Una idea que se realiza

20 octubre 1517 - 22 marzo 1518

Magallanes está frente a frente de la responsabilidad de su decisión. Tiene un plan atrevido como ningún otro navegante de la época haya abrigado en su alma, y con él la seguridad —o tal le parece, al menos— de que gracias a sus informaciones particulares ha de conseguir el objetivo. Pero ¿cómo convertir en realidad una empresa tan costosa y erizada de peligros? Su propio rey le ha quitado de delante, y puede apenas contar con el apoyo de los armadores portugueses que simpatizan con él, porque no se arriesgarán a confiar el mando a un hombre caído en desgracia en la corte. Sólo queda un camino: dirigirse a España. De allí únicamente puede esperar Magallanes un apoyo; es la única corte para la cual su persona puede ser valiosa, pues no solamente aporta a la misma las preciadas informaciones de la Tesorería de Lisboa, sino que brinda también a España lo que no importa menos a la empresa: un título moral. Su colega Faleiro ha calculado —cálculo erróneo, como errónea era la información que tenía Magallanes— que las islas de las especias han de caer fuera de la opción portuguesa, en la zona que el Papa destina a España en su partición, y, por lo tanto, vendrán a ser patrimonio de la corona española y no de la portuguesa. Las islas más opulentas del mundo y el camino más corto para llegar a ellas es la dote que brinda a Carlos V el pequeño capitán portugués. Si en alguna parte ha de ser dado curso a su idea es en la corte española. Sólo en ella podrá realizarse el hecho magno, la obsesión de su vida, aunque sea al precio del mayor dolor. Porque bien sabe Magallanes que, dirigiéndose a España, pierde en Portugal sus títulos de caballero y de portugués. No será más Magelhaes. Sabe que tendrá que arrancarse este nombre como quien se arranca la piel, y que su rey y sus compatriotas le considerarán traidor y deshonrado tránsfuga durante generaciones. La voluntaria expatriación de Magallanes y su desesperado ofrecimiento de servicio al extranjero no son comparables con el modo de proceder de un Colón, de un Cabot, de un Cadamosto o de un Vespucio, aunque también éstos salieron con flotas extranjeras. Porque Magallanes no sólo abandona su patria, sino que también —no se puede pasar en silencio— la perjudica, puesto que pone en las manos del más enconado rival de su rey las islas de las especias, que ya sabe ocupadas por sus compatriotas; su proceder es más que osado: está totalmente falto de patriotismo, por cuanto procura, allende sus fronteras, unos secretos náuticos adquiridos simplemente gracias a la entrada en la Tesorería de Lisboa. Traducido al lenguaje contemporáneo: Magallanes, en su calidad de hidalgo portugués y ex capitán de la flota portuguesa, cometía un delito no menor que si en nuestros días un oficial entregara unos mapas del Estado Mayor y planos de movilización a una nación rival. Y lo único que infunde una cierta grandeza a su turbio proceder es el no haber pasado la frontera cobardemente y receloso como un contrabandista, sino con la visera levantada y consciente de todas las injurias que su paso al otro lado va a acarrearle.

Pero el hombre creador se mueve más allá de lo estrictamente nacional. Quien ha de realizar una acción o llevar a cabo un descubrimiento que toda la Humanidad reclama, ya tiene por patria su obra más bien que su misma patria. En último término se sentirá responsable únicamente ante la empresa misma que le es encomendada, y antes le será tolerado que menosprecie los intereses estatales y pasajeros que la íntima obligación que le imponen su particular misión y su personal aptitud. Magallanes, al cabo de años de fidelidad a su patria, en medio del camino de la vida, reconoce su tarea ineludible. Ya que su patria se niega a ayudar a la realización de la misma, se ve obligado a hacer patria de su propia idea. Decidido, renuncia a su nombre y al honor de ciudadano para levantarse y andar hacia un hecho inmortal, consecuente con su propósito.

