos no heredarán, los pobres de que se ha acordado no tendrán los prefijados consuelos; su cuerpo no recibirá sepultura en ninguno de los sitios que él dispuso, y sus blasones serán como perdidos. Únicamente la acción a que él mismo puso fin sobrevivirá al Viajero del mundo y será la Humanidad su única heredera.
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Queda cumplido el último deber en el hogar y viene la despedida. Tiembla junto a él la esposa, a cuyo lado ha conocido durante un año y medio la verdadera felicidad por primera vez en su vida. La mujer tiene al hijo en brazos y los sollozos sacuden su cuerpo, nuevamente bendecido. La abraza por última vez y luego le estrecha la mano a Barbosa, un hijo del cual, el único, se lleva Magallanes como partícipe de su aventura. Y enseguida, rápidamente, para que las lágrimas de la mujer que deja allí no reblandezcan su temple, se precipita en el bote que ha de llevarle a Sanlúcar, donde le espera la flota. Una vez más, Magallanes confiesa en la pequeña iglesia de Sanlúcar y recibe la sagrada eucaristía, junto con todos los tripulantes. A la luz del amanecer —es un martes, 20 de septiembre de 1519, fecha memorable en la Historia del mundo— retiñen las áncoras, trepidan las velas y retruenan los cañones, mientras la tierra se va perdiendo de vista: el más extenso viaje de descubrimiento, la aventura más atrevida en la Historia de la Humanidad, ha empezado.