Ha pasado para Magallanes el tiempo de la espera, de la paciencia y de los proyectos. En otoño de 1517 empieza la realización de su atrevido propósito. Dejando de momento en Portugal a su colega Faleiro, menos animoso que él, atraviesa Magallanes el Rubicón de su vida: la frontera española. En 20 de octubre de 1517 llega a Sevilla, acompañado de su esclavo Enrique, que le sigue hace años como su sombra. No es Sevilla, en aquel entonces, residencia del rey de España Carlos I, a quien conocemos como Carlos V en calidad de rey de ambos mundos; el monarca de dieciocho años acaba de llegar de Flandes a Santander, en su jornada hacia Valladolid, donde habrá de reunir las Cortes desde mediados de noviembre. Magallanes no sabe dónde pasar el tiempo de espera mejor que en Sevilla, porque su puerto es como el umbral de la nueva India; salen de las riberas del Guadalquivir la mayoría de los veleros que van a Occidente, y es tal la afluencia de compradores, capitanes, corredores y factores, que el rey manda erigir una Casa del Comercio propia: la famosa «Casa de Contratación», o «Casa de Indias» —domus indica—, o «Casa del Océano». Reúnense en ésta para su custodia todas las actas y mapas, todas las anotaciones e informes de todos los navegantes y mercaderes —Habet rex in ea urbe ad oceana tantum negotia domum erectam ad quam euntes, redeuntesques visitores confluunt—. La Casa de Indias es, a la vez, Bolsa de mercancías y agencia de navegación, y ningún nombre le sentaría mejor que el de Cámara de Comercio marítimo, un centro de consulta y de información, donde se relacionan, bajo la inspección del Estado, los hombres de negocios que financian las expediciones, por una parte, y, por otra, los capitanes dispuestos a conducirlas. Quien proyectase una nueva empresa bajo pabellón español habrá de presentarse, primero, en la «Casa de Contratación» en demanda de permiso o de apoyo.

No hay mejor testimonio de la extraordinaria facultad de reserva de Magallanes y de su genial capacidad de callar y esperar, que el aplazamiento de esta indispensable diligencia. Nunca extravagante, jamás excediéndose en el optimismo ni mintiéndose a sí mismo vanidosamente, sino más bien calculador constante, psicólogo y realista, Magallanes pone en la balanza sus garantías personales y decide que no son de suficiente peso. Sabe que sólo entrará con buen pie en la «Casa de Contratación» si otros le preparan antes el terreno. Porque a él ¿quién le conoce allí? El haber viajado siete años por Oriente y luchado a las órdenes de Almeida y Alburquerque no significa gran cosa en una ciudad cuyas tabernas y mesones hormiguean de aventurados y desesperados, y donde viven todavía los capitanes que navegaron al lado de Colón, de Corterreal y de Cabot. Tampoco son recomendaciones que pueden ayudarle el llegar de Portugal y no haber logrado entenderse con su rey, y el ser emigrante y, en un sentido más estricto, fugitivo. No; la «Casa de Contratación» no depositará en él, el innominado, el fuoruscito, ninguna confianza; por eso Magallanes no traspone el umbral. Le basta su experiencia para saber lo que hace falta en un caso semejante Ante todo, como los proyectistas y proponentes en general, necesita «relaciones» y «recomendaciones». Antes de empezar las negociaciones con los que tienen el poder y el dinero, es preciso que poder y dinero le guarden las espaldas.

Al precavido Magallanes le parece una relación imprescindible de tal naturaleza la que entabló ya antes de su salida de Portugal. En la casa de Diego Barbosa, otro portugués que renunció a su nacionalidad y está al servicio de España como alcaide del Arsenal hace catorce años, es recibido desde luego cordialmente. Muy considerado en toda la ciudad, caballero de la Orden de Santiago, resultó para el recién llegado un ideal fiador. Existen bastantes datos que coinciden en establecer el parentesco de Barbosa y Magallanes, pero lo que desde el primer momento estrecha el vínculo entre ambos, mejor que cualquier parentesco de tercer grado, es el hecho de ser Diego Barbosa, desde bastantes años antes que Magallanes, viajero de Indias. Su hijo, Duarte Barbosa, ha heredado la pasión de la aventura. También él ha atravesado en todos los sentidos las aguas índicas, persas y malayas, y dejó un libro de viaje muy estimado en su tiempo, O livro de Duarte Barbosa. Estos tres hombres contraen pronta amistad. Si todavía hoy los oficiales de colonias o soldados que han luchado en el mismo sector durante la guerra, forman toda la vida como un gremio cerrado, ¡cuánto más debieron de sentirse unidos en aquel tiempo el par de docenas de veteranos del mar, salvados por milagro y vueltos al hogar, de aquellos azarosos y mortíferos viajes! Barbosa insta, hospitalario, a Magallanes para que se quede a vivir con él; su hija Bárbara no tarda mucho en sentir preferencias por el hombre de treinta y siete años, enérgico y autoritario. Antes de acabar el año, Magallanes pasa a ser yerno del alcaide, asegurándose con ello simpatía y arraigo en Sevilla. El que arriesgó su personalidad portuguesa toma ahora carta de naturaleza en España. Ya no es el refugiado, sino el «vecino de Sevilla», donde está en su casa. Acreditado por su amistad y su pronta alianza con los Barbosa, escudado en la dote de su mujer, que importa 600.000 maravedíes, puede ahora sin vacilaciones franquear el umbral de la «Casa de Contratación». No existen noticias fidedignas acerca de las relaciones que con ella debió de tener, ni de la acogida que debieron de dispensarle. No sabemos lo que Magallanes, comprometido por su juramento con Ruy Faleiro, llegaría a confiar de su proyecto a la Comisión, y probablemente es incierto, por burda analogía con el caso de Colón, el rumor de que sus propósitos fueron rechazados ásperamente por la comisión, o que ésta estuvo a punto de tomarlos a risa. Sólo sabemos de cierto que la «Casa de Contratación» no quiso o no pudo participar en la empresa del desconocido bajo propia responsabilidad y riesgos. Los profesionales en el orden comercial han de desconfiar de todo lo que se sale de lo ordinario, y otra vez se llevó a cabo uno de los logros definitivos de la Historia no gracias al apoyo de los organismos adecuados, sino a pesar de ellos.

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La Casa de Indias no patrocinó la empresa de Magallanes. De las muchas puertas que median hasta la sala de audiencia del rey, ni siquiera la primera se abrió. Debió de ser un día muy siniestro para Magallanes. En vano el viaje, en vano las recomendaciones y los cálculos expuestos; inútiles la elocuencia y la pasión que, a pesar suyo, le domina: los tres profesionales que forman la Comisión no llegan a ponerse de acuerdo con él ni a hacerse cargo de su proyecto.

Pero, en la guerra, a menudo un general que se creía vencido, ya dispuesto a abandonar el campo, ve acercarse un mensajero cual un ángel que le anuncia la retirada del enemigo, abandonándole así la plaza y dándole con ello la victoria. Un minuto, y los dados se vuelven, de pronto, en su favor, y se halla transportado, desde los abismos, a las cumbres de la felicidad. Un minuto así vive ahora Magallanes al recibir el inesperado mensaje enterándole de que uno de los tres miembros de la Comisión que, por su hosca actitud, le pareció que hacía causa común con los otros, sentíase muy interesado en el proyecto, el cual había escuchado con atención. Juan de Aranda, el «factor», el director de la «Casa de Contratación», tiene un gran deseo de oír en privado algo más de aquel plan interesantísimo y que él cree rico en perspectiva. Que Magallanes se ponga al habla con él.

Lo que al venturoso Magallanes le parece disposición del cielo, es en verdad asunto muy terrenal. A Juan de Aranda, como a todos los emperadores y reyes, capitanes y mercaderes de su tiempo, no le va nada en el descubrimiento de la tierra y la consiguiente felicidad de los humanos, pese a la pintura que nos dan los libros de Historia para la juventud. No eran la generosidad del ánimo ni el puro entusiasmo los que hicieron de Aranda un patrocinador del plan. Lo que el factor de la «Casa de Contratación» husmea en el propósito de Magallanes, como experto en la materia, es algún buen negocio. Ya fuera a clara argumentación o el porte varonil y aplomado de aquel desconocido capitán portugués, o bien la íntima convicción con lo que exponía, algo debió de imponerse al experto y ponderado negociante. Lo cierto es que Aranda, ayudado tal vez de la razón o por puro instinto, rastrea detrás del magno plan la posible magnitud del negocio. El haber oficialmente declinado, como no rentable para la Corona, la proposición de Magallanes no le impide al funcionario real Aranda hacer el negocio «en sí», como dicen en el dialecto de los negociantes, patrocinando financieramente la empresa a título de particular, o al menos sacando del financiamiento una comisión en calidad de intermediario. Cierto que este modo de obrar dando carpetazo a un proyecto como funcionario de la Corona y cortesano, para aceptarlo bajo mano, no es muy correcto ni muy limpio; y, en efecto, más tarde, la «Casa de Contratación» abrió un proceso contra Juan de Aranda por su participación financiera en él.

Magallanes no puede andar con repulgos en tales momentos. No tiene más salida que uncir a su empresa lo que pueda sacar adelante la carreta, y en esta situación crítica confía, probablemente, a Juan de Aranda, del común «secreto», más de lo que su fidelidad hacia Ruy Faleiro le permitía. Se goza de haber ganado a Juan de Aranda para su empresa. Éste, antes de poner dinero e influencia en el arriesgado negocio con uno a quien no conoce, hace lo que haría hoy cualquier diestro financiero en ocasión semejante: pide informes a Portugal sobre el crédito que merezcan Magallanes y Faleiro. La persona a quien se dirija confidencialmente no es otra que Cristóbal de Haro, financiador un día de aquella primera expedición hacia el sur brasileño y que posee el más amplio conocimiento sobre la materia y las personas. La información —una feliz coincidencia más— da un resultado excelente: Magallanes es un hombre experto, un navegante puesto a prueba, y Faleiro está considerado como un cosmógrafo de categoría.

Queda sorteado el último escollo. Desde esta hora el gerente de la Casa de Indias, cuyo fallo en cosas del mar es tenido como decisivo en la corte, está dispuesto a regir los de Magallanes, que son también los suyos. Magallanes y Faleiro ganan un tercer asociado; aportan un capital básico en este trifolio: Magallanes, su experiencia práctica; Faleiro, sus conocimientos teóricos, y Juan de Aranda, sus relaciones. No vacila en dirigir una extensa carta al canciller de Estado de Castilla, en la cual manifiesta la importancia de la empresa y recomienda a Magallanes como un hombre «que podría prestar grandes servicios a Su Alteza». Pone luego al corriente del plan a cada uno de los consejeros, con lo cual asegura a Magallanes la audiencia. Y más aún: el celoso agente no sólo se declara dispuesto a acompañar él mismo a Magallanes a Valladolid, sino que le adelanta, además, de su bolsillo el coste del viaje y de la estancia. Ha cambiado el viento de la noche a la mañana. Magallanes ve superadas sus más atrevidas esperanzas. En un mes ha conseguido más de España que de su patria en los diez años da abnegado servicio. Ahora que se le han abierto las puertas del palacio real, escribe a Faleiro que venga confiado a Sevilla cuanto antes mejor, pues todo va como una seda.

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Era de esperar que, el bravo astrólogo acogería entusiasmado el sorprendente progreso de las negociaciones y daría un abrazo de gratitud a su compañero. Pero en la vida de Magallanes —y en lo sucesivo persistirá el mismo ritmo— no hay día claro que alguna nube no empañe. Ya el hecho de la afortunada iniciativa de Magallanes parecía haber exasperado el natural reacio, colérico y sensible de Ruy Faleiro, que, a causa de ella, pasaba a la reserva; y la indignación del astrólogo, tan poco versado en las cosas del mundo, llega al colmo cuando se entera de que Aranda no patrocina la empresa por amor a la Humanidad, sino porque aspira a una participación en las futuras ganancias.

Esta circunstancia da lugar a escenas acaloradas. Faleiro acusa a Magallanes de haber faltado a la palabra revelando el «secreto» a un tercero, sin su aquiescencia. En un histérico arrebato de cólera se resiste a ir a la corte de Valladolid en compañía de Aranda, no obstante haberle anticipado éste los gastos del viaje. Esa vana cerrilidad de Faleiro amenazaba seriamente la empresa, cuando Aranda recibe de la corte la fausta noticia de que el rey concede la audiencia requerida. Empieza una excitada negociación, con idas y venidas, a propósito de la comisión sobre lo cual los tres componentes no llegan a un acuerdo hasta el último momento, ante los mismos portales de Valladolid. Antes de haber cazado el oso se reparten ya buenamente su piel. A Aranda le es asignado un octavo por sus actividades de agente, y con este octavo de la ganancia futura —del cual Aranda, Magallanes y Faleiro jamás verán un maravedí— no quedan, en verdad, bastante bien pagados sus servicios, pues es él quien conoce la situación y sabe cómo regirla, y quien, aun antes que el del rey, desconocedor de su enorme poder, habrá de ganarse el beneplácito del Consejo de la Corona.

En este Consejo de la Corona parece que el plan de Magallanes ha de hallar terreno no del todo favorable. Porque, de sus cuatro miembros, hay tres: el cardenal Adriano de Utrecht, amigo de Erasmo y futuro Papa, Guillermo de Croix y el canciller de Estado Sauvage, que son nativos de los Países Bajos; vuelven la mirada más hacia Alemania donde el rey español Carlos ceñirá la corona imperial y hará que el nombre de Habsburgo se adueñe del mundo. Para esos aristócratas feudales o humanistas bibliófilos un proyecto de ultramar cuyo probable provecho se desplegará a la postre exclusivamente en favor de España, está muy lejos de sus planes. El único español en el Consejo de la Corona, protector de la Casa de Contratación y, al mismo tiempo, el que posee indiscutibles conocimientos náuticos, es por desgracia, el famoso e infamado cardenal Fonseca, obispo de Burgos. Con sincero terror debió de oír Magallanes el nombre de Fonseca al pronunciarlo Aranda por primera vez, pues todo navegante sabía que Colón no tuvo en su vida más enconado adversario que este cardenal realista y mercantil, que se opone con la más rígida desconfianza a todo plan fantástico. Pero Magallanes nada tiene que perder y, en cambio ve ganancias en perspectiva. Decidido, con la cabeza alta, se presenta ante el reunido Consejo para defender su idea y llevar adelante el proyecto.

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De lo que en aquella sesión aconteció tenemos diversas informaciones, y, por lo diversas, discutibles. Lo único que se puede asegurar es que algo debió de hacer impresión desde los primeros momentos en la actitud y en el modo de exponer de aquel hombre nervudo y atezado. Los consejeros del rey ven en seguida que el capitán portugués no es uno de aquellos fantaseadores hueros, como tantos hubo desde el éxito de Colón, que iban cada cual con su proyecto a la corte. Este hombre de ahora ha llegado, en realidad, más allá de Oriente que cualquier otro, y cuando cuenta de las islas de las especias, de su situación geográfica, de sus condiciones climatológicas y de su riqueza incalculable, se ve que sus noticias, gracias a las relaciones con Varthema y a la amistad de Serrão, son más dignas de crédito que las de todos los archivos de España. Pero Magallanes no ha puesto todavía sobre la mesa sus mejores naipes. Manda con una seña a su esclavo Enrique, el que trajo de Malaca, que se adelante. Con notable asombro se han fijado los consejeros del rey en el malayo esbelto, de finos miembros: no habían visto aún ninguno de su raza. Se pretende que presentó también una esclava de Sumatra, la cual rompió a hablar y gorjear como si, de pronto, un abigarrado colibrí revoloteara en la real sala de audiencia. Y por fin —testimonio de los más valiosos— lee Magallanes unos párrafos de las cartas de su amigo Francisco Serrão, el nuevo gran visir de Ternate, donde se consigna que allí hay «una tierra más extensa y más rica que el mundo que descubrió Vasco de Gama».

Hasta haber logrado despertar, por esos medios, el interés de los altos personajes, no empieza Magallanes, sacando consecuencias, a exponer sus pretensiones. Como él mismo ha demostrado, las preciadas islas de las especias, cuya riqueza queda fuera de toda cuenta, caen tan al este de la India que resultaría un rodeo superfluo querer alcanzarlas por el Este, como los portugueses, doblando primero el África y, luego, todo el golfo Indico y la Sonda. El viaje resulta mucho más seguro por Occidente, y ésta es la orientación que el Santísimo Padre señala a los españoles. Cierto que se atraviesa en esta ruta, como una barrera infranqueable, el nuevo continente americano, del cual se pretende, erróneamente, que no es navegable en torno de sus costas del Sur; pero Magallanes tiene noticia cierta de que allí hay una travesía, un estrecho, un «paso», y empeña su palabra de poner este su secreto, y el de Ruy Faleiro, al servicio de la Corona de España. Sólo por este su derrotero podrá todavía España pasar delante de los portugueses, los cuales ya tienden las manos impacientes hacia aquella cámara de los tesoros, y Su Majestad —aquí una inclinación ante el joven endeble y pálido, con el belfo de los Habsburgo—, que es ya uno de los monarcas más poderosos, pasará a ser, con su adquisición, el príncipe más rico de la tierra.

Pero tal vez —rectifica Magallanes, continuando— Su Majestad tendría reparo en emprender una expedición hacia las Molucas, temeroso de invadir la esfera que Su Santidad el Papa destinaba a los portugueses en su partición. Este cuidado queda excluido. Gracias al conocimiento exacto que tiene del sitio y a los cálculos de Ruy Faleiro, él, Magallanes, puede asegurar y probar que las islas del tesoro caen dentro de la zona que Su Santidad el Papa asignó a España; es, pues, una equivocación por parte de España esperar más tiempo, a pesar de su indiscutible derecho de prioridad, con lo que facilitaría a los portugueses el sentar sus reales en territorio de la Corona española.

Magallanes hace una pausa. Ahora la exposición está a punto de pasar de lo práctico a la teoría, porque toca a los meridianos y a los mapas el dar testimonio de que las islas de la especiería son del dominio de la Corona de España. Magallanes se aparta para ceder a su camarada Ruy Faleiro la argumentación cosmográfica. Ruy Faleiro arrastra una gran esfera; gracias a su demostración se puede precisar claramente que las islas de las especias se encuentran en el otro hemisferio, allende la línea de división que trazó el Papa, y, por lo tanto, en dominio español; y, apoyando sus palabras, señala con el dedo el curso que él y Magallanes tienen el propósito de seguir. (Lo cual no es óbice para que, andando el tiempo, se demuestre que todos los cálculos de longitudes y latitudes de Ruy Faleiro caían de lleno en la fantasía, porque este geógrafo de gabinete ni siquiera sueña en la extensión del aún no descubierto ni surcado océano Pacífico. Veinte años más tarde se podrá, además, precisar que todas sus consecuencias caen por la base, que las islas de la especiería no están en dominio español, sino portugués.) No todo lo que el excitado astrónomo expone, gesticulando mucho, son puras aproximaciones. Pero todos los hombres y todas las naciones están dispuestos a creer lo que les aprovecha. Desde el momento que el doctísimo cosmógrafo declara que las islas de la especiería pasarán a ser de España, los consejeros del rey ya no tienen ningún interés en discutir una manifestación que tanto les favorece. Es cierto que algunos de ellos se mostraron curiosos de ver señalado en la esfera el punto en que se encontraba la travesía de América, el paso, el estrecho que llevaría el nombre de Magallanes, y que, al no verlo marcado, Faleiro les explicó que era con toda intención, a fin de que ese gran secreto no fuera divulgado hasta el momento preciso.

El Emperador y sus consejeros, displicentes los unos y ya interesados los otros, habían escuchado. Pero aquí sobreviene lo nunca previsto. No son los eruditos, los humanistas, quienes se interesan por el viaje alrededor del mundo, que fijará por fin la extensión terrestre y eclipsará todo documento anterior; es precisamente aquel escéptico tan temido de todo navegante, el obispo de Burgos Fonseca quien se pone decididamente al lado de Magallanes. Tal vez en su interior le remuerda ahora, como un delito contra la Historia, el haber perseguido a Colón, y no quiere cargar por segunda vez con el ludibrio de ser un enemigo de toda gran idea; tal vez le ha convencido. Lo cierto es que el impulso decisivo parte de él. En principio acepta el proyecto, y Magallanes y Faleiro son invitados oficialmente a comunicar por escrito al Consejo de Su Majestad los antecedentes y los fines de su empresa.

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Todo está ganado con esta audiencia. Pero a quien ya tiene le es dado más, y una vez la suerte ha respondido al reclamo, seguirá fácilmente al favorecido. Más dieron aquellas pocas semanas a Magallanes que lo que en años había obtenido. Ha hallado en su camino una esposa amante, amigos fieles, impulsores que hacen propia su idea, un rey que deposita en él la confianza; y, por fin, viene a sus manos, en el juego apasionante, un triunfo que ha de decidir su suerte. Aparece aquellos días en Sevilla, de improviso, el renombrado naviero Cristóbal de Haro, aquel opulento especulador flamenco que trabaja al unísono del gran capital internacional de su tiempo y que ha equipado a costa suya una serie de expediciones. Había tenido hasta entonces su cuartel central en Lisboa. Pero también a él le había exasperado el rey Manuel con su tacañería e ingratitud, por eso le resulta de perlas todo lo que pueda enojar al monarca. Sabe quién es Magallanes, le merece confianza, y como tampoco le parecen mal las perspectivas de la empresa desde el punto de vista del negocio, le asegura, muy obligado, que en el caso de que la corte española y la «Casa de Contratación» no quisieran emplear el dinero necesario en la empresa, él y sus colegas estarían dispuestos a costear la flota.

Gracias al inesperado ofrecimiento tiene Magallanes ahora dos opciones. Cuando llegó a la puerta de la «Casa de Contratación» era él quien iba a rogar que le confiaran una flota, y después de la audiencia se trató aún de especular con sus pretensiones y rebajar sus demandas. Ahora, con la oferta de Cristóbal de Haro en el bolsillo, Magallanes puede presentarse como capitalista. Si la corte no quiere correr el riesgo, tiene el orgullo de decir que esto no perjudicará sus planes, pues no necesita otro dinero, y sólo pide el honor de salir bajo el pabellón de España. A cambio de este honor entregará a la Corona, en un generoso rasgo, un quinto de la ganancia.

Esta nueva proposición, que deja fuera de cualquier riesgo a la corte española, es de tal modo favorable, que, paradójicamente, o más bien dentro de la estricta argumentación lógica, el Consejo de la Corona decide no aceptarla. Porque si un tan curtido comerciante como Cristóbal de Haro —así argumenta el Consejo de la Corona de España— se presta a poner dinero en la empresa, es que la tal empresa promete ser de las más beneficiosas. Vale más, por consiguiente, financiar el proyecto con dinero del Tesoro, asegurándose así la principal ganancia y, con ella, la gloria. Después de corto regateo son aceptadas las condiciones de Magallanes y de Ruy Faleiro en su totalidad; con una prisa en abierta oposición con la marcha ordinaria de los asuntos oficiales del país, aquél pasa delante de todos. Y en 22 de marzo de 1518, Carlos V, en nombre de su madre Juana —incapacitada por su locura— y con el solemne «Yo el Rey», firma de su puño y letra la «Capitulación», o sea el compromiso con Magallanes y Ruy Faleiro.

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«Pues que vosotros —así empieza el extenso documento—, Hernando de Magallanes, caballero, natural del reino de Portugal, y el licenciado Ruy Faleiro, del mismo reino, estáis dispuestos a prestar a Nos un gran servicio dentro de los límites que a Nos pertenecen en la parte del océano que Nos fue adjudicada, ordenamos que, al efecto, sea puesto en vigor el siguiente pacto.»

Sigue una serie de cláusulas. Por la primera es cedido a Magallanes y a Faleiro el derecho preferente y exclusivo en aquellos mares. «Que la suerte os acompañe —dice el documento en el complicado estilo cancilleresco— para los fines del descubrimiento de aquella parte del océano comprendida en los límites a Nos adjudicados. Y por cuanto no sería justo que mientras vais allí otros os perjudicaran intentando la misma empresa, y porque habéis tomado sobre vosotros las fatigas de esta empresa, place a nuestra Facia y voluntad, y así os lo prometemos, no dar permiso a nadie, durante los diez años siguientes, para seguir la misma ruta con fines a unos descubrimientos que vosotros habéis planeado. Pero en caso de que alguien deseara emprender tales viajes y pidiera para ello nuestro permiso, antes de otorgarlo os enteraríamos a fin de que, dentro del mismo término, con igual equipo y el mismo número de barcos que los otros que intentaran el descubrimiento, pudierais emprenderlo vosotros.»

En los artículos sucesivos, de orden financiero, se asigna a Magallanes y a Faleiro, «en consideración a su buena voluntad y servicios prestados», un vigésimo de todos los ingresos que provengan de los territorios por ellos descubiertos, así como un derecho preferente sobre dos islas, en caso de que las descubiertas pasaran de seis. Además, como en el pacto de Colón, les será concedido el título de Adelantados o Gobernadores de todas aquellas tierras e islas, para ellos y para sus hijos y herederos. El que sean agregados a la flota un veedor real, un tesorero y un contador para la vigilancia de la contabilidad, no ha de limitar de ningún modo la libertad de acción de los capitanes. El Rey se obliga además, explícitamente, a armar cinco naves de un determinado tonelaje, provistas de su tripulación, víveres y artillería, en previsión de dos años de viaje. Este documento de la Historia universal se cierra con las solemnes palabras: «Considerado todo lo dicho, prometo, empeñando en ello mi honor y mi real palabra, que proveeré a que todas y cada una de las cláusulas sean cumplidas como arriba se expone, y para esto he mandado que la presente “Capitulación” sea expuesta, firmada de mi mano.»

Como si esto no bastara, se especifica que todas las autoridades y funcionarios de España, desde los más elevados a los inferiores, se den por enterados de este pacto, para que Magallanes y Faleiro hallen facilidades «en todo a por todo, para agora e para siempre»; y esta orden es comunicada “al Ilustrísimo Infante D. Fernando, e a los Infantes, Prelados, Duques, Condes, Marqueses, Ricoshomes, Maestres de las órdenes, Comendadores a Subcomendadores, Alcaldes, Alguaciles de la nuestra Casa e Corte a Chancillerías, e a todos los Consejos a Gobernadores, Corregidores a Asistentes, Alcaldes, Alguaciles, Merinos, Prebostes, Regidores a otras cualesquier justicias a oficiales de todas las ciudades, villas a logares de los nuestros Reinos a Señoríos”. Y, en fin, a todos los brazos y organismos, y personas, desde el príncipe heredero al último soldado. No puede anunciar con mayor precisión que desde aquel momento todo el reino español está propiamente al servicio de dos desconocidos emigrantes portugueses.

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Magallanes no podía esperar tanto ni en sus más osados sueños. Pero sucede algo todavía más pasmoso y trascendental: Carlos V, en sus años juveniles y más bien de un temperamento vacilante, reservado, se declara el más impaciente y fervoroso abogado de aquella nueva expedición de argonautas. Algo debió de apasionar de modo desacostumbrado al joven monarca, ya fuera en la actitud varonil y firme de Magallanes, o bien en lo osado de la empresa. Él es quien más insiste en que se arme y salga pronto la expedición. Quiere que le enteren, semana por semana, del curso de la empresa, y si un obstáculo cualquiera aparece, basta que Magallanes se dirija a él para que una carta del rey rompa inmediatamente la oposición. Es casi la única vez durante su largo reinado que aquel Emperador, en general vacilante y fácil a las influencias, se puso al servicio de una idea magna. ¡La protección de un rey-emperador como Carlos V, toda una tierra a su disposición!… Al mismo Magallanes debió de pasmarle esta ascensión como soñada que, de la noche a la mañana, lo lleva a él, hombre sin patria, sin empleo despreciado y vilipendiado, al cargo de capitán general de una flota, a caballero de la orden de Santiago, a futuro gobernador de todas las nuevas islas y territorios, a dueño de vida y muerte, a señor de una armada, y, por encima de todo, a dueño por primera vez de sus propios pasos.